Josefa de Allende caminaba despacio por entre las parras. Toda aquella extensión de tierra fértil pertenecía a una sola casa, que oteaba las vides madurar desde la loma. Don Lope de La Puente permanecía sentado en la portalada del viejo caserío y, desde allí, observaba a la mujer perderse y volver a aparecer entre los sarmientos desnudos que había dejado el otoño. Josefa se agachaba, tocaba la tierra, olía la madera, y comprobaba las cuerdas del emparrado; si tenía que ocuparse de cuidar y sacar el zumo a aquellas vides, más le valía comprobar que se encontraban en buenas condiciones. Don Lope asentía con la cabeza desde la distancia. Le gustaba la forma en que ella hacía, cómo las hileras se la tragaban y ella volvía una y otra vez hasta dominarlas. Y la manera en que lo lograba: con caricias, susurrándoles palabras, sonriendo al viento.
Regresó a donde el hombre la esperaba mucho rato después. Cuando lo alcanzó, en el portal de entrada a aquella casa aún extraña, se giró para contemplar lo que acababa de tocar, de sentir, de saborear. Y desde allí, con el emparrado más grande que jamás hubiera imaginado contemplar, dijo que sí.
El contrato se firmó dos días después en presencia del escribano real y de Antonio de Allende. En él se establecía el compromiso adquirido por Josefa de Allende de vender, en su casa de Zubiete, el txakoli que don Lope de La Puente, vecino de Oquendo, poseía en los pertenecidos de su caserío del barrio de Ibarra, en Gordejuela. Josefa encontraba así una salida a la precaria situación económica en que se hallaba su hogar. Los censos adquiridos con los años agrietaban las fuertes y viejas paredes, y cada vez era más difícil cumplir con los plazos de los pagos contraídos.
Esa Navidad, mientras Manuela procuraba todos los caprichos a una dama española, su hermana mayor ascendía por el camino de Ibarra con los últimos brillos de la luna. Arriba, los inquilinos de la casa que presidía el emparrado, ya trabajaban entre las hileras. Con las primeras luces del día se iban sumando los hijos y allí permanecían hasta que anochecía. Así un día tras otro. Josefa era la primera en irse, a mediodía recogía sus trastos de la poda y volvía a Zubiete, hambrienta y cansada. De vez en cuando supervisaba las vides que su padre y Francisca arreglaban con escaso brío, pero tanto esmero que apenas necesitaban de su ayuda.
Todos sintieron cómo el carácter de Josefa se iba aplacando. Cuanto más trabajaba en Ibarra más tranquila se mostraba. Manuela fue la más sorprendida por aquel cambio. Finalizaba diciembre y desde que habían llegado los señores de Valladolid ella no había pisado Zubiete. Ni la noche de Navidad se pudo ocupar de los suyos. En su lugar, mandó a Nela con la nogada y el encargo de regresar lo antes posible a su lado. Aquella mujer, Bernarda, resultó ser más inquieta y exigente de lo que las buenas formas recomendaban, y sólo Nela había conseguido apaciguar sus desaires con la dulzura de su carácter.
Josefa llegó a la cocina de Urrutia siguiendo los pasos de Teresa. Era mediodía y en la mesa frente al hogar comían Nela y Manuela. Cuando éstas vieron a su tía y hermana apoyarse en el quicio de la puerta de aquella casa se les encogió el corazón, y sin quererlo pensaron en la prematura muerte de Antonio. Pero no era eso lo que trajo a Josefa aquella tarde.
—Hacía años que no estaba aquí, todo sigue tal y como lo recuerdo, nada ha cambiado —dijo a modo de saludo.
—Josefa ¿qué ha sucedido?, ¿padre está bien?
—Tranquila, no ha sucedido nada. Sólo es una visita.
—¿Una visita? —Manuela no daba crédito a lo que estaba escuchando. En los últimos años los encuentros con Josefa habían sido escasos y desagradables. Incluso se evitaban la una a la otra para no enfrentarse—. ¿Has comido? —le ofreció—. Coge una cuchara y siéntate con nosotras.
No se lo pensó dos veces. Estaba hambrienta. No había probado bocado desde que había salido de casa aquella madrugada. Se sentó y comió hasta terminarlo todo y untar un mendrugo de pan en el fondo de la cazuela. Manuela y Nela la observaban impacientes, pero incapaces de preguntar por las razones que la habían llevado hasta Isasi.
Hablaron de su padre, de Francisca y también de la casa de Zubiete. Les describió la hermosura de los txakolis de Ibarra, y mencionó las necesidades, pagos y censos que la habían llevado a ocuparse de aquel emparrado. Y cuando Nela se tuvo que ausentar para atender algún arreglo en los vestidos de doña Bernarda, Manuela interrogó con sus ojos verdes como el valle a aquella hermana que de la noche a la mañana se había convertido en la más sociable de las mujeres.
—No me mires así, Manuela, no sé de qué te extrañas. Si tú no vas por casa tendremos que venir a encontrarte aquí.
—¿A qué has venido, Josefa? No es que no seas bienvenida, no me malinterpretes, es que sé que traes algo contigo y temo lo que pueda ser.
Josefa tomó un trago de vino antes de empezar a hablar.
—Vengo a felicitarte por tu acierto. —Las pupilas de Manuela parecían salírsele de las órbitas—. Sí. Ya sé que no es propio de mí que te felicite. Pero he de reconocer que has sabido defenderte de esas víboras, aunque desconozco la procedencia de los reales que te lo han permitido —y su voz sonó irónica—. Aún así, has logrado meter a las urracas en prisión, y que ese teniente te declare recatada y honesta doncella, y eso sí es un buen castigo. Pero incluso desde allí siguen hablando de ti, ahora te quieren amancebar con Romarate, en casa, en Zubiete, cuando todavía eras moza. Yo no sé lo que hay de cierto o no en todo eso, pero no quiero que el nombre de los Allende esté en boca de todo el valle. Tienes que hacer que esto pare, y cuanto antes mejor. Padre ya está muy viejo, y sufre callando la deshonra que acecha a una de sus hijas…
Josefa siguió hablando y contradiciéndose. Por un lado decía sentirse orgullosa de Manuela y de que ésta hubiera llevado a las Arza a la cárcel de Avellaneda. Ojalá se pudran, había dicho. Pero no dejaba de ser quien era, había algo en ella que le impedía ser generosa con sus pensamientos. Mañuela dejó de escuchar aquel soliloquio sin mucho sentido mientras una tristeza infinita se instalaba en su espíritu. Cuando Nela regresó a la cocina Josefa se estaba levantando de la silla.
—Bueno, he de regresar a Zubiete o de lo contrario se preocuparán. ¿Has entendido lo que te he dicho, Manuela?
Esta respondió que sí con la cabeza, mientras trataba de fijar la mirada en aquella figura que avanzaba por las escaleras hasta el portal. Nela se ocupó de acompañarla y despedirla, mientras Manuela avivaba la lumbre y escondía en ella los pensamientos que empezaban a apoderarse de su entereza. Lo que yo daría por ver muerta a esa Maricruz de Arza. La tierra de la iglesia es demasiado santa para tanta inquina, el caudal del río es más propio para los de su calaña. Si yo sola pudiera… Decía aquello entre dientes, mirando al fuego, sin saber que su vecina, Fernanda de Otaola, la escuchaba desde la puerta. Teresa fue quien la anunció.
—Ha venido a traer una gallina a la parturienta. Le he dicho que mejor meterla con el resto, en el corral, pero se empeña en dársela ella misma a doña Bernarda —trató de explicarse Teresa.
Fernanda permanecía de pie a su lado, con un saco que se agitaba nervioso a la altura de sus rodillas, y una mirada que no anunciaba nada bueno.
—¿Deseando el bien ajeno, Manuela? —se atrevió a decir la visitante con mucha sorna.
—Todavía me quedan deseos, cuidado no vaya a tocarte tu parte, Fernanda. En cuanto a esa gallina, si lo que querías era ver a la señora, mujer, no tenías que traer nada, porque nada vas a ver. Se encuentra descansando y una gallina no la va a hacer moverse.
—¿Y no puedo ir yo a presentarle mis respetos?
—Espera que se lo preguntamos. —Manuela miró a Teresa, y sin más añadió—: no, dice que no quiere que la molesten.
—¡Pero, si no le has preguntado nada! —protestó Fernanda, que comprendiendo que era motivo de burla, y sin soltar la gallina que se removía inquieta dentro del saco, se volvió por donde había venido, más airada que en otras ocasiones en que tampoco había logrado que la desdichada ave llegara a su destino.
El alumbramiento estaba previsto para las primeras semanas del año que entraba. Nadie imaginó que se demoraría hasta febrero, en un día frío y lluvioso en el que los gritos de la primeriza hicieron estremecerse hasta a los animales guardados en las cuadras, de donde Zurrape había decidido no salir hasta que todo aquello acabara.
La casa se llenó de mujeres a la hora más temprana de la mañana. Manuela, que aún recordaba su primera experiencia, cuando vivía con su hermano en Santurce, dispuso agua, linos y sopas calientes para todos. Ella se encargó de atender las primeras contracciones mientras llegaban las matronas. Después se retiró a un lado, a esperar paciente el resultado del parto, del que sabía nacería un vástago con la fortuna de hacerlo bajo el manto protector de su abuelo, que pondría en sus diminutas manos todo lo que necesitara, sin estrecheces, sin recato ni reserva.
Nela no había salido de la habitación de la señora desde que comenzaron los primeros dolores. Se apostó en su cabecera, retirándole el sudor de la frente, ayudándola a empujar, sin temer los gritos ni el dolor. Había visto parir a su madre tantas veces que nada extraño le parecía todo aquello, si no fuera porque cada vez que doña Bernarda observaba a sus pies a aquellas mujeres vestidas de riguroso negro, metiendo sus manos donde ella sentía se le rompía la carne, una repugnancia extrema se apoderaba de todo su ser, haciéndole vomitar hasta desalojar de su estómago el último alimento ingerido días atrás. No fue un parto complicado, sino una parturienta difícil de contentar. Sólo se consolaba al mirar a Nela a su lado. Le había cogido confianza, y hasta la había vestido a su gusto y usanza. Ya casi nunca se ponía la basquiña oscura que trajo el primer día, su señora le había proporcionado una más clara, de un azul que, según decía, le recordaba a las olas del mar cuando la veía moverse por la casa.
Manuela esperaba ver aquella falda llegar a la cocina en cualquier momento. Sabía de la inquietud que reinaba en el corazón de Braceras, y quería ser ella quien le llevara la noticia. Finalmente, se acercó a la puerta de la alcoba y la abrió. Desde una esquina le anunciaron que ya casi habían terminado. Esperó hasta que la vio aparecer con aquel bebé entre los brazos. Nela se lo ofreció con cuidado, arrimándolo al pecho de su tía y confirmándole lo que ésta ya celebraba: era una niña. Manuela contempló a la criatura, y después a su sobrina, y comprendió que no podría quererla más. Se alejó de ella con la pequeña recién llegada entre los brazos. Mientras Braceras y su hijo la observaban, la casa se quedó en silencio, hasta que el primer llanto lo llenó todo y tuvo que regresar corriendo a dejarla junto al pecho de su madre.
La pequeña fue bautizada en Molinar con el nombre de Carmen, y durante sus dos primeros meses de vida se convirtió en el centro de la vida de Isasi. Pero al llegar la primavera, una despedida que nadie deseaba se aproximaba por la ladera. Con los primeros brotes, don Vicente, su esposa y la recién nacida partieron hacia las tierras de España, dejando atrás una casa que se sentía vacía y la promesa de regresar apenas se terciara una oportunidad.
Don Manuel entró abatido hasta la cocina y se sentó junto a la lumbre. Manuela lo acompañó en silencio, con el hilo y la aguja jugando entre sus manos. Nela se había ido también aquella mañana y, aunque la sabía cerca, intuía que su ausencia se le iba a hacer extraña. Apenas transcurrió un momento bajo ese silencio atronador cuando la aldaba repicó de nuevo y Zurrape se anunciaba por las escaleras con la visita del licenciado Fernández de Maruri, que traía noticias de Avellaneda.
—¿Qué velatorio es éste, señores? —dijo nada más verles.
—Ninguno, no tema. ¿Qué noticias son esas que trae en este primero de abril? —se apresuró a preguntar Manuela, deseando no ahondar en la despedida que acababan de vivir.
—Una y buena. —Anunció misterioso, queriendo generar en ellos curiosidad—. Por fin las reas han declarado a tu favor, aceptando que eres mujer sin falta alguna, que has vivido virtuosa y honesta, con atención al gobierno de esta casa, aún en días festivos de romerías y ocasiones de recreación, absteniéndote con particular distinción,… —dijo recitando una sucesión de adjetivos positivos—. En fin, que han dicho muchas cosas, y todas en honor de tus buenas prendas y calidades.
—Lo que quieren es que las liberen.
—Sí, no tengo duda de que ese es su objetivo. Y de que algo debemos responder ante el Teniente de las Encartaciones.
—Pero, entonces ¿se sabe el por qué de las injurias?
—Esa es una buena pregunta, Manuela, que ha quedado sin respuesta.
—¿Y del contrato de matrimonio se ha sabido algo?
—No, sobre eso tampoco ha habido pronunciamiento. Pero si ellas se retractan, La Torre habrá de cumplirte la promesa dada.
Braceras, que había permanecido en silencio hasta entonces, no pudo evitar un carraspeo al tiempo que alzaba la cabeza para mirarles de frente. Maruri observó a Manuela, que se removía inquieta.
—¡No quiero que las suelten! ¡Que se pudran en el infierno!
—¿Estás segura de eso?, ¿no crees que ya han pagado por lo que han hecho?
—Lo que creo es que no se han arrepentido en ningún momento, han continuado sacando bulos y extendiendo nuevos rumores, y siguen perjudicándome incluso presas. Si las sacan será todavía peor.
Braceras no quiso intervenir. La conocía bien, no cambiaría de idea, la ofensa había sido demasiado grande. Cuando el licenciado se dio por vencido, establecieron la petición que habría de hacer ante el Teniente de las Encartaciones. Solicitaría que las reas permaneciesen en cárcel pública hasta que doña Manuela de Allende recibiera, en alta voz y ante todo el valle, las disculpas al agravio cometido contra su integridad y persona.
Antes de concluir el mes de abril las hermanas Arza ya se habían retractado de la generosa declaración que habían hecho, y en su lugar alegaron abiertamente haber revelado a Domingo de la Torre todos aquellos hechos ilícitos sobre Manuela, con el fin de evitar un casamiento entre su pariente y la mayor de las prostitutas. Apoyaron su declaración en testigos que, según sospechaba el licenciado Maruri y la misma Manuela, habían sido sobornados para que dieran por ciertas todas las calumnias que se les ocurrió.
—Lo que no comprendo es cómo esas dos pueden andar con sobornos, de la naturaleza que sean —le advirtió Braceras aquella tarde, cuando le contó de las sospechas que albergaban.
—Se dicen pobres.
—Por oso lo digo, Manuela, por eso mismo, y porque, ni aun teniendo reales, sabrían cómo comprar el testimonio falso de nadie.
Aun así, con testigos a su favor, las Arza permanecieron a la sombra de aquellas viejas piedras de Avellaneda por orden expresa del Teniente de las Encartaciones, que no se convencía de tantos cambios y peticiones. Mientras tanto, Manuela comprobaba en carnes propias lo que era sentir la falta de libertad. El círculo se le estrechaba, trataba de caminar como antes, con ligereza, por las mismas sendas de siempre, y no lo lograba. Se había convertido en el objeto de todas las miradas, cuchicheos y blasfemias. En una ocasión, el alpargatero le había cerrado la puerta al verla pasar, y en la iglesia había percibido una distancia en torno a ella que no era habitual. Cuando le preguntó a don Pedro, éste le remitió a algún pasaje bíblico sin prestarle más atención. Dejó de ir a Molinar. En el mes de mayo el único sendero que se atrevía a transitar era el de Isasi a Berdugal. A veces se aventuraba hasta Zubiete para encontrarse con su padre y sentarse un rato bajo la parra de la fachada. Si veía a Josefa sólo se saludaban, pero casi nunca la encontraba por casa.
—Tu hermana está en Ibarra —le anunciaba Antonio, sabiendo que así se relajaba y perdía la prisa.
Francisca era más benévola con ella. Se interesaba por saber cómo iba aquello del pleito, y la animaba a asistir a misa mayor el siguiente domingo. Ella la consolaba asegurándole que no faltaba a ningún rezo en la ermita de Isasi. Con las tardes más soleadas se adentraba por el camino real hasta el barrio del Pontón y buscaba a Nela. Había sido fácil acostumbrarse a ella mientras estuvo en Urrutia.
Fue por entonces cuando llegó la carta de Domingo Narciso en la que anunciaba el nacimiento de otra hija.
Y hemos puesto por nombre a ésta, nuestra sexta descendiente, el de mi recordada y querida Manuela. Al nacer trajo con ella la luz a esta casa. Apenas tiene semanas de vida, pero sus ojos son vibrantes y profundos como nuestro valle. Ansío verla crecer y poder hablarle de la tierra que dejé atrás y de todos ustedes, sobre todo de ti, mi tan añorada hermana, que le has dado su nombre y espero también tu fuerza.
Ella, Nela y la pequeña que acababa de nacer en América; ya eran tres Manuela de Allende. Se sintió llena por dentro de una alegría triste. Domingo Narciso también enviaba algo de dinero con que aliviar las necesidades de un hogar, el de Zubiete, que ya no se sostenía por sí sólo. Añadía algunos pesos más para ayudar a solventar el pleito que mantenía con las Arza, y le desaconsejaba cualquier trato de favor hacia Txomin.
Le conozco bien y sé que ambiciona el poder. Ignoro los detalles del compromiso adquirido por ambos, pero no deberías pecar de confiada en lo que a nuestro primo se refiere. Espero que los pesos que te remito te sirvan de alivio en los litigios en que te ves envuelta, y si en algo más puedo serte de utilidad…
Un par de líneas después Manuela se estiraba y encogía, recuperaba el aliento, y se despedía a su vez del hermano lejano con aquella alegría triste que parecía querer quedarse junto a ella.