En San Miguel el Grande,
A mi más querida y estimada hermana Manuela de Allende.
Hace ya algún tiempo que recibí tus cartas, pero no ha sido hasta ahora que he podido desprenderme de toda la desdicha de que me llenaron para empuñar la pluma y decirte lo mucho que me apena no poder acompañarte en el duelo por la pérdida de nuestro padre. Amén de lo que me relatas, de tu mismo puño y letra, sobre las cuantiosas aguadas que han destrozado caminos, puentes y campos; la falta de reales con que hacer frente al deterioro de la hacienda de los Allende; y el continuo pleito en que te ves envuelta por culpa de la mala actuación de nuestro primo Txomin.
Domingo Narciso trataba una y otra vez de completar aquella carta sin saber cómo expresar sus sentimientos. La muerte de su padre la vivía desde una gran distancia, la que le imponía el espacio, pero también la que había marcado el tiempo. Un tiempo de más de veinte años en que no se habían visto ni escuchado. Un tiempo que se manifestaba en la falta de conocimiento. Quizá fue eso lo que más le espantó, lo que más dolor le causó, la ignorancia de lo vivido por los suyos, los que permanecían en el lugar de su inicio, donde comenzó la vida, el lugar al que todavía hoy sentía que pertenecía.
Los oyó revolotear por el patio, llenando con el sonido de su eco las habitaciones, siempre risueños, curiosos, ágiles, y reconoció una vez más el largo recorrido que le separaba de sus hijos. Mientras él no podía desligarse de aquel lejano verde valle de su infancia, de aquella casa de piedra fría y aquel hogar siempre humeante, sus hijos eran de esta tierra de sol y maguey, eran sobre todas las cosas americanos.
A menudo conversaba con Domingo Aldama de esas sensaciones que constataban una distancia infranqueable entre los que habían llegado, como ellos, años atrás, y sus descendientes. Ni qué decir de los nuevos españoles que se avecindaban en la villa adueñándose de todo sin preguntar a nadie. Ellos, Aldama, él y muchos otros, ya no se sentían tan extraños en este lugar, no como lo eran los recién llegados, los enviados por la Corona para gobernar esta Nueva España desde y por sus intereses, sin importar la tierra y las gentes que explotaban. Aldama, él y los otros amaban esta villa, la habían forjado palmo a palmo, alimentado, cuidado y adornado, y le habían dado hijos para que la defendieran. Por eso se sentía dividido entre dos mundos. Y aunque enseñó a sus hijos a amar Vizcaya, a saber del verde valle, de las montañas y de sus habitantes, siempre los guió para que trabajaran y lucharan como lo que realmente eran: americanos.
Me agrada saber que nuestro padre fue llevado a su sepultura con todos los honores que su persona merece, acompañado por las insignias y las cuatro hachas de la Santa Vera Cruz, usando los ornamentos mejores para su descanso eterno en la sepultura de la tercera fila de nuestra iglesia de Molinar. Ello me hace sentir más orgulloso si cabe del cargo que recientemente ostento como mayordomo de la misma cofradía de la Santa Vera Cruz y Señor de la Conquista aquí, en San Miguel el Grande. Sé bien que vosotras, mis hermanas, os encargaréis de cumplir sus deseos de misas, ceras y obleas para que su alma descanse en la gloria y la paz que merece.
Aquella muerte le traía el recuerdo vivo de quien había partido al mundo de los muertos tres años atrás. Don Pedro de la Puente vivió sus últimos días en la villa, al cuidado de sus criados y de su sobrino y confidente. Repartió sus cuantiosos beneficios entre capellanías, iglesias y fundaciones, destacando entre sus herederos al pequeño Domingo José Pedro Regalado de Allende, de apenas siete años de edad, a cuya capellanía destinó la cantidad de tres mil pesos. Y no se olvidó de dónde procedía ni en el lecho donde yacería difunto.
Aprovecho la ocasión para enviar junto a estas letras y remesas los trescientos pesos fuertes que por última voluntad quiso mi tío, don Pedro, fueran entregados al señor cura de Sodupe para que los distribuya en alhajas para el Santísimo. Junto a estos, han de llegaros otros cincuenta pesos más con que aliviar la mala situación en que ha quedado la hacienda de los Allende después de las últimas lluvias que lo inundaron y destrozaron todo. Confío en que sea suficiente. Además, envío una remesa de doscientos pesos para repartiros entre los cuatro hermanos, a partes iguales.
Domingo Narciso pensó en Juan. Su sobrino había llegado a San Miguel hacía meses. Aún se sentía impactado por su imagen. La primera vez que lo vio creyó tener delante a su hermano, con la melena cayéndole sobre los hombros, y aquella voz inconfundible, la misma forma de hablar, de expresarse, de decir nada y decirlo todo. Hasta sus silencios le recordaban a los de Joseph en los tiempos en que todavía ambos vivían bajo el techo de sus padres.
Había llegado junto a otro mozo, un tal Bernardo Abasolo, que se había establecido en Querétaro, al menos por el momento. Juan estaba viviendo en La Trasquila. No le había resultado fácil la vida en la villa, se sentía perdido entre tanta gente, y con sus primos no llegó a conectar como a Domingo Narciso le hubiera gustado. Al fin y al cabo, procedían de mundos muy diferentes. En cuanto conoció el rancho supo que aquel era el lugar donde quería instalarse, y allí vivía, aprendiendo rápido, conociendo a los animales y descubriendo la nueva tierra que pisaban sus pies.
Regresaba a San Miguel en contadas ocasiones. La última, con motivo de un funeral, el de Sauto. Y lo hizo obligado, porque Domingo Narciso mandó a buscarlo para hacerle participar con todos en las distinguidas exequias que se le ofrecieron al viejo gachupín. Balthasar de Sauto dejó el mundo de los vivos un catorce de octubre, bajo un cielo azul intenso, y lo hizo acompañado en todo momento por Ignacio de Aldama, que en los últimos tiempos trasladó su residencia a la casa del amo, en el centro de la villa, desde donde acudía a diario a supervisar la labor que se realizaba en el obraje.
Recibí no hace pocos meses la grata venida de mi sobrino Juan, un buen mozo que en mucho tiene parecido con su padre, mi hermano. Es un joven sereno, trabajador y muy responsable, que cuida como un hombre el rancho de La Trasquila donde crío ganado. Me llena de orgullo contar con su presencia aquí y saber que así ayudo en algo a su futuro, y haceros saber quisiera que mientras yo viva velaré por él como si de un hijo propio se tratase. Como yo tuve quién me recibiera y guiara en esta tierra, mi sobrino Juan habrá de encontrar en mí a un padre.
Desde que llegó, Juan fue añadiendo datos a los que componían el reducido relato que tenía de Gordejuela. Hablaron de cada rincón de la casa de los Allende, de sus primeras escaleras de piedra, desgastadas hasta el infinito por el centro, donde más se usaban, donde lucían un brillo negro y resplandeciente en la noche más oscura, bajo la luz que entraba por una ventana pequeña, baja y estratégica como ninguna. De allí se pasaba a las cuadras y a las habitaciones. Domingo Narciso recordó cómo la pequeña Manuela siempre escogía aquel hueco para esconderse. Todos lo sabían y, aún así, pasaban por delante como si no la vieran. Aquello la hacia reír y ella sola se descubría. Con Juan pudo recordar algunas escenas, paisajes y vivencias que creía tener olvidadas. Llegó a sentirse nostálgico y triste, hasta que se acostumbró a la presencia del sobrino, entonces volvió a saberse acertado con su destino.
Hoy no sólo he perdido al padre que tuve en aquella mi amada patria, sino que antes perdí a quienes me trataron y dirigieron como si fueran tales. El primero, el que me abrió las puertas de su casa y de este mundo de la Nueva España, mi amado tío don Pedro, que en paz descanse. Y hace tan sólo unos meses al padre espiritual que todos necesitamos, al hombre más santo entre los santos, Felipe Neri de Alfaro. Las magníficas exequias celebradas en su honor aún retumban en mi conciencia.
Mi casa es un lugar acogedor y lleno de vida ahora que mis hijos tienen edad para entrar y salir. Corretean por sus patios y habitaciones ajenos a lo que acontece en el virreinato, donde el criollo pierde poder frente a los funcionarios y militares que envía la Corona. Aún así, San Miguel es una villa digna de vivir en ella, hermosa por dentro y por fuera. En sus ranchos y haciendas se cría el mejor ganado y no hay lana como ésta. Pero algo está cambiando, nadie quiere participar de la milicia ni cumplir con los altos gravámenes que se nos imponen desde fuera. Pero no deseo afligirte, aunque los negocios no son tan rentables como lo fueron en un tiempo pasado, es buena y estable la renta de mi hogar. Más me preocupa la vuestra. Según he podido deducir de las escasas palabras que le ha dedicado al tema mi sobrino Juan, son varios los caseríos del valle que se han visto obligados a vender para poder pagar censos y deudas acumuladas. Espero que los pesos que os envío sirvan para evitar, al menos en parte, una catástrofe así con la casa de nuestros padres.
Las remesas se habían convertido en salvaguarda de la hacienda de muchos caseríos de Gordejuela y Oquendo. Aquellos pesos fuertes que se enviaban desde la Nueva España recorrían un largo camino hasta alcanzar las manos necesitadas de sus parientes en la península. Siempre eran necesarios, bien empleados y mejor recibidos. Servían para una dote, la carrera militar de un hijo y, en los últimos tiempos sobre todo, para mantener en pie la maltrecha economía de los propietarios. Todos cumplían con devoción aquella parte del trato, no estaban solos, habían dejado casa y familia al otro lado, y por muchos años que hubieran pasado siempre había a quién enviar los pesos que aliviaran el peso del caserío. En el caso de Domingo Narciso, aquella obligación se convirtió en doble cuando rehusó a los beneficios de una herencia que no deseaba. Desde que puso el pie en aquel carro que le alejaba de Zubiete y de Manuela envuelta en niebla y llanto, supo que ya no regresaría. Mandaba remesas siempre que sentía que las podían necesitar, y más cuando eran ellos quienes las pedían. Entonces, como ahora, duplicaba el gasto para no correr el riesgo de una pérdida que dependía de él tanto o más que del resto de los miembros de su familia.
En cuanto al nuevo pleito que me anuncias has comenzado contra nuestro primo, y para el que solicitas mi ayuda y consejo, no tengo razones que me hagan dudar de que lo que haces es lo que ha de ser. Desde aquí poco puedo comprender de las circunstancias que envolvieron en su día la palabra de matrimonio que os disteis, pero si ésta se te dio debe ser cumplida, y si no es así compensada por la falta que conlleva. Para que logres tu cometido y limpies tu nombre y honra añado otros cincuenta pesos fuertes que han de ayudarte con los gastos de este nuevo proceso criminal que has iniciado.
Dejó la carta sobre la mesa para atender a los niños que entraban corriendo en la sala de asistencia donde se encontraba. Miró a Ignacio, siempre pendiente de los movimientos de su hermano Domingo José, al que imitaba blandiendo una espada de madera con la que jugaba día y noche, sin separarse de ella. Simulaban una pelea entre españoles y reían por la ágil torpeza del pequeño, que no llegaba a tocar a su contrincante y sin embargo no cejaba en el empeño. Domingo Narciso se estremeció al reconocer incierto el futuro que esperaba por ellos.
Como siempre, te llevo en mi corazón y recuerdo cada día.
Tu amado hermano, Domingo Narciso de Allende y Ayerdi.
Selló el documento y lo guardó antes de seguir los pasos cortos y acelerados de Ignacio, que lo animaba a bajar a ver el nuevo caballo que acababan de traer. El sol lucía una jornada más en la Nueva España llenando de calidez la tierra americana.