Por las calles de la Aduana y el Portal de Guadalupe corría un gentío como pocas veces antes se había visto. Las noticias eran claras y llegaban de todas partes: el rey había firmado la orden de expulsión de la Compañía de Jesús de los territorios españoles, sin excepción y sin demora. El ejército, capitaneado por Villalba y bajo las órdenes expresas de Gálvez, se estaba encargando de hacer cumplir la ley.
Apenas era mediodía. En San Miguel el Grande los pocos jesuitas que había acataron sin rechistar un decreto que les conducía directamente al exilio. Abandonaron la villa en silencio, custodiados por jinetes uniformados, llevándose con ellos un morral vacío de libros y la tristeza de dejar tras de sí una parroquia devota. Pisaron por última vez las calles sabiéndose acompañados, a pocos metros de distancia, por una procesión de hombres y mujeres, de todas las condiciones y castas, que avanzaba lentamente tras los cascos militares. En el último tramo el reducido grupo de sacerdotes, que soportaba una de las pocas mañanas de lluvia de la Nueva España, se volvió para despedirse de aquellos rostros que reflejaban un común sentimiento de temor, incertidumbre y pérdida.
En la colorida Guanajuato, la hermosa ciudad minera que tanto había deslumbrado a Ignacio de Aldama, al conocerse la noticia de la expulsión de los jesuitas, un gran número de trabajadores de las minas y de las haciendas de beneficio se amotinaron y apedrearon las sedes de la Caja Real, y de los monopolios del tabaco y de la pólvora. Enseguida llegaron gentes de toda la región para apoyar la revuelta que, sin embargo, fue suprimida con brutal vigor por el visitador general. En los días siguientes al inicio de esta rebelión, José de Gálvez envió desde la ciudad de México un regimiento español que acabó encarcelando a 600 rebeldes para interrogarlos. Guanajuato, teñida de mil colores, florecida en sus cerros y en sus aguas, perdió tras la batalla a nueve hombres que fueron ahorcados y exhibidos como medida ejemplarizante; unos treinta más terminaron sus días tras los largos muros de la cadena perpetua; y casi un centenar y medio cumplieron prisión durante años.
La incipiente lucha contra los españoles, protagonizada por los mineros y las comunidades indias, se extendió por varias ciudades y provincias, donde la respuesta militar fue devastadora hasta lograr sofocar cualquier atisbo de subversión. Los pueblos indios de San Luis Potosí y de Michoacán perdieron algo más que vidas y libertad, perdieron el gobierno municipal, y toda la Nueva España vio cómo se rompía su historia. Hasta entonces nunca antes hubo establecimiento militar alguno, ni necesidad de él; los ciudadanos principales o el clero, que salía a la calle con el estandarte del Santísimo Sacramento, eran suficientes para sofocar las conmociones populares.
Y mientras al interior del país se vivía con desolación el cierre de colegios y misiones jesuitas, en la ciudad de México se esperaba con expectación a los sacerdotes que, escoltados hasta el puerto de Veracruz, llegaban desnutridos, cansados, humillados y, aún así, orgullosos del hábito que les cubría el cuerpo.
El mes de junio intensificó el olor de las flores. Mientras la villa se acomodaba con falsa normalidad a la ausencia de los sacerdotes, en la casa de Domingo Narciso se colgaba de la pared del oratorio una imagen de San Ignacio de Loyola, que a partir de entonces acompañaría a la familia en el rezo privado. El de los Allende era un hogar lleno de juegos infantiles, con tres niños acaparando toda la atención y agotando las fuerzas de Anna que, aunque joven todavía, empezaba a sentirse débil y cansada. La tienda de abastos era el otro centro neurálgico de la casa, por donde entraba la vida de la villa cada día; y, puntualmente, las fiestas o reuniones que Domingo Narciso celebraba con cualquier pretexto y la oculta intención de alegrar la vida de su joven esposa.
Seguían utilizando la misma cama y, aunque disimulaba, le escuchaba sollozar y quejarse dormida. Cada noche, cuando la tomaba por la cintura y la hacía suya, sentía los huesos debajo de su piel, podía contarle las costillas una a una, y a menudo temía lastimar aquel cuerpo desmejorado, lánguido y sin vida. Por las mañanas la observaba antes que nadie, antes de que la ropa y los adornos escondieran su cara desencajada y blanquecina. Sólo la preñez aliviaba aquellos síntomas, devolviéndole una energía que nadie entendía, apareciendo joven y bella de nuevo, alegre y dispuesta. Entonces, en los meses que estaban esperando un nuevo hijo, hacían el amor como al principio, como antes, como siempre debió haber sido.
Lo supo por su manera de responder a las caricias, por cómo lo buscaba bajo la cobija, porque se le llenaba de nuevo el hueco que había entre su mejilla y su boca. Lo supo antes incluso que ella misma, lo intuyó como una matrona vieja, con la experiencia de tres hijos anteriores y de un amor incondicional y maduro. Y Anna no pudo por menos que sorprenderse cuando él se lo anunció.
—¿Cómo sabes eso?
—Porque te conozco más que tú misma. Tendremos otro hijo a finales de año.
Ella le ofreció su cuerpo para asegurarse la alegría que le producía un nuevo embarazo, y confirmó las sospechas de su marido aquella misma mañana al echar cuentas. Fue por la tarde cuando llegó la imagen de San Ignacio de Loyola y Domingo Narciso la colgó junto a la de San Pedro Regalado y la Virgen de la Luz.
A la mañana siguiente le despertaron los golpes de la aldaba. Alguien tenía prisa porque se abriera el portalón de entrada a la casa. Se vistió y bajó las escaleras dejando tras de sí los llantos del más joven de sus hijos, y los olores y humos nuevos que a esas tempranas horas ya salían de la cocina. Aldama lo esperaba impaciente en el patio.
—Perdona que te moleste tan temprano, pero quería verte antes de que abran las casas reales, necesito que estés atento a una nueva ordenanza que se ha establecido para los obrajes.
Domingo Narciso ocupaba cargo ese año en el ayuntamiento de la villa, y aquella misma mañana se iba a celebrar una reunión.
Tras una década de odios y luchas, el caso del obraje de Sauto continuaba sin resolverse. Los últimos años habían transcurrido sin grandes novedades en torno al tema que separaba radicalmente a la facción de los criollos, incitada por un difunto conde de Casa de Loja, del único integrante del otro bando: Balthasar de Sauto, el gachupín.
El pleito continuaba enquistado y las relaciones se mantuvieron frías y distantes durante años. Sauto, amenazado por el inminente cierre del obraje, vivió durante mucho tiempo al margen de la vida política de la villa, dirigida por sus principales enemigos. Sin embargo, la orden no llegaba y la actividad de los telares mantenía el brío del pasado. En 1765, y nuevamente en 1767, el Consejo de Indias ordenó terminar con el caso Sauto tan pronto como fuera posible. En su lugar, acababan de enviar a San Miguel una serie de ordenanzas para gobernar los obrajes. Nada decía este documento en particular del obraje de Balthasar de Sauto, que continuó a la espera de noticias que dieran por cerrado el caso definitivamente. Por lo pronto, la nueva ordenanza, que obligaba a todos los obrajes a adoptar nuevos hábitos en la contratación y manejo de los trabajadores, evitando los tan consabidos abusos, no pudo ser menos efectiva.
Cuando Domingo Narciso conoció el contenido del documento, decidió ir en persona hasta Santa María. Ignacio lo esperaba impaciente, acababa de saber del nacimiento del hijo de su hermano y nada le urgía más que la llamada de la sangre.
Regresaron al paso hasta alcanzar la casa del mayor de los Aldama, casi en frente de la nueva de Sauto. Domingo Narciso prefirió felicitar a los nuevos padres en otra ocasión, y continuó camino hasta su propio hogar para almorzar junto a Anna, que estaba más alegre y hermosa que nunca luciendo una tripa ligeramente abultada.
Otra Navidad se apoderaba del espíritu de la villa. Las noticias que llegaban desde México no eran nada halagüeñas. Pese a que Domingo Narciso y Anna esperaban impacientes el nacimiento de su cuarto hijo, las circunstancias empezaban a quebrantar el espíritu emprendedor y osado de su hogar. Don Pedro había dejado Los Manantiales después del verano para residir de nuevo en San Miguel. Cada noche cenaba con su sobrino, y con el último cigarro del día analizaban la situación.
—Te digo que esto no ha hecho más que empezar. Soy perro viejo, y veo de lejos las intenciones de ese bucanero.
Así es como llamaba a Gálvez. Fiel a su estilo, don Pedro se mantenía suspicaz frente a todo lo que venía de la vieja patria. En su opinión, España y los españoles no eran otra cosa que saqueadores de mercado, hambrientos piratas de tierra adentro. En ocasiones algún criollo se atrevía a recordarle su procedencia, y entonces se le llenaba de distancia la mirada mientras una mueca irónica se le dibujaba en la boca. Hacía tantos años que no se sentía de la tierra vieja que ya no lo recordaba.
Reunidos, bien fuera en las salas de estrado de las mejores casas de la villa o en las propias casas reales, Landeta, Lanzagorta, La Canal, Unzaga y Allende, entre otros muchos, trataban de descifrar las señales de un futuro que se anunciaba, cuando menos, enrevesado. Tras los sucesos violentos vividos en Guanajuato, Gálvez prohibió a los mineros que portaran armas de fuego y a los indígenas que se vistieran a la española. Trataba de impedir nuevos disturbios, y en cierta manera lo consiguió, al menos durante algunos años. Pero, sobre todo, su objetivo era consolidar un nuevo régimen, un alto Gobierno al que todo el pueblo, sin excepción, debiera respeto y obediencia. El ejército era su mejor arma.
Su intervención en las minas, en la agricultura o en las instituciones locales provocó un rechazo constante hacia los peninsulares recién llegados. La última sorpresa la trajo la presentación de un plan de intendencias que, siguiendo los modelos europeos, pretendía dividir el territorio según su conveniencia. Un espíritu de rebeldía se estaba apoderando de la Nueva España, y hasta se hizo saber al rey de la oscura intención de un plan de insurgencia, apoyado por Inglaterra, en México. Sin embargo, Carlos III no prestó oídos a las advertencias de sus funcionarios y continuó inmerso en la expoliación de los recursos y las reformas administrativas, que ya habían empezado a levantar ampollas entre los criollos. Aquellas ideas revolucionarias acabarían siendo la semilla del futuro movimiento insurgente que liberaría un día al pueblo del yugo colonial.