Ortiz de Saracho salió de la estancia dejando tras de sí a los hombres de leyes que acababan de tomarle declaración. En su testimonio dijo que en otro tiempo había corrido la voz de que el acusado, Txomin de la Torre, había solicitado para mujer suya a Manuela de Allende, y que entre ambos hubo mucha amistad y correspondencia, frecuentando sus casas y estando en ocasiones a solas. Añadió que varias veces les vio ir juntos al monte, y más de uno tenía recelos de que anduvieran en tratos ilícitos.
Manuela avivó el fuego, comió algo, y salió hacia Isasi. Braceras había enfermado en los últimos días, y su ama de gobierno acudía cada mañana y cada noche a comprobar su leve mejoría y supervisar el trabajo de las criadas. Aquella casa le traía recuerdos lejanos, recuerdos de un lugar distinto al que parecía ser hoy. Bernarda, la nuera del amo, era una mujer que gustaba de visitas a falta de más hijos que entretuvieran sus días. Mientras Vicente atendía los asuntos de la hacienda familiar y del Señorío, siempre fuera de casa, ella organizaba encuentros con señoras, viajes a Bilbao y un sinfín de entretenimientos que le hicieran la vida más llevadera. A menudo solía decirle a Manuela o a alguna de las criadas con las que se tropezaba por los pasillos: no sé cómo podéis vivir así, encerradas en estas cuatro paredes, como si no hubiera nada más. Su queja se quedaba siempre con ella, sin respuesta.
Al cruzar la puerta de la casa se encontró con el cirujano, que acababa de examinar al enfermo. Allí mismo le informó del delicado estado de salud de su señor. Sus pulmones empezaban a obstruirse y eso le producía una fatiga que a menudo se convertía en agotamiento. El invierno había sido húmedo y gris como tantos otros, pero había que poner la esperanza en la primavera, eso o un viaje a tierra más seca que la de los montes de Gordejuela, le dijo.
Su hijo Vicente no lo dudó y enseguida propuso la conveniencia de pasar un tiempo en Valladolid. Él aprovecharía para arreglar asuntos pendientes, y doña Bernarda se mostró entusiasmada con la idea de disfrutar de nuevo de amigos y familiares. Eran el propio enfermo y su nieta quienes más reticencias ponían a aquella precipitada idea que finalmente triunfó. La primavera que ellos esperaban no llegaría a Vizcaya hasta casi el principio del verano, así que mientras tanto tomarían el sol castellano.
Esa separación le encogió un poco el espíritu. Eran muchos los que se le habían marchado en los últimos años, y no podía concebir la idea de que la enfermedad de Braceras acabara por vencerlo en aquella ciudad sin estar ella a su lado. Pero a los pocos días de su marcha recibió una carta en la que el señor de Urrutia le encomendaba su casa, sus cuadras y antuzanos, para que todo estuviera como debía a su regreso, que dada su mejorada salud no tardaría en producirse.
Pocos días después de la declaración tomada a Ortiz, le llego el turno a Josefa de Unzaga, quien en otros tiempos fuera criada de Txomin. Tenía sesenta años, y un aprecio especial por Manuela después de que su sobrina, la que vivía en Indias, se casara con el hermano de ésta, con Domingo Narciso.
—Recuerdo cómo una tarde de entonces, en que se quedó por horas escondida en mi cuarto, al entrar gente en la casa, sin preguntarle yo nada, me confesó que después de haberla gozado carnalmente retrocedía de su promesa de matrimonio. Enseguida supe que hablaba del amo.
Uno detrás de otro, todos los solicitados fueron dando su testimonio acerca de la relación que hubo entre ambos en los años siguientes al regreso de éste de la Nueva España. El objetivo era esclarecer si se produjo o no delito de estupro. Cada nueva declaración ponía a Manuela en alerta, más que por lo que se dijera ante los hombres de leyes por lo que luego se hablara en las cocinas y fuentes del valle. Sin embargo, no hubo tanto como esperaba de críticas y socarronerías. El Alcalde y Escribano se encargaron bien de prohibir a los testigos hablar de la denunciante en casa o con los vecinos. Lo que se estaba jugando allí era una cuestión de honor, y nadie debía, pero tampoco podía, echar más leña al fuego sin correr el riesgo de ser multado y, en caso grave, detenido.
Juana Galíndez, que a su vez fue criada de Txomin mientras vivió en Isasi, atestiguó las largas conversaciones que éste y Manuela mantenían en un cuarto de la casa.
—En una ocasión en que ella insistía mucho para que se efectuase el matrimonio proyectado, él se negó a casarse y le ofreció una dote para que entrara de religiosa, y pude escuchar cómo le aseguraba que si tomaba tal estado siempre la mimaría.
Durante aquel año de 1781, fueron varios los que ofrecieron su declaración a favor y también en contra de Manuela. Detrás de sus testigos llegó el turno de los propuestos por Txomin, comentándose en cocinas y tabernas que estos se los había proporcionado el mismo párroco, amigo inseparable y defensor a ultranza de su fundamento y razón.
El prior de causas tocó la aldaba de la casa de Molinar con ligereza, como si en realidad no quisiera que nadie lo oyera. Venía acompañado por el escribano, el síndico del valle y dos mujeres de aspecto lúgubre, viejas y oscuras como las ropas que las cubrían. Manuela no las había visto en su vida, pero enseguida comprendió de lo que se trataba. De hecho, sabía que aquel momento estaba por llegar, aunque evitaba pensar en ello. Las invitó a subir las escaleras y ofreció algo de beber a los hombres, que se quedaron en la cocina mientras ella indicaba a las ancianas el camino a seguir hasta su alcoba.
Una vez en el interior, las dos matronas esperaron en silencio a que se tumbara sobre la cama y se levantara la camisa. La última imagen que vio antes de cerrar los ojos fue el pañuelo, aparentemente blanco, que una de ellas envolvió en torno a los dedos índice y medio de su mano derecha. Después, el dolor de algo que se abría paso en el interior de sus entrañas, un desgarro que la hizo estremecer, y otra mano sobre su vientre, apretándolo hacia dentro. Respiró hondo y se dejó hacer. Cuando terminaron, se bajó las faldas y abrió los ojos, por ese orden. Las dos mujeres miraban con detenimiento el lienzo. Se puso en pie y se dirigió a la puerta, invitando a aquellas intrusas a salir de su alcoba, y si fuera posible de su casa, lo antes posible.
A un paso de entrar en la cocina tomó aire, trató de acomodarse el pañuelo sobre la cabeza y el delantal que cubría la parte delantera de la basquiña. Los hombres aguardaban en silencio. Entonces, la mujer que no la había explorado, la que había venido de acompañante, habló. Tenía una voz ronca, seca, de esas que parece no asomar a menudo al mundo.
—Queda probado que esta mujer no es doncella. Y también que no ha parido hijo alguno.
Los tres hombres que había en la estancia se pusieron de pie de inmediato. Martín de Beraza asentía con la cabeza mostrando su conformidad con lo expuesto y miraba a Manuela con cariño y reconocimiento, como si aquello hablara bien de ella. El escribano pidió la firma de la mujer, que por no saber tan sólo garabateó una cruz sobre el papel, y todos salieron de la casa sin que su anfitriona pudiera pronunciar una palabra más aquella mañana.
Esa misma tarde volvió a sonar la aldaba. Era Juana, a quien Beraza había mandado recado para que pasara a visitar a Manuela. Por alguna razón intuía que la compañía de ésta le vendría bien a su defendida, y acertó, aunque a medias. Juana traía con ella la noticia del nacimiento de un niño, nada menos que el primer hijo de Txomin.
—Eso de que es su primogénito lo dirás tú. A saber lo que ha dejado ese por el mundo. Más de una andará pasando penurias mientras él se engrandece. Pobre escoba, ahora ya no la necesita para nada, demasiado pronto le ha dado el vástago que esperaba, el que será su heredero —comentó Manuela sin mucho ánimo.
—¿Escoba? —fue la sorpresa de Juana, quien comenzó a reír la ocurrencia del nombre.
—Es lo que me pareció el único día que la vi, una escoba estirada y con poco brío.
—Es una niña, por Dios, Manuela, no la tomes con ella.
—No, de veras que no es con ella —añadió con una leve sonrisa asomando a sus labios.
Hablaron durante mucho tiempo de aquel niño, que por supuesto llevaría el nombre de su padre, Domingo Eulogio de la Torre, para pasar después a hablar de Txomin y del proceso contra él.
—¿Crees que lo lograrás?
—No descansaré hasta que lo consiga.
—Pero ya no va a ninguna parte —insistió la amiga.
—Sí va, Juana, sí va. Él me deshonró, me indujo a tener tratos ilícitos con él con falsas promesas de matrimonio. ¡Eso en esta tierra se paga!
Y tenía razón. No eran pocas las familias que acudían a los tribunales en busca de la restauración del honor de una hija demasiado confiada. Los accesos carnales no estaban bien vistos, y la sociedad se encargaba de condenarlos con sus propias leyes, pero cuando había dada una palabra de matrimonio, ésta se debía cumplir so pena de multa y cárcel.
Muy al contrario de lo que ella esperaba, la causa se detuvo en esa parte del proceso, tras someterse a la revisión de las matronas. El mismo Alcalde le informó de la necesidad de atender otros litigios urgentes y, por consiguiente, de la demora que se produciría en la causa de estupro que ella tenía interpuesta contra La Torre.
—No van a conseguir que me lleve esto a la tumba. Seguiré intentándolo hasta que me muera.
Manuela no se había creído del todo la excusa que le habían dado. Más bien parecía que no había interés por continuar adelante con el proceso criminal, muy probablemente porque Txomin estaba adquiriendo posición entre los principales de Sopuerta y Avellaneda. Su nombre sonaba con bastante frecuencia junto al de alguaciles, alcaldes y jueces. Quizá por eso no acabó de creerse lo que le decían, aunque las palabras de Martín de Beraza terminaron por convencerla de que lo más aconsejable era dejar pasar un tiempo, dar espacio a otros procesos, antes de regresar en busca de una resolución definitiva.
Fue durante este tiempo de espera cuando Francis le hizo su propuesta. Se presentó una tarde en casa y, sin previo aviso, le extendió un papel vacío que anunciaba el próximo contrato de matrimonio entre don Francisco de Palacio y Amabiscar y Manuela de Allende y Ayerdi. Al principio se quedó muda, impactada por la determinación que demostraba. Quiso preguntarle si lo había pensado bien, qué opinaban sus padres de un contrato con una mujer diez años mayor, y otras muchas dudas que le inundaban la mente. Pero entonces él se aproximó hasta ella, le acarició la cara con ambas manos y se la acercó a sus labios. Manuela reacciono alejándose, tratando de esconder el acaloramiento que había sentido con aquella caricia suave.
Dos días después Francis regresó y ella le contestó que sí, que aceptaba su propuesta. Aquello renovó su entusiasmo. Había sentido tentaciones de fantasear con él desde que éste mostró el mínimo interés por ella, pero su empeño por hacer pagar a Txomin la falta cometida la había mantenido al margen. De pronto se sintió liberada. Era una mujer libre con un contrato de matrimonio entre las manos.
El noviazgo apenas duró unos meses, que Manuela entretuvo entre muchas puntadas y trabajo de casa. Pero también yendo y viniendo por los senderos más visibles, dando a conocer sus intenciones a un pueblo que, tras los muros de los caseríos, comentaba en voz queda la diferencia de edad que ella le sacaba a él, y la inconveniencia que los padres del novio veían en semejante unión.
—Después de tanto ruido que ha metido, mírala ahora, a sus cincuenta años y con un hombre más joven bebiendo los vientos por ella. No me lo explico, Dios sabe que yo no me lo explico. ¡Qué será que tiene esa mujer bajo la saya!
—Muy poca vergüenza, qué otra cosa ha de tener.
—Envidia es la que nos da a todas nosotras. Ya me gustaría a mí. Pero me he de conformar con ese borrico con el que me casaron. Esa unión está más que bendecida, que bien merecido tiene un hombre que la aprecie y le cumpla, no como el otro.
Los comentarios se sucedieron. No había nadie que no tuviera una opinión al respecto. Sin embargo, cuando la pareja aparecía en público no se atrevían a decir una palabra, ni a mover el gesto. Francisco dejó claro que se iba a casar con ella por puro convencimiento, pese a la mucha edad que los distanciaba y a los bienes que no poseía. Manuela, por su parte, se dejaba querer.
Entonces sucedió algo inesperado que acaparó la atención del vecindario, dejando a un lado el comentario sobre el enlace. Desde el púlpito, don Pedro anunció la inminente llegada de un retablo procedente de la ciudad de México y que un hijo de este valle, don Juan de Castañiza, había regalado a su iglesia principal años atrás, cuando se leyó su testamento. Este Castañiza, que recibió todos los honores en el valle por su fallecimiento, siempre profesó amor a su patria, dejándola beneficiada de la fortuna que en vida llegó a poseer. El retablo, que había demorado años en llegar a Gordejuela, se colocó definitivamente en el altar de San Juan de Molinar. Se trataba de la Virgen de Loreto, tan venerada en la tierra de Indias.
Frente a ella fue que Manuela se casó con Francis el dos de marzo de 1783. El veintidós de febrero de ese mismo año los contrayentes habían firmado su contrato matrimonial en la casa de Urrutia de Gordejuela, ante don Manuel y el nuevo escribano del valle, don Ignacio de Palacio.
En el documento Francis se comprometía al matrimonio con quinientos ducados que le correspondían por su legítima materna y paterna, y también de las posibles remesas de dinero que desde Buenos Aires pudieran mandar sus hermanos a su nombre. Por su parte, Manuela aportaba al matrimonio trescientos ducados que le correspondían por sus legítimas y que le debía entregar su hermana Josefa como heredera usufructuaria. Además de los once mil reales y dos maravedíes de vellón por bienes muebles de ropa de seda, lino y lana, adquiridos y conquistados por ella misma. Sumó las partidas enviadas por Domingo Narciso y una última condición: si el matrimonio se disolviese o no hubiera sucesión, vuelva para sí y su tronco y línea lo que así corresponda a la legítima de cada uno.
Comenzó un tiempo bueno. Vivían en Molinar, desde donde Manuela seguía atendiendo las necesidades de Braceras, como había hecho siempre. Cada día subía a la casa de Urrutia y gobernaba a las criadas, visitaba a la virgen de Isasi y paseaba hasta Zubiete. Se sentía ociosa, con tiempo para la charla. Francis se ocupaba de la leña, los frutales de Braceras, y de ser su marido. Era generoso, más de lo que hubiera imaginado se podía ser en la intimidad de un cuarto cerrado, y la hacía reír, y a veces enfadar, cuando lo encontraba sin hacer nada, tirado bajo un árbol. Esa inactividad la exasperaba, pero sólo hasta que él corría tras ella y la llevaba de la mano a la alcoba, a cualquier hora, como un chiquillo que acaba de descubrir lo que hay bajo la ropa.
Al final del verano siguiente terminó la luna de miel. Fue después del matrimonio de Nela. Narcisa había logrado un contrato bastante arreglado para la mayor de sus hijas y se sentía feliz por ello, aunque la alejaría del valle. El nuevo matrimonio se instalaría en Galdames. Manuela la observó frente al altar, estaba resplandeciente con aquel traje nuevo que puntada tras puntada habían cosido las dos, en los muchos ratos que pasaron juntas en los últimos meses. El hombre que había a su lado era un auténtico desconocido, y aunque Nela ya no era una jovencita, él resultaba de un aspecto ajado, viejo quizá, sin vida. Se marcharon esa misma tarde de su matrimonio. Cuando Manuela llegó a casa, Francis estaba en la cama, su boca y sus ropas olían por primera vez a vino.
No bebía a diario, pero cuando lo hacía ella prefería no verlo, no sentirlo, no olerlo. Le asqueaba la actitud de las gentes embriagadas, su desaliño y el desagradable tono de sus voces entrecortadas. La primera noche que le prohibió dormir en su cama hasta ella misma se sorprendió, pero cuando a la mañana siguiente lo encontró limpio y aseado, fresco y dispuesto a cualquier cosa por su perdón, se alegró de haberlo despachado. Sin embargo, aquella no sería la última vez.
Francisca de Allende y Mendibil nació el primer día del último mes. Era una niña hermosa y muy despierta. Sus padres, José Antonio y Micaela, la bautizaron en Molinar ante los ojos de todo el pueblo. Era la segunda hija del matrimonio, y su abuela, Narcisa, se volcó en ella.
Teniéndola en brazos, contemplando aquella carita de placidez y confianza, Manuela sintió el aguijón de la maternidad perdida, la ausencia de hijos propios, el vacío que había dejado ya su sangrado mensual. La miró con dedicación, con anhelo oculto, y desde la silla en la que estaba sentada, en la cocina de los Mendibil, junto a su cuñada Narcisa, recordó el pleito criminal que tenía puesto a Txomin, y decidió que ya era tiempo de que se castigara al que la estupró. Habían pasado dos años desde que las matronas la revisaron.
Sólo lo supo Braceras. Cuando se subió al carro que la llevaba a la villa de Bilbao, volvió a asegurarse de tener con ella el documento que el amo le había dado para que sirviera de vínculo con el escribano Elorrieta. Lo encontró en la dirección indicada, y hablaron largo rato sobre la relación que había mantenido con La Torre. También le preguntó por su estado actual y ella aseguró encontrarse casada, y mintió cuando dijo que su marido no le había acompañado por hallarse enfermo en cama.
Pocos días después, el escribano, en nombre de doña Manuela de Allende, recurrió ante el Corregidor del Señorío de Vizcaya, apelando ante el Juez Mayor, para que fuera llamado a declarar don Domingo de la Torre, residente en San Miguel de Basauri, por los daños de estupro sufridos en doña Manuela, pidiendo se le castigara con una multa de cuatro mil ducados.
La declaración tuvo lugar ante el Alcalde Mayor de Gordejuela, y en ella Txomin trató de limpiar su imagen a la vez que manchar la de Manuela: desde mi regreso de Indias me he mantenido en estado de celibato hasta mi matrimonio, con doña Teresa de las Casas Escobal, sin recaer nunca en mala nota ni trato ilícito con doña Manuela, siempre ejercitándome en actos de virtud y honor.
Mi relación con ella se debió, por una parte, al vinculo de sangre que tengo con su familia y, por otra, a la amistad e igual correspondencia con su hermano el de Indias. Además de la próxima vecindad y amistad con su amo, así como a un trato frecuente y de armonía con ella, que me llevó a darle algún regalito.
Declaró que había sido la misma Manuela la que había inventado esta historia hasta presuponerle de falsos esponsales, y que su padre le diera su casa y hacienda en contrato matrimonial, haciendo así creer a los demás que él estaba dispuesto a casarse con ella.
Y añadió que Manuela, a pesar de ser ama de llaves y tener un salario de criada de servicio que no alcanza más que para vestirse humildemente y como el resto, al uso del país, se ha portado y ostenta tan distinguida como alguna de las más principales, y socorrida con facultades para gastar en pleitos. Hasta poner por su cuenta aparcería de ganados y otras negociaciones que inducen a pensar en que no ha sido adquirido por lícito arbitrio, sino, según voz y sospecha, de sus reprobados tratos con terceros. Y como muestra, dijo ser notoriamente sabido que, antes y después del tiempo que le atribuye, Manuela había vivido con otros solteros y no solteros, teniendo tratos ilícitos con ellos.
Finalmente, concluyó su testimonio pidiendo, para dejar saldado el pleito, que se sirva vuestra señoría absolverme enteramente, imponiendo a la susodicha perpetuo silencio y plena condenación de costas.
La causa criminal quedó pendiente del auto final, que dos meses más tarde daba la razón a doña Manuela, a quien don Domingo debió pagar por los daños de estupro causados la cantidad de tres mil ducados.
La noticia la recibía al poco de dar sepultura, en la tercera fila de San Juan de Molinar, a su hermana Francisca, y al escucharla en la voz de Martín de Beraza un leve escalofrío le recorrió el cuerpo, como si se hubiera sacudido algo que le venía estorbando desde hacía tiempo. Aquella noche se dispuso a contestar la última carta que había recibido desde aquel lejano lugar, aquel San Miguel el Grande, donde su hermano seguía lamentando la muerte de Joseph. Sintió que había demasiada distancia ya entre ellos. No daba tiempo a contar tantas pérdidas en las misivas que se enviaban. Ahora debía hablarle de otro fallecimiento, el de Francisca; ya sólo quedaban Josefa y ella para mantener en pie aquella casa que inevitablemente se vaciaba. Había ganado a Txomin, había demostrado a todos que ella tenía razón, que era una mujer honrada y de ley, y que él la engañó. Sin embargo, no sentía ganas de celebrar nada, no se alegraba, no le salía la risa que esperaba explotara en ella al conocer el auto. No mientras viera a Josefa subir las escaleras de Zubiete con la parsimonia de una anciana que ya no quiere quedarse más tiempo entre los vivos, que ya no quiere estar.
Francis la observó un instante, con la pluma entre los dedos, y se acercó a abrazarla. Tampoco encontró consuelo en él, en sus brazos fuertes y aún jóvenes. A media noche, a la luz de un candil oscilante, releía fragmentos de la última carta de su hermano más querido.
Son tiempos duros en estas tierras, donde el hambre acecha como nunca antes lo había visto. Los precios del cereal se han duplicado, las malas cosechas se suceden una tras otra y no hay pastos para el ganado. Somos caldo de cultivo de enfermedades y epidemias, como la peste o la viruela, que diezman las poblaciones de indios y nuestras haciendas. Y mientras tanto, el gobierno se fortalece y enriquece devastando una tierra que ya no aguanta más. En esta vorágine de hambre y enfermedad he perdido a muchos amigos y compañeros de patria, el último Domingo de Aldama, que en paz descanse.
Aquellas palabras le hicieron llorar. Recordó los tiempos en que también en el valle se pasaba hambre, a los pobres pidiendo en los pórticos y las plazas, la mano dura de la iglesia y muchos principales. Y entonces un pensamiento se cruzó en su cabeza, Txomin tendría que pagarle una cantidad importante de reales, y por primera vez se rió para sus adentros disfrutando del triunfo.
Y mientras el hambre se apodera de todos y de todo, José de Gálvez, el ministro de Indias, dividirá la Nueva España en Intendencias, donde gobernarán españoles cargados de codicia y falta de humanidad. Saqueadores que manda el rey para llenar las arcas de Castilla mientras vacía de riqueza esta América.
Manuela pensó que debía leer esa parte de la carta a Braceras. Él sabría qué querían decir aquellas letras desilusionadas que escribía su hermano.
Mi querida Manuela, no quiero entristecer tu espíritu con mis rencores. Aunque mis riquezas materiales disminuyen día a día y no hay mucho que se pueda hacer por mantenerlas en pie, cuento con otras, las de mi sangre, que son inabarcables y crecen en la misma medida en que empequeñecen aquellas. Te hablo de tus sobrinos, mis hijos, la joya de mi casa y de mi vida. En ellos pongo la esperanza de un tiempo mejor para esta hacienda y esta villa.
Manuela observó la letra oscilante, alargada en exceso, inclinada hasta casi tumbarse, desordenada como nunca lo había estado. La comparó con algunas cartas anteriores, donde se apreciaba cada línea como una recta inquebrantable, ordenada, elegante, con la curvatura precisa, y sintió que la aflicción de Domingo Narciso debía ser más grande de lo que confesaba. Aún así, acompañaban a aquellas palabras los pesos fuertes que siempre enviaba.
Serían los últimos, al igual que lo fueron éstas sus últimas letras para su amada hermana Manuela. Falleció el día veinticuatro de febrero de 1787, en su casa de San Miguel el Grande, tierra de la Nueva España. Su cuerpo tomó sepultura en el primer tramo de la parroquia de San Francisco, de la que siempre fue devoto. Viudo como era de Anna de Unzaga, dejó como albacea de su casa y hacienda, así como al cuidado y protección de sus hijos, a su fiel amigo don Andrés de Berrio.