No hizo falta mucho esfuerzo para comprender que había huido. Manuela contempló el catre vacío unos rato más, hasta que decidió volver al calor de la lumbre. La mañana estaba fría, había caído la primera helada fuerte anunciando el invierno inminente. Cuando aquellos extraños llegaron en busca de Zurrape, salió a la puerta y les dijo que no estaba en la casa desde el día anterior, en realidad hacía dos noches que nadie lo había visto. Le expusieron sus razones, que había sido acusado de intentar dar muerte a palos a Maricruz de Arza, y Manuela escupió en silencio aquel nombre fuera de casa. Concluyeron advirtiendo que Jacinto Pereda debía presentarse en la cárcel pública de Avellaneda en los próximos dos días, de lo contrario se le declararía prófugo de la justicia. Cerró la puerta a sus espaldas sin saber si la decisión de Zurrape había sido un disparate o la más acertada. Al principio se sintió decepcionada, no esperaba de él una huida, pero ahora que sabía que ella misma no podría salir de aquellas cuatro paredes hasta Dios sabía cuándo, empezaba a pensar que había sido lo más inteligente y acertado. ¿Cómo sería eso de estar presa en la propia casa de una?
—Nada me han dicho de ir o no a misa mayor. ¿Podré ir? Es una obligación que el presbítero no va a perdonar tan alegremente. ¿Tú qué crees, Teresa?
—En un instante tendrás la respuesta. Por ahí llega don Pedro con su cara de hambre y su cuerpo de galleta —le anunció ésta con una risa socarrona, sabiendo que a Manuela no le gustaba el cura.
Aquel mismo día se enteró de que su penitencia no sólo sería no poder salir de casa, sino recibir cada tarde al cura para acompañarla en el rezo del rosario y ofrecerle la comunión. Teresa se rió durante toda la cena por los aspavientos que hacía a aquel añadido a su presidio. Acabaron riendo las dos y contagiando a Braceras, que en cierta forma se sentía satisfecho de poder proporcionarle su casa para el obligado encierro, siempre más propio que una cárcel pública.
—He pensado que mañana puede venir tu padre a comer con nosotros. Prepara un buen puchero. Antes de que te des cuenta volverás a ser libre de transitar todos los senderos —la animó.
—Si no vuelve Zurrape a confesar que yo no he tenido nada que ver en todo eso del intento de muerte de la Arza, va a estar difícil verme libre.
—Maruri ya está hablando con los vecinos que le indicaste. Uno a uno irán declarando en tu favor. Tienes que tener paciencia, apenas hace dos días que no sales y…
—Y ya me subo por las paredes. Es cierto, no debo quejarme, a saber en qué cueva anda escondido el desgraciado de Zurrape. ¿Por qué haría algo así? Sé que tenía ganas de castigar a la urraca, pero nunca imaginé que llegaría a intentar matarla a palos.
—A veces el dolor ajeno nos escuece más que el propio —soltó de pronto Teresa, dejándoles boquiabiertos—. No me miren así, para él Manuela era algo más que el ama de gobierno de esta casa, era una hermana, una benefactora, un ángel de la guarda. ¿Cómo no defenderla de tanto escarnio?
Antonio llegó al día siguiente con la preocupación en los ojos. Le dolía aquella hija vilipendiada y ahora rea en la casa de su amo. Se sentía viejo para tanto atropello. Su hija lo miró despacio, desde sus pupilas verdes, queriendo sentir en cada poro aquel calor cercano.
—¿Cómo está todo por casa?
—Más o menos, hija. Tus hermanas se pasan el día trabajando, y yo ayudando en lo que puedo, que cada vez es menos.
—¡No diga tal cosa!
—Y dime, ¿hasta cuándo te van a tener presa en esta casa?
—Eso no lo sé, pero no hay de qué preocuparse, acabarán aceptando que yo no he hecho nada.
—¿Y Zurrape? ¿Lo habéis encontrado?
Manuela dibujó una sonrisa con la boca.
—Zurrape debe estar muy lejos ya de todo esto. De lo cual me alegro.
—Pero, si ha huido es por algo, es que fue él quien…
—Sí, y si llega a quedarse hoy le estarían juzgando, y mañana igual ahorcando. Mejor está dónde sea que esté, en una cueva en la sierra o cruzando Castilla, pero lejos de esta locura.
—¿Y qué ocurrirá contigo?
—Conmigo no puede ocurrir nada, porque yo no he hecho nada. No hay ninguna prueba que me culpe. Es mejor guardar la calma y esperar a que la tormenta pase, no hay que precipitarse. ¿Qué dicen mis hermanas?
—Imagínate. Josefa rabiosa, y Francisca más devota que nunca. Dice que reza por ti cien veces al día, y la creo.
Manuela volvió a sonreír. Tomó a Antonio del brazo y le acercó a la lumbre para enseñarle el contenido de la olla. Después lo acompañó al comedor donde Braceras fumaba tabaco. Les sirvió vino antes de regresar a la cocina y a la comida.
El encierro fue convirtiéndose en un tiempo muerto. Sentía que todo le llegaba distorsionado, hasta la luz del día que entraba tímidamente por la ventana. Mucho más las noticias que le traían. Fue su amiga Rosa la que entró una tarde muy excitada, tropezándose con todo y tratando de soltar de un golpe todas las palabras que venían con ella.
—Lo que te voy a contar es tan cierto como que mi padre es el más vinoso de los hombres. No hay día que no le tenga que recoger del portal de casa, eso ya lo sabes. Pero de quien te vengo a hablar es del cirujano, que ha declarado haber oído decir a Fernanda de Otaola cómo tú habías tratado por diversos medios de quitarle la vida a la urraca. Dice que conoce a ésta, a la Arza, por haberle asistido como cirujano, una vez que le sobrevino cierta indisposición, cuando criaba a hijos de forasteros y dejó morir al suyo. Lo mejor es que ha declarado haberle curado unas úlceras sórdidas que tenía en las partes impúdicas, ¡la muy guarra!
La carcajada fue estrepitosa. Teresa perdió el equilibrio y se cayó de la silla en la que estaba sentada. Manuela las miraba y se contagiaba de aquellas carcajadas descontroladas.
—¡Bien por el cirujano!, pero te había entendido que era testigo de la Arza.
—¡Así es! —soltó Rosa antes de estallar en nuevas risas que encontraron eco en las otras dos mujeres que había en la cocina.
Francisco de Palacio y Amabiscar, el joven de Berdugal, era otro de los habituales por Urrutia en ofrecer conversación a Manuela y a Teresa a cambio de un rincón al lado de aquel hogar. Solía llegar a última hora de la tarde, cuando sabía que el presbítero ya descendía hacia Molinar. A él tampoco le gustaban los curas. En su casa habían querido enviarlo a estudiar y lapidarlo tras las paredes de la iglesia, pero nunca pudieron con su espíritu libre solía añadir siempre que se le terciaba ocasión. Era muy alegre y eso alimentaba la esperanza de Manuela, que empezaba a acusar la falta de espacio, la calle, y las montañas a sus pies. Cuando Francis se alejaba de Isasi, ella se asomaba a la ventana y lo observaba hasta que perdía por completo su silueta, y entonces se imaginaba que era ella la que bajaba por el sendero hacia Zubiete. Recreaba cada rincón hasta divisar de lejos la terrería y el molino de Salcedo, con su casa Mayor, al poniente de la de los Allende, y corría desbocada a sentarse en la piedra de la fachada y ver perderse la tarde tras la montaña. Era, sin duda, la mejor sensación del día, y cuando se acostaba trataba de abrigarse con ella hasta que amanecía.
Joseph golpeaba el hierro con un martillo viejo y pesado que le hacia sangrar las manos. A su lado, Juan Antonio trataba de prestar atención a lo que su padre le decía. El parecido físico entre ambos era asombroso. Juan también usaba el pelo largo, y cuando se lo ataba lo hacía exactamente igual, con la misma agilidad en los dedos. Era alto, un buen mozo, que pronto se embarcaría para la Nueva España. Así lo habían decidido hacía mucho tiempo, cuando todavía no era más que un niño de medio metro de altura. Él iba a ser el requerido por su tío Domingo Narciso. Pero mientras le llegaba la edad para iniciar su viaje tendría que aprender y ayudar.
Se habían trasladado a la cuadrilla de Zubiete después de dejar la taberna del Pontón. La casa en la que ahora vivían tenía una pequeña fragua a un costado que fue la que encandiló a Joseph, que por un tiempo se atrevió a soñar con la idea de vivir del oficio que aprendió con el maestro Taramona. Pero los tiempos no estaban de su parte, y el horno permanecía más días apagado que encendido. A estas alturas de su vida había sido mulero, herrero, y ahora él y los suyos comían gracias al contrabando de tabaco. De vez en cuando se echaba al monte y sacaba unos buenos cuartos llevando y trayendo mercancía. Era bueno en eso, sabía negociar, y muchos confiaban en sus habilidades y en el buen tiro de su escopeta.
Los dos regidores de Zubiete avanzaron por el sendero que unía la casa con el camino real. Narcisa los atajó a la altura de la huerta y les indicó la fragua, donde podrían encontrar a su marido. Allí se perdieron al interior, y cuando salieron Joseph lo hizo con ellos. Entraron los tres en casa y la que apareció en el portal fue Nela.
—¿Qué ocurre ahí dentro, hija? —quiso saber Narcisa.
—No lo sé, me han despachado. Y he tenido que dejar la olla en el luego. Sólo espero que no tarden mucho o de lo contrario hoy no comemos.
—Voy a entrar —decidió Narcisa en voz alta.
—Ha dicho padre que no quiere a nadie en casa. Que esperemos todos aquí.
Largo rato después, cuando los dos hombres abandonaron el hogar, su mujer y sus hijos lo encontraron en la cocina, echando agua en la olla que se consumía sobre las brasas.
—¿Qué querían esos? —preguntó impaciente Narcisa.
Joseph la miró con tristeza. Tenía al pequeño en brazos y se la veía cansada.
—¡Nada bueno! Tengo que ir a Isasi a hablar con Manuela —le contestó.
—¿Qué le ocurre a la tía? —preguntó entonces Nela.
—Nada, a la tía no le ocurre nada, es sólo que tiene que saber en qué andan esas Arza con las que pleitea. Ahora me han denunciado a mí también, y han mandado hacer embargo de todos nuestros bienes, aquí y en la casa de mi padre.
—Pero, ¿qué se han llevado? —se angustió Narcisa.
—Ninguna cosa, porque nada hay, no temas. Sólo papeles de deudas, eso se han podido llevar. Ahora iban a por la legítima que nos dejó nuestra madre. La mía ya está más que perdida, pero no sé cómo ande con eso Manuela. Voy a darles aviso a unos y a otros.
—¿De qué te acusan?
—De intención, de tener intención en matar a esa urraca, como le llama mi hermana. Al parecer, al no dar con Zurrape, me buscan a mí.
—Pero, ¿te van a meter preso?
—Aún no se sabe qué resolución tome el Teniente General de las Encartaciones. Lo de hoy sólo ha sido el anuncio de la querella que me ha puesto esa… Falta que declaren los testigos.
Narcisa no quiso saber nada más. El bebé lloriqueaba de hambre en sus brazos y se dispuso a amamantarlo. Joseph dirigió sus pasos a Isasi, donde llegó con frío. Había empezado a llover. Su hermana le ofreció una cuchara y compartieron la comida mientras se secaba la raída capa que traía.
Allí supieron, horas después y por boca del licenciado Maruri, que los testigos presentados por la Arza en la causa interpuesta contra Joseph no resultaban muy fiables. Francisca de Aspuru había regresado hacía pocos meses de la villa de Laredo, donde había estado sirviendo de criada; Francisca de Lambarri declaró tener 73 años de edad y su memoria era tan frágil como su vista; o Miguel de Puga, que era conocido por su afición al juego y sus continuas embriagueces desde que enviudó. Hubo más testigos, y todos coincidieron en que lo que sabían acerca de los deseos de muerte de Joseph de Allende hacía Maricruz de Arza era por terceros, al igual que conocían por otros su ilícita labor como pasador de tabaco y protector de defraudadores, y que los más prudentes le temen por su manejo y uso de la escopeta.
El invierno se instaló por tiempo indefinido en estas tierras. Manuela continuó presa en la casa de su amo, a la espera de un auto que la librara de aquel encierro para poder correr hacía Zubiete, a calentarse en el hogar de sus antepasados y sentir el abrigo de sus piedras de siempre. Por mil años que viviera en Urrutia, su casa estaba en aquellas tierras de los Allende, en los antuzanos que se extendían hasta el caudal del Ibalzibar, hasta la pared de cal y canto que otros antes que ella levantaron para defender sus dominios.
El obligado encierro la consumía por dentro. Más si cabe desde que su hermano también era centro de atención de las Arza. Los días se le hacían largos, y las noches interminables, con esa oscuridad cenicienta que traían los meses más húmedos y fríos del año. Hacía semanas que había dejado las ventanas para asomarse a la puerta de la calle. Necesitaba el aire libre en todo su cuerpo, que el día la envolviera con su escasa luz. Solía asomarse al portal y quedarse allí durante largo rato, abrigada bajo sus toquillas, desafiando a la helada temprana o a la lluvia que arreciaba.
Allí se descubrieron una vez más. Él cabalgaba sobre un soberbio animal negro que brillaba bajo el agua que se deslizaba por sus lomos. Al descubrirla tan cerca tensó las riendas. Manuela lo reconoció bajo el sombrero, con la capa anudada al cuello, y todo él empapado, y se irguió levantando la cabeza para mirarlo de frente. Todo se paralizó alrededor de ellos una vez más, pero en esta ocasión, en lugar de hervir se les heló la sangre. Unos segundos después, sin haber mediado una palabra, Txomin espoleaba al caballo, que salió disparado. Hacía semanas que Manuela no pisaba las piedras del camino, pero no lo pensó y corrió tras él lanzando y gritando todo lo que su boca quiso. Cuando regresó al interior de Urrutia lo hizo empapada de sudor y lluvia, cansada, y mucho más feliz y tranquila de lo que había estado aquella misma mañana. Le sentaron bien el frío, la carrera, y los insultos que arrojó al jinete que huía de ella. Esa tarde, cuando el presbítero llegó con la letanía de un rosario repetido hasta la saciedad, ella insistió hasta lograr su permiso para, al menos, poder acudir a la misa de los domingos.
—Está bien. Lo pondré en conocimiento del Teniente de las Encartaciones. Siempre y cuando tu señor se comprometa a que regreses a casa nada más terminar la eucaristía.
—Así se hará —le aseguró Braceras desde el quicio de la puerta, con una sonrisa que miraba de perfil a Manuela.
—¡Y evitar cualquier tropiezo con ninguno de tus vecinos! —añadió rápidamente el presbítero de Molinar—. De otro modo éste seguirá siendo tu único sitio de rezo.
—Me volveré muda desde que salga de esta casa hasta que entre de nuevo a ella, si eso es lo que quiere —le prometió Manuela.
—Muda no, hija, que lo que tienes que hacer es rezar, y conviene que los otros te oigan.
Al fin Manuela consiguió acudir a Molinar los domingos, pero nunca como ella hubiera querido. En lugar de Braceras, el que venía a buscarla era el mismo cura, lo hacía a primera hora de la mañana, arrastrando los hábitos por el barro que se acumulaba en el camino, y la llevaba directamente a la iglesia, a limpiar los santos y el suelo. Y después de la misa la obligaba a esperar en un rezo más largo que los días, hasta que él estaba listo y dispuesto a acompañarla de regreso a casa, donde, por supuesto, se sumaba a la mesa. Aún así, ella no perdía la entereza, y con motivo de aquellas salidas se vistió con sus mejores galas, entre las que se encontraban la mantilla y el alfiler que Txomin le regalara tiempo atrás. Lucía aquellas prendas con la mejor de sus sonrisas, desafiante y provocadora.
Su hermano solía visitarla junto con el licenciado Maruri. Le traían las últimas novedades desde Avellaneda. El abogado de las Arza no cesaba en su petición de que trasladaran a Manuela a la cárcel pública junto a los demás reos, en lugar de permitir el encierro en la casa de su amo. Por el momento no lo conseguía. Habían embargado su legítima, eso sí lograron las urracas, pero poco más hasta que, pasado enero y casi febrero, un día después de que Nela subiera a Urrutia a celebrar con su tía su decimonoveno cumpleaños, todo se precipitó en la dirección más inesperada.
Era domingo y lucía un sol blanquecino que recordaba a otro más cálido. La plaza se llenaba de gente, que se arremolinaba en torno al pórtico en conversaciones livianas y corrientes. Manuela les escuchaba desde el interior del templo, reconociendo las voces una a una. Don Pedro se vestía en la sacristía para oficiar la misa. Había cuatro o cinco mujeres ya sobre las sepulturas de sus casas, arrodilladas ante el altar, rezando sus plegarias. Todo parecía seguir el ritmo habitual, y los badajos comenzaron su baile de recibimiento. Entraron media docena de beatas más y después nadie. Un alboroto inexplicable que llegaba del exterior dejó vacía la casa de Dios. El párroco torcía el gesto desde, su elevada posición en el altar mayor, alargando el cuello, intentando adivinar qué era aquello que entretenía a sus feligreses. Manuela miró hacia las puertas que en ese instante se abrían para dejar paso a tres hombres, uno de ellos era don Manuel de Braceras. Este se dirigió a ella y la instó a que los acompañara en silencio hasta la sacristía.
—El alguacil acaba de fijar en las puertas de esta iglesia una sentencia de llamamiento para Manuela y Joseph de Allende.
—Eso no es posible, no sin previo aviso al dueño y señor de esta santa casa —protestó el presbítero.
—Ya ve que sí es posible. Ahí lo tiene. Los reclaman en la cárcel de Avellaneda, ante el Teniente General de las Encartaciones, para que declaren.
—¿Y por qué no se les ha avisado en sus casas? —insistió Basoco.
—Para hacer más daño todavía —sentenció Manuela.
—Es mejor salir de aquí por la puerta de la eucaristía. Hay que evitar enfrentamientos, todavía estás bajo encierro en mi casa, y debemos cumplir las órdenes para que te puedas defender con garantías —le dijo Braceras.
Manuela no contestó. Nadie dijo nada. La iglesia se empezaba a llenar de gente y el presbítero les urgía a que salieran de sus dependencias cuanto antes para así poder comenzar con el rezo. Braceras acompañó a su ama de gobierno de regreso a Urrutia.
Esta apenas se había cambiado el atuendo por otro más sencillo cuando se encontró con su hermano y Nela entrando en la cocina. Maruri llegó a caballo un par de horas después, acompañado por el escribano real, Juan Antonio de Ayerdi, y por Antonio de Allende.
Como siempre hacía, compuso como pudo comida para todos y finalmente, acabó sentándose en el comedor junto al resto de hombres. Al fin y al cabo, ella era la más interesada en conocer lo que allí se estaba debatiendo. Se acomodó entre su padre y su hermano y esperó a que le hablaran. Fue Braceras quien se dirigió a ella.
—Algunos de nosotros tememos que si os presentáis en Avellaneda seréis puestos presos de inmediato.
—¡Pero yo ya estoy presa aquí!
—Sí, pero lo que quieren es encerrarte en la cárcel pública. Es una petición constante de Santelices, el abogado de Maricruz —se explicó Maruri.
—¡Maldita urraca! —dijo entre dientes—. Y si no vamos a testificar, ¿qué nos sucederá?
—Que perderéis el derecho a defenderos según está establecido en nuestro Fuero, y se os declarará en rebeldía —apostilló su primo, el escribano real.
Manuela los miró uno a uno tratando de encontrar en aquellas caras tan conocidas una salida. Joseph, a su lado, se observaba las manos, sin levantar la cabeza; era el único que no había hablado, además de Antonio, su padre. Entonces sintió la mano de éste apoyarse sobre su brazo izquierdo y se volvió hacia él. Tenía los ojos cansados, algo nublados, y la expresión muy vieja. Manuela le sonrió con tristeza.
—Hija, está claro que sólo hay una solución a este entuerto. Debéis partir cuanto antes a la ciudad de Valladolid.
Manuela dejó de sonreír. Aquello le había sonado demasiado extraño. ¿Qué podría hacer ella en ese lugar para evitarse la cárcel? Y sin preguntar nada, volvió sus ojos a Joseph que ahora si la observaba.
—Sí, Manuela. Hemos de presentarnos en la Real Chancillería y ofrecer allí nuestra declaración. Eso nos evitará la cárcel y nos dará las garantías que aquí no tenemos.
¿Estás seguro, Joseph? Ese viaje tardará semanas, y tu familia…
—No hay mucha elección, si no es eso será la prisión aquí. No te preocupes por Narcisa, ella sabrá ocuparse.
Se quedó callada. No quería discutir con su hermano delante de aquellos hombres, pero no entendía cómo iba Narcisa a proveer para toda la prole que tenía en casa. Y de pronto se dio cuenta de que tampoco ella disponía de los reales necesarios para emprender viaje. Un nudo le cerró la garganta y ya no pudo hablar más. A ratos sentía un ahogo que le ponía roja la cara, entonces tomaba agua y contemplaba la mano de su padre, que continuaba apoyada en su brazo, transmitiéndole un valor y una serenidad que ella sentía perdidos.
—Llevarás una carta a mi hijo. El sabrá ocuparse de lo que necesitéis. No temas, es sólo cosa de unas semanas. Lo importante es preparar una buena defensa —trató de tranquilizarla Braceras desde el otro lado de la mesa, pero ella seguía con el ceño fruncido, incapaz de hablar y decir todo lo que sentía—. Con unos reales se podrán arreglar viaje y hospedaje, después vemos eso, no será gran cosa, estoy seguro. Lo más importante es que salgáis cuanto antes hacia Valladolid y os presentéis en la Real Chancillería a la mayor brevedad posible.
—¿Y quién cuidará de esta casa? —logró decir ella.
—Nela lo puede hacer mientras estés ausente. Eso no es algo que deba preocuparte.
Poco a poco todos fueron añadiendo datos, consejos y apoyos que les serían necesarios para enfrentar aquella nueva etapa. Joseph fue el primero en irse, debía cerrar algunos asuntos, trabajos pendientes dijo, antes de partir al día siguiente. Antonio también se despidió y salió de la casa con él. Escribano y licenciado se retiraron tras dejar sendos documentos firmados sobre la mesa. En ellos exponían su versión de los hechos, defendiendo a capa y espada la inocencia de quienes los portaban.
Finalmente se quedaron solos Braceras y Manuela ante una noche que no dormía. Todos los temores de ella los fueron quemando poco a poco en el fuego que iba languideciendo dentro de aquella estancia cálida y segura.