El sonido de la aldaba golpeando la puerta lo despertó de su ensimismamiento. Txomin estaba sentado frente al fuego, apoya da la cabeza en la mesa donde acababa de cenar una sopa de ajo y pan. La noche aún no había cubierto el valle, señal de que un nuevo verano estaba cada vez más cerca. Se sentía satisfecho de la conversación mantenida con Cristóbal de las Casas, con el que por fin había logrado establecer las bases de un futuro en común. Su primogénita aún no había cumplido los catorce años, pero prometía convertirse en una joven esbelta y educada. Y si no era así, igual le daba, lo importante eran sus apellidos y la dote que con ellos acarreaba. Teresa de las Casas Escobal era la mejor esposa que podía considerar.
Manuela entró en la estancia como un animal desbocado, apartando a un lado a la criada. Traía con ella una brisa de tarde que hizo estremecerse a las llamas que inundaban a esa hora el hogar. Txomin la miró entre extrañado y complacido; fuera como fuese aquella mujer le movía a la lujuria. Se levantó de un salto y se puso frente a ella, frenándole el paso.
—Manuela de Allende y Ayerdi, ¿qué haces en mi casa a esta hora?
—¿Y tú, Txomin de la Torre, qué fechoría has hecho para tener esa mirada? —Él no pudo evitar una risotada. La suspicacia de ella, su descaro y toda la redondez de sus caderas le parecían un pecado andando sin dueño por las cimas de Isasi. Quiso acercarse más a su cuerpo, pero se contuvo—. He venido porque ya es tiempo de que tú y yo aclaremos. Sabes que tarde o temprano tendrás que cumplir tu palabra de matrimonio, los tribunales eclesiásticos se ocuparán de ello, pero lo que ahora urge es hacer que paren los infundios y patrañas que esas Arza se han empeñado en extender por todo el valle.
—¿Yo? ¿Pero qué voy a poder hacer yo contra esas mujeres y sus lenguas?
—Tú eres su pariente, das trabajo al marido de una de ellas, y seguro temen tus represalias.
—Aunque eso fuera cierto, no es aquí donde hablan. Yo no puedo contener sus iras; ni las tuyas, por lo que veo. —Ahora sí, Txomin aproximó una mano a su cuerpo, y la tomó del brazo acercándola hacia sí—. Si tú quisieras, Manuela, yo…
No logró besarla. Ella se zafó de aquel falso abrazo y se alejó airada hasta el otro extremo de la mesa. Desde allí, recobrando la respiración que sentía le traicionaba, volvió a percibir el deseo en la piel. Se serenó y retomó finalmente el hilo del razonamiento que traía con ella.
—No puedo permitir que hablen así de mí. Si Domingo Narciso llega a enterarse de lo que está ocurriendo me moriría de vergüenza…
—Él no tiene forma de saberlo. Y tú no deberías hacer caso a las urracas, o como sea que las llames.
—Eso es fácil decirlo desde tu posición, pero a mí me quitan la honra cada vez que abren la boca.
—Nadie te puede quitar la honra, Manuela, salvo tu misma. —Y tras una larga pausa, que se volvió incómoda, Txomin siguió hablando. Hay algo que sí puedes hacer: defenderte con la ley en la mano, como has hecho conmigo y esa Causa de Esponsales que me has puesto. Dime una cosa, ¿acaso piensas ganarla?
—Esa Causa responde a tu pleito de Jactancia. ¿Pensabas que me iba a quedar callada?
—Admito que sabes pelear. Eso es lo que tienes que hacer con las hermanas Arza. Yo te ayudo, cuenta conmigo, a mí tampoco me gusta estar en boca de todos. Lo que hay o no hay entre nosotros no es cosa de nadie. Yo te puedo ofrecer los reales para presentar una querella ante el Teniente de las Encartaciones. Eso las frenará.
—No seré yo quien te deba dinero.
—Digamos que tu hermano Domingo Narciso cubrirá esa deuda.
—Tengo que pensar en ello. Pero sí, siempre puedo pedir a mi hermano los reales que me falten para cumplir con tu ayuda.
Txomin se acercó a la lumbre para añadir algunos troncos y al incorporarse la agarró por la cintura y la acercó a la mesa. Manuela se debatió contra aquellos brazos fuertes sólo un segundo antes de ceder a la caricia que le ofrecían. Cuando sintió la mano de él abriéndose paso por entre sus faldas, dio un respingo empujándole lejos de ella. En la calle ya había oscurecido, tanto que no se distinguía el camino que había de llevarla de vuelta a Urrutia.
La casa taberna de Francisco de Lanzagorta y Juana de Landeta adquirió por entonces un inusitado protagonismo. El suyo era uno de los caseríos más viejos del valle, situado en un claro del bosque que se adentraba por el camino de Arceniega. No era un lugar muy transitado por los vecinos de Molinar, pero sí servía para quitar la sed a los viajeros y a los habitantes del Valle de Mena, que solían acudir a la taberna a concretar los negocios que se traían con según qué vizcaínos. Por lo general, éste era un lugar discreto.
Fue Maricruz de Arza, la mayor de las urracas, la encargada de dar la voz y difundir entre los parroquianos que alzaban sus jarras de txakoli algo que, según su versión, ya era público y notorio en la villa de Bilbao.
—¿Y qué es eso que se dice en la villa? —le increpó el mismo tabernero.
—Que Joseph de Allende es un ladrón al que buscan por haber robado una buena cantidad de dinero a un comerciante que…
—Cierra el pico, mujer, que esos cuentos que tu traes no son bien recibidos en esta casa. Dios sabe qué has de sacar tú de tanta leña como estás haciendo de esa familia.
Pero las palabras de Lanzagorta no pudieron con las intenciones de la Arza. Pocos días después todo el valle se hacía eco de la narración, en la que se contaba cómo Joseph de Allende y Ayerdi había robado un saco de dinero de la casa de un comerciante, y que este le había buscado durante meses por toda la tierra de Vizcaya. A partir de ahí, la invención fue creciendo, y fue Narcisa quien hizo llamar a Manuela para ponerle en conocimiento de aquello, y para que le ayudara a frenar los deseos de venganza de su hermano, quien no dejaba de repetir, a quien quisiera escucharle, su intención de acabar con aquella Maricruz de Arza.
Sin embargo, no sólo Joseph albergaba sentimientos de venganza hacia las urracas. Zurrape, preguntado por su amo y la misma Manuela acerca de los comentarios que se decía habían salido de su boca sobre el amancebamiento de éstos, no dudó en expresar su deseo de matar a aquellas que habían extendido mentira tan ruin.
—Alguien habrá de acabar con ellas, para que así callen sus lenguas. Y si ese he de ser yo pues bienvenido sea. Esta misma noche me adentro en su casa y le atizo a esa Maricruz hasta que escupa todo el veneno que lleva dentro.
—De eso nada, Zurrape. Tú te quedas tranquilo que yo sé bien lo que hay que hacer.
Al amanecer del día siguiente partieron ambos hermanos hacia la Avellaneda, decididos a presentarse ante el Teniente General de las Encartaciones, el Licenciado don Antonio Caballero. Allí, bajo los muros fríos de una casa torre que decían guardaba a los reos y presos de todas las tierras encartadas, Manuela se querelló contra las hermanas Tomasa y Maricruz de Arza. Cuando aquel hombre de letras la miró desde la otra punta de la sala y le preguntó las razones de su causa, Manuela tuvo que tomar aire antes de poner voz a sus pensamientos:
—De hace unos meses a esta parte, esas mujeres han sembrado la voz por todo el valle de que años antes he tenido tratos ilícitos de incontinencia con dos sujetos, de cuyos respectivos accesos parí dos veces.
—Si eso no es cierto, estamos ante una causa de injurias.
—Tanto que me ofrezco a registro de matronas para que quede constancia de mi integridad y doncellez.
Manuela no se podía creer lo que acababa de decir. No contaba con esas últimas palabras que habían salido de su boca. Fue idea de Txomin que se ofreciera a la inspección por matronas, pero había decidido no hacerlo. Sin embargo, los nervios la habían traicionado. Ahora ya estaba dicho y no sabía cómo dar marcha atrás. Miró de reojo a su hermano y se alegró de verlo en conversación con Fernández de Maruri, el abogado que, gracias a la intervención de Braceras, aceptó de buen grado el cometido de defender ante los hombres y su ley la inocencia y buenas prendas de la más pequeña de los Allende.
Tras el breve interrogatorio, salieron al patio por el que habían entrado en aquella estancia cuadrada, de piedra gris. El viejo roble foral presidía el espacio en el que se encontraban, frente a la casa del corregidor; la montaña se alargaba, ascendía y bajaba mirara donde mirara. Entonces, un grito de espanto salió del interior de la torre, y Manuela se encogió asustada. La cárcel estaba en la primera planta del mismo edificio, paredaño a la ermita del Ángel Custodio, que trataba de dulcificar aquella escena sobreexcedida sin conseguirlo. Se asomó a la puerta del templo y se adentro al interior. Mientras estuvo de rodillas frente al altar dudó de todos los pasos que había dado hasta llegar donde se encontraba. Pero al regresar a la misma sala cuadrada y gris, y escuchar las palabras de su abogado, recuperó la seguridad en sí misma. Al fin y al cabo, probar su honra era deber para con su nombre y casa, para con sus hermanas y su padre. Y era la única forma de que Txomin no pudiera zafarse de la palabra de matrimonio que le tenía dada.
Fernández de Maruri expuso ante el escribano y el Teniente General de las Encartaciones los hechos con todo tipo de detalles. Culpó a las acusadas de haber divulgado voces de incontinentes tratos entre su defendida y sendos hombres casados.
—De los que llegaron a decir resultaba tener un hijo estudiante y una hija adulta, y que los mismos tratos habían continuado con su amo, don Manuel de Braceras, con embarazos y abortos procurados por un cirujano. Rematando con el último improperio de ser Manuela de Allende y Ayerdi, mi defendida, una vil prostituta, cuando es probado que es nacida hidalga, vizcaína originaria de ilustre y distinguida familia, doncella virtuosa, honesta y recogida. Estas voces difamatorias las llevaron hasta el sujeto que había tenido inclinación de casarse con ella, don Domingo de la Torre y Ugarte, y que con motivo de tales difamaciones ha desestimado su primera intención de contraer matrimonio con la susodicha.
No transcurrieron ni cinco días desde que Manuela estuvo en Avellaneda, cuando Zurrape le trajo la noticia de que habían encarcelado a las hermanas Arza. Era el veintisiete de noviembre de 1769, vísperas de San Andrés. La feria se convertiría en un escenario idóneo para los rumores y el chismorreo. Todo el valle, sin excepción, supo con mayor o menor acierto del pleito interpuesto contra las Arza por injurias y difamación. Maruri también se presentó en Urrutia aquel mismo día. Con él traía la noticia del auto firmado por el Teniente General, que mandaba poner presas a Tomasa y Maricruz, y que se les embargasen sus bienes y efectos, guardándolos en depósito seguro.
Manuela se sintió aliviada, reconfortada por la resolución y porque aquello evitaría la temida revisión por matronas que ella misma había propuesto. El licenciado le contó cómo los testimonios de los testigos presentados habían sido claves en la resolución del auto.
—¿Y ahora qué sucederá? —quiso saber.
—Tenemos que estar prevenidos.
—¿Prevenidos?
—Sí, Manuela. Es bueno que el auto las haya mandado directamente a la cárcel, pero con eso no será suficiente. He sabido que están preparando su defensa con un abogado, Antonio de Santelices.
—¿Pero no se habían declarado pobres de solemnidad?
—Así es.
—¿Y cómo han podido contratar los servicios de un abogado?
—Y no un abogado cualquiera —añadió Braceras—. Yo conozco a ese licenciado, tiene causas en las Juntas Generales y está bien visto y mejor cotizado. Habría que saber qué hace en este pleito, ¿no le parece? —y su voz se dirigió exigente a Fernández de Maruri.
—No sólo está Santelices —confirmó éste algo temeroso—. Hay otro nombre que me llama la atención firmando el acta de la defensa, el de Cristóbal de las Casas.
Braceras y Manuela se miraron en silencio. Cada uno por su lado trataba de establecer una conexión entre Las Casas y las Arza. Manuela le había conocido en esta misma estancia de Urrutia, comiendo junto a su señor y a Txomin. Con éste último era con quien más le había visto, y había oído decir que mantenían estrecha relación. Por un momento pensó que quizá eso le convendría, que Txomin estaba moviendo sus hilos para favorecerla. Pero la intuición le llamó a la prudencia y no añadió nada más sobre el tema. Nadie lo hizo, y de ahí pasaron a hablar de los nuevos testigos que habrían de declarar a favor de sus buenas prendas llegado el caso. No tenía ninguna duda de que todo el valle estaría con ella, al fin y al cabo era hija de la casa de Allende y Ayerdi, pertenecía a Zubiete, mientras que las urracas habían llegado desde Mena a buscar marido, y mendigar y amamantar a hijos ajenos. Manuela se sintió tranquila, y así se lo expresó al hombre de letras y leyes que tenía en frente.
—No hay duda de que esas dos van a pagar bien caro el atrevimiento de venir a buscarle pleito a personas honradas y decentes. De hecho, ya lo están pagando, durmiendo en el presidio como vulgares ladronas. Y por mí, ahí se les van a pudrir los huesos y la lengua.
Antes del anochecer Nela alcanzaba Isasi por el sendero de Berdugal. Traía el semblante frío y risueño. Aquel trayecto, recorrido tantas otras veces, hoy le parecía distinto, nuevo, diferente. Se sentía mayor, feliz, otra persona. Recordó que en febrero cumpliría ya dieciocho años. Se miró la basquiña, era casi nueva, apenas la había usado. La tenía reservada para las ocasiones y hoy era la mejor de todas las que se le habían presentado en los últimos tiempos. Pasaría la feria de San Andrés ayudando a su tía en la casa de Urrutia. Había visto aquellas habitaciones otras veces, en las visitas continuas que hacía a Isasi, y siempre le habían parecido de otro lugar. Le costaba imaginar una casa tan grande y bien acomodada en Gordejuela. Había otras, como la de Oxirando o la de Urtusaustegui, pero ella no había estado nunca en ellas. En la de Urrutia sí, y ahora podría vivir allí, ver sus manteles y la vajilla colocada sobre la mesa, y a los señores que llegaban de Valladolid.
La puerta estaba entreabierta y se animó a subir las escaleras. Llegó a la cocina guiada por el resplandor de la lumbre. Antes de entrar le pareció escuchar voces y se detuvo dubitativa. Zurrape y Teresa hablaban de las Arza.
—No dicen más que disparates. No hay quien se crea nada de esas —sentenciaba Teresa.
—Lo último que he oído decir es que el difunto Romarate tuvo tratos con Manuela cuando ésta aún era moza, en la misma casa de su padre, en la mesa de la cocina de Zubiete.
—Válgame Dios, esas mujeres hasta en la cárcel sacan cuentos.
En ese momento Manuela subía las escaleras y descubrió a su sobrina parada en la entrada de la cocina, indecisa, e intuyó lo que estaba sucediendo.
—¡Nela! Ya has llegado —dijo en voz alta, esperando que los que debatían dentro se dieran por enterados. Les había prohibido hablar constantemente de las Arza y del pleito, pero no había tenido éxito.
Entraron las dos juntas, y Manuela no pudo evitar una mirada acusadora. La criada fue la primera en reaccionar.
—Lo siento, pero deberías conocer lo que se dice.
—No quiero saber nada. Y permaneced callados al menos por hoy, que tenemos a Nela con nosotros.
—Pero, ¿no se queda?
—Claro que se queda —respondió con una sonrisa satisfecha—. Se quedará todo el tiempo que haga falta, mientras estén aquí el hijo del señor y su esposa.
Zurrape y Teresa dieron la bienvenida a Nela, que se mostraba dichosa. Manuela la miró orgullosa. La sensación de comer todos los días junto a ella, dormir en el mismo jergón, trabajar una pegada a la otra, escucharla, enseñarla, tenerla, le hacía olvidarse por un instante de cualquier cosa que no fueran ellas dos.
Estaba previsto que don Vicente apareciera en Isasi de un momento a otro, y que lo hiciera con su mujer, doña Bernarda. En principio, venían a pasar la feria de San Andrés con su padre, pero éste le había confesado a su ama de gobierno que confiaba en poder convencerles para que se quedaran hasta pasada la Navidad. Aquella noticia se apoderó de los nervios de Manuela; una visita de días estaba bien, pero no deseaba que ésta se alargara. Desde que se instaló en Isasi, casi veinte años atrás, ella había sido la única mujer con mando y gobierno en aquella casa. Contempló a Nela un instante y se recordó a sí misma llegando a la puerta de Urrutia. Recordó a su padre, joven y fuerte aún, dejándola por primera vez en aquella enorme casa. Nela no se sentiría sola ni temerosa, porque ella estaría siempre muy cerca.
Cuando los caballos desaceleraron el paso frente al portalón de entrada, nadie en Isasi había visto un carruaje tan significativo y engalanado. Tras las cortinas que cubrían a los viajeros se intuía la presencia de señores de gran abolengo. Manuela lo había visto aparecer por el sendero de Molinar desde la ventana de la cocina, y enseguida apresuró a todos en la casa para bajar a recibir a los recién llegados. Braceras se acercó al carruaje y ayudó a descender a sus ocupantes ante la vista atónita del resto. Vicente, aquel joven taciturno y pálido que antaño visitara esta misma casa, se había convertido en un hombre corpulento y con cierto parecido a su progenitor. Tras él, una mujer excesivamente delgada, sin un ápice de color en las mejillas, avanzaba lentamente sujetando la prominencia de su preñez. La sorpresa fue mayúscula.
Al interior todo estaba listo. Nela se encargó de acompañar a la señora a la alcoba que le habían preparado para que se refrescara y recuperara el aliento tras el largo viaje. La miraba avanzar por el pasillo, escuchando el frufrú de sus ropas, y no acababa de creerse la suerte de poder estar tan próxima a persona de esa calidad y prendas. Manuela ofreció el calor del comedor a padre e hijo, y se dispuso a acomodar los equipajes que en ese instante Zurrape subía a hombros por las escaleras. Baúles de todos los tamaños fueron ocupando el largo pasillo de la planta principal. Al verlos allí, expuestos, Manuela no tuvo más remedio que convencerse de que aquella visita duraría más que la feria de San Andrés y la Inmaculada juntas. Aquella mujer había venido a parir a las tierras de Vizcaya, como tantas otras que no dudaban en cruzar las montañas con los hijos ya saliéndoseles de las entrañas.