—No, Txomin, no sigas insistiendo, no voy a acompañarte. ¿Acaso crees que no me doy cuenta de tus intenciones?
—Pero mujer, si únicamente quiero que estemos solos, lejos de miradas y chismorreos. Además, nos merecemos un rato de intimidad. Si no quieres no nos movemos de aquí, pero luego no te enfades conmigo si nos ven arrejuntados y hablan por ahí. ¿Es eso lo que quieres?
—Lo que yo quiero es que me des tu palabra de matrimonio, bien lo sabes, que desde que llegaste han pasado muchas cosas entre nosotros, pero nada me asegura tus intenciones.
—Pues si es eso lo que quieres eso tendrás, Manuela. No hay más que hablar.
Su espalda se enderezó, se alzaron sus hombros, estiró el cuello, sus ojos se abrieron sin ver más que al hombre que tenía frente a sí. Inmóvil, incapaz de mover un músculo, le miró atónita, incrédula. Después de tanto tiempo, de tantos intentos por arrancarle una promesa, algo que anunciara su intención de casarse con ella, había llegado así, con un ‘si eso es lo que quieres eso tendrás’. Se lanzó a sus brazos sin pensar, agarrándose a aquel deseo hecho realidad en una frase. Él reía con ganas mientras ella dejaba escapar toda su ilusión por las pupilas de sus ojos verdes, en cientos de besos rápidos, en la alegría de su voz entrecortada. Le preguntó desde cuando lo tenía pensado, porqué no le había dicho nada hasta entonces, cómo arreglarían el contrato, y la dispensa eclesiástica a su consanguinidad. Manuela hablaba sin descanso, sin esperar respuestas, como poseída por unas prisas que delataban sus ansias. Él no contestaba a nada, ocupaba sus manos y su boca en convencer a aquel cuerpo para que le siguiera.
Alcanzaron la última casa de Isasi cuando todavía era media tarde. Entraron en silencio. Ella, más serena, caminaba confiada al lado de él. Txomin la contemplaba con una sonrisa complacida, la fue llevando con gestos, con besos y zalamerías, con palabras que sonaban a nuevo, a recién estrenado. Cuando entraron en la alcoba Manuela estaba casi segura de que nadie les había visto. La desnudó al mismo tiempo que se quitaba su propia ropa. La chupa de él sonó al caer al suelo. Eso la sobresaltó y la hizo mirarse, su chambra dejaba entrever buena parte de la camisa que le cubría la piel. Él se entretenía ya con los lazos de su cintura, hasta que el delantal y la basquiña se deslizaron dejando a sus pies un charco de tela del que la invitó a salir, avanzando un paso hasta su cuerpo. Se ruborizó al descubrir sus pies descalzos, no sabía en qué momento se había quitado las alpargatas ni dónde estaban. Perdió la saya justo en el instante en que él se desprendió de faja y pantalón. Con la camisa blanca como única prenda, Txomin la sorprendió alzándola en brazos para después dejarla caer sobre el colchón de lana que ella misma, años atrás, había encargado a Braceras comprar. Le levantó la amplia tela de lino blanco con destreza, y antes de que se diera cuenta la penetró. Un grito se quebró a mitad del camino en su garganta, sin lograr salir al exterior. No supo cuánto tiempo duró aquello, se concentró en los besos que él le iba dando, en las manos firmes que le apretaban los muslos o el pecho, percibió que sus piernas se alzaban sobre el cuerpo del hombre y se perdió en aquel espacio sin aire, sin palabras, sin nada más que ella y él. Comprendió que todo había terminado al descubrir la piel tibia de él descansando a su lado, somnoliento, callado, y se rió queriendo creer que era suyo y para siempre.
Después de esa tarde se veían casi a diario. Él solía aparecer de mañana, risueño y cantarín. La contemplaba un instante desde la grupa del caballo, alargaba la mano, y si nadie miraba la caricia se deslizaba por el pecho para, acto seguido, continuar su camino por el sendero que le llevaba a la plaza y a sus negocios, que se extendían ya a lo largo y ancho de Vizcaya. Nadie, sabía con exactitud en qué empresas invertía sus caudales, pero no había día en el año que Txomin de la Torre no tuviera algún encargo que hacer o cita que cumplir. Frecuentaba las casas más importantes, recorría los caminos a lomos de un corcel alto y espigado, y a veces regresaba ya de noche, silencioso, envuelto en los claroscuros de la luna. Manuela lo reconocía desde el otro lado de la ventana, escondida en la penumbra de la torre de Urrutia, asegurándose el descanso en aquella enamorada vigilia. Si no lo veía regresar las sombras se hacían largas y pesadas, no conciliaba bien el sueño y despertaba malhumorada y triste.
En ocasiones la alcanzaba a media tarde, por sorpresa, la arrastraba con su verborrea hasta algún lugar escondido, lejos de miradas indiscretas, y la hacía sentir todo el torbellino de su propio cuerpo ávido de ternura, de besos apasionados y manos hábiles. Ya no se resistía, ya nada le impedía disfrutar del idilio que la vida le regalaba, de su compañía, de su exigencia, de las risas que compartían y las palabras que no llegaban a decirse. Fueron semanas de mucho ajetreo, en las que el mundo parecía haber dado un vuelco inesperado. Corrían de aquí para allá, de un escondite a otro, tratando de disimular, evitando que les vieran, ocultándose en las alcobas vacías de una y otra casa, siempre con prisa, con ansia.
Desde los primeros encuentros Txomin le pidió discreción y ella asumió aquello como una parte más del romance que iniciaba. Prefería pasar desapercibida, que nadie pudiera echarle en cara haber roto el pacto tácito de mantenerse intacta hasta el altar. No airear a los cuatro vientos aquellos encuentros protegía de alguna forma su honor y decencia ante los demás.
La primavera les regalaba sus últimos suspiros cuando él le anuncio un viaje largo que le mantendría ausente durante semanas.
—¿Tanto tiempo?, ¿a dónde vas?
A Santander. Tengo algunos asuntos por resolver allí, un envío de las Indias.
—Entonces, ¿vas a recibir algún barco de la Nueva España?
—No, Manuela, eso no es posible, esos llegan a Cádiz. El envío me lo trae desde allí un militar. Pero, dime, ¿a qué viene tanta pregunta?
—No, a nada, es sólo que…
Y ya no pudo continuar hablando. La boca de Txomin se introducía sigilosa en la de ella una vez más, inundándola de un placer inabarcable.
Aquella noche durmió intranquila, y cuando se levantó supo que él ya estaba lejos de Isasi. En el camino Zurrape conversaba con José de Anieto. Tomasa de Arza, su mujer, era pariente de La Torre y con él había encontrado algún quehacer al marido, poco avispado y escaso de miras. Txomin lo convirtió en su criado fiel en apenas una semana, y ahora ahí estaba, lamentándose de la ausencia del amo y de la obligada residencia temporal junto a su mujer y cuñada, dos arpías con demasiadas argucias y muy pocas contemplaciones.
Manuela avivó la lumbre y se dispuso a preparar algo de almuerzo para Teresa, Zurrape y ella misma. Don Manuel tardaría aún en levantarse. En las últimas semanas se mostraba algo más taciturno, conversaba poco y cualquiera se daba cuenta de que evitaba la presencia de Manuela. Esta invirtió la mañana en la huerta, la casa y todo lo que se le ocurría que pudiera disipar la melancolía que trataba de colarse una y otra vez por los resquicios de su memoria más reciente. Recorrió la ermita de Isasi, le rogó a la virgen que nada cambiara con aquel viaje, visitó a Narcisa, se rió con Nela y olió una y otra vez la piel de la pequeña Francisca hasta llenarse con su nueva vida.
Nadie sabía con precisión la época en que la casa de los Allende se levantó sobre el suelo de Zubiete. Todos los vivos de este valle la habían conocido más o menos tal cual era hoy, sobre la misma tierra llana que se extendía hacia el río acabando en una hondonada de árboles frutales. Aquellos manzanos siempre habían estado allí, nunca hubo otra cosa que no fueran sus troncos espigados en invierno y sus ramas frondosas verdeando el verano. En otoño se recogían las redondas y jugosas piezas de fruta que se consumían durante los meses más fríos y oscuros, hasta que se acababan y empezaba a echárselas de menos.
Los Allende pertenecían a este lugar. Una casa y un nombre, todo en un mismo origen, un mismo hogar alumbrando los dos mundos, el de los vivos y el de los muertos. Aquí nació Antonio de Allende y Villamonte un doce de abril de 1694. Fue el primogénito. Sus padres, Antonio de Allende y Larrea Salazar y María de Villamonte y Mendieta, habían contraído matrimonio apenas dos años atrás. Con ese contrato firmado por las dos familias, los recién casados quedaban sujetos al futuro de aquella casa, una herencia no libre de cargas que habrían de defender y mejorar para transmitirla indivisa a uno de sus descendientes, y así por siempre. Como parte del compromiso la sepultura, en la tercera fila de la Iglesia de San Juan de Molinar, que salvaguardaba los orígenes, las raíces ancestrales de los Allende para la perpetuidad. Esa tierra pertenecía al linaje como las piedras del hogar, con la misma exigencia y generosidad.
Murieron demasiado jóvenes, apenas con tiempo para criar a cuatro hijos que no alcanzaban la edad adulta. En estos recavó entonces la obligación tomada por sus padres al casarse. Debían defender la propiedad para seguir perteneciendo, siendo, participando de un nombre, una raíz, un lugar. No hubo dudas en sus mentes, ni remilgos o excusas para zafarse de la ley de la costumbre. Santiago de Garay actuó como su tutor, curador y legitimo administrador, y Lázaro de Urtusaustegui se convirtió, de la noche a la mañana, en el fiador que necesitaban. Impusieron contra sus personas, cuatro niños, la solicitud a la Capellanía de Hurtado de Ibarguen de un censo de 50 ducados de principal. Para recibirlo hubieron de hipotecar su casa, el terreno que alcanza hasta donde empieza el de Ignacio de Gondra, las tres heredades dedicadas a la siembra del trigo, con sus frutales, y una ladera hacia Padura. Pero no quedaban ahí sus propiedades, también se incluyó en aquel censo otra parcela en Larragorria, otra más en la Llana de Zubiete, un castañar en Mondoño, otro castañar en Zubiete que llamaban Cogucha, un tercero próximo a la casa de Arechederra y otro más que lindaba con los hermanos Villanueva. Y por si esto fuera poco, don Lázaro de Urtusaustegui, en calidad de fiador, debió hipotecar su casa del Ribero.
Antonio de Allende y Villamonte asumió las cargas y los privilegios. Heredó lo que por derecho y obligación le pertenecía, administró con ojo cauto los bienes recibidos, casó y otorgó dote a sus hermanas, proporcionó estudios a su hermano, y siguió cumpliendo, hasta la fecha, los plazos de una deuda interminable. En 1734, un año después de nacer Manuela, añadió un censo más a aquella escritura. En esa ocasión las razones las halló en la reconstrucción de una antigua fragua, para convertirla en accesoria de importante compostura al frente de la casa principal. Y ahora, en 1766, la crisis ahogaba las economías más resistentes y Antonio barajaba la posibilidad de solicitar un nuevo préstamo que liberara de ahogo la maltrecha situación de su hogar.
Manuela recorría la calzada real con el paso apresurado. Tenía ganas de llegar a la casa de Zubiete, revisar el emparrado, respirar el olor del hogar de siempre, escuchar la voz ronca de su padre, y reconocerse en aquel espacio que seguía siendo propio, único, pese a los años vividos en Isasi.
—Buenas tardes, padre, ¿cómo se encuentra? Siento haber tardado tantos días en visitarles, he estado muy ocupada con la huerta —mintió—. El tiempo de siembra es exigente, lo conoce bien, no puede dejarse para más tarde. ¿Qué me cuenta de las vides?, ¿cómo están? ¿Darán buen txakoli?
—Hija, dime algo, ¿esa Teresa no sabe nada de siembra?, se te ha echado de menos por esta casa en las últimas semanas, ya pensaba subir yo a Isasi a saber de ti. Tus hermanas en eso andan, en la huerta. Pero ven, siéntate aquí y cuéntame, ¿qué hace don Manuel?, a él tampoco se le ve mucho últimamente.
—Está muy ocupado, siempre de viaje, o a la villa de Bilbao o a las aduanas, cuando a Orduña cuando a Balmaseda. Y el día que no sale, que es cosa rara, vienen gentes del Señorío a entrevistarse con él a la casa. Deben ser cosas de política, algo del comercio con Castilla, creo, pero no me haga mucho caso.
—Las cosas no están bien, Manuela, nada bien. Acabaron las revueltas, pero la situación parece cada día más crítica. Dios sabe hasta dónde podemos aguantar.
—Y en casa, ¿cómo están aquí?
—Difíciles. Los últimos pesos que envió tu hermano de las Indias han alcanzado para poco, son muchas las necesidades. Y lo peor es que las dos mulas están que se nos mueren de viejas. Mejor sería matarlas de una vez, porque sufro cada día al verlas arrastrándose sin fuerzas. Sólo pienso en cómo nos las vamos a arreglar para bajar los granos de uva en otoño, porque esas dos no van a llegar tan lejos. He tenido muchos animales a mi cargo y ninguno me ha durado menos. El pobre Gerardo ya me lo anunciaba, amo estas mulas se hacen viejas antes que nosotros. Pobre hombre, y él se fue el primero.
—Quizá podíamos pedir las suyas a don Lope para los días que dure la vendimia. Seguro que no pone impedimento.
—Bastante debemos ya a ese hombre, Manuela, no es buena cosa estirar tanto la cuerda. Ya me las arreglaré, compraré al menos una, aunque tenga que pedir un nuevo censo.
Ella no supo qué decir. El ceño de Antonio se había fruncido ensombreciéndole la mirada. Permanecieron callados largo rato hasta que se decidió a preguntar:
—¿A cuánto asciende la deuda?
—¿Qué deuda?
—La deuda que hay sobre la casa y sus pertenecidos.
—Son varios censos que vienen de muy lejos, desde tiempos de mis padres. Pero eso no debe preocuparte, siempre lo hemos hecho así y al final, no me preguntes cómo, todos acabamos pagando. No hay otra forma, debemos mantener la propiedad tal cual la recibimos, al igual que hacen nuestros vecinos con las suyas. Hay que seguir adelante, Manuela, aunque para eso haya que endeudarse una y otra vez.
Ninguno de los dos continuó la conversación por aquellos derroteros, en su lugar hablaron de cosas más amables como el vino y la cosecha, temas que a Antonio le relajaban el gesto y a ella le parecía cubrían sin tapar una preocupación que empezaba a ser constante.
Francisca se unió rato después. Estuvo un rato participando de la conversación antes de continuar su camino hacia la iglesia, donde cada tarde se entregaba al rezo. Josefa sin embargo no salió de casa. Tuvo que ser su hermana pequeña quien entrara para entablar una breve charla que le supo a rancio, a algo tan viejo como el barníz descascarillado de las vasijas que se calentaban al fuego. Josefa se había convertido en una mujer huraña y resentida, los años le habían ajado el rostro y vuelto el gesto taciturno y oscuro. Apenas hablaba con las vecinas, pretería evitar cualquier visita, pareciendo incómoda ante el buen humor de los demás.
Para ella, Joseph dejó de pertenecer a la familia el día que se casó con Narcisa. Nunca le perdonó. Antonio visitaba a su hijo, nuera y nietos cada día, y Francisca y Manuela eran hermanas y tías. Incluso ama se reconcilió con su primogénito y acunó en su regazo a los nietos que en vida conoció. Pero en cuanto María de Ayerdi falleció, Josefa cerró la casa de los Allende de Zubiete para siempre a aquel hermano mayor desagradecido e irresponsable. A Manuela le entristecía esa mujer que en poco o nada se parecía a la compañera de juegos, guía y protectora de su infancia. Apenas tardó en volver a bajar las escaleras que la sacaron de nuevo a la calle. Antonio continuaba sentado en la misma piedra junto a la fachada. Se despidieron hasta el día siguiente y avanzó a Irazagorria, aún tenía pendiente otra visita.
Juana estaba sentada en el portal, con la prole de hijos a su alrededor correteando ruidosos. Se la veía tranquila bajo la luz de la tarde, con algo de costura entre las manos. La pequeña Petra la reconoció en la distancia y echó a correr en su dirección, cuando se encontraron descubrió que la niña sólo llevaba una camisa demasiado grande y ajada cubriéndole el cuerpo. La aupó, la besó y la llevó el resto del trayecto en brazos. Tenía cuatro años y las costillas le abultaban el pecho en una hilera de tablillas finas y arqueadas. Nunca fue una niña rolliza, pero la encontró demasiado delgada. Se fijó en los demás, y todos parecían más flacos, menos robustos. En las manos de Juana se perdía una tela oscura y vieja que se empeñaba en repasar una y otra vez. Manuela buscó entre los hilos del delantal de ésta alguna cosa que coser y se sentó junto a ella.
—Juana, ¿no está demasiado flaca la niña?
—¿Qué niña?, ¿Petra?
—Sí, Petra, y quizá también los demás.
—No sé qué decirte, hago lo que puedo, estiro lo que tengo hasta que ya no tengo más. Matías ya no viene a casa más que a dormir, dice que no puede verles tan flacos y pálidos. Se parte el lomo a diario y nada alcanza. El cereal es un lujo y los animales hay que venderlos para pagar censos y diezmos. Te juro que araño la tierra cada día, trato de sacar de ella lo poco que queda, pero es casi imposible alimentar a tantos hijos en estos tiempos.
—¿Dónde están los mayores, que no los veo?
—Dónde crees, en el monte. Se han levantado esta mañana dispuestos a cazar alguna ardilla o lo que les salga al camino. Las chicas han ido con ellos para ver si encuentran setas, lo importante es que unos u otros traigan algo hoy. No es que no haga puchero a diario, es que no es suficiente, están creciendo y necesitan otros alimentos más consistentes que las sopas que yo les puedo hacer con lo que saco de la huerta. Y cuando Matías trae algún animal lo estiro tanto que nunca se sacian.
—Parece que es general, Juana, que las cosas están mal para todos. Padre me acaba de decir que quizá tenga que pedir otro censo para poder sacar el txakoli de la montaña. Las mulas no van a durar tanto.
—La casa de mi padre tampoco se mantiene. Vino ayer mi hermano Iñigo a preguntarme si yo sabía algo sobre los negocios que se trae Txomin.
—¿Y eso?
—Van a tener que vender las deudas acumuladas sobre la casa a alguien que quiera comprarlas. Ya no se pueden pedir más censos porque no hay fiador que corra con eso y, según dicen, La Torre anda comprando hipotecas y deudas entre aquellos que están más ahogados. Tú sabrás de eso —predijo.
—Está de viaje. Pero… no tenía idea de…
Manuela enmudeció. No sabía qué pensar de aquello que acababa de escuchar a Juana, los propietarios necesitaban que alguien los apoyara, cualquier cosa antes que perder la propiedad, había dicho su padre.
—Y ¿dónde dices que está? Iñigo pensaba subir a Isasi esta misma tarde.
—Pues se va a encontrar con la puerta cerrada. Allí no ha quedado nadie, hasta el marido de la Arza ha tomado camino a su casa esta mañana bien temprano, después de que Txomin saliera al trote en su caballo. Según me dijo, piensa demorarse en regresar al menos un par de semanas, si no más. Así que tu hermano tendrá que esperar.
—Manuela, ¿crees que habrá venido con tanto dinero como dicen?
—¿Quién?
—Quién va a ser, La Torre. Dicen que anda por ahí acompañado de algunos comerciantes de Bilbao, de esos que exportan el hierro de las minas, y que parece interesado en más de una propiedad del valle, de las que ya no se pueden sostener solas. Todo el mundo comenta de ello.
—No sé de lo que hablas, pero me puedo imaginar que más de la mitad de lo que oyes es mentira, que en este pueblo hay mucha envidia y en cuanto ven a alguien que no va por el mismo sendero que el resto, se tiran todos a por él como alimañas.
—Sí, puede que haya bastante de eso, pero cuando el río suena agua lleva. Con quien más se le ve parece que es con uno de Sopuerta, creo, un tal De las Casas, que tiene mano en la prisión de Avellaneda.
—Ese hombre estuvo un día en casa con don Manuel, y hablaron de los asaltantes de caminos. Y la verdad, no me pareció una persona muy destacada.
—¿Y qué tiene que ver Txomin con los asaltantes de caminos?
—No lo sé, Juana, yo no sé nada, ya te lo he dicho, pero si dices que anda por ahí comprando deudas, a lo mejor porta muchos caudales con él y quiere sentirse seguro. No es algo que yo conozca.
La conversación sobre los asuntos de Txomin se alargó durante bastante tiempo, incomodando a Manuela hasta un punto insospechado para su amiga. Había llegado decidida a compartir con ella el romance que llevaba escrito en la sonrisa de su cara, pero no encontraba la ocasión, la conversación no salía de los comentarios, rumores y testimonios, según Juana, más que fiables, que se escuchaban en todas las cocinas del pueblo. Finalmente Manuela le cortó.
—Estás hablando del que será mi marido.
Esta vez consiguió que perdiera la voz. La miró a conciencia y sólo entonces comprendió, interpretó aquella sonrisa ancha y clara, los ojos más verdes que nunca rodeados por la luz de una piel más joven, resplandeciente. Manuela vio la oportunidad y la aprovechó.
—Me ha prometido matrimonio, Juana. Todavía no ha hablado con mi padre, no le ha dicho nada, porque hoy he estado allí y ni ha sacado el tema, así que nada ha de saber aún. Yo tampoco le he querido decir, porque es mejor que inicien ellos el acuerdo. Josefa tampoco sabe nada, me lo hubiera echado en cara, conociendo el genio que gasta. Me siento tan feliz. Ha regresado de la Nueva España y ahora está aquí, después de todo, de tanto tiempo, ha vuelto y quiere que nos casemos.
Manuela no podía dejar de hablar. Todas las palabras que se había guardado hasta entonces salieron a borbotones por aquella boca desatada, ansiosa de decir, de contar, de pronosticar y aventurar el futuro más prometedor que podía imaginar. Juana la escuchaba complacida, y esperó a que se vaciara, a que lanzara todas las alabanzas, para intervenir.
—¿Qué crees que le pedirá a tu padre?
—No lo sé, una dote adecuada, supongo. Pero qué problema puede haber, mis dos hermanas ya no se casan, y Joseph está al margen de todo esto, bastante tiene él con sacar adelante a los suyos.
—Ten cuidado, que Txomin siempre fue muy ambicioso, y si dicen que ha regresado con tan grande caudal no va a conformarse con un contrato poco ventajoso.
—No va a cambiar de parecer. Lo que sí puede ser un problema, y eso él no lo ha pensado, es el Tribunal Eclesiástico de Esponsales. Temo que no admitan nuestra consanguinidad.
—Eso no debe preocuparte, ese tipo de cosas tienen arreglo.
—¿A qué te refieres?
—Un donativo generoso, mujer, o cocinar para don Pedro por los siglos de los siglos. Tus guisos pueden casar a hermanos gemelos.
Las dos rieron la claridad con que había resuelto Juana el problema. La Iglesia dejaba de ser un impedimento si había de por medio buenos reales. Eso era tan cierto como que al presbítero de Molinar Manuela le tenía ganada la partida con sus pucheros. Los hijos mayores regresaron de la montaña con algunos pajaritos envueltos en el delantal de una de las muchachas, y una cesta llena de nísperos sobre la que se lanzaron los más pequeños celebrando la recolecta. Manuela los dejó todavía en la calle, planeando el convite.