Joseph Bernardo de Abasolo y Arechavala salía de la escuela de Unza a una hora todavía temprana. Mientras los demás niños permanecían sentados esperando la señal con la que el maestro daba por concluida la lección, Bernardo se alejaba silencioso del valle, con su paso ligero avanzando por el sendero que ascendía al monte, repasando mentalmente lo que había escuchado ese día. Cuando su vista alcanzaba la imagen de la ermita, echaba a correr hacia el oeste, monte a través, hasta encontrarse con el rebaño que esa misma mañana había dejado pastando en alguno de los terrenos comunales que compartía con el resto de vecinos. Reunía las ovejas y las llevaba hasta el refugio donde se cobijaban de las oscuridades acechantes de la noche. Los lobos andaban cerca y dejar una fuera significaba perderla. Sobre todo en primavera, con los corderos tentando a las fieras. Una vez guarecidas y atendidas, continuaba el camino de regreso a casa todavía de día.
Llegaba cansado, taciturno, sin una sonrisa en la cara. Su madre lo esperaba con una sopa de pan o un puchero de castañas, según la temporada, a veces había queso y otras nueces o manzanas asadas. Ávido, se lanzaba sobre la comida dispuesto a saciar el hambre acumulada durante el día. Era igual que su padre, digno de su nombre y casa. El parecido físico impresionaba, muchos decían que aquel niño había nacido con el medio siglo del progenitor en la mirada. No se sorprendía por nada, ni se inquietaba, no sabía jugar, y las risas eran tan contadas que a su madre se le había olvidado cómo sonreía aquella cara. Tampoco recordaba una expresión alegre en la de su marido desde la que le dedicó el primer día de matrimonio, cuando sus ojos se sonrieron al verla llegar con la carga de la dote. Ilusa y feliz, entonces creyó que lograría dulcificarlo.
Ana María nunca se acostumbró a la vida solitaria en la alta montaña, lejos del bullicio de la hospedería de los Arechavala. Echaba de menos Molinar, el carcajeo fácil de sus hermanas, los sermones fingidos de su madre, y a las otras mozas enfilando con sus herradas la salida de la fuente de Ibarra. No había olvidado los años de juventud vividos en el valle, aunque pronto serían más los que habían transcurrido desde que se instaló en la casa de los Abasolo, en Otaola.
Aquí había parido tantas veces que a menudo se hacía la ilusión de perder la cuenta y no saber cuántos hijos eran los que le habían arrancado de las entrañas. Se volcaba en ellos desde que los sentía dentro y después de nacidos, si vivían, se convertían en su guía y la justificación de su vida. Sin ellos no era, no sentía, no estaba. Así ocurría cuando la puerta de la alcoba se cerraba y él caía sobre su maltrecho cuerpo, encogiéndola, apretándola, sacudiéndola hasta que se saciaba. La dejaba envuelta en aquel olor a resina que tanto aborrecía, la esencia de la madera mezclada con su sudor y su rabia. Sigilosa, se levantaba y aprovechaba el agua que había dejado a propósito por la mañana para mojarse entre las piernas y sentir un estremecimiento allí donde le escocía el alma.
Una de aquellas tardes de primavera, el joven Nardo, como lo llamaban en casa, dejó de sorber la sopa caliente, apartó el plato en la mesa, miró a su madre y le anunció que al día siguiente comenzaría a trabajar en la construcción de la nueva iglesia de Santa María a las órdenes de un tal Aldama.
—No podré atender el rebaño, madre, deberá mandar a alguna de mis hermanas.
La sorpresa fue mayúscula. Ana María trató de mantener la calma, quiso tomar aquello como una ocurrencia infantil, sin otorgarle mayor importancia, pero sabía que la determinación de su hijo, con tan solo nueve años, no dejaba lugar a la duda. Quiso conocer las razones que tenía para querer trabajar fuera de casa y ver como disuadirle en su idea.
—¿Te falta algo, hijo? ¿Hay algo que necesites en la escuela?
—No, madre.
—Entonces, ¿por qué quieres trabajar?, y ¿quién es ese Aldama? ¿Le conoce tu padre? ¿Sabe él algo de esto?
—No, no sabe nada.
—Lo imaginaba. ¿Y la escuela?
—Seguiré yendo cada mañana, no se preocupe, continuaré aprendiendo, lo que no podré es recoger las ovejas porque voy a regresar más tarde, eso se lo tendrá que mandar hacer a ellas, aunque Catalina es mayor creo que Prudencia tiene más maña.
Quizá lo más sorprendente de aquella charla era la calma, la seguridad y el sosiego con que Nardo había resuelto todo el problema de las ovejas. Lo demás era cosa suya, así lo dejaba entrever el tono de su voz.
—Vamos a ver, que me parece que no te entiendo. Dices que vas a trabajar después de la escuela y, ¿cuándo piensas comer, hijo?
—Tendré que llevarme algo de comida, eso sí, madre, cualquier cosa que usted tenga a bien prepararme.
—Por Dios, Nardo, si aún eres muy joven. Espera que llegue tu padre y hablas con él de esto.
—No, es mejor que no se entere de momento.
—Eso ni lo sueñes, esta misma noche se lo hago saber. No quiero que luego caigan sobre mí todas las desgracias de esta casa.
—Pero se enfurecerá, y no voy a cambiar de opinión. Ya me he comprometido con Aldama.
—¿Y se puede saber qué trabajo vas a hacer con ese señor? ¿Ya sabes lo que te va a pagar?
—Me va a enseñar a hacer paredes, a elegir las piedras, atarlas y colocarlas.
—Ah no, hijo, no te he criado para que con los huesos a medio hacer te pongas a arrastrar piedras como un mulo. Vamos, sólo me faltaba eso, que te me quedes lisiado de por vida.
—Madre, no me deja terminar. No voy a arrastrar nada. Yo sólo voy a trabajar de ayudante del señor Aldama. El necesita alguien que se mueva por la obra y las ruinas de la antigua iglesia, que localice las piedras que mejor le convengan, que lleve el agua y atienda a los bueyes. Es un trabajo fácil, y además de aprender voy a poder sacar unos reales.
La mirada de Ana María se detuvo a escudriñar la figura que se desdibujaba detrás de su hijo. A la espalda de éste, apoyado en la pared, escondido en la penumbra, escuchaba su marido, que al saberse descubierto salió de la oscuridad interrumpiendo la conversación.
—¿Y cuántos reales te pagará?
Nardo se giró con brusquedad y a punto estuvo de derramar con el brazo los restos de comida que se enfriaban sobre la mesa. La voz de su padre sonó como un cuchillo afilado a su espalda.
—Padre, no sabía que estaba usted ahí —dijo, con un leve tartamudeo.
—Contesta, ¿cuántos reales?
—Medio real por semana.
—Eso es una miseria, ¿lo sabes?
—Es lo que ganan otros muchachos.
—¿Y no vas a dejar la escuela?
—No, eso ya está apalabrado, la escuela no la dejo. Iré a la obra después.
—¿Y cuándo pensabas contarme tus planes, hijo?
A Nardo aquella voz tan suave acercándose despacio lo despistó, llenándolo de desconfianza. Miró a su madre con los ojos envueltos en miedo, temeroso de la represalia. Ana María intervino sin pensarlo, queriendo evitar un impulso desproporcionado en el hombre que se mantenía rígido en mitad de la estancia.
—Te lo pensábamos contar esta misma noche, Bernardo. No iba a ir sin tu consentimiento. Es más, yo creo que no debe empezar a trabajar sin que hables con ese señor, ese tal Aldama. No quiero que nadie se aproveche de nuestro hijo.
—¿Y quieres que piensen que no tenemos con qué alimentarlo y por eso lo mandamos a trabajar a la obra? ¿Es que no hay tierras en esta casa para labrar y ganado que atender? Si quiere trabajar que se venga conmigo al monte mañana, ¡antes del amanecer puedo empezar a enseñarle lo que cuesta ganar los reales de que habla!
—Por favor, Bernardo, no levantes la voz que vas a despertar al pequeño.
Pero ya era tarde, Antonio Benito, que no alcanzaba el año de edad y hasta ese momento había dormido plácidamente en un canasto junto a la lumbre del hogar, se revolvía lloriqueando. Ana María se agachó para recogerlo y acallarlo mientras ahuyentaba con gestos y susurros al resto de sus hijas para que salieran de la cocina. Agradeció para sí que no estuviera allí ninguna de las mujeres de la familia de su marido. Nardo había sido listo, había sabido sacar el puntilloso tema del trabajo cuando creía que estaban solos. Una sonrisa se le dibujó en el corazón al pensarlo, al fin y al cabo, en la que más confianza seguía depositando era en ella. Ante el temor de que su marido cumpliera la promesa y se lo llevara al monte para convertirlo en alguien como él, sacó fuerzas y continuó hablando con la voz más firme y tranquila de que fue capaz.
—Bernardo, yo no quiero que trabaje, que se deslome por unos míseros reales, no le he criado para que con nueve años salga de casa a ganarse el pan, pero si eso es lo que quiere que lo haga, otros muchos como él se afanan en las obras de la iglesia. Lo único que le pido es que no deje la escuela, ni este año ni ninguno hasta que aprenda todo lo que le puedan enseñar aquí, y después, si es listo y sabe aprovechar lo que tiene y lo que gane, en donde sea lugar. Que al menos uno de nuestros hijos aprenda a vivir de otro modo, y por qué no él si tiene voluntad. Mañana bajas a Oquendo y hablas con ese Aldama, indagas y preguntas, te enteras de lo que te tengas que enterar, y a partir de ahí, cada quien a sus asuntos. Las hijas podrán recoger las ovejas, o yo misma si es necesario.
Bernardo no abrió la boca, la observaba pasmado, era la primera vez que la voz de su mujer se imponía a la de él. Ana María se quedó esperando, temerosa, sin saber cuándo estallaría, mientras Nardo, incrédulo, miraba a su madre con la sorpresa en la cara. En ese momento entró la abuela en la cocina. Había escuchado toda la conversación. Minutos antes, alertada por los gritos de su hijo subió las escaleras y se quedó en un recodo bajo la ventana hasta descubrir qué pasaba. No lo dudó, miró a Bernardo y le advirtió: tu mujer tiene razón. Mañana vas a Oquendo a hablar con ese señor. El hombre salió de allí con el rostro contrariado, bufando como un animal atado; en dos pasos llegó a la calle y se lanzó a la nocturnidad de la montaña. Ana María retuvo las lágrimas que trataban de salir y, meciendo al pequeño Benito que volvía a dormirse en su regazo, sonrió al hijo que la miraba aturdido, orgulloso y feliz.
Asensio Aldama Eguia sujetaba con fuerza las cuerdas sobre los cantos de una piedra. Era una pieza clave para el ascenso seguro de la pared sur de la iglesia. Los bueyes esperaban pacientes el golpe que indicara sobre su lomo la orden de avanzar. Deslizar las sogas bajo el peso de las rocas no era una tarea sencilla. Había que atar, ajustar y asegurar cada bloque por varios extremos con cuerda y hierro, y después obligar a los animales a marchar despacio, arrastrando la roca desde Unza hasta la pared sur del nuevo templo. Era un trabajo fatigoso que, con la colaboración de varios hombres, Asensio dirigía con seguridad y experiencia.
Le gustaba contemplar el muro, las paredes anchas y angulosas de la nueva iglesia. Calibraba el espesor, la dimensión de la próxima piedra, elegía la que consideraba más apropiada, a veces hasta dos, y no le temblaba el pulso cuando debía cambiar de opción y volver atrás después de haber tomado una decisión. Se sentía contento, orgulloso de estar entre todos aquellos hombres, añadiendo algo de fuerza y trabajo a la construcción del templo.
La primavera estaba tocando a su fin en el valle de Oquendo. Hacía ya varias semanas que la actividad había vuelto al pueblo. Durante los fríos meses del invierno tuvieron que abandonar las obras; el lodo acumulado, la incesante lluvia y las constantes nevadas imposibilitaban cualquier avance. Por el contrario, eran buenos meses para las fraguas de las ferrerías. El sonido de sus martillos y del agua del río salvando los saltos de las presas se mezclaba con el de los aldeanos y animales que cargaban mineral en una y otra dirección, de la montaña al valle y de éste al puerto de Bilbao. En estas casas, al calor incesante de sus hornos, los hombres se ennegrecían quemando carbón hasta lograr barras de grueso hierro. El mineral, desde que salía de las tripas de la montaña hasta que alcanzaba su forma final en hornos de última generación en las ciudades del norte de Europa, lo tocaban, lo trabajaban y lo bendecían las manos de hombres cansados, con la piel teñida y el cuerpo exhausto. Las ferrerías, las herrerías y otros fuegos, surtían, asimismo, de clavos, puntas y herramientas a los maestros artesanos, que trabajaban a destajo en la construcción de la nueva parroquia de Santa María.
El primer día que el joven Bernardo se puso a las órdenes de Asensio Aldama supo de la visita temprana de su padre a la obra.
—Un hombre interesante. Nunca antes le había visto por aquí —le anunció.
—Es que no baja mucho al pueblo, señor fue todo lo que alcanzó a explicar Nardo, que se quedó esperando el resultado de aquel encuentro con los puños apretados y el ceño fruncido.
—Hemos llegado a un acuerdo. El primer día que faltes a la escuela se acabó tu trabajo, ¿lo has entendido bien? No hay trabajo sin escuela.
Los músculos se le aflojaron un poco, volviendo a su estado natural, tensos sin apretarle demasiado. Allí y entonces comenzó un nuevo tiempo en el que el joven Abasolo se sintió más vivo y feliz de lo que había sido nunca. Aprendía en la escuela y en la obra con el mismo empeño y rapidez. Era avispado y tenaz, y a su patrón le gustaba el interés que mostraba por el trabajo. Se tomaron confianza enseguida, y a los pocos días Asensio ya conocía las ocultas razones que movían a aquel taciturno muchacho a trabajar sin descanso: soñaba con la Nueva España, ese era su anhelo y su destino, tal y como le confesó en secreto.
Asensio no perdía la ocasión de añadir algún dato nuevo al escaso conocimiento que Nardo poseía acerca de la lejana tierra de Indias. Disfrutaba viendo acrecentarse su deseo con cada nuevo detalle, haciéndose firme a cada real que ganaba. Sus padres nada sabían de las intenciones del hijo, y no estaba en él desvelar un secreto como ese. Muy al contrario, se convirtió en guía y confidente de su pupilo, patrón, maestro y amigo.
Asensio Aldama Eguia era un hombre avejentado, fortachón, a quien le gustaba la conversación y, a menudo, el vino. Presumía de buena charla y de haber sido el mejor en el juego de pelota. Siempre había vivido en la montaña alta de San Román, y aunque estaba casado, su matrimonio no le había traído los hijos que tanto ansiaba. Ahora ya, con más de cincuenta años arañándole la espalda, no sabía si el no tenerlos era cosa de alegrarse, viendo las penurias que pasaban las familias vecinas. Vivía en una casa que había construido con sus propias manos, aledaña a la troncal de los Aldama. Había trabajado aquí y allá, siempre por los montes, haciendo carbón con Cosme Ulibarri, su amigo del alma, y forjando hierro en Mayorga. Sabía hacer barquilleras, fuelles para los fuegos más extensos, pero lo que más le gustaba era la construcción de algo nuevo. Las obras del templo de Santa María eran el colofón a su desmesurado anhelo por levantar paredes, tabiques y fachadas.
Conocía de las vicisitudes de otros vecinos por aquellas tierras de la Colonia gracias a las noticias que llegaban de los hijos que Ignacio Aldama, su difunto padre, había tenido con su segunda mujer. Dos de ellos hacían fortuna en la Nueva España, y daban fe de ello los caudales y las noticias que llegaban por San Román. Lo último fue un plato de plata para la parroquia de San Nicolás de Bari, en Zaldu, donde yacían los restos del viejo. Lo había traído uno de Gordejuela, un tal Txomin de la Torre, uno de los pocos que había regresado de aquellas tierras. Aunque no habló con él, le pudo observar de lejos, y después su hermano Juan le puso al corriente de su historia. Un hombre extraño, recordó que había pensado.
Txomin regresó de su viaje a Santander semanas más tarde. Lo hizo de noche y arreando un carro. Nadie lo supo hasta el día siguiente, cuando el humo de la chimenea de la casa del alto de Isasi alertó a Manuela. Desde ese momento esperó impaciente un nuevo encuentro. La mañana transcurrió sin sobresaltos, pero las horas se le empezaron a hacer demasiado largas cuando la tarde perdía sus primeras luces, y quiso enviar a Zurrape a indagar el misterio de tanto silencio.
—Voy a pedirte que te acerques a la casa de Isasi a ver quién ronda por esos parajes. Durante todo el día hay fuego en aquel hogar y, por lo que yo sé, su señor se encuentra de viaje.
—No, ya no. Llegó anoche, muy tarde.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó sorprendida.
—Porque esta mañana me he cruzado con él. Iba con prisa. Al parecer tenía asuntos que atender en Oquendo. El fuego debe haber sido cosa de su criado, porque ha pasado poco después con un bulto al hombro y muy sonriente. Ese José de Anieto, cualquier cosa con tal de alejarse de las Arza, dicen que le tienen a palo limpio todo el día.
—¡Qué cosas se te ocurren, Zurrape! Y dime, ¿te ha dicho algo más La Torre?
—No, Manuela, qué iba a decirme. De refilón me ha saludado. El que me ha dicho que su señor había ido a arreglar unos asuntos a Oquendo ha sido el criado.
Durante su ausencia, Txomin había recorrido el camino real de Reinosa. La actividad comercial del puerto cántabro se había incrementado un año atrás gracias al enfrentamiento que vivían el Señorío de Vizcaya y la monarquía de España.
Los vizcaínos, a través de su Consulado, luchaban por mantener las aduanas en los puertos interiores, en las villas de Orduña y Balmaseda. Tierra adentro los productos se tasaban con aranceles castellanos al cruzar la frontera. El trasiego de sal, tabaco, cacao y especias había enriquecido a una importante clase social, la de los comerciantes, que no estaban dispuestos a perder los privilegios proteccionistas que les otorgaba el Fuero.
La Corona española trató durante años de acabar con esta situación, pero la vieja Ley Foral superó con creces todas las pruebas a las que fue sometida y el Señorío continuó comportándose como una bisagra en el paso y precio de los productos que llegaban por mar. En represalia, la monarquía prohibió a Vizcaya cualquier comercio con sus colonias de ultramar, reduciendo sus negocios al hierro, que en enormes cantidades se enviaba a los países fríos de la vieja Europa.
Las razones que llevaron a Txomin a Santander no tenían tanto que ver con el comercio como con la recepción de una cuantiosa cantidad de dinero procedente de la Nueva España. Un par de meses antes a su repentino viaje a la villa cántabra le habían mandado recado de la presencia en Cádiz de un importante envío a su nombre. Varios vizcaínos afincados en el puerto del sur continuaban ejerciendo de mensajeros de noticias y caudales hacia las tierras del Señorío. Los puertos españoles se habían abierto al comercio con Ultramar, sin embargo, el comercio con la Nueva España continuaba siendo exclusivo de Cádiz. Ningún barco procedente o con destino a Veracruz arribaba su casco a otro puerto que no fuera el gaditano.
Allí llegaron los últimos pesos fuertes que La Torre recibiría de su paso por la tierra de las oportunidades. Definitivamente, sus negocios se habían cerrado en el Nuevo Mundo. Así se lo hacía saber Ignacio de Aldama en una extensa carta en la que le explicaba la crítica situación política que se estaba viviendo en la Nueva España.
Impuestos, control y poder han pasado de la noche a la mañana a manos de los emisarios de la Corona, apartándonos a un lado sin la menor contemplación. Nuestras opiniones, decisiones y votos ya no sirven, no son buenos para los españoles de la Península. Evitan que tomemos parte, y nos han convertido en los enemigos del rey.
Sus reformadores, amparados en el ejército, sólo se mueven por la recaudación. Han incrementado la producción de las minas, de las plantaciones y del ganado, absolutamente de todo. Y también han aumentado los impuestos, cobrando unas tasas muy por encima de las reales. El pueblo se siente desbordado y nosotros, que una vez tuvimos gobierno, relegados a un segundo plano frente a los uniformes militares y las órdenes que desde la lejana Corle se nos imponen.
El Consulado de Comerciantes está en peligro y se sabe que el último visitador enviado por la Corona trata de dividir el virreinato en Intendencias, al modo de la Península, todo su objetivo es implantar nuevos gobiernos dirigidos por funcionarios del rey, personas que no conocen ni sienten esta tierra como los que la hemos luchado y engrandecido con esfuerzo y trabajo.
La Corona pide más y más, y los criollos ya no quieren seguir dando su sangre y la de esta tierra para engrandecer a la vieja España. Las dos son hermanas y han de ir de la mano, no subordinada ésta, la americana, a los caprichos de un monarca lejano e injusto. Ahora entenderás porqué la decisión de vender tus últimas posesiones, ante la incertidumbre de que puedan producirte aquí más beneficio que en nuestra querida patria, donde espero hayas encontrado en buena salud a padres y hermanos…
Regresó de Santander con un buen caudal con el que agrandar sus miras de futuro. Al día siguiente cabalgó hacia el valle de Oquendo demorándose en los caminos, reconociendo las veredas y saludando a aldeanos y arrieros. Visitó a algunos conocidos en sus casas y huertas, almorzó en una taberna que regentaba una muchacha desproporcionada en tamaño y palabras, y alcanzó la construcción de la nueva iglesia después del mediodía.
Nardo recibía las primeras órdenes de Asensio. Acababa de salir de la escuela, y llegaba comiendo el talo y la cecina que su madre le había preparado. El primero en fijarse en el alto caballo fue el muchacho, que distrajo su atención de las cuerdas para contemplar aquel ejemplar de cuatro patas. El maestro no se percato de la presencia de La Torre hasta que éste estaba va frente a él.
—Busco al cura, ¿sabes dónde podré encontrarlo?
La extrañeza se reflejó en la cara del viejo Asensio, que se llevó una buena sorpresa ante la familiaridad de su interlocutor.
—¿Ha estado ya en la taberna? Es allí donde calientan la sotana los hombres de Dios.
—Si, pero no se hallaba. El caso es que necesitaría dar con él, le traigo encargo de la Nueva España.
Txomin miró hacia adelante, tratando de encontrar a alguien más que pudiera ayudarle. Entonces la voz del joven Abasolo se alzo por encima de la grupa de aquel hermoso caballo.
—Yo sé dónde puede estar. Deje que lo acompañe.
Y miró a su patrón pidiendo un permiso que daba por concedido de antemano.
—¿Y tu quién eres? —quiso saber La Torre.
—Bernardo de Abasolo, para servirle a usted y a mi patrón.
Y así, sin más preámbulos, comenzó a caminar por delante de la excepcional cabalgadura. La Torre agradeció con un gesto a Asensio Aldama el improvisado guía y avanzó despacio tras la pequeña figura que se adentraba ya por el sendero de Jandiola. Desde una curva le señaló el caserío en la montaña donde se encontraba el beneficiario del pueblo, dando consuelo a un moribundo, y regresó corriendo a su trabajo con una sonrisa en la cara y una moneda apretada entre los nudillos de la mano izquierda.
—No he tardado, ¿cierto?
—Cierto.
—Ese hombre dice que ha estado en la Nueva España, y que conoce a los Aldama.
—La Torre, así se llama. Cuentan que ha traído consigo buena fortuna y mucho brío. A saber qué se le ha perdido con el cura de Oquendo. Dios sabe en qué negocios andan esos dos. ¿Le has llevado hasta Jandiola?
—No, sólo hasta donde se ve la casa de Antobe. Luego ha seguido él.
—Bien. Vayamos a lo nuestro ahora. Tenemos que levantar una pared, hijo.
—Sí señor.
Y comenzaron a preparar las cuerdas y ramales que más tarde sujetarían las rocas que hombres de gran envergadura moverían al ritmo lento que les marcaba Asensio. Nardo no preguntó nada más acerca del visitante, pero su rostro y la breve historia de aquel día alimentaron su imaginación durante años, acercándole un poco más a su destino, en la Nueva España.
Txomin terminó su cometido en Oquendo después de entregar al beneficiario los pesos que le enviaban desde México. A media tarde volvió a pisar los mismos senderos que le habían llevado hasta el valle vecino, y casi al final del día, cuando creía que ya alcanzaba la cima de Isasi, sin esperarlo, se encontró con Manuela. Estaba con los brazos en jarras y una expresión cómica en el rostro, a medio camino entre el enfado y la emoción. Se acercó a ella, despacio, risueño, descarado.
—¿Qué cara es esa para recibirme? ¿Acaso no merezco una sonrisa? Pues siendo así, habré de guardarme el presente que traigo para otra que me espere con más ganas,…
El gesto de ella se fue dulcificando poco a poco hasta la risa. Descubrió ante sí a un Txomin de piel tostada, más reluciente que nunca, con traje nuevo y aires de hombre importante. Se había atado el pelo a la nuca, y durante el viaje la barba le había cubierto gran parte del rostro.
—Me gusta más tu risa, Manuela, no te quepa duda.
Saltó del caballo y se puso frente a ella, contemplándola. No la besó ni la acarició, como esperaba que hiciera, en su lugar le anunció una visita más formal y adecuada para otro día. Y volvió a subirse al animal. Desde esa repentina altura le informo con un guiño y una sonrisa ancha: antes he de resolver algunos asuntos que urgen. Ella quiso pensar que iba en busca de don Pedro para tratar la dispensa a su consanguinidad, o quizá de su padre para iniciar las conversaciones del contrato matrimonial; él estaba decidido a cortarse al fin el pelo y rasurarse la barba, que le hacía sudar y le irritaba la piel.
Volvieron a encontrarse al día siguiente, pero de nuevo se mostró presuroso e inquieto, y lo mismo ocurrió una y otra vez a lo largo de aquella primera semana de su regreso. Fueron varios los días que transcurrieron sin noticias antes de que llegara finalmente a buscarla. Traía con él una tela envuelta en el brazo. Sin decirle nada la extendió y se la colocó con cuidado sobre los hombros, era un mantón oscuro, con hilos de color verde cruzados en el centro, dibujando algo que no alcanzaba a ver. Era grande, ligero, pesado, precioso, inesperado. Era todo a la vez.
No lograba recordar cómo habían llegado hasta allí. Su alcoba era la que estaba al final del pasillo, y alguien les podía haber visto entrar. Prefirió pensar que no, que nadie rondaba la casa a aquella hora temprana de la tarde. El mantón colgaba a un lado de la cama, a medio camino entre los pies y la almohada. Lo podía tocar con solo estirar el brazo, pero en lugar de eso prefirió cogerlo y acariciarlo, olerlo, jugar con su tacto dejando que le rozara la piel de la cara. Estaba casi desnuda, tan sólo la camisa blanca cubriéndole el pecho. Las piernas escondidas bajo las mantas ocultaban lo que acababa de ocurrir.
La habitación estaba oscura, la ventana cerrada, el silencio envolvía ahora el mismo espacio que poco antes llenaban de jadeos, susurros y risas entrecortadas. Txomin la miraba jugar con el mantón, enredar sus dedos entre flecos, hilos y tela.
—¿Te gusta?
—Cómo no ha de gustarme, es lo más bonito que he visto nunca. Santander será una villa importante, vendiendo telas como ésta para las mujeres.
—Lo será, pero no procede de allí, sino de Madrid.
—Yo creía… ¿no me dijiste que ibas a Santander?
—Sí, pero es un encargo que hice a un amigo que venía de Madrid.
—¿Lo encargaste para mí?
La mirada de Txomin descendió por el cuerpo de Manuela. Un rubor se encendió en las mejillas de ella cuando comprendió que las manos del hombre querían desprenderla de la camisa que la protegía de la desnudez más impúdica.
—No, eso no —alcanzó a decir sin demasiado ímpetu.
El forcejeo duró un instante. Txomin logró subir aquel tejido tosco que la envolvía por encima de sus pechos. Manuela trató de cubrirse, estirando el lino blanco de la camisa sin lograrlo. El mantón cayó al suelo mientras él se abría paso entre sus piernas por segunda vez aquella tarde. Cuando quisieron darse cuenta el día se había perdido por completo tras la montaña. Sigilosa, abrió la puerta de la alcoba y se deslizó por el pasillo con la esperanza de que Teresa se hubiera entretenido en la huerta. Pero no era así, la criada ocupaba sus manos en los pucheros de la cocina.
—¡Manuela!, qué susto me has dado, no te he oído entrar. ¿Dónde andabas? Te he estado buscando, Juan de Villachica ha estado por aquí.
—¿Y qué quería?
—¿Quién?
—Villachica, ¿qué quería?
—Ah, necesitaba una laia, o eso creo, no estoy segura. Zurrape ha estado con él en la cuadra, imagino que se la habrá prestado. ¿Dónde te has metido, mujer? Me tenías preocupada.
Manuela no pensaba contestar a esa pregunta. Trató de entretenerla con una conversación sin mucho sentido acerca del guiso que hervía en el fuego, mientras escuchaba a Txomin deslizarse por las escaleras hasta el portal. Se las tendría que arreglar él solo para salir sin que lo viesen. Poco después, desde la ventana abierta de la cocina divisó la sombra de su silueta desaparecer por el sendero del monte. La próxima vez que se vieran tendrían que hablar del contrato y del permiso eclesiástico, se prometió a sí misma. Eso ya no debía tardar.