A las hermanas Tomasa y Maricruz Arza se las veía siempre juntas. Caminaban de igual modo, vestían las mismas oscuras y gastadas ropas, se cubrían la cabeza con pañuelos remendados, y cuando hablaban era difícil distinguirlas si no se las tenía en frente. Tomasa era la más joven, y aunque la mueca de su sonrisa resultaba tan ofensiva como la de Maricruz, carecía del ingenio dañino y malsano de su hermana mayor. Eran altas pero no esbeltas, la largura de sus piernas se veía desproporcionada bajo un tronco sin formas ni cuello. Tenían la nariz aguileña, y la pequeña lucía la desdicha de una verruga oscura y rugosa al final de su ojo izquierdo.
Procedían del valle de Mena y, pese a ser dos mujeres realmente feas, habían logrado casarse con dos mozos libres de Gordejuela, que sin carácter ni gobierno vieron cambiar sus vidas en un santiamén. Ellas mismas se encargaron de buscar una casa con dos puertas en la cuadrilla de Ibarra, e instalaron allí su nuevo hogar. Tomasa encontró un trabajo a medida para su marido, José de Anieto, como criado fiel de un pariente, que por sorpresa había regresado de las Indias con buenos caudales. Lo puso al servicio de Txomin de la Torre sin miramientos, compartiendo las ausencias junto a su hermana Maricruz, cuyo marido, Sebastián de Larrea, pasaba la mayor parte del tiempo lejos de Gordejuela, ofreciendo no se sabía bien qué asistencia al rey. Como resultado de aquello, las dos hermanas siguieron gobernándose solas pese a estar casadas.
La noticia de que su primo Txomin había salido elegido primer alcalde debió de producir un gran alboroto en sus descalabrados cuerpos, porque no esperaron ni dos días para acercarse a Isasi a prodigarse en atenciones con el nuevo dirigente del Concejo. Empezaron a revolotear por allí como dos cuervos hambrientos, paseando a cualquier hora por los caminos de la fuente y fisgoneando sin otro cometido en las huertas y portales de los vecinos. En una ocasión Zurrape las sorprendió husmeando en la cuadra de su señor, y no dudó en alzar la hoz amenazante hasta verlas correr bien lejos.
A decir verdad, las Arza no cultivaban buenas relaciones entre los habitantes de Gordejuela, como probablemente tampoco lo hicieran en su valle natal mientras crecieron. Sin embargo, sus largas lenguas, dadas a la habladuría y el chismorreo, atraían con facilidad a los interesados en la vida ajena, que, por otro lado, no escaseaban en estas tierras. Para Fernanda de Otaola la aparición de las dos hermanas por los senderos de Isasi supuso una novedad interesante que no dudó en aprovechar, mientras que para Manuela resultaban incómodas e inoportunas. La primera vez que Rosa la oyó llamarlas ‘las urracas’ estalló en una carcajada que no dejó bicho vivo al interior de la ermita que se afanaban en limpiar.
Por aquellos días Manuela se sentía agitada. Esperaba impaciente que Txomin apareciera de un momento a otro en la puerta de la casa de Urrutia, o en los senderos, la ermita o cualquier lugar que antes frecuentaban con tanto entusiasmo. Vigilaba el camino, escuchaba con atención el sonido de algún caballo que se acercaba, y, sobre todo, espiaba a las Arza, porque de algún modo se sentía observada por ellas, como si esperaran que cometiera una imperdonable imprudencia.
Txomin tocó la aldaba de la torre de Urrutia una de las últimas tardes de aquel enero. Venía con un chaleco muy ceñido, un pañuelo nuevo al cuello y un sombrero más alto de lo que acostumbraba a usar. Manuela, al abrir la puerta, no pudo reprimir una risa burlona por la apariencia de estrenado señor que traía con él. Txomin tomó con buen talante aquella expresión sincera y la empujó hacia el interior del portal, cerrando tras de sí la chirriante madera.
—He de conversar con tu señor. Se que se encuentra convaleciente aún, pero urge conocer algunas cifras concernientes al grano del año anterior. ¿Crees que me podrá recibir? ¿Cómo está su salud?
—Está mejor, seguro que se alegra de verte, hoy ha amanecido con ganas de charla. Pero yo también estoy aquí y necesito hablar contigo.
Él la abrazó con ligereza, la besó, y mientras ascendía los peldaños de dos en dos y alzaba el brazo con el sombrero en la mano, le dedicó una amplia sonrisa y le prometió que después tendrían todo el tiempo del mundo, ahora he de entrevistarme con mi antecesor. Dime, ¿se encuentra en el comedor? En ese instante Manuela creía haber recuperado la confianza en él, en él y en aquel romance que bailaba melodías impredecibles.
Les sirvió vino y sopa, y mientras hablaban junto al fuego sobre los cobros del grano, los molinos y la siembra, ella se retiró a la cocina a esperar paciente. La entrevista entre los dos hombres apenas duró una hora, tras la cual Braceras dijo sentirse cansado y se perdió al interior de su alcoba. Fue entonces cuando Txomin invadió la cocina con su nueva presencia de hombre de gobierno, y sin darle oportunidad para reaccionar, aprovechando la oscuridad que la tarde de invierno le regalaba, se abalanzó sobre ella, la alzó en brazos y con un único movimiento la sentó en la mesa. Allí mismo, en el silencio más sórdido, con la prisa de un ladrón, se abrió paso entre sus ropas, retiró basquiña y saya, apretó su cuerpo al de la mujer y se desahogó con una urgencia atolondrada. En tan sólo ese instante ella volvió a perder la confianza recobrada apenas un par de horas antes. Lo miró bajar las escaleras, calándose el sombrero y atándose la capa al cuello, y no pudo decirle una palabra porque el que salía por la puerta no era Txomin, sino el aliento que ella necesitaba para seguir adelante con aquella farsa.
Nunca pudo olvidar esa tarde, y aunque trató de esconderla entre los claroscuros de la memoria, volvía una y otra vez acompañada por una arcada de orgullo y rabia. Pasó la noche en vela, y apenas llegó el amanecer un sudor frío le empapó por completo la piel, haciéndola enfermar. Cuando Teresa, alarmada por la tardanza, tocó sigilosa en la puerta de su alcoba, Manuela le pidió que entrara y la ayudara. Apenas se podía incorporar, el temblor de un escalofrío que no acababa se había apoderado de ella, agitándola. Los ojos le escocían tanto que no se atrevía a abrirlos; le dolían las encías, los dientes y la garganta; los brazos le caían a los lados del cuerpo, inertes, sin fuerza ni vida, y una quemazón intensa germinaba en sus entrañas retorciéndola de dolor.
Quiso asirse al brazo de la criada pero tuvo que desistir, sus manos no llegaron a separarse del viejo colchón. Teresa, alarmada, anunció que avisaría al señor, pero Manuela exprimió sus últimas fuerzas para impedirlo.
—No, Teresa, no es para tanto, sólo necesito descansar unas horas.
—Está bien. Te voy a preparar un caldo caliente.
—Sí, pero antes echa algo más de ropa a esta cama para que no muera de frío.
—¿Tanto frío tienes? Quizá te haya subido la temperatura, convendría avisar al cirujano.
—Déjate de sustos y hazme una manzanilla para aliviar la sequedad de mis ojos, que niegan la claridad del día. Y atiende a don Manuel, no te olvides de él.
Teresa corrió a la cocina, donde encontró a Zurrape agazapado todavía junto al fuego. El frío del exterior le retenía al calor de la lumbre.
—¿Y Manuela?
—Ha caído enferma, le arde el cuerpo. Igualito que el señor.
—¿Enferma? Manuela nunca se ha puesto enferma, nunca le he oído una tos o quejarse de un dolor.
—Pues le ha llegado todo de golpe, porque hoy no puede ni levantarse.
—Entonces voy corriendo a por el cirujano.
—Eso pienso yo, pero ha dicho que ni hablar, que para esta tarde estará mejor. Ya la conoces. Y nada de alarmar al señor, ¿me has entendido?
—Está bien, como queráis, pero vigílala de cerca. Estaré en las cuadras, avísame para lo que pueda ser bueno.
Zurrape salió por la puerta de la cocina y regresó apenas un segundo después, con la cara contrariada y la duda instalada en el frunce de su ceño.
—¿Será que ya lo sabe, Teresa? Porque eso sí sería motivo para que se enfermara.
—Yo también lo he pensado, pero no veo cómo ha podido enterarse, no he visto por aquí a nadie últimamente, y ella tampoco ha salido.
Manuela no se movió de su cama durante días. Teresa entraba y salía de la alcoba a cada rato, le traía caldos, le daba friegas para bajarle la calentura, le limpiaba los ojos con agua de manzanilla y se sentaba a su lado hasta que la sentía dormir. Después se alejaba más silenciosa aún de lo que había entrado, con la bacinilla en la mano, apresurada por las horas que transcurrían y los quehaceres diarios que se le acumulaban. Zurrape y don Manuel la asaltaban por los pasillos para preguntarle por el estado de la enferma, le insistían con la posibilidad de traer con ellos al cirujano, y volvían a esperar.
Poco a poco la temperatura de aquel cuerpo repentinamente enfermo comenzó a descender, dejaron de dolerle los músculos, podía levantar los brazos con suavidad y abrir los ojos para ver la luz de la mañana filtrarse por una rendija que dejaba la ventana. Se fue recuperando, pero no del todo, porque la arcada de orgullo y rabia estuvo con ella hasta el final del invierno, y volvería muchas veces durante su vida a recordarle aquel encuentro, el gesto obsceno y las manos frías de él robando la tibieza de su cuerpo.
Se levantó cinco días después y don Manuel lo celebró con la alegría de un padre que recupera la salud de un hijo. Profuso en atenciones, vigilaba lo que comía, abrigaba sus tardes con buena conversación, y le prohibió cualquier tarea que no fuera la de su propia recuperación. Y así febrero la encontró sonriente y fuerte, aunque sólo fuera disimulando ante los que la habían cuidado con tanto celo.
Cuando Teresa conoció las intenciones de Manuela de acudir a misa al siguiente domingo, decidió que había llegado el momento de hablar con ella y desvelarle lo que con tanto esfuerzo guardaba en silencio.
—No te vayas aún a tu alcoba, que tengo que conversar contigo esta misma noche a más tardar.
Obediente, esperó a que todos se acostaran para quedarse a solas con la criada. Se sentaron junto a la lumbre que se consumía lentamente en el hogar y se miraron pensativas, Teresa tratando de encontrar las palabras más adecuadas, y Manuela intrigada por conocer aquello tan urgente que no podía esperar a la mañana siguiente.
—Verás, parece que se están diciendo cosas feas en el pueblo, cosas bien feas.
—¿Qué cosas?
—Cosas sobre ti.
—¿De mí? ¿Y qué dicen?
Teresa empezaba a dudar si había sido una buena idea, pero ya no podía dar marcha atrás, la mirada curiosa de Manuela no le dejaba más opción que continuar con aquello que había comenzado.
—Creo que se trata de algo grave y tienes que saberlo. Ya no puedo ocultártelo más, sobre todo ahora que dices que vas a ir a Molinar…
—Por Dios, Teresa, me estás poniendo nerviosa. No es tan difícil, sólo dime qué hablan de mí.
—Que has tenido tratos ilícitos con varios hombres, antes incluso que con La Torre.
Manuela se puso de pie, miró a Teresa desde unos ojos incrédulos, la tez pálida y los puños cerrados. Y, al contrario de lo que hubiera deseado, su voz sonó apagada, como un susurro quedo, haciendo esfuerzos para salir.
—¿Quién puede decir una cosa así?
—No sé de dónde ha salido esa blasfemia, Manuela, pero todos lo comentan, hablan de ello, ya sabes cómo es la gente en el pueblo.
—¿Desde cuándo?
—¿Desde cuándo?
—Sí, Teresa, ¿desde cuándo hablan?
—Pues, desde hace días, desde antes que enfermaras.
—¿Tanto tiempo? ¿Y nadie me ha dicho nada?
—Te lo pensaba decir entonces, pero no tuve valor. Te lo digo ahora, antes de que salgas por esa puerta, porque sé que es mejor que vayas prevenida, por lo que te puedas encontrar fuera de estas paredes que te protegen.
—¿Quién más lo sabe? En esta casa, digo, ¿quién más lo sabe?, ¿está enterado de esto el señor?
—Sí, Manuela, él también está al tanto, y Zurrape, y yo creo que no hay nadie en todo el valle que no lo haya oído. Pero no todo el mundo lo cree, no vayas a pensar eso…
—Y Rosa, Juana o mi prima, ¿por qué ninguna me ha dicho nada?
—Por la misma razón, porque necesitabas reponerte. ¿Qué podías hacer, si no tenías fuerzas ni para hablar?
—¿Y desde cuándo dices que se comenta algo así?
—No lo sé bien, yo me enteré el día anterior a que enfermaras.
Los ojos verdes de Manuela se quedaron fijos en las llamas que se restablecían en el hogar. En ellos brillaba la sangre de la última estocada recibida.
—Pero eso es mucho tiempo para no haber reaccionado, para no haberme defendido ante las injurias de los otros. Han tenido tiempo y libertad para difamarme a gusto, para deshonrar a los míos. El que calla otorga, habrán pensado, y yo aquí, encerrada al mimo de mi señor, ignorante de todo. No es justo, me teníais que haber dicho lo que pasaba, alguno me tenía que haber contado… Padre también ha estado aquí, a visitarme, y no me ha dicho nada, y trajo a Nela con él, a mi Nela, quizá ella también haya oído algo y tampoco se ha atrevido a contármelo. Nadie, nadie me ha dicho nada,…
Se agarró con fuerza a la silla para no caerse. Un mareo prolongado le hizo perder la visión, la fuerza y el ánimo. Teresa gritó el nombre de Zurrape alertada por la palidez que adquiría su rostro. Entre los dos la llevaron a la cama y cuando el hombre salió de la alcoba la enferma se asió como pudo al brazo de la criada y, con un hilo de voz, le exigió que le contara todo, sin dejarse nada.
—Mañana, Manuela, te prometo que mañana lo sabrás todo. Pero, por favor, ahora descansa.
Esa noche la que no logró conciliar el sueño fue Teresa quien, sentada en una silla, junto a la cama de la enferma, vigiló con atención cada respiración y movimiento de la mujer que dormía a su lado. La mañana las sorprendió con el sonido del crepitar del fuego en la habitación próxima. La criada se levantó y trató de estirar los huesos entumecidos por la mala postura. Antes de salir al pasillo escuchó la voz firme y serena de Manuela:
—Espérame en la cocina, no tardo.
Encontró a Zurrape azuzando el luego del comedor. La luz de las primeras llamas se reflejaba en su rostro, y en el pelo que le caía sobre la cara, haciéndole parecer alguien lejano, de otra tierra, con la tez color cobre, brillante.
—¿Cómo está? —le preguntó al verla.
—Bien, está bien. Se está levantando.
—Se lo contaste todo.
—No, no pude, mira cómo se puso. Pero tiene que saberlo, no me pienso callar nada, tiene que saberlo todo.
—Anoche nos dio un buen susto.
—Sí, pero hoy ya es ella, su voz no miente, no habrá más desmayos. ¿Hay buen fuego en la cocina?
—Sí. Ese es el primero que he avivado.
Teresa se adelantó hasta el hogar. Un escalofrío la hizo agitarse al sentir el calor de la lumbre próxima a la piel. Miró por la ventana, al exterior se percibía la escarcha cubriendo el campo, una niebla blancuzca emanaba del suelo húmedo tratando de ascender hasta disiparse. Estaba amaneciendo en el valle. Manuela entró en la cocina y se sentó en la misma silla que siempre ocupaba, vestía una basquiña oscura y una prenda de lana que le cubría el pecho y los hombros. El pelo recogido en la nuca, la cara lavada y la mirada otra vez clara. Comieron en silencio y fue ella misma quien atendió a su señor cuando éste se presentó ante ellos.
—Al fin solas, Teresa. Deja eso y siéntate aquí conmigo.
La criada se secó las manos con el delantal, y sin dejar de enroscarlas con la tela ocupó el lugar que le indicaban.
—Cuéntame todo lo que sepas.
—No te enfades conmigo, sé que tienes razón, que debí decírtelo antes, pero temí por tu salud.
—Eso ya no importa, pero ahora necesito saber todo lo que está pasando ahí afuera, tengo que saber qué blasfemias son esas que caen sobre mí.
—Dicen que tuviste tratos con dos hombres mayores que tú, con uno de ellos cuando sólo eras una jovencita, viviendo todavía en casa de tu padre.
—¿En casa de mi padre? ¿Con quién?
—Con Romarate.
—¡Con Romarate! ¿Y con quién más?
—Con el señor de esta casa. Pero eso siempre ha estado ahí, ya lo sabes, siempre se ha dicho que el señor y tu…, pues eso, que a todo el mundo le llama la atención cómo te trata y el cariño que muestra por ti.
—No tienen más que envidia, eso es lo que les pasa.
—También dicen que te has encerrado en más de una ocasión con La Torre en su alcoba, y en la tuya, y que has tenido tratos inconvenientes con él. El caso es que han inventado cosas, te tachan de fresca y deshonrosa,…
—Pero, ¿quién ha podido hacerme algo así? ¿Por qué quieren perjudicarme tanto? Sólo puede ser la envidia de verme en acuerdos de matrimonio con Txomin, y ahora que es alcalde no lo toleran.
—El otro día escuché algo, y yo creo que no me confundo si digo que esa ha sido Maricruz Arza, que de tanto pulular por aquí como una gallina clueca algún trapo sucio tenía que llevar con ella.
—¡La urraca!
La voz de Manuela sonó estrepitosa, y acto seguido se tapó la boca con la mano, como queriendo guardar en secreto el nombre de quien la difamaba. Se le llenó la cabeza de imágenes de las Arza hablando mal de ella con cualquiera que se encontraban, paseando por Isasi, haciendo partícipe a Txomin de sus charlatanerías, sembrando dudas sobre su honor y su honra. Sintió que la sangre le hervía, se enfureció consigo misma, estaba rígida, tensa, erguida sobre las puntas de los pies, queriendo respirar un aire que no encontraba. Y entonces Teresa, decidida a llegar hasta el final, la remató.
—Manuela, hay algo más. No sólo hablan de tratos con hombres, dicen que has parido dos hijos y que los has enterrado bajo las parras de tu casa de Zubiete.
—¡Santo Dios, qué barbaridad!
En ese momento Zurrape entró en la cocina. Traía la cara enrojecida y el cuerpo encogido de haber estado agazapado tras la pared, esperando el momento de interrumpir aquella conversación que le hacía doler las entrañas.
—Pienso ir a buscarlas y les pediré cuentas. No voy a dejar ni un pelo en la cabeza a esas malditas brujas, te lo juro —aseguró santiguándose.
Manuela se levantó, se acercó despacio hasta la ventana y observó a través de ella la mañana fría que se extendía sobre el valle, el sendero hasta la ermita, los árboles cristalizados por la reciente helada, y el reflejo de un sol tímido que hacía esfuerzos por asomarse.
—No harás nada, Zurrape, nada. Yo me entiendo. Y ahora a trabajar, que parece que se ha instalado la holgazanería en esta casa y eso no lo voy a consentir. ¡Todo el mundo a sus quehaceres!
El sol acabó por animarla a salir de casa. Todavía quedaba escarcha entre la hierba, y las zonas más sombrías de algunos árboles parecían de piedra, pero los tímidos rayos que lograban filtrarse hasta alcanzar su desmejorado cuerpo la calentaban lentamente, fortaleciéndola. Abrió la ermita y entró a visitar a la virgen de Isasi, a ella se encomendó antes de iniciar el descenso a Molinar, y de allí a la casa de Joseph. Lo había pensado mucho, le había dado mil y una vueltas en su cabeza, y siempre volvía la misma idea: su hermano sabría qué debía hacer. A buen seguro, él y Narcisa también estarían al tanto de todas las habladurías de las que le había informado Teresa. Entre los dos le ayudarían a tomar una decisión para enfrentar a las urracas, y al pueblo entero si era necesario.
Desde que cogió el relevo de la taberna de El Pontón, Joseph y su familia se habían trasladado allí por un año, buscando aligerar deudas y emprender nuevas empresas. Quedaba lejos de Zubiete, siguiendo la calzada real y dejando atrás Molinar, en dirección a Irazagorria. Una rama de laurel asomando a la fachada le indicó que ya había llegado. Uno de sus sobrinos, al verla traspasar el umbral de la puerta abierta, la anunció al resto con gritos de alegría, y enseguida toda la familia se arremolinó en torno a ella. Manuela se sentó a la mesa y quiso ponerse al día de las nuevas cosas que les había traído la taberna. Joseph se mostraba contento, seguro de que aquella decisión aportaría al fin tranquilidad a su maltrecha economía. Sin embargo, Narcisa, sin desdecir a su marido, acabó por añadir algo de realismo a la idílica presentación que éste estaba haciendo de sus vidas.
—Sí, estamos contentos, eso es cierto, como también lo es que todo es poco para sobrellevar estos tiempos. No faltan reclamos de deudas pendientes y hay que seguir sacando a estos hijos adelante, cueste lo que cueste…
Así se fueron haciendo cada vez más visibles los muchos pesares que oprimían la vida diaria. En la última semana el escribano de Oquendo, don Antonio de Castillo, había promovido autos contra Joseph sobre la paga de 453 reales de vellón que faltaban para la liquidación de una mula que compró años atrás. En aquella ocasión el escribano había actuado como fiador, y ahora reclamaba la parte que faltaba para completar lo que había costado el animal. Las cosas en casa de Joseph iban como siempre, envueltas en escasez, y con un nuevo alumbramiento a la vista. Narcisa restaba ya las semanas que le faltaban para parir una nueva criatura con que agrandar, todavía más, la larga lista de hijos que había traído al mundo. Hablaron de todos y cada uno de ellos, y también de Antonio, y del malogrado contrato matrimonial que no había llegado a resolverse. Joseph y Narcisa no se explicaban la actitud de Josefa, dispuesta a dejar que la hacienda de los Allende se arruinara antes de entregársela a su hermana pequeña. Si al fin y al cabo, tuyo será tarde o temprano, porque esas dos no se casan, bien lo sabe Dios, y cuando ellas mueran acabará en tus manos por ley natural, se quejó su hermano.
Manuela ya no podía retener por más tiempo las palabras que sabía corrían de boca en boca por el pueblo, y les preguntó sobre lo que ellos sabían. Joseph tomó aire, miró a Narcisa primero y después a ella, y volvió a sentir la rabia que le había producido el comentario que escuchó allí mismo, en su propia casa, una tarde de domingo, en la voz de unos hombres que dudaban de la doncellez de una moza del pueblo. Por descuido de uno de ellos pudo oír el nombre de La Torre y después el de Braceras, y enseguida supo quién era la mujer de la que se hablaba con tanta ligereza. Aquella noche cerró la taberna antes de lo que acostumbraba, con los puños heridos y las jarras rodando por el suelo. Desde entonces nadie se había atrevido a contarle nada de lo que se decía en el pueblo, ni siquiera su mujer.
Manuela les narró con detalle lo que había sabido por Teresa y aunque en un primer momento creyó que no podría frenar a su hermano, que parecía decidido a arrollar a las urracas con su furia, entre las dos mujeres lograron calmar su genio y hacerle pensar en una salida más hábil y fructífera.
—Lo que podría solucionar todo esto es el matrimonio. Aunque resulte difícil por la testarudez de Josefa de no ceder al contrato que pide, tienes que hacer que Txomin te cumpla la palabra que te ha dado. Es la única manera de callar las habladurías.
La charla se alargó todavía durante un rato, hasta que los clientes empezaron a requerir la presencia de los taberneros. Nela quiso acompañar a Manuela en el camino de regreso. El resto del sendero lo recorrió con las fuerzas justas para llegar a la torre de Urrutia, sentarse en su silla al lado de la lumbre y dejar que la criada le abrigara el cuerpo con vieja ropa de lana. En su mente, la idea de hacer cumplir a Txomin la palabra dada se iba haciendo fuerte, tomando presencia, exigiendo su espacio.
Las noches se volvieron largas, insomnes, caprichosas. A ratos lograba conciliar un sueño ligero, insuficiente, lleno de recuerdos que se mezclaban sin orden ni sentido, pero la mayor parte del tiempo rodaba a un lado y a otro sobre el colchón, se incorporaba, paseaba por la habitación hasta quedarse fría, entumecida, agotada. Una de aquellas tardes retomó el rezo del rosario en la ermita de Isasi, y a la primera mirada acusadora que se enfrentó fue a la de Fernanda de Otaola.
—Buenas tardes, Manuela, ¿cómo te encuentras de tu enfermedad?
—Recuperada.
—Claro, ¡con tantas atenciones como te brinda tu señor!
Sus ojos verdes miraron a un lado y a otro antes de posarse en las insípidas pupilas de la mujer que hablaba, y no hizo falta ni un gesto más, porque Fernanda se giró sobre sus talones y regresó al lado de su madre desenroscando las cuentas del rosario que se le habían enredado entre los dedos.
Dos días después se vestía para asistir a la misa mayor en Molinar. Acudió temprano y entró en la iglesia antes que los demás. Francisca, ocupada desde niña en arreglar y preparar el oficio parroquial, la recibió con una sonrisa al verla arrodillarse junto a la sepultura familiar, con una vela encendida y un pañuelo negro cubriéndole la cabeza. Al salir a la plaza el brillo del sol le nublo la vista un instante, y cuando logró al fin distinguir las caras de los presentes tenía frente a ella la sonrisa de Juana.
—Por fin te has restablecido. Estas más delgada, y más pálida, ¿cómo te encuentras?
—Bien, estoy mejor. ¿Te acompaño hasta tu casa?
—Sí, y quédate a comer con nosotros, hace días que los niños preguntan por ti.
—No, a comer no me quedo, pero sí te acompaño, así me puedes contar…
Manuela no logró acabar la frase. La imagen de las hermanas Arza cruzando la plaza la paralizó. Mira a esas urracas, Juana, míralas bien porque no les queda mucho tiempo en este valle. Lo dijo para sí, tan bajito que la propia Juana apenas la entendió, pero quien sí pudo oírla fue el párroco, que se había acercado a ellas con intención de preguntar por su salud y la de su señor. Manuela comprendió, por la cara de don Pedro, que él sí la había oído.
—No me mire así, ¿acaso desconoce las blasfemias que echan sobre mí esas dos falsas devotas? Si estuviera en mi mano andarían bien lejos de aquí.
—Hija, el odio no es un buen compañero.
—¿Y la blasfemia si lo es?
La repentina presencia de su padre suavizó la expresión de Manuela y ahuyentó al presbítero. Nela, seguida de sus hermanos menores, también se acercó a su tía, y ésta se olvidó de las miradas, las habladurías y hasta de las Arza durante aquel breve momento. Después, mientras acompañaba a Juana a su casa, compartió con ella el consejo de su hermano mayor y ambas concluyeron que esa misma tarde debía buscar a Txomin y hablar con él.
La puerta de la última casa de Isasi estaba cerrada. Fuera no había nadie. Se aproximó a la aldaba, pero antes de hacerla sonar retrocedió unos pasos, y se paró a contemplar la fachada que miraba al valle desde lo más alto. Allí terminaba el único camino, alrededor sólo había montaña, montaña espesa y cerrada de arbolado. Recordó los días en que trabajó a contrarreloj para acomodar la vivienda al nuevo inquilino, habían pasado sólo cuatro años y, sin embargo, le parecía su vida entera. La mente se le llenó de besos, de caricias recibidas al cobijo de aquellas piedras, sobre un colchón que ella misma había mandado comprar. Lo sintió de nuevo, con el pecho desnudo, señalándole las casas del valle desde el interior de esa misma fachada, tumbados sobre la paja del camarote, asomados al frío de la tarde; y se contempló a sí misma, envuelta en un mantón de hilos verdes, jugando a adivinar las chimeneas humeantes de los vecinos lejanos, riendo y soñando con tiempos largos, muy largos y cálidos.
No llegó a tocar la aldaba. Cuando estaba a punto de dejar caer sobre la madera el frío trozo de hierro que pendía de una argolla en el centro de la puerta, Txomin apareció por el camino de Isasi. Se bajó del caballo con una mueca de extrañeza, sorprendido por la inesperada visita.
—¿Ocurre algo?
—Sí. Tengo que hablar contigo.
—No será tan urgente, mujer. No hay nada que no pueda esperar. Ahora tengo varios asuntos que atender y no puedo perder ni un…
—Esto no puede esperar. He venido a pedirte que cumplas la palabra de matrimonio que me diste hace ya tiempo.
Txomin creyó intuir de dónde procedía el tono de esa exigencia y la invitó a entrar. Se sentaron junto a la lumbre encendida del comedor y esperaron a que la criada los dejara solos para seguir hablando.
—¿A qué viene esto, Manuela?
—Has de cumplirme la palabra que me diste, ya no se puede esperar más.
—¿Estás preñada? Porque si es eso puedo ayudarte a buscar una solución más conveniente. ¿Cuántos reales necesitas para deshacerte de ello?
Manuela torció el gesto y miró hacia otro lado para decidir que no prestaría atención a aquellas palabras que acababa de oír. Alejó la respuesta que luchaba por abrirse paso, ya pensaría en ello más tarde, y centró sus energías en las razones que le habían llevado hasta allí. Llevaba días queriéndose convencer de que Txomin, una vez al tanto de todo lo que se murmuraba, accedería sin reservas a cumplir su palabra. Sin embargo, la propuesta que le acababa de ofrecer a una posible preñez empezaba a sembrar serias dudas sobre lo que obtendría de aquella conversación. Tomó aire y comenzó a hablar.
—Han levantado injurias sobre mi doncellez y mi honra, todo el pueblo habla de nosotros como dos amancebados, dicen que ando en tratos ilícitos contigo en esta casa y en la de mi señor, y Dios sabe cuántas cosas más que no llegan a mis oídos. Cuanto antes se celebre este matrimonio antes callarán las malas lenguas.
Trataba de no temblar, de no encolerizarse, pero según avanzaba su discurso perdía serenidad mezclando ira y angustia en la misma frase; lo mismo se acercaba al cuerpo de él suplicando su consuelo que se alejaba airada y enfurecida, culpándolo de una situación tan violenta y desagradable. Txomin, a su vez, trataba de ganarla de nuevo, la calmaba y la escuchaba, quería, necesitaba que se sintiera segura, que confiara en él para no tener que ceder ni un ápice del plan que su mente había urdido hacía mucho tiempo. Manuela hablaba de las Arza sin disimulo, con el odio impregnando su voz, sus gestos, su mirada, y le exigía que respondiera por ella, que la llevara del brazo ante todos y le cumpliera de una vez y para siempre la promesa que le había hecho y por la que ella se entregó sin recelo. Le detalló lo que Teresa, Narcisa o Juana se habían atrevido a contarle, e imaginó en voz alta lo que, avergonzadas, no le llegaron a decir para no desesperarla. Habló de su padre, del buen nombre de su familia, y de la deshonra que se ceñía sobre el recuerdo de su difunta y santa madre. Dijo tanto y tan alborotado que acabó ofreciéndole, además de la dote que por cuna le correspondía, sus aparcerías y los pesos que Domingo Narciso añadiría generoso a un buen contrato de matrimonio. Cuando al fin se quedó callada, la tarde había empezado a oscurecer.
—Manuela, mi pequeña Manuela, todo lo que dices es cierto. No soy hombre de palabra. Hace mucho tiempo que debí cumplirte, pero las negociaciones del contrato se rompieron definitivamente, tus hermanas no van a donarte la heredad de los Allende y yo, con mi posición, no puedo pretender ya menos. Lo que me ofreces es honroso por tu parte, pero no suficiente. Déjame pensar qué podemos hacer, cómo acallar esas habladurías insidiosas sobre tu doncellez. Piensa que todo tiene remedio en la vida, todo menos la muerte. Buscaré una solución a lo que te aflige, la mejor solución para todos…
—¡Txomin, sólo hay una solución para esto!
—Ten calma, mujer, no es momento de matrimonios.
—¿Y cuándo ha de llegar ese momento?
—No lo sé, quizá no pueda llegar, quizá no estemos hechos para formalizar un contrato así. Piensa lo que dirían si ahora nos casamos, eso confirmaría lo que ya sospechan, que nuestros tratos han sido de incontinencia. Estaríamos en boca de todos y…
—¡Pero ya lo estamos!
—Sí, pero no es conveniente, nada conveniente para mi carrera, piénsalo bien. Estoy tratando de llegar más alto, abrirme sitio en el Señorío de Vizcaya. No puedo entretenerme ahora en contratos matrimoniales, en casamientos y enredos similares.
Manuela se levantó de un salto de la silla que ocupaba y comenzó a caminar a un lado y a otro de la habitación, andaba como fiera enjaulada, buscando un resquicio en su razón para no abalanzarse sobre aquel despreciable hombre que la estaba abandonando desde la cobardía más absoluta.
Txomin vio la furia enrojecer la cara de ella. Se levantó y, cogiéndola de los brazos, trató de aproximarla a su cuerpo para calmarla. Lo que obtuvo fue un mordisco en un antebrazo que le hizo gritar, más por la sorpresa que por otra razón.
—Te has vuelto loca, definitivamente loca.
—No, loca no, desesperada. Vas a cumplir esa promesa aunque sea lo último que hagas, Txomin, ¡lo último!
—Espera, siéntate, no es forma ésta de solucionar las cosas. No me has entendido bien, lo más importante ahora no es pensar en un matrimonio, sino en demostrar tu doncellez, y eso podemos hacerlo.
No daba crédito a lo que escuchaba. Tardó en recuperar el ritmo de su respiración, tomó un sorbo de la jarra de vino de él, y por fin se sentó. Lo miraba como aturdida, con extrañeza. Si había una forma de demostrar algo que ya no era, necesitaba saberlo. Txomin apuró la jarra de vino hasta el final antes de empezar a hablar.
—Se me ocurre que te ofrezcas a prueba con matronas para que todo el pueblo sepa que eres una mujer sin falta ni tacha, entera en tu doncellez y honra.
—Ahora sí, no entiendo nada. ¿Acaso he soñado las intimidades en que hemos caído?
—No, claro que no. —Y no pudo disimular la sonrisa que le trajo el recuerdo de los buenos momentos vividos—. Pero si te ofreces para que las matronas te revisen da por hecho que asegurarán haberte encontrado inmaculada, para eso son buenos mis reales. Tú sólo tienes que sugerir que te realicen un examen para poder defender tu honra, del resto me encargo yo y asunto resuelto, nadie volverá a creer una palabra a esas, cómo es que las llamas, ¡urracas! —Y siguió sonriendo, convencido de que había encontrado una salida a aquella engorrosa situación.
—Dios mío, qué idea tan retorcida. No pienso prestarme a eso, Txomin, ni soñando voy a dejar que me urgen buscando lo que no hay. Tú me lo quitaste con tu palabra de matrimonio y habrás de cumplirme, como me llamo Manuela de Allende que habrás de cumplirme, ¡habrás de cumplirme!
Salió de aquella sala despacio, dejando tras de sí las últimas palabras dichas sin gran esfuerzo, sin alzar la voz, sin esperar respuesta. Llegó a la antigua torre de Urrutia sin prisa, confiando que el frío de la noche, que se instalaba definitivamente en la loma de Isasi, la despejara del velo de confusión que se adueñaba de su mente. Recordó a Lucía de Arechaga, el día que Juana abortó, el hoyo que cavó bajo la vieja parra de Zubiete, y un escalofrío le recorrió la espalda erizándole la piel; eso mismo era lo que Txomin esperaba que hiciera si engendraba un hijo de él.