Manuela cruzó la puerta de San Juan con la cabeza cubierta. Ella era la encargada de llevar las ceras a su sepultura, así como el pan y las misas que habían de ofrecerse por el alma de don Manuel de Braceras, su amo y señor. Había pasado sentada a los pies de su cama el último mes que estuvo con vida. En ese tiempo él discurrió y mandó escribir sus últimas voluntades, y la benefició hasta donde pudo para que su existencia no quedara sujeta a los criterios de otro. La había amado por encima de sus leyes y sus normas, por encima de sus instintos, pero no se lo dijo. Ni en el lecho de muerte pudo dejar de ser un noble señor de Vizcaya, el mismo que la necesitaba a su lado para poder ir en paz con Dios y con el mundo.
Manuela posó la cera sobre la piedra y se arrodilló frente al altar. Allí estaba aquella virgen de Loreto, la que les había regalado el difunto Castañiza, observándola, acompañándola en su pérdida. Pensó en Domingo Narciso, en lo que sería de él a aquellas horas del día, sin saber que había muerto semanas atrás. Le recordó de niño, se recordó a sí misma dibujando letras con un palo en la tierra de la casa de Zubiete.
No le oyó acercarse, ni mover su sotana al lado de ella, no lo sintió hasta que le tocó el hombro con su mano.
—Hija, no estés tanto tiempo de rodillas, hay mucha humedad y los huesos se resienten con facilidad.
Era el párroco, tan anciano que la sotana se alargaba por el suelo, arrastrando con ella la tierra y el barro de años de muertos. Se incorporó agradeciendo la mano que don Pedro le tendía, una mano arrugada y llena de manchas que asomaba bajo las anchas ropas que la guardaban.
—Gracias, padre —le dijo.
—Se te ve afligida, hija. No debes estarlo, la muerte forma parte de la vida. Dios nos la da y Dios nos la quita.
No le contestó, sólo le miró desde la profundidad de sus ojos verdes y se sonrió. Si Dios era justo y te quitaba lo que te había dado, porque no les quitaba ya la visión de aquel viejo párroco. Se avergonzó a medias de ese pensamiento, no podía olvidar que don Pedro había sido el mejor aliado que siempre tuvo Txomin en el pueblo.
—No es nada, no hay que preocuparse.
—Quizá sí haya que preocuparse, hija —soltó de pronto el cura con un tono de voz algo más elevado.
Manuela lo miró atónita, esperando que continuara aquello que había empezado. Entonces escucharon ruido, la puerta comenzó a abrirse y numerosas personas entraron al interior del templo. Le increpó con los ojos, tratando de que le aclarara aquellas últimas palabras.
—Tras la eucaristía os informo a todos, ahora he de ir a prepararme para el oficio —y se dirigió a la sacristía con paso corto. Como si no quisiera llegar nunca, pensó para sí Manuela.
Después del rezo les leyó una Cédula Real por la cual el mismísimo rey Carlos III prohibía, a partir de ese momento, dar sepultura a los cadáveres al interior de los templos. Entre las razones que aducía destacaba la de higiene y salubridad de la población.
—¡Eso son ideas francesas!
El grito llegó de un grupo de hombres que se arremolinaban en torno al árbol de Molinar. Estaban todos frente al pórtico, desde donde don Pedro trataba de hacerse oír.
—Francesas o no, son las leyes. Pero si vosotros no las queréis cumplir menos he de querer hacerlo yo —gritó tranquilizando a los parroquianos, que no esperaban menos del viejo cura.
—¡Entonces nuestros finados descansarán en recinto sagrado, como se ha hecho siempre!
El descontento general se hizo manifiesto en todos los pueblos y valles. Nadie estaba dispuesto a enterrar a sus muertos fuera del abrigo de Dios.
—¡La casa de Dios es la nuestra y a ella iremos a descansar cuando él lo dicte!
—Aseguran que es causa de enfermedad y contagios el tener a los muertos bajo los pies en el templo, y que llevándolos al exterior quedará libre la iglesia de hedores y pestes —sonaba de vez en cuando la voz de los cirujanos más avanzados.
—¡El primero el rey, que le entierren a él a las puertas del reino, y después ya veremos!
—¡El rey es un ateo!
—¡Igual que los franceses!
—No blasfeméis, por favor, que la guardia anda lista para arrestar a cualquiera —susurró Juana a su marido, que había sido el último en alzar la voz.
Aquella circunstancia enturbió los últimos años de vida de Josefa, quien no veía posible la sepultura de su cuerpo fuera del recinto de la iglesia, donde descansaban los restos de todos sus antepasados. En 1790, cuando llegó al final de su existencia, se seguía enterrando a los difuntos según era costumbre de la tierra. El rey y su ley tuvieron que esperar a que terminara el siglo para convencer a un pueblo que vivía en comunión con el mundo de los muertos.
Aquella misma noche, cuando las campanas de Molinar tocaron la última Avemaría para despedirla, Manuela se convirtió en la única y legítima propietaria de la casa de los Allende de Zubiete. Heredera universal de la diezmada hacienda de su familia, se enfrentó entonces a la ardua tarea de levantar, uno a uno, los censos e hipotecas que caían sobre ella.
Cruzó la puerta de entrada y se quitó el pañuelo con el que se cubría mientras el perro salía a su encuentro. Lo acarició con desgana. A un lado de aquella puerta de entrada había una habitación pequeña, oscura y fría, de cuyas paredes colgaban sierras, guadañas, y cestos viejos. Recordó a su padre ablandando las varas de castaño, afilando la hoz, serrando o simplemente fumando su tabaco allí dentro.
Se sacudió los fantasmas del pasado soltándose el pelo que llevaba anudado a la nuca en un moño más gris que negro. Nela la encontró mucho rato después, sentada en la vieja silla de la cocina, mirando la lumbre extinguirse; apenas quedaban cenizas en el hogar.
—¿Qué piensa, tía?
—Que a veces las cosas llegan demasiado tarde —le contestó con tristeza. Después se levantó y se acercó al arcón—. Mira, Nela, aquí están los cubiertos de plata que te dije. Mi madre, tu abuela, los trajo de Arracico, formaban parte de su dote, que no fue pequeña. Y aquí están sus platos, recuerdo que sólo los sacaba en días de celebración. Ella siempre usaba éste, el que luce más oscuro, el mismo que utilizó Domingo Narciso la última noche que cenó en casa, con todos alrededor de esta mesa. A veces contemplaba ese plato como si pudiera ver a su hijo a través de él.
Se hizo acompañar por su sobrina en la revisión que realizó de cada habitación y cada mueble. Todo seguía ocupando el mismo espacio, nada había cambiado. Antes de salir a la calle se ató el pelo y cubrió la cabeza.
En Oquendo, la nueva iglesia de Santa María tomaba el nombre del lugar que un día ocupó su predecesora y comenzó a llamarse Santa María de Unza. A sus puertas llegó un hombre a caballo preguntando por el lugar de Olaola y la casa de los Abasolo. Traía con él una misiva que uno de sus hijos, afincado en la tierra de Indias, quería hacer llegar a su padre. En ella se leía lo siguiente:
Amado padre y Señor mío. Ha querido Dios que mi hermano Antonio me haya dirigido una carta desde Madrid comunicándome la deseada noticia de la salud de vuestra merced y estado de mis hermanos y hermanas, la que al paso de haberme servido de bastante complacencia, me ha enternecido porque me ha referenciado las memorias de mi amada madre, que de Dios goce, y que no merecí usted me diese la noticia de su muerte.
Un tiempo atrás le escribí a dicha mi Señora madre por mano de don Juan Nicolás de Acha, de Cádiz, una carta bien prolija en la que le comunicaba mi estado tranquilo y aumento de bienes de fortuna. Pero tampoco recibí respuesta de ésta, lo que me ha tenido contrariado. Sé que ningún alivio le he dado a vuestra merced hasta el presente, y para empezar a sufragar este descuido el próximo enero le remitiré, por la conducta más segura, cuatrocientos pesos fuertes. Cien de ellos para que ministre a Antonio, mi hermano, en caso de que sea hombre de bien y que lo dedique a examinarse de cirujano como me asegura es su deseo. Que con otros cien pueda habilitar a Roque y despachármelo a ésta su casa con la mayor brevedad posible, pues si fuese hombre de bien yo lo haré gente. Y lo restante lo reserve usted para sus menesteres, sabiendo que no me olvidaré anualmente en socorrerlo para que disfrute de algún descanso en su vejez.
Sírvase vuestra merced de comunicarme las novedades de esa mi amada patria. María Micaela, mi esposa, se encomienda a usted y a todos mis hermanos y hermanas con el mayor afecto, en compañía de dos niñitos que tengo y que desean la venida de Roque con ansia.
Su amartelado hijo, Bernardo de Abasolo y Arechavala.
En Dolores. Septiembre 19 de 1789.