Una mañana de septiembre llegó un correo a lomos de un caballo veloz. Los vecinos observaban atónitos al jinete dirigirse sin aliento por las calles de la villa. Cuando alcanzó la puerta del colegio de San Francisco de Sales saltó de su montura y corrió al interior. En un instante sacerdotes de todas las órdenes ocuparon la antigua plaza. Corrían de un lado a otro transmitiéndose la noticia, abrumados, nerviosos, sin hallar las respuestas que buscaban. Aquellos momentos de incertidumbre sirvieron para que los habitantes de San Miguel se fueran arremolinando en torno a ellos. En esta villa, como en el resto, nunca se sabía cómo era que las noticias se extendían de manera tan meteórica, pero lo hacían y en esta ocasión no hubo excepción. Cuando los frailes quisieron darse cuenta, la puerta del colegio y el templo de la salud eran el destino de las improvisadas carreras de hombres y mujeres buscando conocer aquello que alteraba la paz de sus líderes espirituales.
Alguien dijo algo de una expulsión, el nombre del Marqués de Pombal salpicaba las frases de muchos curiosos que creían poder descifrar el mensaje no recibido, otros hablaban de Francia, de los Estados Pontificios y hasta del rey de las Españas, Carlos III. Lo que a ninguno de los presentes se le escapaba era que una vez más los jesuitas volvían a verse asediados, perseguidos y barridos. Finalmente uno de los clérigos alzó los brazos al cielo proclamando la noticia: el Parlamento de París ha abolido a la Compañía de Jesús en Francia y confiscado sus propiedades. Antes había sido Portugal, ahora Francia, y la duda acechaba a España, ¿habría también expulsión de los jesuitas de los territorios de la Corona? Las murmuraciones, las cábalas, las contradicciones fueron haciéndose grandes y abarcando cada vez más espacio. Parecía que una espada de Damocles apuntaba directamente a la Compañía de Jesús en los reinos españoles. Aquello, si algún día llegaba a suceder, sería una debacle.
Durante días no se habló de otra cosa en San Miguel, en Dolores, en San Luís Potosí. Hasta que las aguas volvieron a su cauce y los detalles de aquel suceso quedaron relegados al interior de claustros, sacristías, salones y despachos. El espacio y poder de la Compañía en los territorios de la Corona española se mantenían intactos, pero la incertidumbre empezaba a transpirar por la piel de aquellos sosegados hombres de religión. Eran muchísimas las riquezas y posesiones que los jesuitas habían acaparado en la Nueva España, pero sobre todo eran muchos los intereses endeudados de españoles y criollos que habían acudido a sus arcas para servirse de créditos a pagar en cómodos y largos plazos. Había muchas haciendas en San Miguel que dependían de préstamos e hipotecas firmados por estos fieles seguidores del Papa de Roma. La incertidumbre sobre el futuro se fue mezclando en las conversaciones de los hombres del Cabildo, y en las charlas amistosas y concurridas que se celebraban en algunas de las salas de estrado más importantes de la villa. Pero aún así, no podían hacer otra cosa que confiar en la sensatez de la monarquía de no desterrar de sus reinos a la valiosa Compañía de Jesús.
En medio de aquella inseguridad que sobrevolaba la fortalecida economía de familias enteras la hacienda de don Balthasar de Sauto volvió a la normalidad. Esta vez era el pequeño de los Aldama, Ignacio, el que se entregaba sin remedio a las pasiones del cuerpo con la negra Jimena. Su romance, o lo que fuera que era aquello, surgió sin aviso, de la mano de una sombra al lado del río, en un inesperado encuentro que llevó al joven al éxtasis bajo las carnes flojas y oscuras de una mujer generosa en todas sus dimensiones, de risa extravagante y manos teñidas en mil colores.
Sauto había recobrado su ansiada libertad en la primavera de 1760, con la condición de que permaneciera en San Miguel hasta nuevo aviso. Nada de viajes, de sorpresas, de actos que pudieran interpretarse de rebeldía. Aún así, el gachupín entró con la cabeza alta, el talle del traje cortado por un buen sastre, y a lomos del mejor caballo andaluz que había podido encontrar. Había pasado de la bancarrota al contraataque. Sus enemigos ardieron en cólera al verlo asomar la nariz en las nuevas casas reales, pero no había nada que pudieran hacer salvo esperar una resolución definitiva por parte de la real audiencia que cerrara para siempre el obraje.
El viejo vizcaíno supo manejar aquella situación como nadie, y en lugar de un cierre definitivo, lo que se sucedió en estos años fueron resoluciones contradictorias, quejas, motines y un sinfín de propuestas que nunca llegaron a materializarse. Los problemas de la Corona habían empezado a ser otros, y las circunstancias políticas a cambiar: nuevo virrey, distintos regidores y diferentes intereses. Sauto se fue haciendo fuerte, retomando su posición al frente de los telares más productivos de San Miguel, y distanciándose cada día más de la élite política y social de la villa.
Sin embargo, la contradicción volvía a él una y otra vez. Doña Juana Petra, reconciliada a medias con su pasado y, de igual modo, esperanzada a medias con su futuro, estaba decidida a levantar una casa bien adornada y cómoda en el mismísimo centro de la villa. Sabía de la oposición que encontraría en su marido, así que puso de su parte a la hija de ambos, María Antonia, para que el empeño fructificara y poder dormir su vejez en la misma calle en la que florecían las nuevas casas reales. Desde que su amado Aldama dejó la hacienda, y de eso hacía ya algunos años, había sentido el aguijón de la soledad hiriéndole en lo más profundo, haciendo mella en su frágil espíritu. Odiaba vivir lejos del bullicio, como si fuera una mujer de campo, sin poder compartir con otros que no fueran los criados y serviles peones de Santa María. Sus hijos crecían y ella se sentía aislada en aquella hacienda que se había convertido en la cárcel de todos ellos. Estaba completamente decidida, y sabía bien cómo mover los hilos para que su hija convenciera a su padre de la necesidad de edificar una residencia propia en el centro de la villa.
Lo cierto es que San Miguel bullía de agitación en aquel tiempo. En mitad de una década convulsa como lo estaba siendo aquella, el nuevo centro social y político de la villa se alzaba con un impulso modernizador. Las nuevas casas reales ofrecían una visión renovadora, rodeadas por las principales familias criollas, que desde unos años atrás habían empezado a construir en torno a la parroquia y el recinto público sus hogares. Surgieron ideas para levantar nuevos templos, llenar de arte el interior de éstos santos lugares, y trazar otros caminos más cómodos y transitables. Todos, sin excepción, arrimaron pesos e ingenio para convertir a San Miguel el Grande en la más hermosa urbe del obispado de Michoacán.
La casa de Domingo Narciso de Allende era una buena muestra de ello. Se estaba convirtiendo en una de las más admiradas y envidiadas de la ciudad, y también en una de las más costosas y mejor ubicadas que se construirían en la villa aquel siglo. Anna se sentía feliz y toda la familia Unzaga celebraba el derroche con entusiasmo. Mientras, Domingo Narciso no veía el momento de trasladarse por fin a su hogar y abandonar las rígidas normas que dirigían su vida en casa de sus suegros. En cuanto la ocasión se terciaba, cabalgaba a lomo partido por los campos hasta llegar a Los Manantiales y recluirse allí durante días. Pero nunca mucho tiempo, ya que no le gustaba estar lejos de ella. A menudo la llevaba con él, pero acababa aburrida y desesperada. Habrá que esperar a los hijos, ellos la ocuparán el tiempo, pensaba antes de saber que el primero ya estaba en camino.
La noticia le emocionó, y se decidió a contratar más peones que alzaran por fin aquella interminable estructura que iba a ser su hogar. Y cuando vio la planta baja completamente terminada, con sus arcos, maderas y herrajes, comprendió que el diseño era perfecto. Buena parte de aquel piso lo destinaría al comercio. Tendría su propia pulpería en la que vender los frutos de sus huertas, artículos para el vestido y utensilios de mil formas y usos. Le gustaba la vida que se creaba en torno a estos establecimientos que abrían una puerta de la casa a la calle, al mundo. Tendrían portones de madera y forja. La fragua a su espalda, con otra entrada para el ganado, y un patio cuadrado en el centro, con una hermosa escalera ascendiendo a la planta de la vivienda. Domingo Narciso se precipitaba en su necesidad de cumplir aquel sueño, una casa de los Allende, un hogar para su descendencia, un lugar para su estirpe en aquella América.
Por su parte, Sauto tomó las riendas de su nueva casa y comenzó a idear un hogar digno de su posición social en el centro de la villa. Doña Juana Petra se sentía reconfortada, al fin obtenía una respuesta a sus plegarias. Lo que nunca se hubiera imaginado es que poco tiempo después Domingo Aldama, con una jovencísima esposa que le llenaría la vida de hijos bellos y sanos, levantaría su propio hogar justo en frente.
La boda de este Aldama se celebró con todos los honores la tarde del veintinueve de marzo de 1763. La novia, Francisca González, apenas había alcanzado la edad apropiada para el matrimonio, mientras que el afortunado novio había dejado atrás, hacía tiempo, los cuarenta años de edad. Era una diferencia bastante común en estas tierras, en las que los matrimonios no dejaban de ser acuerdos sustanciosos.
Lo más sorprendente quizá de aquel enlace fue la presencia de doña Juana Petra. Engalanada como si aquella fuera su última aparición en público, paseaba por los salones de la casa, fumando cigarros y recitando para sí su propia letanía, a la espera de un sobresalto que nunca llegó. Mientras ella perdía sus últimas esperanzas mirando de reojo la calle, deseando escapar de aquella trampa que le había tendido el paso del tiempo y la edad que marcaban los pliegues de su piel, en la capilla particular de la casa la pareja cumplía con el rito del matrimonio.
Tras la bendición, Domingo Narciso de Allende cumplió con los deberes propios de un testigo firmando los documentos que oficializaban el matrimonio. Ignacio también estaba allí, junto a su hermano, pero no se ocupó de firmar nada, ni de decir o añadir cosa alguna a lo que ya estaba escrito. Al menos uno de ellos avanzaba como se esperaba en esta tierra, casándose con una criolla de buena cuna y dote. Ya con la noche cerrándose sobre la villa, Ignacio tomó el camino de regreso a la hacienda del obraje con la esperanza de encontrar aún despierta a su Jimena del alma y perderse en sus carnes frondosas y amplias. Lo que no imaginaba era lo que las sombras de la luna le devolvieron: la imagen del cuerpo de ésta rodeado por los brazos de otro de su casta, fundiéndose ambos en una piel tan brillante y negra como la noche que les acechaba. Un miedo atroz le embriagó el pensamiento, le nubló la vista, le inyectó de sangre agria la mente, los ojos, la piel de todo el cuerpo, y en lugar de acabar con la causa de su dolor a filo de machete, se volvió a subir a su caballo, tomó el camino del puente viejo y no regresó a San Miguel el Grande hasta que las penas ahogaron lo que quedaba de su juventud, algunos años más tarde.
Un mes después del matrimonio entre Domingo Aldama y Francisca González, en abril de 1763, nació el primogénito de los Allende, y lo hizo en la casa de sus abuelos maternos. Domingo Narciso se sintió feliz ante aquel extraño y diminuto cuerpo que sólo dormía y comía en la paz de una primavera sofocante. Habían discutido el nombre del recién nacido hasta la saciedad, y al final asumió que no se llamara Antonio como su padre, pero sí José. Desde que había conocido a Anna se había vuelto un gran devoto de San Pedro Regalado, de hecho, no faltaría una imagen del santo en el oratorio particular de su casa. Finalmente la criatura fue bautizada bajo el extenso nombre de José María de la Luz Pedro Regalado Vital. Siempre lo llamaron José María, y aún siendo un bebé su padre se acercaba sigiloso al moisés y, sin despertarle, le inculcaba su amor por la tierra de Vizcaya, el verde valle de Gordejuela y el caserío de los Allende en Zubiete.