Nada hacía presagiar que el año acabaría como lo hizo. Las penurias del hambre y la sequía de otro verano se vivieron con resignación, intercalada con momentos de ferviente fe que se manifestaba en rogativas y peregrinajes a las ermitas más alejadas en la montaña. La escasez llevó a muchos caseríos a la desesperación por sobrevivir a arriendos y censos. Un año más, el once de noviembre, fecha de vencimientos en el calendario de esta tierra, se volvió contra muchos propietarios, que ante la imposibilidad de cumplir con los pagos se veían obligados a un nuevo endeudamiento.
Fue éste el motivo que arrastró a Iñigo de la Presa hasta Isasi. Trató de evitarlo mientras tuvo algo a lo que agarrarse, pero la posibilidad de perder la casa paterna, muy próxima a la de los Allende, apenas cien suelos de tierra las distanciaba, le había obligado a pensar en Txomin como un nuevo prestamista. Bernabé de Romarate era quien habitualmente asumía las deudas de sus vecinos cuando éstos no alcanzaban a pagar los censos que tenían concedidos. Siempre se hizo cargo de las casas y heredades, asumiendo el papel de salvador, que finalmente le encaminó a apropiarse de un buen número de heredades en las que seguían viviendo los mismos moradores, pero en calidad de inquilinos y no ya de propietarios.
Iñigo no aceptaba las condiciones que previsiblemente le podrían convertir en arrendado de su propia casa. Pensó en La Torre evitando a Romarate. Después, confiaba que el tiempo y las cosechas pondrían los reales sobre la mesa preservando el hogar de sus ancestros para las generaciones venideras. No tuvo que convencerle, Txomin sabía lo ventajoso del negocio que le proponían. Se hizo cargo de todos los censos y deudas acumuladas durante décadas, y estableció un pago anual que Iñigo, su hijo y hasta su nieto habrían de cumplir a lo largo de más de medio siglo si no querían perder la casa que ahora lograban salvar.
Ese era el negocio al que dedicó sus caudales. Aquí y allá se fue haciendo con deudas de otros, con tierras que se malvendían o casi regalaban por unos pocos reales. De esta forma, su hacienda fue creciendo en unos tiempos que para él sí fueron del todo favorables. Visitaba a Manuela con una asiduidad que marcaba ya las pautas de un noviazgo formal. A menudo ella le exigía el cumplimiento de la palabra dada y él trataba de hacerla entender la demora a la que se ajustaban los asuntos previos a cualquier enlace. Le aseguró haberse entrevistado con don Pedro y que la dispensa a su consanguinidad ya había sido solicitada.
—Es algo que va a tardar, ten en cuenta que se tiene que recurrir a la diócesis de Calahorra. El cura me ha advertido de que allí las cosas van despacio, incluso más que en la diócesis de Valpuesta. Pero nos corresponde la de Calahorra, como a la tierra de Ayala, y no podemos hacer nada salvo aguardar y tener paciencia.
Ella se sentía perdida. Empezaba a vislumbrar lo urgente de una unión en firme, de un contrato de matrimonio que le asegurara el futuro ahora que pertenecía en cuerpo y alma a aquel hombre. La espera la inquietaba. Del contrato apenas hablaban, Txomin no quiso que supiera en qué circunstancias se estaban dando las negociaciones con Antonio, y nadie le contó a Manuela que su prometido no había aún entablado conversación directa con su padre. En su lugar, envió al presbítero de Molinar y al reverendo Fray Francisco de Garay a la casa de Zubiete para que establecieran la dote que determinaría el contrato matrimonial.
—Hemos de tratar contigo, Antonio, asuntos de importancia para la posición de esta casa.
Cuando Antonio los vio aparecer por la calzada real, avanzando bajo el paso lento de las sotanas que los envolvían, creyó que se dirigían a Arracico, previsiblemente a ultimar algunos asuntos con el escribano real, su sobrino Juan de Ayerdi. Enseguida descubrió su error, comprendiendo que eran su persona y su casa el destino que tomaban. Sintió un nudo en la garganta que sólo se aflojó con un largo trago de txakoli, les ofreció asiento y se resignó a escuchar lo que venían a decirle en la mejor de las disposiciones.
No hubo muchas ceremonias, ni grandes saludos. Antonio no sentía especial interés por los hombres de religión y el párroco lo sabía bien. No era necesario fingir un encuentro agradable y duradero. Harían lo que habían venido a hacer y se marcharían en cuanto todo estuviera dicho.
—Existe un hombre de bien interesado en establecer contrato matrimonial con Manuela, la menor de tus hijas, a día de hoy sin haber tomado estado.
Antonio sintió un hormigueo dulce recorriéndole el estómago. Sabía que la pequeña Manuela andaba en tratos con su primo, después de que éste se estableciera en Isasi a su regreso de la Nueva España. Pero quería asegurarse, y esperó a conocer todos los detalles que los clérigos traían con ellos.
—Imagino que ya sabes de quién te hablo, no es otro que Txomin de la Torre. Dios te ha bendecido con una unión así, Antonio, que has de valorar y aceptar como la más apropiada para tu casa y familia. El referido, conociendo la situación poco holgada de la heredad de los Allende, y haciendo alarde de su amplia generosidad, se ha ofrecido a formalizar la relación con tu hija y pide como dote la casa con todos sus pertenecidos. De esta forma quedarás a salvo de deudas e hipotecas que con tanta dificultad te ves obligado a pagar, y Manuela podrá regresar al seno de su hogar, del que siendo tan joven tuvo que salir para ganar unos reales al servido de otra casa y hacienda.
Don Pedro continuó su discurso sobre la grandiosidad del hombre que había puesto sus ojos en la hacienda de los Allende, mientras su acompañante, Fray Francisco, asentía con la cabeza y sorbía tragos pequeños de txakoli que iban encendiendo su semblante. Antonio los observaba en silencio sin atreverse a intervenir. Sólo cuando el presbítero agarró la jarra de vino con ambas manos y sumergió en ella gran parte de su redonda cara, tomó la palabra.
—No puedo olvidar que uno de mis hijos, Domingo Narciso, fue nombrado propietario de esta heredad aún en vida de su madre.
—Pero eso es absurdo, Antonio, Domingo Narciso nunca regresará de la Nueva España. La Torre sabe que donasteis en su persona toda vuestra hacienda, él mismo llevó la carta en la que le pedías a tu hijo el regreso a casa. Entonces no lo hizo y ya no debes esperarlo, hombre de Dios. Asegura Txomin que su hacienda es más grande que las de muchos otros que llegaron allí mismo décadas antes. Su esposa y sus hijos pertenecen a aquel lugar. Debes pensar en los hijos que te acompañan en tu vida, no en aquellos que se alejaron para labrarse su propio futuro.
—No le espero, don Pedro, ya no le espero. No piense usted que soy un hombre iluso hasta ese punto. Pero sí sé que he de tratar este asunto con sumo cuidado, que he de proteger a otras dos hijas que tengo y que aquí viven.
—Y La Torre lo sabe, Antonio. Pero esa es su exigencia para comenzar a establecer los términos del contrato matrimonial, todo debe pasar a sus manos. Piénsalo bien, hombre, toma el tiempo que requiera la cuestión, y ya continuaremos hablando en lo sucesivo. Estos asuntos son lentos, todo el mundo lo sabe.
—Dígame, don Pedro, ¿y de la consanguinidad qué se ha dicho? No olvidemos que son primos.
—Eso está en mis manos, y no será un problema. Si hay acuerdo entre las partes habrá matrimonio.
La conversación había terminado. Una sombra femenina se retiró con sigilo de la ventana de la cocina mientras las dos sotanas regresaban a paso lento a la calzada real. Antonio se quedó solo de nuevo, sentado en la piedra que sobresalía de la fachada de su casa, viendo desaparecer la tarde al otro lado de la montaña.
Faltaban pocos días para que sonaran los txistus anunciando una nueva feria de San Andrés. La plaza de Molinar empezaba a vivir las vísperas de unas jornadas animadas y alegres pese a la escasez. Finalizaba noviembre y se abría paso el último mes del año con el regalo de breves y tímidos rayos de un sol lejano. La feria, que inevitablemente se alargaba hasta la Concepción, podía prolongarse durante diez y doce días en los que el bullicio y la vida ociosa se apoderaban de Gordejuela. Molinar era el centro neurálgico de aquella mercadería que, sin saber bien su procedencia, se acumulaba y ofrecía voz en grito a cualquiera que prestase un mínimo de interés. Las parejas de bueyes ocupaban el centro de la plaza, de obligada visita para todo viandante. A un lado, las tejavanas abrían sus puertas a los comerciantes que necesitaban un espacio para ofertar sus productos y, al otro, la hospedería Arechavala también permanecía abierta para deleite de comensales y jugadores de naipes. Las campanas anunciando las oraciones, el txistu abriendo la comitiva y dando la bienvenida a los visitantes, los milagreros y los vendedores de soluciones para todos los males, castradores y hasta pastores mezclaban sus voces desde que abría el día hasta que llegaba la noche y, entonces, con mayor o menor suerte, cada uno buscaba acomodo a sus huesos en lugar seguro.
Este año la mala situación de la economía había logrado atraer, junto a vendedores y visitantes, a un alto número de mendigos y forasteros que se arremolinaban en torno al pórtico de San Juan cada noche, buscando algo de refugio. Normalmente el hospital se hacía cargo de los vagabundos que llegaban al pueblo y, durante una noche, a lo sumo dos, se daba obligado cobijo a aquellos que poblaban los caminos; después desaparecían y no volvían, al menos durante el tiempo que mareaba su propia prudencia. Esta vez el hospital no podía acoger a nadie más. Sus puertas cerradas atesoraban cada noche a varios hombres buscando algo de calor y comida en un refugio antes seguro y ahora incapaz de cubrir una demanda de tales dimensiones.
El Señorío tildaba a los mendigos, mayormente forasteros, de vagos y ociosos, y ordenaba prisión para los que tuvieran edad para las armas y su posterior envío a los regimientos. Pero, por lo general, y salvo medida expresa, no se solían cumplir las órdenes, se les daba cobijo una noche y se les dejaba marchar al pueblo vecino sin otra represalia. Vagabundeaban por los valles buscando dónde pasar las horas más frías y oscuras, y si había suerte y se cruzaba en su camino una sopa caliente o un mendrugo de pan hacían lo imposible por alargar la estancia, nunca más de dos días, que era lo que por misericordia se les concedía.
Pese a todo, las primeras jornadas de feria resultaron muy alegres. El año estaba siendo especialmente duro con la población del valle, y escuchar las notas del txistu perderse en el aire disipó por unas horas las necesidades más acuciantes. Hasta que llegó la víspera de la Concepción y la melodía se resquebrajó. El 7 de diciembre de 1766, toda la alegría se desvaneció, desapareció en una cuneta al lado del puente de Oxirando, donde se halló el cuerpo de un hombre con la cabeza abierta, y varias heridas repartidas por piernas y brazos.
Antes de que las autoridades se pusieran en marcha e hicieran acto de presencia en el lugar, el pórtico de la iglesia y el propio hospital se habían quedado vacíos. Nadie se dio cuenta hasta horas después, de que ningún vagabundo, mendigo o maleante transitaba aquel día por los caminos y plazas del valle de Gordejuela.
Costó varias horas poder reconocer al muerto. Las autoridades, alertadas por la milicia, trataron de que los comerciantes se acercaran a identificar, si era el caso, el cadáver. Hasta que la impresión se la llevó un muchacho, apenas un chiquillo, que al verlo así, tan quebrado y sangrante, se descompuso. Según narró, cuando lograron calmarle la congoja, se trataba de su vecino. Habían venido los dos desde la localidad cántabra de la Vega de Pas para echar un vistazo a los bueyes, porque conocían de la fama de éstos por otras gentes. Encontraron el animal que buscaban, pero no les alcanzaban los caudales que traían y decidieron regresar a casa a la mañana siguiente, antes de lo previsto. Dejó al compañero en la taberna después de cenar, animado ya por la bebida y la charla, y no había vuelto a saber de él hasta este momento. Se llamaba Andrés Cano y tenía cuatro hijos, añadió, mientras se lamentaba por lo que habría de decirle a la pasiega que esperaba su regreso. Enseguida se corrió la voz de que era aficionado a los naipes y pecaba de vinoso. Las hermanas Arechavala reconocieron que habían dado de cenar a uno y a otro, y que aquel, el muerto, estuvo jugando y bebiendo hasta que se cerraron las puertas de la posada. Después, quién sabe, ellas no acompañaban a sus huéspedes a dormir, concluyeron airadas.
El pueblo quedó ensordecido por los murmullos de sus habitantes. Se cerraron las tejavanas, los carros avanzaron por la calzada sin despedidas y sin las repetidas promesas de regresar el año próximo que siempre se perdían a sus espaldas. Las parejas de bueyes abandonaron la plaza, y en su lugar sólo se oían las campanas de la iglesia anunciando la muerte del pastor. Este descansaba desde hacía horas sobre las maderas frías de un carro esperando para que le devolvieran a su casa. A la mañana siguiente, en los momentos previos a que comenzara la misa, las autoridades pedían sigilo y prudencia, tratando de apaciguar al vecindario con la promesa de que se castigaría a los culpables. Nadie los creyó.
La muerte de Andrés Cano pesaba como una losa. Resultaba difícil olvidar el suceso porque día sí y día también se llenaba la plaza y el pueblo de gentes extrañas, militares y diligencias, que preguntaban una y otra vez lo mismo. La torre antigua de Urrutia, en Isasi, se convirtió en lugar de encuentro y reunión de muchas de estas gentes, que llegaban hasta allí buscando al señor y acababan acomodándose en torno a la mesa que Manuela servía diligente. El alcalde había hecho sede de aquella sala, y a menudo traía consigo a otros como don Miguel de Oxirando, un militar por todos conocido, que lo mismo alababa el buen guiso de la cocinera que se lamentaba de la ineficacia del Señorío.
—Esto ya lo sabíamos, don Manuel, no sirve de nada echarse ahora las manos a la cabeza. La tierra de Vizcaya se está convirtiendo en un nido de contrabandistas y malhechores. Si me dejaran actuar a mí, con unos cuantos centenares de hombres al monte, bien armados, el problema estaba resuelto.
Opinaban, comían, discutían, bebían. Siempre había gente en aquel comedor, y Txomin le cogió gusto a estar presente en las largas charlas y conversaciones que sobre política y gobierno se fueron prolongando en esos días. Al principio Manuela se alegraba sabiéndole tan cerca, hasta que se dio cuenta del cambio, estaba allí pero no con ella, casi no la miraba y apenas le dirigía la palabra. Llegó a pensar que la evitaba, buscando compañía para entrar y para salir de la casa. Pero, de vez en cuando volvía a ser el mismo, y entonces ella retomaba la ilusión y se dejaba querer en súbitos encuentros que le birlaban a la noche y a la concurrencia.
El domingo anterior a Navidad, después de mucho hablar y poco hacer, llegó la única respuesta a aquel horrible crimen. Tras la misa mayor, el cura invitó a los presentes a escuchar lo que su alcalde, don Francisco, tenía que decirles. Muchos creyeron que se trataba de los culpables, se los imaginaban ya con los grilletes cerrados alrededor de pies y manos. Pero nadie había dado con los asesinos. En su lugar, el espíritu poco alegre de aquel Murga, que cumplía ahora el final de su mandato, traía a sus vecinos un Bando de Buen Gobierno que se leyó en todas las iglesias del valle clavándose después en sus puertas, para que nadie evadiera el acatamiento de las nuevas leyes que imponía bajo su propio criterio. El texto, que recogía hasta 28 artículos concisos, establecía las premisas de una moralidad y conductas intachables bajo pena de prisión y multa.
Los ya bien vapuleados vecinos recibieron aquellas órdenes como un jarro de agua fría y a escondidas, casi en silencio, fueron criticando una a una todas las medidas establecidas con mano firme por su último mandatario.
—Dicen que si blasfemas te encierran, y hasta multa de 15 reales te pueden poner si el que te oye es el alcalde.
—Ese hombre está loco, ¿no sabe que no hay qué comer? Esto lo han preparado entre él y el cura, que quiere llenar las arcas de la iglesia a toda costa.
—Tendrá miedo de pasar hambre en invierno.
—Ese no ha pasado hambre en toda su santa vida, no hay más que ver lo abultada que lleva la sotana.
—El alcalde también está bien gordo, y no será de comer lo que se cocina en nuestras casas. Ha escrito que no se puede andar rebuscando bajo los árboles hasta que no se haya cosechado la castaña y la uva. ¿Y qué hacemos con los cerdos?
—¡Que ellos también paguen!
—Y para las mujeres dicen que también hay multa y castigo si dejan que se vea el lienzo blanco de la ropa que lavan en el río.
—Es el colmo, ¿y cómo quiere que lo laven, envuelto en las basquiñas?
—Los naipes están prohibidos, ¿lo habéis oído?
—Y las apuestas. Dice que cerrará las tabernas si se permite el juego en ellas.
—¿Qué hora es? ¿Faltará mucho para el toque de Avemarías? —preguntó uno de ellos.
—Todavía falta un rato, hombre, no tengas tanta prisa.
—No es prisa, es que no traigo los reales para pagar al alcalde y al cura si me pillan en la calle después de la hora que dicen hay que estar en casa.
—Tu mujer se va a sorprender, nunca antes habías llegado tan temprano —concluyó irónico Ochoa.
Y así fue. Con el repique de Avemarías los taberneros obligaron a todos a salir a la intemperie para cerrar sus puertas a cal y canto. Nadie podía transitar por los caminos después del último rezo, y las despedidas animadas o las discusiones imprevistas también se convirtieron en razón de multa o encierro. La Navidad de 1766 Gordejuela vivió presa del oscurantismo, el temor a las represalias y la escasez del campo. El año que estaba a punto de empezar traía nuevos cambios y aquel Bando de Buen Gobierno quedó enseguida olvidado en los viejos cajones de las sacristías. Nunca volvió a ver la luz, aunque algunas normas perduraron en el tiempo.
Todos alzaron la mano, sin excepción, cuando se propuso a don Manuel de Braceras y Urrutia para repetir en el cargo. El nuevo Concejo quedó establecido bajo el árbol de Molinar. El primer día del año de 1767 caía del cielo una lluvia fina. La hospedería de los Arechavala se llenó de hombres sedientos y con ganas de celebrar. Entre ellos, uno sentía el aguijón de la envidia haciéndose sitio entre sus vértebras: aquel hombre lo tenía todo y sus paisanos no dudaban en otorgarle el gobierno también de su Ayuntamiento, pensaba. Txomin era ducho en el disimulo. Alzaba la voz elogiando la buena elección, y reía con todos entre largos tragos de vino. Pero la acidez le ardía en el estómago, quería para él lo que el nuevo alcalde tenía por cuna y apellido.
—¿Todo bien, hijo? —quiso saber el cura.
—Sí, don Pedro, ¿por qué lo pregunta?
—Veo una sombra en tu entrecejo, ¿quizá algo que confesar?
Txomin sabía que el presbítero sospechaba de sus tratos ilícitos con Manuela, previos a una respuesta de Antonio sobre la dote y los términos del contrato matrimonial. En absoluto era eso lo que le preocupaba, en este momento su mente estaba absorta en asuntos más acuciantes.
Celebraron, rieron y se prometieron cambios en aquel largo brindis en honor al Concejo recién formado. La siguiente celebración era la de la eucaristía. A media mañana cruzaban de nuevo la plaza para guarecerse de la lluvia fina tras las frías piedras de San Juan. El cura, desde el altar, anunció los nuevos cargos y aventuró tiempos más armoniosos para el pueblo tras los avatares y restricciones sufridos en la última época.
Habían transcurrido algunos de los años más duros que viviría el siglo. La escasez campaba a sus anchas por los reinos peninsulares de la España de Carlos III, los altos precios habían sembrado motines y éstos duras represalias. Proliferaron los bandoleros, el contrabando y peores vidas. El río Ibalzibar se había teñido con la sangre de una muerte violenta durante la última feria, y a falta de culpables y castigo, el alcalde había propuesto una serie de medidas restrictivas e impopulares que acabaron de arruinar la poca alegría que se respiraba en el valle.
Don Manuel se enfrentaba a un mandato difícil. Sintió la presión del cargo antes incluso de comenzar a ejercerlo. Y, sin embargo, esa noche, mientras cenaba acompañado por Manuela, no eran los asuntos del Concejo los que le preocupaban. Su mirada no se apartaba de la figura de la mujer que le servía. Ella sonreía insegura.
—Don Manuel, ¿no se siente feliz por la elección?
—Si te he de decir la verdad, no mucho. Supone una gran responsabilidad y me encuentro algo cansado. Pero lo que ahora me ocupa es otra cosa bien distinta.
Manuela esperó en silencio a que continuara hablando. El hombre se tomó unos segundos antes de seguir.
—Tengo que preguntarte algo, Manuela: ¿qué intenciones tienes con Txomin?
Manuela no pudo reprimir una amplia sonrisa. Sabía que ya se hablaba de ellos en el pueblo, que a nadie se le escapaba que habían iniciado relaciones de noviazgo y más de uno presuponía encuentros ilícitos sobre los que se empezaba a murmurar.
—Me ha pedido matrimonio. Pensamos casarnos en cuanto se establezca el contrato. No tiene por qué preocuparse, sus intenciones son del todo claras, está esperando a que llegue la dispensa eclesiástica a nuestra consanguinidad. Don Pedro ya la ha solicitado a la diócesis de Calahorra, y mi padre ya está al tanto del…
Manuela no pudo acabar la frase. Sabía que al casarse tendría que dejar a don Manuel e irse junto a Txomin. Se confundía al pensar que eso era lo que le preocupaba a su señor.
—Teresa sabrá cómo atenderle, no debe preocuparse, le he enseñado con dedicación todo lo que concierne a la casa y a su cuidado. No le faltará de nada, y cuando llegue el momento buscaremos a una muchacha que la ayude…
—No, Manuela, no es eso lo que me inquieta —interrumpió él.
—¿Y qué es entonces?
—No sé qué decir. ¿Tú quieres casarte? Porque si no quieres casarte no tienes por qué hacerlo, sabes que nunca te va a faltar de nada mientras permanezcas en esta casa. Y tienes las aparcerías, podemos aumentarlas, ver nuevas vacas que produzcan más cabezas,…
—No lo entiende, casarme con ese hombre es lo que más deseo en este mundo. Mi vida ya está unida a la de Txomin, y no podré vivir si no cumple su promesa. Sólo espero que sea lo antes posible.
—Confiemos en ello, entonces, Manuela, confiemos en él.
Braceras no quería ser pájaro de mal agüero, pero no se fiaba de la palabra dada por La Torre. No le gustaban sus negocios, sus relaciones y sus falsos halagos. No era un hombre limpio, pero de eso no le iba a poder convencer a la mujer que tenía enfrente. Ojalá tengas razón, y ese hombre te cumpla con lo apalabrado, pensó para sí. Se levantó despacio, apoyó una mano en la mesa y con la otra acercó la cintura de la muchacha a su cuerpo. Con un beso sincero y amistoso le deseó el mejor de los matrimonios antes de retirarse a descansar.
Manuela se sintió intranquila durante unos breves segundos, pero no los suficientes. Su imaginación corrió veloz a encontrarse con los besos que aún no había dado, las caricias que se escondían tras los lazos del matrimonio y los hijos que podían llegar a llenarle el vientre un día no muy lejano. Aquellos pensamientos se prolongaban por horas y días, y entre ellos recibió la noticia de la próxima boda que uniría a su prima Josefina de Ayerdi con Miguel de Palacio y Amabiscar. Nada había sabido del contrato que se estaba apalabrando entre dos casas importantes del valle, pero Teresa le puso enseguida al corriente de los términos de aquel provechoso matrimonio.
—Dicen que ella aportará, además de un arreo muy completo, mil cien ducados y trescientos reales de vellón, y en una sola paga.
—Un buen pellizco en los tiempos que corren. Sus padres, que eran mis tíos, en paz descansen, dejaron muy bien dotadas a todas sus hijas.
—Pero no sólo es eso, he oído decir que le corresponde una parte de las remesas que envíe su hermano el de Indias, y tres vacas y un novillo que dispusieron sus progenitores en aparcería.
—Va a entrar en casa importante, ha de ser una unión apropiada.
—Sí, es cierto, los Palacio y Amabiscar no vienen precisamente descalzos a este mundo.
Manuela quiso recordar la casa que tenían éstos en Berdugal. Hacía tiempo que no pasaba por aquel sendero, pero sabía que era un caserío grande y soleado, con una buena cuadra y mucho terreno.
—El emparrado era inmenso, lo recuerdo bien, y solían tener hasta dos parejas de bueyes. También oí decir, hace ya algún tiempo, que habían comprado alguna otra heredad en Sandamendi, y que el arbolar que poseen en Pericote es impresionante.
—Todo es poco. Tu prima ha hecho un contrato ventajoso, de eso estoy segura. Residirán en la casa troncal después de la firma.
—¿Cuántos hermanos son, Teresa, lo sabes?
—Hay por lo menos otro, o quizá otros dos, fuera. Y en Berdugal, que yo sepa, quedan una hermana, que la pobre ha salido la menos agraciada de todos, y mira que son guapos en esa familia, con buena planta y el pelo claro, como pocas veces se ve por aquí; y el otro es un joven al que llaman Francis, que no se sabe muy bien a qué se dedica, pero tiene a las solteras del pueblo revueltas por lo buen mozo que parece.
Manuela ya no escuchaba la explicación de Teresa. Desde el portal divisaba a Txomin acercándose a caballo junto a otro hombre que creía reconocer. Cuando los dos llegaron a su altura saltaron del animal casi al unísono.
—Hola, ¿está tu señor en casa?
La voz de Txomin le sonó algo lejana.
—Sí. Ahora mismo le doy aviso.
La presencia de aquel individuo, al que reconocía sin saber con certeza de qué, le impidió mostrarse más cercana. Subió las escaleras del portal con ligereza, y al llegar al comedor anunció a don Manuel la visita.
—Y dices que es La Torre con otro señor, ¿no te ha dicho el nombre?
—No, pero yo sé que ha comido en esta mesa al menos en otra ocasión, recuerdo haberle servido un buen plato de guiso de carne. No estoy segura, pero creo que procede de alguno de los pueblos encartados. Es de poca estatura, fornido y no parece mayor.
—Ha de ser Las Casas. Desconozco los tratos o negocios que se traen La Torre y él, pero he oído decir que se les ve mucho juntos. Veamos para qué puedo ser bueno. Que suban, y sácanos un poco de queso y vino. Con eso será suficiente.
Braceras no quería alargar aquella reunión más de lo estrictamente necesario. Una vez que ocuparon la estancia los visitantes, Manuela se ausentó dejando a Teresa encargada de cubrir cualquier necesidad que surgiera. Los observó salir de la casa rato después. Zurrape les acercó los caballos al portal y ambos emprendieron el camino de regreso por la senda de Isasi. Txomin no se giró, ni la buscó con la mirada, no se fijó en ella, que se encontraba a un lado, próxima a las zarzas que tantas veces les habían servido de escondite y refugio. Un escalofrío le recorrió el cuerpo y regresó corriendo al interior del hogar, muerta de frío.
—¿Era él, don Manuel?
—Sí, era él, Cristóbal de las Casas. Quería asegurarse de que asistiré a la Junta de Apoderados que se celebrará la semana próxima para tratar la situación de las Encartaciones con el Señorío. Todos saben que no estoy de acuerdo con la separación que vivimos con el gobierno de Vizcaya. Tenemos claras desventajas en las Juntas de Guernica, donde sólo se admite un voto y en casos excepcionales que afectan al Fuero. Somos demasiados valles y pobladores como para no poseer voto propio. Esta situación debería cambiar cuanto antes.
Manuela absorbía las explicaciones que Braceras le daba, aunque a veces le costaba entender o sentía que le faltaban datos, información que cambiaba de la noche a la mañana sin que ella alcanzara a conocer. Tenía idea de que los pueblos de las Encartaciones habían formado su propio gobierno, y eso les excluía de algunos beneficios y decisiones del Señorío. Don Manuel siempre había sido contrario a esta situación, creía a todas luces en la ventaja de que cada pueblo participara de forma independiente y activa en las Juntas de Vizcaya, manteniendo, eso sí, una Junta de Apoderados dirigida por un Teniente General o Alcalde Mayor que protegiera los intereses de los diez pueblos que formaban la merindad de las Encartaciones. Por lo visto, había cada vez más personas interesadas en que la situación cambiara, entre ellas el señor que había venido acompañando a Txomin, ese tal Cristóbal de las Casas.
La boda entre Josefina de Ayerdi y Miguel de Palacio fue un acontecimiento social que reunió a todo el pueblo un domingo de febrero en torno a la iglesia de San Juan de Molinar. Cuando los recién casados llegaron a la plaza con todo el séquito de familiares, testigos y apoderados a sus espaldas, los presentes ovacionaron la unión con gritos y cánticos. Hubo misa, música y vino. Y entre todas las novedades que aquel domingo se pudieron ver en Molinar, y que posteriormente fueron comentadas en cocinas y tabernas, destacó una: el alfiler que ataba el mantón nuevo que lucía la pequeña de los Allende. Desde que supo de la celebración de aquella boda, Manuela no lo dudó, sabía que era el día apropiado para lucir los regalos de su prometido, los que guardaba entre los tesoros de su alcoba. Quería parecer quien se sentía ser, la mujer del único hombre que había regresado de las Indias con una fortuna que despertaba la envidia de todos. Txomin la descubrió de lejos. Radiaba seguridad y arrojo, y le gustó más que nunca. Reconoció el mantón cubriendo su pecho con aquella amalgama de hilos verdes que destacaban sobremanera con el color de sus ojos. En el centro, el alfiler sujetando la tela. La perla que lo adornaba, tan poco común entre estas mujeres, acaparaba toda la atención.
Sólo la vio dudar un instante. Salía de la iglesia cuando sus miradas se cruzaron. Manuela no sabía qué camino tomar. Entonces él, en un impulso inconsciente y aventurado, ante la expresión atónita de los presentes, se aproximó a ella y le tendió el brazo. El paseo duró tan sólo unos segundos, apenas unos pasos necesarios para alcanzar a los recién casados. Allí se separaron y no volvieron a encontrarse. Cuando Manuela abandonaba la plaza él mantenía una conversación acalorada con otros hombres en la hospedería de los Arechavala. Había sido, sin duda, la mejor presentación, el reconocimiento público de que habría un contrato y un futuro matrimonio.
Esa tarde, mientras se entregaba sin remilgo en los brazos de él, en su casa de Zubiete se desataba una fuerte discusión. Antonio trataba, una vez más, de que su hija mayor aceptara la nueva circunstancia que envolvía el futuro de la heredad de los Allende.
—Tenemos que ser razonables. Es lo mejor para esta casa y para tu hermana. Si no accedes a que Manuela reciba todos los bienes no habrá matrimonio, y Txomin posee un largo caudal con el que defender y acrecentar esta propiedad. Más vale entregárselo a él que esperar…
—No cuente conmigo, padre, no lo voy a permitir. Ya se lo he dicho, la última voluntad de madre era otra, o es que se le ha olvidado. Si Domingo Narciso no regresa, por derecho me corresponde a mí, y a falta de hijos, la próxima propietaria será Francisca. Así son las costumbres de esta tierra, y así está establecido en el testamento que dejó escrito madre antes de morir. No puede torcer su voluntad.
—Josefa, ésta casa necesita un hombre que la gobierne, y Txomin es tan bueno o mejor que cualquier otro. ¿Tú qué dices, Francisca, qué opinas? ¿Por qué no hablas, hija? A ti también te concierne.
—No sé qué decir, padre. Creo que Josefa tiene razón, pero me apena pensar en Manuela, se la ve tan feliz en los últimos tiempos. ¿Qué va a decir ella? Tarde o temprano tendrá que saber lo que ocurre, preguntará y entonces ¿qué explicación le va usted a dar?
—La única que tengo, la verdad. Pero, de momento, no sabe nada. Primero hay que establecer el acuerdo, así lo estipuló La Torre. Manuela no ha de enterarse de lo que se ha pedido como parte del contrato matrimonial.
—Pues va a tener que quitarse la idea del matrimonio de la cabeza si esa es la condición. Si Txomin quiere esta casa que empiece a pensar en matrimoniarse conmigo, ¡a día de hoy su única propietaria!
Josefa salió enfurecida de la cocina. Había dado por terminada la discusión. Antonio y Francisca se miraron, no había lágrimas en sus ojos pero una inmensa pena ensombrecía el gesto de sus semblantes.
—Tu hermana va a sufrir por esto. La he visto hoy, estaba radiante. Se merece un matrimonio, una familia,…
—Josefa no va a cambiar de opinión, padre. Definitivamente, tendrá usted que hablar con el presbítero para que le dé la respuesta a Txomin.
—Quizá si esperamos un poco más entre en razón.
—Padre, lleva meses intentando que acepte las condiciones de ese matrimonio, y no hay nada ya que no le haya dicho para convencerla. Y si le soy sincera, yo pienso como ella.
—Ay, hijas, ojalá las cosas hubieran sido de otra manera y alguno de vuestros hermanos…
—No mire atrás, padre, no miré atrás —fueron las últimas palabras de Francisca.