Manuela entró en la casa del nuevo escribano del valle, el mismo que en otro tiempo fue prior de causas, Martín de Beraza. Éste la esperaba en compañía de don Lope de la Puente. Los dos hombres la observaron con detenimiento, después de los años seguía siendo una mujer vistosa, de porte altivo y traje destacado. Se sentó junto a ellos y escuchó callada la lectura de la carta de pago por la cual ella, doña Manuela de Allende, liquidaba las deudas que dejó su hermana Josefa a don Antonio de La Puente, con quien mantuvo negocios de viñas y txakoli. En total, la suma ascendía a seis mil ochocientos cinco reales y veintiún maravedíes de vellón. Una a una depositó sobre la mesa las monedas de cuño nuevo por las que recibió la carta de pago y finiquito que cancelaba la escritura de obligación heredada de su hermana.
Había terminado. Aquella era la última deuda que le llegaba de manos ajenas. Recorrió el corto tramo que la separaba de su casa de Molinar pensando en lo que vendría a partir de ahora. Ya había apalabrado Sebastián de Villanueva una nueva hipoteca por su casa de Zubiete, una heredad y la viña. Aquella sería su deuda, la que iba a contraer y pagar ella. En octubre firmaron el documento que la obligaría a sufragar anualmente la deuda hasta que el censo quedara redimido y quitado. Para poder hacerlo todavía tenía que conseguir algo más: arrendar la casa. Fue en 1792, cinco días después de cumplir cincuenta y nueve años, cuando Manuela abrió las puertas de su hogar de Zubiete a los Urbieta y Salazar, que vivieron en ella durante cuatro largos años. Era la única forma que tenía de saldar la deuda contraída y salvar definitivamente de hipotecas y censos la heredad de los Allende.
Subió por el camino de Berdugal hasta Isasi. Antes de entrar a rezarle una oración a la virgen quiso acercarse a la casa de Urrutia. Encontró a Teresa empequeñecida, vieja tras la puerta que abría con lentitud. Vivía sola guardando una casa que sus dueños ocupaban únicamente los meses más cálidos. Don Vicente y su mujer habían regresado a la ciudad de Valladolid, donde pasaban la mayor parte del año desde que Carmencita se casó. El matrimonio se celebró por todo lo alto en Molinar, y en él la nieta de don Manuel, y su heredera universal, se unió al mayorazgo de los Villodas, del lugar de Respaldiza, en la tierra de Ayala. Después desplazaron su residencia a la ciudad castellana, y don Vicente y doña Bernarda no tardaron en tomar el mismo camino. Las dos mujeres se presentaron frente a la virgen de Isasi y comenzaron un largo rezo, tras el cual se despidieron y cada una tomó la dirección que le llevaba de vuelta a casa. La noche acechaba y traía con ella signos claros de una buena helada.
Un día de agosto, tras la firma de la paz de Basilea por el General Godoy, Nela llegó a la casa de Molinar. Después de diez años de un matrimonio sin sobresaltos, se había quedado viuda y sola en un caserío que no le pertenecía. Antes de iniciar el camino de regreso, zanjó una a una las deudas que su marido le había transmitido con el resto de la herencia. Limpia de pasado y sin hijos que le detuvieran el andar, dejó Galdames más feliz de lo que nunca hubiera imaginado. El verde valle y su tía Manuela la estaban esperando.
La encontró enfrascada en una conversación animada con el escribano y su marido. Los franceses empezaban a marcharse. Durante meses habían ocupado las habitaciones de la casa de Manuela y comido en su mesa, pero en cuanto tuvieron oportunidad se fueron y apenas quedaban algunos pares desperdigados por el valle.
—A Dios gracias que ya no están entre nosotros. No aguantaba más esa forma de hablar tan pegajosa que tienen —se burlaba Francis.
—No podemos quejarnos, al menos nuestros huéspedes han sido hombres de mando, oficiales bien instruidos que algo han pagado, aunque sea poco —quiso añadir ella—. Por lo que he sabido, en la hospedería de los Arechavala han acabado con todo.
—Razón tienes. Parece que un batallón completo hubiera pasado por aquella casa. No les han dejado ni las migas del pan viejo, y por lo que me contaron, no han visto un real en todo el tiempo que han tenido allí al ejército —comentó Beraza.
—¡Malditos franceses! —volvió a quejarse Francis.
—Hay muchos de los nuestros que apoyan sus teorías revolucionarias, así que cuida tu lengua, mejor no digas eso en la taberna —le advirtió su mujer.
—Dicen que no tardarán en volver, y que entonces no les va a temblar la mano.
El discurso del escribano quedó interrumpido cuando Nela entró en la cocina y Manuela hizo ademán de incorporarse, sin conseguirlo del todo hasta que Francis le ofreció su mano y con fuerza empujó de ella hacia arriba. Observó a la recién llegada detenidamente, y la encontró más delgada y más pálida de lo que nunca la había visto. Hizo que se acercara, quiso contemplarla a poca distancia para reconocerla mejor. En los últimos meses la vista se le emborronaba, le resultaba difícil distinguir las facciones de nadie a más de dos metros de distancia.
—Ahí la tienen, señores, no me digan que no es mi vivo retrato —dijo al fin orgullosa de la mujer que la miraba sin descanso—. Mañana vamos tu y yo a Zubiete, a avisar a ese Urbieta de que ya es tiempo de dejar libre la casa de los Allende.
—¿Y se va a trasladar allí, tía?
—No hija, que cosas se te ocurren, yo ya no me muevo de aquí. Pero los pocos años de vida que me queden voy a disfrutar de ella como lo que es, la casa de Manuela de Allende y Ayerdi.
Esa última frase la dijo con tanto orgullo y solemnidad que todos guardaron silencio. Si vaciaba de inquilinos el hogar de su infancia era porque había logrado acabar con los censos e hipotecas que siempre ahogaron su economía.
Y mientras las aguas del Ibalzibar se agitaban despidiéndose del verde valle en su búsqueda incansable del océano, en la otra orilla, en la que llamaban la Nueva España, los hijos de Domingo Narciso se reunían en la sala de asistencia de la casa paterna. Ignacio se asomó al mirador, desde donde lo vio aparecer a lo lejos. Berrio entraba a caballo por San Francisco. Se apeó a la puerta y subió presto las escaleras para encontrarse con ellos.
—Está confirmado, ahora sí se va a crear un auténtico Regimiento aquí en San Miguel. El Alguacil Mayor está más que empeñado y ha organizado todo lo necesario para ponerlo en marcha. Narciso de la Canal y el Conde de Casa Loja están de acuerdo, y andan buscando más apoyos —les dijo a toda prisa nada más entrar.
—Así que es cierto, ya están en ello. ¿Y qué dice la Corona? —quiso saber Domingo José.
—Al parecer al rey ya no le queda más paciencia, o puede que se sienta más amenazado que nunca ahora que ha entrado en guerra con Francia. Sus enviados son incapaces de formar una milicia que defienda el virreinato, así que ha decidido conceder el poder político a quienes lo logren —añadió Berrio.
—¿Eso qué significa?
—Adiós a los ayuntamientos; bienvenido el ejército —sentenció Ignacio con una sonrisa cargada de intención—. Si el Regimiento nace del mismo Cabildo, si lo crean los mismos que dirigen el ayuntamiento, qué necesidad puede haber ya de éste. Es la mejor forma de poseer el poder político, social y económico de esta tierra, y no dejarlo en manos de españoles que no la entienden, la conocen ni la han de defender.
—Ni yo mismo lo hubiera dicho mejor —añadió Berrio—. La Corona no tiene hombres, pero tampoco tiene con qué financiar el ejército que necesita. Lo que se propone es enviar cuanto antes al virrey una comunicación con el ofrecimiento de equipar y formar un Regimiento aquí, en San Miguel. Narciso de la Canal ha donado ya veinticuatro mil pesos para el vestuario, armamentos y montura de trescientos hombres, y según tengo entendido Lanzagorta para vestir y armar a ciento cincuenta. A partir de ahí, cada uno hemos de añadir nuestra cantidad, vosotros también muchachos, en nombre de vuestro padre. Domingo Narciso de Allende hubiera querido formar parte de ese Regimiento, de eso no tengáis duda, y en su nombre vosotros debéis hacer lo propio.
—Y lo haremos. Calculo que podremos aportar hasta doscientos cincuenta pesos por la casa mortuoria de nuestro padre —dijo José María.
No sólo eso. Sus hijos se sumaron a las filas de oficiales que habrían de tomar el mando. El 9 de octubre de 1795, se fundó el Regimiento de Dragones de la Reina. El mando se le dio a don Narciso de la Canal como su coronel, y a don Juan María de Landeta como su teniente coronel. Domingo y José María de Allende se convirtieron en Teniente de la primera Compañía y Capitán de la séptima respectivamente. La recomendación que extendió el Ayuntamiento de la villa para la admisión de Ignacio, inclinado desde muy joven a la carrera de armas, como Teniente de la Tercera Compañía del Regimiento, decía así: Ignacio de Allende, como de veintisiete años de edad, soltero, robusto y apto para la carrera militar.