Nardo Abasolo miró al pequeño que se agitaba en el capazo, a un lado de la lumbre. Era muy temprano aún para salir de casa, pero el recién nacido se había pasado la noche llorando y le había desvelado. Su madre también estaba en la cocina, entregada en atenciones con su nuevo hijo. Este tenía una buena mata de pelo negro cubriendo su diminuta cabeza, y los brazos largos y muy movidos. Era escuálido, delgaducho, alargado. Lo contemplaba con una mirada que Nardo no recordaba haber visto en ella nunca antes, ni cuando tuvo en el regazo a alguna de sus hermanas. Sonreía todo el tiempo, la veía incluso más joven y alta.
—Es la ternura que despiertan las criaturas, hijo. No te des a engaño —le corrigió ella.
Pero él sabía que había algo más, que era otra cosa la que se leía en sus pupilas acuosas, viejas ya. Ana María celebraba sus cuarenta y cuatro años, y aquel último hijo había sido un regalo que no esperaba, el último que le daría la vida, y por ello se sentía agradecida y feliz.
Hacía meses, años quizá, que Nardo no le hablaba de la Nueva España, desde que su padre bajara a Oquendo a advertir de la mala influencia que estaba ejerciendo sobre su hijo a Asensio Aldama. Guardaba en secreto, desde entonces, todo lo referente a Indias. Así lo intuía ella. Aquella madrugada, mientras su primer hijo varón le hacía compañía en el cuidado del último nacido, quiso saber lo que escondían sus pensamientos y enfrentarse, de una vez por todas, al temor que sentía de perderlo.
—Dime hijo, ¿ya no piensas en la Nueva España? —La voz dulce y serena de su madre le obligó a alzar la cabeza y mirarla de frente.
—Sí, sigo pensando en aquella tierra y en los que se van a ella. —Ana María se quedó callada, esperando que continuara—. Pero, por favor, no le diga nada a padre, no quiero que baje de nuevo al pueblo a buscar al señor Aldama. No me cuenta ya nada, se lo aseguro, nunca quiere hablarme de los hijos de su padre, los que viven allí y a veces escriben cartas, y…
Bernardo se dio cuenta de que estaba hablando de más, y se calló de repente. Su madre lo sonrió, reconociendo en él los rescoldos de la inocencia.
—No temas hijo, que nada le diré a tu padre.
Allí, en mitad de aquel silencio, hubiera querido acercarse a ella y dejarse envolver por sus brazos, pero eso ya no le correspondía a él, que aunque no era un hombre, a sus casi trece años no le faltaba tanto. Eso era para el pequeño Jacinto Roque que acababa de nacer, o para las hermanas, a las que todavía veía de vez en cuando cobijarse en los brazos de aquella mujer tan entrañable.
—¿De verdad no le contará nada? —quiso asegurarse.
—Nada.
—¿Sabe que han celebrado en Gordejuela los oficios fúnebres de un hombre que se marchó cuando tenía mi edad?
—¿De Gordejuela? Nadie me ha dicho nada. ¿Conoces su nombre?
—Sí, Castañiza.
—Su casa está en Molinar, junto a la hospedería de tu abuelo, hijo. ¿Y por qué han celebrado tanto en el pueblo?
—Porque hizo mucha fortuna en la ciudad de México, y de allí ha mandado los pesos para fundar una escuela de gramática o algo así.
—¿Otra escuela?
—Una para los que quieran ser sacerdotes. Todos dicen que es una oportunidad para el valle, que por lo visto se ha llenado de curas estos días.
Ana María sonrió la expresividad de Nardo. Lo veía guapo, buen mozo, y fuerte. Cómo le gustaría que aceptara un buen contrato matrimonial y viviera con ella en esta casa. Pero, había algo, una tonta intuición de madre, que le decía que aquello no sucedería. Miró al pequeño, que se revolvía en el cesto, y lo tomó entre los brazos para consolarlo. Debía tener dolor de tripas o algo que lo mantenía molesto, sin dejarlo descansar.
—¿Quién te ha contado lo de ese Castañiza?
—Cualquiera. En Oquendo son muchos los que pasan por la obra de la iglesia. Pero al primero al que se lo he oído ha sido al maestro. Él también bendijo al hombre que se acordaba de los suyos en el lecho de muerte.
—¿El maestro? Dios bendito, más vale que no se entere tu padre. —Hizo una pausa antes de continuar hablando—. Dime una cosa, hijo, ¿por qué te interesa tanto lo que ocurre en esa tierra tan lejana de nuestra casa y de nuestras montañas?
—Porque… porque algún día yo también habré de ir a la Nueva España. —Los dos se quedaron unos segundos en silencio, contemplando la lumbre, sin poder mirarse—. Iré aunque ustedes no quieran.
—¿Y quién te pedirá desde allí para que no encuentres impedimento en el camino?
—Los Aldama están buscando un destino para mí. Pero no se angustie, madre, aún es pronto para pensar en ello. Aunque le aseguro que cuando esté en aquel lugar sabré cómo hacer fortuna y les enviaré todos los pesos que gane, para que ustedes aquí puedan vivir mejor de lo que viven.
—Los últimos tiempos han sido malos para todos, hijo. No es mala casa la nuestra.
—Con los caudales que les mande volverá a ser de las mejores de Oquendo.
—¿Sabes lo que he pensado antes, cuando te he visto asomar a la puerta de la cocina? —Nardo la miraba con ojos interrogantes—. Que iba a pedirte que cuando yo falte te ocuparas del pequeño Jacinto Roque, para que siga tus pasos y estudie.
Nardo movió la cabeza de adelante a atrás, asumiendo la responsabilidad que se le encomendaba. Ana María sabía que su primogénito vivía aquello de la Nueva España con la ilusión de un niño y el convencimiento de un adulto. Sin embargo, necesitaría reales y el consentimiento de su padre, y algo más que la buena intención de los Aldama para que alguien reclamara sus servicios allí. Pero no quiso aguar sus expectativas, aquello le mantenía vivo y alegre, y era bueno que confiara de nuevo en ella.
Minutos después el joven Abasolo se santiguaba al pasar por la puerta de la ermita. Llevaba un caminar rápido, debía llegar a Oquendo cuanto antes. Hacía semanas que había dejado de acudir a diario a la escuela. Ya no había mucho más que el maestro pudiera enseñarle, así que se saltaba los días que más le convenía. En su lugar, llegaba de los primeros a la vieja iglesia de Unza y recogía piedras, las apilaba, las movía con ayuda de animales de carga y esperaba a que vinieran a buscarlas. El primero en llegar era el que tenía acceso a más y mejores cantos. Para cuando se encontraba con Asensio Aldama en la obra, ya estaba cansado, pero no se quejaba. A veces éste le preguntaba por las letras, y Nardo mentía y ocultaba que trabajaba por las mañanas para Valentín de Sojo en Unza. Así se fue haciendo con un poco más de capital, que guardaba como un tesoro en las tablas agrietadas que había bajo su cama.
Y de pronto, sin esperarlo, su destino vino a buscarle. La tarde siguiente a la conversación con Ana María sintió un vértigo desconocido en la boca del estómago, cuando Asensio le informó del contenido de una carta recién llegada desde un lugar llamado Querétaro. En ella se solicitaba su presencia en la Nueva España de la fecha en un año, para ponerse al servicio de don Marcos de Alday, un comerciante de fortuna que poseía negocios en varias ciudades del virreinato. El solicitante se identificaba como el hijo de un ayalés, procedente de las tierras de Murga, y buen amigo de Ignacio Aldama.
Aquella misiva abrió un horizonte de dudas y miedos que Nardo tuvo que ir venciendo día a día. El primero y más fuerte de todos ellos era su padre, al que necesitaba de su parte para conseguir la limpieza de sangre y el dinero para el viaje. En aquel largo tramo de un año en que habría de salvar los peores baches del recorrido que iniciaba, se le olvidó algo que le costaría más que nada: dejar atrás a su madre y al pequeño Jacinto Roque, con apenas un año de vida.
Manuela no quería saber mucho de nada por aquella época. Se ocupaba poco de la gente, apenas conversaba, y su espíritu, siempre alegre, se mostraba taciturno y pensante. Zurrape no lograba acostumbrarse a aquel cambio. Trataba de provocar en ella la risa, antes fácil y generosa, y en su lugar no obtenía más que una mueca cansada y desairada.
La peor noticia llegó el tres de septiembre, cuando el licenciado Maruri se presentó sin previo aviso, e informó a su defendida de la inminente puesta en libertad de las Arza.
—El auto firmado por el Teniente General les otorga la libertad bajo fianza carcelera.
—¿Y han pagado? ¿Con qué?
—Esto es algo que no te va a gustar oír, pero debes saber que su benefactor no es otro que Txomin. Es él quien ha presentado los reales necesarios para la suelta de las reas.
Manuela se tapó la cara, tratando de cubrir la vergüenza que sentía.
—¿Tiene eso algún sentido? Dígame, ¿tiene algún sentido?
—Por lo que yo intuyo, he oído y sé, ese hombre es el artífice de todo. Ha encontrado la forma de desembarazarse del compromiso adquirido contigo, desacreditándote ante el valle y haciendo creer que no eres la mujer honrada que se espera. Eso le libera de la obligación de cumplir con el matrimonio apalabrado.
—¿Todo esto para no cumplirme su palabra? —preguntó con una voz casi inaudible, deseando escuchar otra respuesta distinta a la que esperaba.
—Sí, así es. Él ha influido en esas mujeres para que divulguen y desacrediten tu honor y decencia, por eso ha tomado a su cargo la defensa de éstas, costeándola de su bolsillo.
—Claro, de ahí que apareciera una y otra vez la firma de ese De las Casas, son uña y carne desde que él regresó de la Nueva España —descubrió ella en voz alta.
—Manuela, no sólo eso, sino que hay testigos que, inducidos por él, y en muchos casos pagados con buenos reales, han declarado a su favor y en tu contra.
—¿Quiénes?
—La lista es larga.
—No importa lo larga que sea.
Y antes de que Maruri terminara de recitar los nombres ella le interrumpió con prisa para saber cuál sería su siguiente paso.
—¿Y qué podemos hacer ahora?
—Presentar una alegación al comunicado exponiendo las tachas de los testigos.
Tardaron días en elaborar aquel documento, en el que se establecían las conexiones que unían a los testigos con la causa de Txomin. La mayoría eran parientes de él o de su ama de gobierno, y en su defecto, personas pobres, que habían aceptado unos reales a cambio de una declaración en la que admitían lo que se les preguntaba. Otros, como Fernanda de Otaola, sólo eran amigos de la envidia y la lengua mordaz.
Juana de la Presa tardó poco en llegar a darle aviso desde que soltaron a las Arza. Tres días después las había visto pasear alegremente por Molinar, y a la mañana siguiente ya estaba sentada en la cocina de Urrutia con Manuela a su lado. Su primera intención fue la de apaciguar los ánimos de ésta, pero ella también necesitaba el refugio de la amistad para enfrentar miedos y preocupaciones.
—Hace semanas que Matías no aparece por casa. Lo último que he sabido de él me lo mandó por recado a través de tu hermano. Por eso necesito que hables con él, para que le preguntes si ha ocurrido algo, si sabe algo que yo debería saber.
—No digas tonterías, Juana, ¿qué puede saber Joseph?
—Cualquier cosa, puede saber cualquier cosa. ¿No ves que él también es uno de los que anda por el monte?
—¿Estás diciendo que mi hermano pasa tabaco?
—Por Dios, Manuela, ¿en qué mundo vives? Tu hermano hace años que lo hace, como mi marido y muchos otros. ¡Cómo crees que sobrevivimos con tantos hijos que alimentar! —Manuela no daba crédito a la claridad con que su amiga hablaba del contrabando de tabaco, cómo lo vinculaba con ellos, con sus familias, y cómo parecía estar al tanto de los recorridos y escondrijos—. Joseph me dijo que Matías estaba aprovechando las obras del camino carretil que cruza la sierra, el paso de Orduña. Pero imagino que aquello anda muy vigilado, así que me ha entrado un miedo que ni te imaginas. Tengo un nudo en la garganta desde hace un par de días, y no me atrevo a ir sola a preguntar a tu hermano.
—Y quieres que te acompañe —añadió todavía atónita Manuela.
—Casi prefiero que vayas tú en mi lugar. Ve y pregúntale, y luego me cuentas. Es más fácil así, porque podría ser llamativo que me vean a mí por allí y no quiero…
—Por favor, estás haciendo una montaña de nada, seguro que Matías está por ahí, buscando algo que vender. Puede que alguna vez hayan pasado tabaco, pero así de seguido no lo creo, de verdad que no.
—Pues lo que tu digas, supongamos que sólo ha sido alguna vez y que mi marido se entretiene en la montaña porque está mal herido. ¿Podrías ahora preguntar a tu hermano si sabe algo de él?
Manuela comprendió que estaba impacientándose y accedió a acercarse a casa de Joseph esa misma tarde, a cumplir con su encargo. No quería creerlo, pero intuía que todo aquello del contrabando era cierto, que su hermano también estaba involucrado y que era un negocio peligroso. Tendría una respuesta al terminar el día, y Juana no dudó en ir a buscarla.
—Me ha dicho que se ha quedado al otro lado.
—¿Cómo que al otro lado?
—Sí, al otro lado. Eso es lo que me ha dicho. Y que espera que en unos días pueda volver a pasar. Si no es por la peña vieja, ya encontrará por dónde. Dice que te quedes tranquila y que no preguntes mucho. Eso me ha dicho.
Juana se sintió vencida, agotada, pero también algo más sosegada. Al menos sabía que su marido estaba en algún sitio, al otro lado de cualquier lugar.
—Quién sabe cómo es eso del monte, por mucho que una quiera imaginárselo no se puede —dijo al fin.
—Mira, te voy a decir lo mismo que le he dicho a Joseph. Hay cosas que no quiero saber y eso del monte y el contrabando es una de ellas. Es una locura que anden por ahí pasando tabaco, ¿no lo entiendes? Cualquier día los pillan y los cuelgan en la plaza mayor.
—Cómo se nota que tú no tienes hijos, Manuela le contestó con voz triste.
—Pues sí, así es, aunque otras se empeñen en decir lo contrario. ¿Sabes que entre todas las cosas que han dicho esas urracas de mí, también me han inventado un hijo en la escuela y una hija trabajando en la ciudad? —y según lo decía no pudo evitar echarse a reír—. Y lo mejor de todo es que Txomin está detrás de cada palabra.
—¿Cómo Txomin?
—Sí. El muy cobarde utilizó a las Arza para que hablaran mal de mi, para que me pusieran de puta para arriba hasta arrastrar mi honra y el honor de mi casa. Esa es su forma de librase de un contrato matrimonial que, por lo visto, ya no le conviene.
—¡No te puedo creer! —gritó Juana.
—Sólo espero no cruzármelo, porque creo que no voy a contenerme. Ojalá se muera hoy mismo, y esa Maricruz con él. El licenciado y Braceras me ruegan que no diga ni haga nada, pero esa mujer, esa urraca malnacida tendrá que pagarme, y bien caro, cada palabra que ha salido de su boca. Y si no puedo yo sola con mis manos, buscaré quién me ayude a mandarla al mismísimo infierno. —Manuela sentía cómo la ira volvía a ella, incontrolable, desbordada, incapaz de pararla.
—No hables así, no blasfemes que te puede oír alguien.
Pero Juana llegó tarde con aquella prudente advertencia. Zurrape, agazapado en la sombra que dejaba la puerta, escuchó las últimas palabras de Manuela y sintió muy dentro de sí el deber de defender a quien debía algo más que la vida, un hogar y una familia. Pasó por su mente la imagen de aquella niña en Lartundo que lo miraba desde el interior de la ermita, más curiosa que asustada, y luego en el camino, caído sobre la nieve, indefenso ante aquellos miserables. Pensó en Gerardo, el viejo que le cuidó y le enseñó a vivir de otra manera, y que se murió dejándolo con ella. La recordó en Zubiete, defendiéndole, y en el camino a Santurce, acompañada por María de Sollano y su mula. Y antes de darse cuenta ya estaba en la calle, avanzando de prisa por una orilla del camino. Sabía dónde encontrarla, la casa en la que vivía. Y a esas horas estaría sola, con el marido lejos, como siempre, prestando servicios al rey. Le daría un buen escarmiento a esa Maricruz de Arza, se lo merecía, y nadie más volvería a hablar mal de Manuela de Allende, nadie se atrevería a decir una palabra después de esa noche.
Juana dejó la casa de Urrutia media hora después. La luna, casi llena, iluminaba el sendero hasta Irazagorria. Al tomar la última curva vio una sombra en la fachada de casa que le hizo frenar el paso. Primero sintió temor y después sosiego, y entonces echó a correr hacia él. Matías había regresado al fin.
La noticia no tardó en extenderse por todo el valle. Alguien había atacado a Maricruz de Arza en su propia casa y de noche. La habían apaleado hasta dejarle el cuerpo amoratado y más de un hueso quebrado.
El relato resultaba grotesco. Manuela trató de serenarse y no reírse, pero no lo pudo evitar y una expresión de júbilo se escapó de su boca. Fernanda de Otaola se calló y la miró de frente. La ermita de Isasi estaba casi vacía.
—Te alegras —afirmó.
—Claro que me alegro. Qué esperabas, alguien tenía que poner en su sitio a esa urraca.
—Qué poca vergüenza tienes, confesarte así.
—¿Qué insinúas?
—Qué has sido tú y no otro el que ha apaleado a esa pobre mujer. Guardas más odio en tu corazón que txakolis tu hermana en Ibarra. Das miedo.
—Deja a mi familia en paz, Fernanda, no vayamos a tenerla tu y yo. Y a mí no me acuses de lo que desconoces, que yo nada he hecho, aunque no me hayan faltado ganas —le dijo amenazante.
Rosa, que estaba presenciando la discusión desde una prudente distancia, se acercó a Manuela y trató de persuadirla para que abandonaran la iglesia.
—Sí, Rosa, mejor que te la lleves, que por aquí no es bienvenida —la animó la de Otaola.
Ya en la puerta, Manuela sintió el canto de una piedra bajo la alpargata y se agachó a recogerla. Alzando el brazo y sin pensarlo dos veces la lanzó con toda su fuerza al interior del templo. Fernanda no se quitó a tiempo. El golpe lo recibió en un hombro, y debió de ser fuerte, porque desde el exterior se pudo escuchar un alarido de dolor.
Antes de entrar en casa se metió en las cuadras y comenzó a llamar voz en grito a Zurrape hasta que éste apareció.
—¿Has sido tú? Dime que no has sido tú.
—¿Yo, qué? —le contestó desconcertado.
—¿Dónde estuviste anoche, Zurrape?
—Aquí, como siempre.
—No, aquí no estabas, porque mandé a Teresa a buscarte para la cena y no te encontró.
—Es que llegué tarde.
—¿Dónde anduviste?
—Dime primero a qué viene tanta pregunta. ¿Qué es lo que sucede?
—Qué alguien ha apaleado a la urraca y… —Zurrape no le dejó terminar.
—¿Y por qué crees que iba a ser yo? Aunque no puedo decir que no me alegre. Bien por el que lo haya hecho —añadió golpeando el lomo del caballo que tenía a su lado.
Manuela se derrumbó ante la franqueza de Zurrape y esbozó una sonrisa.
—Sí, yo también me alegro, no lo puedo negar. Entonces, ¿no has sido tú?
—Qué cosas se te ocurren. Pero dime, ¿cómo está la vieja? ¿Acaso la han matado?
—No, pero poco ha debido de faltar.
Maricruz de Arza tardó días en recuperarse. Pero en cuanto pudo hablar, pese a los dientes partidos y la mandíbula hinchada, pidió a su hermana que trajera ante ella al licenciado.
—Manuela de Allende no se va a salir con la suya. Le voy a poner una querella por haber intentado matarme en mi propia casa.
—Pero, ¿cómo vas a demostrar que ha sido ella, si todos los vecinos que corrieron a socorrerte vieron huir a un hombre, y no a una mujer? —quiso saber su hermana.
—¡Tú haz lo que te digo! —le ordenó.
Apenas dos semanas después, Fernández de Maruri acudía a Urrutia con un documento entre las manos. Preguntó a Teresa por su señor, Manuela y Zurrape, y esperó a todos ellos en el comedor de la casa. Braceras fue el primero en aparecer, y el licenciado no tardó en ofrecerle el escrito que traía con él. Don Manuel leyó:
Debía de mandar y mando que ésta Manuela de Allende y el mencionado Jacinto de Pereda sean presos. El reducido a la cárcel pública de las Encartaciones, y ella por ahora lo esté en calidad de tal en casa del precitado Don Manuel de Braceras su amo, al que se le notifique no la quebrante ni salga de ella con pretexto alguno, pena de 200 ducados. Y que se le secuestren y embarguen todos sus bienes y réditos, derechos y acciones que les correspondan…
Cuando levantó la vista, Manuela estaba frente a ellos.
—¿Estoy presa? ¿Esta casa es mi cárcel? ¡Están todos locos! ¿De qué se me acusa?
—De intentar matar a Maricruz de Arza.
—¿Yo? Pero si yo…
—Y Zurrape. Dicen que tú le mandaste a hacer lo que hizo, a golpearla hasta matarla, y que si no lo consiguió fue por el socorro que le ofrecieron los vecinos al oír sus gritos.
—¡Pero eso no es cierto! —exclamó Manuela.
—¿Dónde está Zurrape? ¿Por qué Teresa no le ha traído aquí como le he pedido? —preguntó Maruri, con impaciencia en la voz.
Manuela se asomó a la puerta y llamó a la criada, que llegó exhausta de la calle.
—He recorrido los establos, la huerta, todo, y no lo encuentro, no está por ninguna parte, es como si la tierra se lo hubiera tragado.
Los dos hombres que escuchaban detrás de Manuela se miraron y esperaron a que ella se volviera. Tenía el ceño fruncido. Maldito Zurrape, no debí confiar en sus palabras, pensó, pero no lo dijo. En su lugar trató de apaciguarse y ganar tiempo a aquella situación de la que no lograba entender casi nada.
—Bien, pues no saldré de casa, si eso es lo que quieren. ¡Ni a misa!
—Hay que buscar a ese hombre, porque si tú no tienes nada que ver, él es el único que puede aclararlo.
—¿A quién se le ha podido ocurrir esa idea? ¿A Maricruz de Arza? —añadió con ironía—. No le parece que es muy evidente que quiera culparme a mí de todos sus males.
—No sólo ha sido ella. Son muchos los testigos que han añadido fundamento a sus acusaciones —dijo Maruri—. Al parecer, has ido pregonando a los cuatro vientos tus deseos de verla muerta.
—Pero, eso era por… yo no he… ¿cómo pueden acusarme de algo así? No lo entiendo, ¿es que ya nadie me conoce?
Braceras intervino.
—Yo te conozco, y sé que nunca harías ni pedirías algo así. Pero tiene razón Maruri, necesitamos a Zurrape, hay que encontrarlo para que confiese.
—¿Por qué están tan seguros de que ha sido él?
—Ojalá no haya sido él, pero… ¿por qué no aparece?
—Es extraño que no esté en las cuadras a esta hora, pero quizá le ha surgido algo, a veces sale a cazar y tarda en regresar. Démosle tiempo.
—Está bien —dijo al fin Maruri, cansado de esperar—. Mañana vendrán a buscarle desde las Encartaciones. Ponedle sobre aviso. Y tú, Manuela, no salgas de la casa —fue su última advertencia antes de desaparecer por las escaleras seguido de Teresa.