Don Manuel anunció repentinamente su viaje. Un hombre a caballo había traído con él esa misma mañana un mensaje desde la Real Chancillería de Valladolid. El requerimiento lo realizaba su único hijo, Vicente, para tratar asuntos de familia y futuro.
Cuando su esposa murió, Braceras no supo cómo enfrentar la crianza del hijo que le había dejado. Muchos solucionaban un problema así casándose de nuevo, y no faltaron candidatas de buen nombre dispuestas a cumplir con el papel de esposa y madre. La primera en ofrecerse, y también la más adecuada, fue su propia cuñada, la hermana menor de la difunta, pero para don Manuel resultaba impensable acomodar en su casa y en su cama a otra mujer. La joven hermana se entregó a la crianza del pequeño Vicente con la esperanza de que el tiempo le daría un espacio junto al padre, pero no fue así. Este dejó la casa de Güeñes a los pocos meses de enviudar, para instalarse de una vez y para siempre en la antigua torre de los Urrutia, en Isasi. Y dejó al hijo con su tía hasta cumplir la edad de ingresar en el colegio de Orduña, al cuidado de los padres Jesuitas. De allí pasó a Madrid para concluir sus estudios y convertirse en un licenciado de las cortes españolas al servicio del rey. Hacía algunos años ya que había instalado su residencia en la ciudad de Valladolid, donde ejercía con suma devoción los cometidos de la abogacía. Ahora requería la presencia de su padre para negociar el contrato de matrimonio que lo uniría definitivamente con la nobleza española. La elegida era de inmejorable cuna madrileña y algunos años mayor que él.
A lo largo de su vida, Vicente había pisado la tierra de su progenitor en tan sólo seis ocasiones, en que residió por periodos relativamente cortos en la torre de Urrutia. De estatura media, delgado y muy pálido, no parecía hijo de su padre. Aparentaba pobreza de espíritu, falta de brío y escasez de ánimo, pero todos alababan su gran inteligencia para los asuntos de letras. En aquellas escasas ocasiones en que lo tenía en casa, don Manuel lo recibía con entusiasmo, le proponía cacerías, le llevaba a recorrer las muchas heredades de la familia, le presentaba amigos y hombres de ley, y por todos los medios trataba de atraerle con la esperanza de que algún día ocupara el lugar que le correspondía en la línea sucesoria de su linaje.
Manuela no supo qué hacer cuando su señor le anunció su partida inmediata a tierras castellanas. No había calculado que don Manuel se ausentaría dejándola sola. Se sentía vulnerable, insegura, dolida, y temía necesitar de él y de la protección que sólo su presencia le brindaba. En las semanas que siguieron al encuentro con Txomin, se vio enfrentada a algunas vecinas que la increparon con preguntas insidiosas, sentía que la miraban de reojo, e incluso el presbítero, don Pedro, había ido a buscarla una tarde para pedirle prudencia con sus palabras y actos, dadas las habladurías que sobre ella y el nuevo alcalde se escuchaban en el valle.
—Y dígame, don Manuel, ¿estará ausente por mucho tiempo?
—No lo sé, eso sí que no puedo decírtelo. Pero, ¿a qué viene esa voz afligida? Tú quedas al cargo de la casa y los criados, como siempre, todo está bajo tu mando, Manuela.
—No es nada, será el resfriado aquel, que me ha dejado endeble. Vaya tranquilo, que su casa queda a mi orden y gobierno.
Y así fue como Braceras cruzó las tierras que le separaban de su único hijo y se instaló por varios meses en Valladolid, hasta lograr arreglar los entresijos de un contrato matrimonial acorde a su fortuna y la de su futura nuera. Vicente lo recibió con una inusitada alegría, impropia de su actitud en encuentros anteriores, y su padre comprendió que era el enamoramiento lo que había desencadenado al fin la emoción por la vida en su inexpresivo vástago. Conoció a la familia con la que irremediablemente emparentaría, aceptó las condiciones que se trataron por adecuadas y beneficiosas, y descubrió satisfecho a su hijo feliz y más que dispuesto a regresar un día no muy lejano a establecerse definitivamente en el valle de sus antepasados, y tomar posesión de las propiedades que por nombre y ley le correspondían.
Mientras Braceras ejercía su deber como padre, Manuela vivía una pesadilla continua entre las novedades que Teresa o Zurrape le traían, y las noches en vela que no lograba dominar pese a las infusiones de tila y valeriana que ingería como si fueran agua. Después de varios tropiezos y palabras malsonantes con sus vecinas, había optado por salir cuanto menos, mientras trataba de encontrar la forma de desenrollar aquel ovillo de mentiras y desagravios que se había formado en torno a ella. La idea que le había dado Txomin de prestarse a revisión por parteras no la desechaba, pero tampoco la convencía, porque debía confiar de nuevo en él y, eso sí, no estaba segura de poder hacerlo. Aun así, seguía empeñada en que le habría de cumplir con la palabra de matrimonio, y allí donde la ocasión se le presentaba lo decía con la voz bien alta para que todos la oyeran: el día de mi boda se os caerá la lengua a trozos, podrida de la mala sangre que la riega.
La primera tarde de calor de aquel año mantuvo una fuerte riña con Ignacia de Sasia. Había estado entretenida en la casa de Zubiete, en compañía de Francisca y Josefa. Después de mucho tiempo sin hallar un punto de unión, las tres hermanas encontraron en Domingo Narciso la conexión que necesitaban. Imaginaron lo que podría significar verle una vez más, observarle en aquel lugar de la Nueva España que tenía nombre de un santo grande. Hablaron de Anna de Unzaga, la cuñada que nunca conocerían; de los sobrinos que crecían tan lejos de su tierra y casa; y de los pesos que iban llegando como llovidos del cielo, para solucionar los problemas que se acumulaban. Evitaron hablar de Txomin y de las habladurías que corrían de boca en boca por el valle, sólo rieron con nostalgia las carencias que empezaban a sumar y, sin haberlo pretendido, volvieron a sentirse hermanas durante ese breve rato que les brindo la añoranza.
Cuando Manuela dejó atrás la casa paterna, la había recorrido con palabras y pasos, había revivido algunos fragmentos olvidados de su infancia, y llevaba con ella la tristeza de no encontrar consuelo a la ausencia de Domingo Narciso que tanto le pesaba.
Apenas había caminado doscientos metros cuando Ignacia, una mujer corpulenta y achatada, le salió al paso.
—Manuela de Allende, contigo tengo algo pendiente que de una vez por todas vamos a resolver.
La voz de aquella mujer sonó exigente y autoritaria, como quien reclama una deuda prorrogada durante años.
—¿Acaso ésta que está aquí te debe algo, Ignacia?
—Sí, el honor que le robaste a mi marido cuando malpariste un hijo suyo y lo ocultaste bajo las vides de tu casa.
Manuela sacudió la cabeza tratando de entender lo que estaba ocurriendo, y entonces encontró una mínima respuesta a su aturdimiento: aquella mujer era la viuda de Iñigo de la Presa, el hermano de Juana. A lo lejos vio aparecer a su padre, que caminaba en dirección a ellas ignorando lo que estaban tratando. Reaccionó con rapidez. Se agachó un instante como quien recoge algo caído y se levantó con una piedra en la mano y la determinación en la mirada.
—¡Si sigues hablando te mato!
Ignacia comprendió que la amenaza se cumpliría, y, aun así, bajando el tono de su voz, en poco más que un susurro, tuvo valor para añadir algo más.
—¿Todavía crees que ese La Torre se casará contigo? Eres una ingenua si piensas que alguien así te tomará por esposa. A saber con qué malas artes le hiciste creer que te había desflorado, si hace más de quince años que tú no tienes doncellez ni honra.
Manuela alzó la mano con la piedra, y cuando la viuda empezó a correr se la lanzó con todas sus fuerzas. Suerte que aquella vez la puntería no fue certera. A pocos metros Antonio la observaba sin entender.
—¿Qué ocurre, hija? ¿Qué ha sido eso?
—Nada, rencores que arrastramos de niñas, nada grave. ¿Cómo está?
—Bien, bien. ¿Te vas?
—Sí, he de volver a Isasi. Suba mañana a comer conmigo, le prepararé un buen guiso.
—Allí estaré. ¿Ha regresado ya?
—Si pregunta por don Manuel, no, aún demora.
—Qué pena, con la falta que hace ese hombre por estas tierras.
Manuela continuó su camino con el eco de aquella frase retumbando en sus oídos. Sabía a lo que se refería su padre, y ella también estaba de acuerdo, nadie se atrevería a agredirla de esa manera estando su señor cerca. En Molinar tomó el sendero que transcurría hasta Irazagorria, donde Juana la escuchó paciente y la tranquilizó, segura de lo que decía.
—No debes hacer caso de Ignacia, desde la muerte de mi hermano esa mujer no está cabal.
—Pero es que me ha amenazado con decirle a Txomin esa locura que se le ha ocurrido. Y todo eso es mentira, Juana, te juro que yo con tu hermano nunca…
—Sí, lo sé, a mí no me tienes que convencer que ya recuerdo lo poco que te gustaba que nos siguiera hasta la fuente, y que te vigilara en tu casa. Pero en una cosa tienes razón, puede que Ignacia hable con Txomin y se lo cuente. Nadie en su juicio haría caso a esa mujer, pero aún así debes estar prevenida.
—Te juro que me siento desnuda ahí afuera. Todos me miran, me juzgan, y cada día pienso cuál será la siguiente barbaridad que digan. Esas urracas me van a pagar por esto, Juana, me van a pagar hasta la última de las injurias que han levantado.
—Según dicen, la menor ha enfermado de gravedad.
—Ya será el demonio, que se le ha metido en el cuerpo. La pena será que no se la lleve con él, y de paso a la otra también. Aunque a esa no la quiere ni el mismísimo Satanás.
—No hables así, Manuela, no les desees la muerte, eso no es de buena cristiana.
Dos días después Txomin hacía sonar con fuerza la aldaba de la puerta que cerraba la antigua torre de Urrutia. Manuela bajó presurosa las escaleras para atender aquella urgencia, ignorando lo que le traía.
—Buenas tardes.
—¡Txomin! A qué vienen esas prisas, me has dado un susto de muerte.
—¿Ha regresado ya tu señor?
—No, aún no.
—Mejor, así podemos hablar tranquilos ahí adentro. ¿Me vas a dejar pasar o quieres que me quede en la puerta para que todos nos vean? Porque de eso se trata ¿no?, de que todos piensen que habrá boda tarde o temprano. Pues voy a darte una sorpresa, y si no me dejas pasar va a tener que ser aquí fuera, a la vista de todos los curiosos que se quieran acercar a ver y escuchar.
Manuela sintió que la sangre se le enfriaba en las venas. Retrocedió dejándole entrar. Traía el semblante serio, aquel sombrero demasiado largo entre las manos, y un aire de superioridad que le caía grande. Subió tras él las escaleras y lo vio avanzar hasta la cocina.
—No, ahí no, mejor hablamos en el comedor.
—Siempre tan altanera, Manuela.
—No sé si eso es bueno o malo. Antes te gustaba, ¿ahora me lo reprochas?
Le ofreció un asiento junto a la puerta, sirvió una jarra de vino que dejó sin más intención sobre la mesa, y se sentó frente a él. Ambos habían renunciado a ocupar el lugar que por costumbre usaba don Manuel. Ella rompió el silencio que amenazaba con congelarle por dentro.
—¿Se puede saber qué te ocurre, a qué viene esa cara de enterramiento?
—Viene a que debes entender que no habrá matrimonio, que no es posible, así que deja de decir por ahí que está por celebrarse la boda más elegante que se haya visto en este valle, y cosas por el estilo. No voy a casarme contigo.
—¿Ah, no? —Y la voz de Manuela sonó burlona sin quererlo.
—No, no pienso cometer ese error. Me has engañado como a un niño, parecías mujer de buenas prendas y, sin embargo, eres, eres…
—¿Qué soy? ¡Dime, dime lo que has oído y a quién para que pueda defenderme!
—Eso da igual, lo que importa es que no voy a cubrir yo las faltas de otros.
—¡No ha habido otros!
—¿Ah, no? ¿Y qué me puedes decir de Iñigo de la Presa, Romarate o de tu propio amo? Qué más da cuál fuera el primero, lo que importa es que no fui yo. Así que no me pidas a mí cuentas ajenas, porque por ahí no, mi querida embustera, por ahí no transijo.
—Tienes que creerme, son bulos, infamias que esas urracas han desperdigado sobre mí no sé a qué fin. Las voy a denunciar y voy a demostrar a todos que no soy lo que dicen. A la cárcel las van a llevar presas, y después me tendrás que cumplir tu palabra.
—No digas tonterías, mujer, déjate de pleitos y de matrimonios. Acabarás enfermando de tanto nerviosismo…
Manuela empezó a alzar la voz por encima de la de Txomin. Los dos gritaban sin escucharse, hasta que ella dejó de hablar y pudo oír las últimas palabras que esperaba aquella tarde.
—… está bien, vamos a tranquilizarnos, y trata de comprender lo que te digo. Si las denuncias se va a levantar un tremendo revuelo y, al contrario de lo que te conviene, se hablará todavía más. Te he ofrecido ayuda para que las matronas te revisen y atestigüen tu doncellez, pero si con eso no es suficiente, puedo darte una dote para que entres al convento de Santa Isabel, al menos por un tiempo, hasta que se apacigüen los ánimos. No me mires así, es algo bueno para ti, estoy convencido de que tu hermano Domingo Narciso aplaudiría mi disposición. Yo no te abandonaré, Manuela, siempre podrás contar conmigo e, incluso, convencería a don Pedro para que arregle las visitas y así poder mantener nuestros encuentros…
—¡Fuera! ¡Fuera de aquí!
El estruendo de aquel grito traspasó las puertas y ventanas, las paredes de dura piedra, hasta llegar al campo donde Teresa y Zurrape dejaron caer los aperos y echaron a correr en dirección a la casa. No habían alcanzado la puerta cuando vieron salir a Txomin dando pasos de gigante, rabioso, mascullando palabras ininteligibles. Arriba encontraron a Manuela rompiendo leña con las manos, agresiva, sudorosa, violenta. No los vio hasta mucho después, cuando las fuerzas le flaquearon y cayó rendida en el suelo.
El convento de Santa Isabel era una institución en Gordejuela. Allí se acunaban los sueños de niñas y mujeres entregadas sin otro remedio al oficio del rezo. Casi todas las buenas familias del valle destinaban una hija a Dios. Junto con una dote generosa y una actitud sumisa, las muchachas, niñas todavía, recibían el hábito de por vida para instalarse al interior de aquel edificio sólido y austero, frío y silencioso, que vigilaba con estrechez la buena moral impuesta por los hombres de religión. Una opción para muchas familias que la Santa Iglesia sabía bien cómo rentabilizar. Los buenos caudales, que sumaban las mejores dotes, servían después para préstamos y capellanías que proliferaban en años de sequía.
Muchas veces aquellas paredes vestidas de virtud escondían faltas de honor y hasta embarazos no pronosticados. Una buena dote habilitaba la más lúgubre de las celdas, fuera quien fuera la inquilina que llegara a ocuparla. Manuela sabía eso y mucho más, sabía que no quería encerrarse tras cuatro paredes con un hábito gris y deforme cubriendo su cuerpo y un rosario deslizando sus cuentas una y otra vez entre sus manos. Ella había conocido el placer de abrirse para recibir al otro, se había sometido ya a la exigencia del propio cuerpo cuando se aleja de uno, buscando por sí solo y encontrándose pleno en las cavidades desconocidas y nuevas de la piel ajena. El convento es la vida sin aire, es la muerte más ridícula, es negarse a uno mismo. No, no pensaba ni acercarse a Santa Isabel, ni dejarse ver por aquellos parajes. No pensaba esconderse tras las piedras frías de la religión, asumir una culpa que no tenía, asentir con la cabeza y reconocer con su cuerpo la falta que había cometido: la de creer, creer ciegamente en la palabra de un hombre sin palabra.
Sintió que la vida se le rompía. Aquella noche creyó morir envuelta por un dolor espeso, pegajoso, que tardaría en desprenderse de sus poros, un dolor que la rasgaba por dentro, la pinchaba en el pecho exigiendo una atención que le mermaba las fuerzas. No pudo llorar, el miedo se lo impidió. Pasó la noche en vela, caminando por la casa como un alma en pena, envuelta en aquella manta que arrastraba tras los pies, buscando sin encontrar dónde arrojar su tormento. Porque, de pronto, sin quererlo, había descubierto que la vida también podía continuar sin Txomin, y aquella posibilidad, el mundo, su mundo sin él, la aterró, y quiso ser niña de nuevo, volver a refugiarse en la casa de Zubiete, donde los Allende eran alguien, donde todavía estaban Domingo Narciso, y su madre, y aquel criado que llamaban Gerardo, que la hizo cómplice y le dejó al fiel e incondicional Zurrape velando por ella. La casa de Zubiete, la casa de los Allende… y así, de un pensamiento a otro, llegó a una rabia inmensa, que la hizo levantar la mirada hacia la ventana y observar el valle, las sombras de la noche, adivinar el emplazamiento de la Iglesia de San Juan, y reconocer las chimeneas despertándose con sus bostezos de humo blanco. Y quiso creer que una de ellas era la de los suyos, y se sintió iracunda con aquellos que blasfemaban manchando el buen nombre de su familia, de sus antepasados, de Antonio, su padre, el hombre más bueno del mundo.
Horas después entraba de nuevo en la torre de Urrutia, envuelta en lana, la cara despejada, la mente clara y una expresión de arrojo y valentía que dejó a Teresa quieta sobre la fregadera. Había estado en Zubiete, sentada en la vieja silla de su madre, junto a la lumbre de aquel hogar que no había visto nunca apagar, callada, pensando, hablándole a sus entrañas, durante mucho, mucho tiempo en que nadie se atrevió a molestarla. Hasta que Antonio partió un trozo de pan y, como hiciera antaño, cuando todos eran niños y se sentaban a la mesa hambrientos y risueños, se lo tendió y comió en silencio junto a ella. Aquel gesto fue suficiente para saber que podría con lo que estuviera por llegar.
Los badajos de las campanas que coronaban San Juan de Molinar comenzaron a danzar en un baile de muerte que no dejó ajeno a ningún habitante de éste y otros pueblos colindantes. Enseguida se sumaron a aquel coro de repiques constantes otros bronces lejanos, que expandieron la noticia sin dejar un rincón desprovisto de su sonido sobre las tierras encartadas y el noble valle de Ayala.
Gordejuela se llenó de hombres de Dios, de civiles y de militares, de mujeres, niños y ancianos que en los días sucesivos se fueron acercando a cumplir con la costumbre de despedir a los señores principales. Y durante los nueve días en que se celebraron en Molinar las solemnes exequias por el alma de don Miguel de Oxirando, reconocido Caballero de la distinguida Orden de Santiago y Alguacil Mayor de las Ordenes Militares, el pueblo entero se sumergió en una procesión de hábitos, uniformes y crespones negros.
Murió el tres de septiembre de 1768, una fecha que a Manuela de Allende no se le olvidaría mientras le quedara un hálito de vida. Con los primeros repiques de Molinar llegaron a la cocina de la torre de Urrutia el sonido de los golpes que la aldaba propinaba bajo una mano diestra y fuerte contra la puerta de entrada.
Con cada peldaño que pisaba en dirección al portal y al reclamo que llegaba del exterior imaginaba una razón diferente para tanta llamada. En el primer escalón que bajó quiso creer que era don Manuel, o el anuncio de éste que por fin regresaba a Isasi; a mitad de la escalera imaginó a Txomin exigiendo Dios sabía qué; pero cuando la melodía de las campanas de Molinar se elevó sobre el sonido seco de la aldaba, se unieron a ellas las segundillas de Berbiquez y sonaron como nunca antes las había escuchado, entonces pensó que venían buscándola porque el muerto era suyo, y de nadie más.
Al abrir de par en par la puerta y encontrar tras ella a un joven de aspecto desconocido con un documento en la mano, sintió una breve sensación de alivio. Tras el muchacho, vestido a medio camino entre aldeano y militar, un caballo viejo buscaba alimento en el suelo con la mayor de las desganas.
—El señor de Braceras no se encuentra en la casa, actualmente está viajando por las tierras de España y me resulta difícil hacerle llegar ningún documento salvo que sea de suma importancia, ¿me entiende?, tendría que ser una cuestión de vida o muerte.
—No señora, no es algo así, Dios nos libre, pero tampoco es a don Manuel de Braceras a quien reclaman estas letras, sino a su ama de gobierno, ¿la conoce?
Manuela abrió los ojos, como si hasta entonces los hubiera tenido cerrados, con una intención exagerada; la comisura de los labios quebrando una mueca indescifrable, dejando entrever breves fragmentos de sus dientes; las manos extendidas, abiertas, como el que espera la tormenta largamente anunciada por el cielo empedrado.
—Señora, ¿es usted, acaso, doña Manuela de Allende y Ayerdi?
La voz del muchacho se percibía lejana pero clara. El sonido incesante de las campanas no deslució su dicción, y sílaba a sílaba Manuela recompuso el mensaje para acabar asintiendo con la cabeza mientras le interrogaba:
—¿Quién me busca?
—El provisor de Calahorra y la Calzada.
Y mientras le extendía el documento le anunció, con el mismo tono lejano de su voz, que lo que le entregaba respondía a una demanda interpuesta contra su persona. Manuela miró el documento en sus manos, trató de buscar alguna palabra, algo que le diera una pista rápida de lo que ocurría, y sólo cuando alcanzo a leer el nombre de La Torre, alzó la vista, los ojos más verdes que había en este valle, y miró al forastero como si mirara a su caballo, sin verle, hasta que escuchó sus últimas palabras:
—Señora, ¿necesita que le ayude a leer el escrito?
Manuela hizo una señal con el brazo a Teresa para que se acercara, con un simple gesto le encargó que atendiera al joven y a su montura, y subió a su cuarto olvidándose por completo de ellos y de lo que había dejado cociendo en el fuego. Sola en la alcoba, sentada sobre la cama, con una vela oscilante alumbrando las letras largas y estiradas de aquel provisor de Calahorra, trató de comprender lo que era una demanda de Jactancia, y por qué Txomin había elegido aquella manera tan cobarde de librarse de ella y de la promesa de matrimonio que le tenía dada. Según pudo entender en aquellas lineas que bailaban en sus manos, el que de pronto se hacía llamar por su nombre de bautismo, Domingo de la Torre y Ugarte, la demandaba por haber tratado de casarse con él, por haber divulgado una falsa promesa de matrimonio y, sin base ni fundamento, haber puesto en entredicho su palabra, su honor y su honra.
Esa tarde se vistió para ir a misa a Molinar sin mayor esmero, sin saber muy bien hacia dónde se dirigía. Apenas una basquiña oscura sobre la saya, una chambra cubriendo la camisa, y el mismo pañuelo y delantal que se hubiera puesto para acudir al rosario de Isasi. Pero la iglesia estaba repleta, todos lucían sus mejores atuendos para despedir al muerto, todos menos ella, que siempre había sido la más distinguida de las mozas libres del pueblo, la más altanera de las criadas, como anunciaba la envidia de sus vecinas. Sus ojos no vieron nada, sus manos no sintieron el frío de la piedra cuando se apoyó en la pared de la iglesia; sólo sus oídos agradecieron el silencio de las campanas, que cesaron al menos durante aquel breve tiempo en que los cuatro hombres que presidían el altar, envueltos en sus hábitos más distinguidos, destacando sus colores sobre el negro que envolvía a sus feligreses, expusieron las razones divinas de una muerte tan natural como la vida. Durante nueve días la iglesia recibió misas, ofrendas, oficios, rezos y toda serie de artificios en los que se pudiera envolver el fallecimiento de un hijo influyente. Así era en estos valles, uno se moría con la parafernalia que le había acompañado en vida. Y Miguel de Oxirando había sido un hombre de armas, un militar de mando, un caballero, y un hijo de torre y capilla.
Don Manuel también lo era, pero no había llegado su hora y tampoco él alcanzó a la novena de su amigo y compañero de batallas políticas. Cuando entró en el valle la vida trataba de recobrar la normalidad, y aunque el luto se mantendría al menos durante algunas jornadas más, las campanas habían cesado sus repiques apabullantes y un silencio de paz envolvía la calzada real.
No se detuvo hasta Isasi. En la puerta de casa, bajo la higuera, estaba Manuela, ensimismada sobre unos documentos que ya no leía, sólo miraba. Cuando lo sintió ya cerca, aproximándose por la ermita, un rayo de luz nueva atravesó su mirada y sus manos despejaron raudas dos lágrimas que se deslizaban sigilosas por su cara. Llamó a Zurrape y a Teresa, y ella misma se acercó al carruaje para abrir la puerta. Don Manuel llegaba radiante y feliz a casa, y ella, ella lo esperaba como nunca antes lo había hecho, con la necesidad de apoyarse en sus manos viejas, en sus palabras pausadas, en su mirar cauto y en su incondicional forma de prestarle ayuda siempre que la necesitaba.