Las aguas se detuvieron un instante. La noche iniciaba su ronda cuando los badajos abrieron el compás de su baile más fúnebre, aquel veintidós de mayo de 1803 en que Manuela cerró sus ojos verdes como el valle para siempre.
Yo, Manuela de Allende y Ayerdi, encomiendo mi alma a Dios y pido se me entierre en la sepultura en que lo están mis padres y es la que ofrenda mi casa de Zubiete. Y se lleve de oblada tres celemines de pan, según y cómo se ha usado con los antepasados de mi casa, y con dos velas de a libra sobre mi sepultura, pagándose todo de mis bienes, y el que a mi entierro se lleven las insignias de la Santa Vera Cruz.
Al sonido de las campanas de Molinar se sumó el de las de Isasi, Irazagorria, Berbiquez. No hubo templo a lo largo y ancho de estas montañas que no se entregara al cántico de la despedida.
Yo, Manuela de Allende y Ayerdi, declaro haber heredado de don Manuel de Braceras, mi amo y señor, varios efectos, y también de mi hermana doña Josefa de Allende, la casa y casería que en el barrio de Zubiete poseía, con su accesoria, tierras, viñas y montes que la pertenecen y que fueron de mis padres.
Nela avivó el fuego del hogar de sus antepasados. Desde la ranura que se abría en la pared de la cocina miró al monte. Un silencio helador inundaba la casa de Zubiete. Había vivido en ella a su regreso de Galdames, hasta que su tía enfermó y entonces se trasladó a Molinar, a cuidar de ella y de los huéspedes que se alojaban en aquella casa. Sopló un poco más y las llamas comenzaron a bailar.
Mando a Francisca de Allende, mi sobrina, mujer legítima de Antonio de Ugarte, un arca de las que están hechas en Oquendo, con dos sábanas usadas, ni las más nuevas ni viejas, tres colchones y un cabezal de los blancos que heredé de mi hermana. Lo mismo a mi sobrino Joseph Antonio de Allende. Y a Manuela de Allende, que se encuentra conmigo, mando se le den mis hebillas de plata y zapatos de pana, y a María de Larrazabal, mujer de Juan de Iñarritu, la chambra verde de paño y los zapatos nuevos en agradecimiento por lo que me ha servido.
Recorrió una a una las estancias de aquella casa que en parte se le mostraba extraña. Creyó escuchar un rumor en las escaleras y se asomó a preguntar quién era. Nadie contestó. Retrocedió temerosa un instante, hasta que reconoció el sonido del perro aullando en la cuadra. Bajó, lo acarició, y juntos apaciguaron la zozobra que les inundaba el corazón.
Declaro que tengo mis propias cuatro vacas, tres de ellas en aparcería, en poder de Juan Ignacio de Miranda, morador de Zabalburu, y tengo entregados a dicho Miranda cien reales en dinero y nueve azumbres de vino. Y en el lugar de Menagaray, tierra de Ayala, en poder de Domingo de Arrazuria, una vaca cuya calda no está ajustada, pero valdrá como dieciséis ducados. Declaro que en esta casa en que vivimos existe una pareja de bueyes de trabajo y valor de veinte doblones, cinco caballos, más varios rebaños y otro ganado que posee mi marido.
Nela salió a la calle a sentarse en la piedra de la fachada, bajo el emparrado. Ya era noche cerrada. Un rocío suave caía sobre la tierra de Vizcaya humedeciéndola hasta la última entraña. Trató de abrigarse sujetando con fuerza la manta que la envolvía. El perro la miraba suplicante, esperando el momento de volver a entrar en la cuadra.
Instituyo, dejo y nombro por mi único y universal heredero de mi casa y hacienda de Zubiete, a José María de Allende y Unzaga, mi sobrino, hijo legítimo de don Domingo Narciso de Allende, mi hermano difunto, vecino que es de la villa de San Miguel el Grande en la Nueva España, verificándose venir a vivir el susodicho a este valle, y no en otra forma, en el término de seis años. Y no llegando este caso, sustituyo, elijo y nombro por tal heredero de todos los dichos mis bienes raíces a mi sobrina, doña Manuela de Allende y La Puente, que se halla en mi compañía.
Las llamas del hogar comenzaron a danzar de nuevo. Una brisa fría se filtró por las rendijas de la vieja casa, aireando sus rincones, ventilando sus recuerdos. Manuela había establecido las últimas condiciones con que salvaguardar el futuro de su nombre y casa.
Que la citada, mi sobrina Nela, no sea más que mera usufructuaria de dichos bienes, sin que los pueda vender, empeñar ni acensuar, a no ser para un caso fortuito de fuego o agua que necesitase de reparo para la conservación. Y fallecida la susodicha, dichos bienes pasen a Francisca de Allende y Mendibil, su sobrina, para que recaigan en ella o sucesión si la tuviere, y con la misma prohibición de no enajenar los bienes que recibe. Y que si no llegase a tener descendencia, éstos pasen a los hijos de su hermano.
Así lo deseo y lo ordeno, en esta casa de Molinar en que me hallo, yo, Manuela de Allende y Ayerdi.