El hombre del bastón apareció justo después de que el sacristán de St. Mark hubiese retirado diez centímetros de nieve de las aceras. Hacía sol, pero también soplaba un viento huracanado, con temperaturas que no superaban los cero grados. A pesar del frío, aquel hombre solo llevaba un pantalón de peto, una camisa de verano, unas botas de montaña muy gastadas y cazadora ligera que de poco le servía, pero no se le veía incómodo ni apresurado. Avanzaba, cojeando, algo inclinado hacia la izquierda, el lado del bastón. Arrastrando los pies por la acera junto a la iglesia, se paró ante la puerta lateral, donde ponía DESPACHO con pintura de color rojo oscuro. No llamó. No estaba cerrada con llave. Entró justo cuando otra ráfaga de viento chocaba contra su espalda.
La sala era un área de recepción con el desorden y el polvo que cabría esperar en una vieja iglesia. En la mesa del centro, una placa anunciaba la presencia de Charlotte Junger, sentada no muy lejos de su nombre.
—Buenos días —dijo ella con una sonrisa.
—Buenos días —respondió él. Una pausa—. Fuera hace mucho frío.
—Sí, mucho —convino ella al tiempo que lo examinaba rápidamente. Lo que más llamaba la atención era que no llevaba abrigo ni nada para cubrirse las manos y la cabeza.
—Supongo que es usted la señorita Junger —dijo él con los ojos clavados en su nombre.
—No, hoy la señorita Junger no ha podido venir. Tiene la gripe. Yo soy Dana Schroeder, la mujer del pastor, y he venido a suplirla. ¿En qué podemos ayudarle?
Había una silla vacía. El hombre la miró, esperanzado.
—¿Me permite?
—Claro que sí —respondió ella.
Él se sentó con precaución, como si tuviera que estudiar todos los movimientos.
—¿Está el pastor? —preguntó, mirando la gran puerta cerrada de la izquierda.
—Sí, pero está reunido.
Era una mujer menuda, de pecho prominente, y llevaba un jersey ceñido. De cintura para abajo la tapaba la mesa. Él siempre había preferido a las menudas. Guapa, de grandes ojos azules, pómulos marcados… Una chica mona y saludable, perfecta como mujercita del pastor.
Hacía tanto tiempo que no tocaba a una mujer…
—Necesito ver al reverendo Schroeder —dijo juntando devotamente las manos—. Ayer fui a la iglesia, oí su sermón y… necesito que me orienten, vaya.
—Hoy está muy ocupado —repuso ella con una sonrisa.
Unos dientes francamente bonitos.
—Estoy en una situación comprometida —reveló él.
Dana llevaba bastante tiempo casada con Keith Schroeder para saber que, con cita previa o sin ella, nadie había tenido que irse nunca del despacho con las manos vacías. Además, la mañana de aquel lunes estaba siendo glacial, y Keith tampoco estaba tan ocupado: hacer unas cuantas llamadas por teléfono, atender a una pareja joven que al final había decidido no casarse —en eso estaba, justamente—, y luego visitar hospitales, como siempre. Rebuscó un poco por la mesa hasta que encontró el sencillo formulario que buscaba.
—Bueno, tomaré nota de algunos datos básicos y a ver qué podemos hacer.
Tenía el bolígrafo a punto.
—Gracias —dijo él con una ligera reverencia.
—¿Nombre?
—Travis Boyette. —Se lo deletreó maquinalmente—. Fecha de nacimiento, 10 de octubre de 1963; lugar, Joplin, Missouri; edad, cuarenta y cuatro. Solo, divorciado, sin hijos. Dirección, ninguna. Lugar de trabajo, ninguno. Perspectivas, ninguna.
Dana asimiló aquella información a medida que su bolígrafo buscaba frenéticamente los espacios en blanco que había que cumplimentar. La respuesta generaba muchas más preguntas de las que cabían en aquel pequeño formulario.
—Bueno, veamos, la dirección —dijo sin dejar de escribir—. ¿Dónde se aloja en este momento?
—En este momento soy propiedad de la Dirección General de Prisiones del estado de Kansas. Me han asignado a una casa de reinserción de la calle Diecisiete, a pocas manzanas de aquí. Estoy en pleno proceso de excarcelación, o de «reinserción», como les gusta decir a ellos. Después de algunos meses en el centro, aquí en Topeka, seré un hombre libre, y lo único que me esperará será toda una vida en libertad condicional.
El bolígrafo dejó de moverse, pero Dana no apartó la vista de él. De pronto, su interés por las indagaciones había perdido fuerza. Vaciló en seguir preguntando, pero ya que había empezado el interrogatorio, se sintió obligada a continuar. ¿Qué más iban a hacer mientras esperaban al pastor?
—¿Le apetece un café? —preguntó, con la seguridad de que era una pregunta inofensiva.
La pausa fue excesivamente larga, como si él no se decidiese.
—Sí, gracias; solo, con un poco de azúcar.
Dana salió rápidamente de la habitación para ir a buscarlo. Él la miró sin perder ni un detalle: lo bien formado y redondo del trasero bajo los pantalones de sport, las piernas esbeltas, los hombros atléticos… Incluso la coleta. Uno sesenta, o uno sesenta y cinco, cincuenta kilos a lo sumo.
Dana no se dio prisa. A su regreso, se encontró a Travis Boyette donde lo había dejado, sentado como un monje, haciendo entrechocar suavemente las yemas de la mano derecha y las de la izquierda, con el bastón negro de madera atravesado en las piernas y la mirada perdida en la pared del fondo. Tenía la cabeza totalmente rapada, una cabeza pequeña y lustrosa, de una redondez perfecta. Al darle la taza, Dana se preguntó de manera frívola si se habría quedado calvo a temprana edad o simplemente prefería el look rapado. En el lado izquierdo de su cuello mostraba un siniestro tatuaje.
Él cogió el café y le dio las gracias. Dana volvió a su sitio, con la mesa entre ambos.
—¿Es usted luterano? —preguntó, tomando otra vez el bolígrafo.
—Lo dudo. La verdad es que no soy nada. Nunca he visto la necesidad de pertenecer a una Iglesia.
—Pero ayer estuvo aquí. ¿Por qué?
Boyette cogió la taza con las dos manos y se la acercó a la barbilla, como un ratón que mordisqueara algo. Si tardaba diez segundos en responder a una simple pregunta sobre café, el tema de las creencias religiosas podía llevarle toda una hora. Bebió un sorbo y se pasó la lengua por los labios.
—¿Cuánto tiempo cree que tardaré en poder ver al reverendo? —inquirió finalmente.
«Demasiado», pensó Dana, que ya no veía el momento de endosarle aquel asunto a su marido. Echó un vistazo al reloj de la pared.
—Estará al caer —dijo.
—¿Sería posible que esperásemos sentados en silencio? —preguntó él con toda la educación del mundo.
Una vez asimilado el desaire, Dana decidió rápidamente que el silencio no era mala idea. Después se le reavivó la curiosidad.
—Sí, claro; solo una pregunta más. —Miró el cuestionario como si realmente necesitase una pregunta más—. ¿Cuánto tiempo ha estado en la cárcel?
—Media vida —dijo Boyette sin vacilar, dando la impresión de que se lo preguntaban cinco veces al día.
Dana escribió algo. Después se concentró en el teclado del ordenador y empezó a teclear, como si de pronto se le hubiera presentado un asunto urgente. En su correo electrónico para Keith ponía: «Aquí tengo a un ex presidiario que dice que necesita verte. Hasta entonces no se irá. Parece agradable. Se está tomando un café. Ve acortando. Si no se irá».
Cinco minutos más tarde se abrió la puerta del pastor, y por ella se deslizó una chica; se secaba los ojos, seguida por su ex prometido, que lograba estar al mismo tiempo ceñudo y sonriente. Ninguno de los dos le dijo nada a Dana. Tampoco se fijaron en Travis Boyette. Desaparecieron.
—Un segundo —le dijo Dana a Boyette después del portazo.
Entró rápidamente en el despacho de su marido para darle un breve parte informativo.
El reverendo Keith Schroeder tenía treinta y cinco años, hacía diez que estaba felizmente casado con Dana y era padre de tres hijos, que se llevaban entre sí veinte meses. Hacía dos años que era pastor titular de St. Mark, tras haberlo sido de una iglesia en Kansas City. Su padre era pastor luterano jubilado, y Keith nunca había soñado con ninguna otra ocupación. Crecido en un pueblo cerca de St. Louis, y escolarizado en la misma zona, nunca había salido del Medio Oeste, a excepción de un viaje escolar a Nueva York y de su luna de miel en Florida. En general gozaba de la admiración de sus feligreses, no sin algún que otro altercado. El mayor enfrentamiento había estallado el invierno anterior, cuando abrió el sótano de la iglesia a unos vagabundos durante una nevada. Una vez derretida la nieve, algunos de ellos se habían resistido a irse. El ayuntamiento había mandado una notificación por uso no autorizado, y la prensa había publicado un artículo ligeramente embarazoso.
El tema de su sermón de la víspera había sido el perdón: el poder infinito y abrumador de Dios para perdonar nuestros pecados, por muy aborrecibles que hubieran podido ser. Los pecados de Travis Boyette eran atroces, inimaginables, horrendos. Sus crímenes contra la humanidad no podían condenarlo sino a la muerte y al sufrimiento eternos. A aquellas alturas de su triste vida, estaba convencido de que jamás podrían perdonarlo. Pero sentía curiosidad.
—Aquí han venido varios hombres de la casa de reinserción —explicó Keith—. Incluso he ido alguna vez a celebrar el oficio.
Estaban en un rincón de su despacho, apartados de la mesa: dos nuevos amigos charlando en sillas de lona hundidas. Cerca, en la falsa chimenea, ardían falsos troncos.
—No es mal sitio —dijo Boyette—. Mejor que la cárcel, eso seguro.
Era un hombre frágil, con la piel blanquecina de quienes tienen que vivir en lugares sin luz. Sus rodillas huesudas se tocaban, y entre ellas descansaba el bastón negro.
—¿Y en qué cárcel ha estado? —Keith tenía en sus manos un tazón de té muy caliente.
—En varias. Los últimos seis años en Lansing.
—¿Por qué lo condenaron? —preguntó el pastor, ansioso por saber los delitos para conocer mucho mejor al hombre.
¿Violencia? ¿Drogas? Probablemente. Claro que Travis también podía ser culpable de malversación o de evasión fiscal… En todo caso, no parecía de esos que hacen daño a los demás.
—Muchas cosas malas, pastor. No me acuerdo de todas.
Prefería evitar el contacto visual. Su atención se centraba en la alfombra. Keith bebía el té a sorbitos, observando atentamente a su invitado, hasta que reparó en el tic. Cada pocos segundos, Boyette torcía un poco la cabeza hacia la izquierda. Era como un gesto rápido de asentimiento, seguido por una sacudida correctora más radical que la ponía de nuevo en su sitio.
—¿De qué quiere que hablemos, Travis? —dijo Keith tras un momento de silencio absoluto.
—Tengo un tumor cerebral, pastor; maligno, mortal y básicamente incurable. Si tuviera dinero podría combatirlo (radio, quimio, lo típico), y ganar diez meses o un año, pero es un glioblastoma de grado cuatro, o sea que soy hombre muerto. Medio año, un año… La verdad es que da lo mismo. Dentro de unos meses ya no existiré.
Justo entonces, oportunamente, el tumor dio señales de vida: Boyette hizo una mueca, se inclinó y empezó a frotarse las sienes. Su respiración era difícil y pesada. Parecía que le dolía todo el cuerpo.
—Lo siento mucho —dijo Keith, muy consciente de la futilidad de sus palabras.
—Malditos dolores de cabeza —farfulló Boyette sin dejar de apretar los párpados.
Luchó unos minutos contra el dolor, sin que ninguno de los dos dijera nada. Keith lo miró, impotente, mordiéndose la lengua para no soltar ninguna tontería como «¿Le traigo un Tylenol?». Luego el dolor menguó, y Boyette se relajó.
—Perdone —dijo.
—¿Cuándo se lo diagnosticaron? —preguntó Keith.
—No sé, hace un mes. Me empezó a doler la cabeza en Lansing, en verano. Ya se imaginará la calidad de la asistencia sanitaria… Total, que no me hicieron nada. Después de soltarme y de mandarme aquí, me llevaron al hospital St. Francis, me hicieron pruebas y escáneres y me encontraron un señor huevecito en medio de la cabeza, justo entre las orejas, a demasiada profundidad para operarlo.
Respiró hondo, espiró y consiguió sonreír por primera vez. Le faltaba un diente en la parte superior izquierda. El hueco se notaba mucho. Keith sospechó que en la cárcel los cuidados dentales dejaban mucho que desear.
—Supongo que ya habrá visto a gente como yo —dijo Boyette—, gente que va a morir.
—De vez en cuando. Son gajes del oficio.
—Y supongo que tienden a tomarse muy en serio a Dios, el cielo, el infierno y todo eso.
—La verdad es que sí, mucho. Es la condición humana. Cuando nos vemos frente a frente con nuestra mortalidad, pensamos en el más allá. ¿Y usted, Travis? ¿Cree en Dios?
—Algunos días sí, y otros no; pero soy bastante escéptico, incluso cuando creo. En su caso es fácil creer en Dios, porque ha tenido una vida fácil. Lo mío ya es otra historia.
—¿Quiere contarme su historia?
—La verdad es que no.
—Entonces, ¿para qué ha venido, Travis?
El tic. Cuando su cabeza dejó de moverse, Boyette miró a todas partes y acabó fijando la vista en los ojos del pastor. Se observaron durante un buen rato, sin que ninguno de los dos parpadease.
—Pastor —dijo al final Boyette—, yo he hecho algunas cosas malas; he hecho daño a algunos inocentes, y no estoy seguro de querer llevármelo todo a la tumba.
«Ya estamos en el buen camino», pensó Keith. El peso del pecado sin confesar. La vergüenza de la culpa oculta.
—No estaría de más que me explicase todas esas cosas malas. El mejor punto de partida es la confesión.
—¿Es confidencial?
—Sí, en general sí, aunque hay excepciones.
—¿Qué excepciones?
—Si me confiesa algo, y yo estimo que se pone en peligro a usted mismo o a terceros, la confidencialidad ya no rige. Puedo tomar medidas razonables para protegerlo a usted o a la otra persona. Puedo pedir ayuda, por decirlo de otra manera.
—Parece complicado.
—No tanto.
—Mire, pastor, yo he hecho cosas horribles, pero esta ya hace muchos años que no me deja vivir. Necesito urgentemente hablar con alguien, y no tengo ningún otro sitio adónde ir. Si le cuento un crimen horrible que cometí hace años, ¿se lo diría a alguien?
Dana entró directamente en la web de la Dirección General de Prisiones del estado de Kansas, y en cuestión de segundos se zambulló en la mísera vida de Travis Dale Boyette. Condenado a diez años en 2001 por intento de agresión sexual. Estado actual: preso.
—Su estado actual es el despacho de mi marido —masculló, mientras seguía tecleando.
Condenado a doce años en 1991 por agresión sexual con circunstancias agravantes en Oklahoma. Libertad condicional en 1998.
Condenado a ocho años en 1987 por intento de agresión sexual en Missouri. Libertad condicional en 1990.
Condenado a veinte años en 1979 por agresión sexual con circunstancias agravantes en Arkansas. Libertad condicional en 1985.
Boyette constaba como culpable de delitos sexuales en Kansas, Missouri, Arkansas y Oklahoma.
«Un monstruo», se dijo Dana.
La foto de la ficha policial correspondía a un hombre mucho más joven y corpulento, con el pelo oscuro y entradas. Dana resumió con presteza los antecedentes, y mandó un correo electrónico al ordenador de Keith. No temía por la integridad de su esposo, pero quería que aquel personaje repulsivo abandonara el edificio.
Tras media hora de conversación tirante, en la que apenas se registraron avances, Keith se empezó a cansar de la entrevista. Boyette no mostraba ningún interés por Dios, y dado que la especialidad de Keith era esa, no parecía poder hacer gran cosa. Él no era neurocirujano, ni tenía trabajo que ofrecer a nadie.
Llegó a su ordenador un mensaje, anunciado suavemente por un timbre de los de antes. Si sonaba dos veces, podía ser cualquiera; tres, en cambio, indicaba un mensaje de la recepción. Fingió ignorarlo.
—¿Y el bastón? —preguntó amablemente.
—La cárcel es muy dura —dijo Boyette—. Me metí en más peleas de la cuenta. Una herida en la cabeza. Probablemente fuera la causa del tumor.
Le pareció gracioso. Se rió de su propio chiste.
Tras una risita cortés, Keith se levantó y se acercó a su escritorio.
—Mire —dijo—, le voy a dar una tarjeta. Puede llamarme cuando quiera. Aquí siempre será bienvenido, Travis.
Al coger la tarjeta, miró de reojo el monitor. Cuatro, ni más ni menos que cuatro condenas, todas vinculadas a agresiones sexuales. Volvió a la silla, le dio a Travis la tarjeta y se sentó.
—La cárcel es especialmente dura para los violadores, ¿verdad, Travis?
Te vas a otra ciudad, y tienes que ir corriendo a la comisaría o al juzgado para inscribirte como agresor sexual. Después de veinte años de lo mismo, ya das por supuesto que lo sabe todo el mundo. Todo el mundo te mira. Boyette no parecía muy sorprendido.
—Muy dura —convino—. Ya no llevo la cuenta de las veces que me han atacado.
—Mire, Travis, no es un tema del que tenga muchas ganas de hablar. Estoy citado con varias personas. Si quiere venir a verme otra vez, por mí perfecto, pero en todo caso llame antes. También vuelvo a invitarlo a que asista a nuestro oficio religioso este domingo.
Keith no estaba seguro de decirlo en serio, pero su tono era sincero.
Boyette sacó un papel doblado de un bolsillo de su cazadora.
—¿Le suena el caso de Donté Drumm? —preguntó al tendérselo a Keith.
—No.
—Un chico negro de una pequeña ciudad del este de Texas, condenado por asesinato en 1999. Dijeron que había matado a una animadora de instituto, blanca. El cadáver no lo han encontrado nunca.
Keith desdobló el papel. Era una copia de un breve artículo del periódico de Topeka, con fecha del domingo anterior. Tras una rápida lectura, miró la foto policial de Donté Drumm. La noticia no tenía nada de especial: otra ejecución rutinaria en Texas, con otro acusado que proclamaba su inocencia.
—La ejecución está prevista para este jueves —dijo al levantar la vista.
—Voy a decirle una cosa, pastor: se equivocaron de hombre. Ese chico no tuvo nada que ver con el asesinato.
—¿Y usted cómo lo sabe?
—No hay pruebas. Ni una sola. Los polis decidieron que lo había hecho él, lo hicieron confesar a golpes, y ahora lo van a matar. No está bien, pastor, nada bien.
—¿Cómo sabe todo eso?
Boyette se inclinó un poco más, como si fuera a susurrarle algo que jamás había dicho. El pulso de Keith se aceleraba por segundos. Sin embargo, no dijo ni una palabra. Otra larga pausa, durante la cual se miraron fijamente.
—Aquí pone que no encontraron el cadáver —dijo Keith. «Hazle hablar», pensó.
—Exacto. Todo este disparate de que el chico pilló a la chica, la violó, la estranguló y tiró su cadáver al Red River desde un puente se lo inventaron ellos. Todo mentira.
—¿O sea que usted sabe dónde está el cadáver?
Boyette se irguió con los brazos cruzados, y empezó a asentir. El tic. Luego otro. Bajo presión se repetían con mayor frecuencia.
—¿La mató usted, Travis? —preguntó Keith, sorprendiéndose a sí mismo.
Menos de cinco minutos antes, repasaba mentalmente la lista de todos los feligreses a quienes tenía que ir a visitar al hospital, y buscaba la manera de sacar a Travis del edificio por las buenas. Ahora estaban hablando de un asesinato y de un cadáver oculto.
—No sé qué hacer —dijo Boyette, sintiendo otra punzada de dolor. Se encogió como si fuera a vomitar. Después se empezó a presionar la cabeza con las palmas—. Me estoy muriendo, ¿sabe? Dentro de unos meses me habré muerto. ¿Por qué tiene que morir también ese chico, si no ha hecho nada?
Tenía los ojos húmedos y la cara crispada.
Keith percibió cómo temblaba. Le dio un kleenex, y vio que se lo pasaba por la cara.
—El tumor está creciendo —afirmó Boyette—. Cada día presiona más el cráneo.
—¿Toma alguna medicación?
—Sí, pero no sirve de nada. Tengo que irme.
—Creo que no hemos acabado.
—Yo creo que sí.
—¿Dónde está el cadáver, Travis?
—Eso a usted no le interesa.
—Sí que me interesa. Quizá podamos impedir la ejecución.
Boyette se rió.
—Ah, ¿sí? ¿En Texas? Un poco difícil. —Se levantó despacio y dio unos golpes en la alfombra con el bastón—. Gracias, pastor.
Keith no dijo nada. Se limitó a mirar cómo Boyette salía a toda prisa de su despacho arrastrando los pies.
Dana miraba fijamente la puerta, negándose a sonreír.
—Adiós —logró contestar con pocas fuerzas al «gracias» de Boyette.
Luego desapareció. Volvió a la calle, sin abrigo ni guantes, cosa que a ella, la verdad, le daba igual.
Su esposo no se había movido. Seguía apoltronado en la silla, estupefacto, con la mirada extraviada en una pared y la copia del artículo en la mano.
—¿Estás bien? —preguntó Dana.
Keith le dio el artículo. Dana lo leyó.
—No acabo de entenderlo —dijo al acabar.
—Travis Boyette sabe dónde está enterrado el cadáver. Lo sabe porque la mató él.
—¿Ha admitido haberlo hecho?
—Casi. Dice que tiene un tumor cerebral que no se puede operar, y que dentro de unos meses se habrá muerto. Según él, Donté Drumm no tiene nada que ver con el asesinato, y ha insinuado claramente que sabe dónde está el cadáver.
Dana se dejó caer en el sofá, hundiéndose entre cojines y mantas.
—¿Y tú lo crees?
—Me parece que sí.
—¿Cómo puedes creerlo? ¿Por qué?
—Está sufriendo, Dana; y no solo por el tumor. Sabe algo del asesinato y del cadáver; algo no, mucho, y le incomoda sinceramente que haya un inocente esperando a que lo ejecuten.
Como era una persona que pasaba gran parte de su tiempo escuchando problemas delicados de otras personas, y dando consejos y opiniones merecedores de su confianza, Keith se había convertido en un observador astuto y perspicaz, que rara vez se equivocaba. Dana, en cambio, reaccionaba con mayor rapidez; le era mucho más fácil criticar y juzgar, y también equivocarse.
—¿Qué piensas, pastor? —preguntó.
—Vamos a tomarnos una hora solo para investigar. Vamos a comprobar dos cosas: ¿es verdad que está en libertad condicional? Y si lo está, ¿quién es su supervisor? ¿Es paciente de St. Francis? ¿Tiene un tumor cerebral? Y si lo tiene, ¿es terminal?
—Será imposible conseguir el historial médico sin su consentimiento.
—Ya, pero a ver qué podemos confirmar. Llama al doctor Herzlich. ¿Estuvo ayer en la iglesia?
—Sí.
—Ya me lo parecía. Llámalo e indaga un poco. En principio, mañana le toca guardia en St. Francis. Llama a la comisión de libertad condicional, a ver qué averiguas.
—¿Y se puede saber qué harás tú, mientras yo les saco humo a los teléfonos?
—Navegar por internet, tratando de encontrar algo sobre el asesinato, el juicio, el acusado y todo lo demás.
Se levantaron. Ahora tenían prisa.
—¿Y si todo es verdad, Keith? —preguntó Dana—. ¿Y si nos convencemos de que ese mal bicho dice la verdad?
—Pues algo tendremos que hacer.
—¿Como qué?
—No tengo ni la más remota idea.