Las visitas de Txomin se habían frenado repentinamente, hacía casi una semana que no lo veía. Trató de adivinar por Zurrape si el inquilino de Isasi había salido de viaje una vez más, pero éste poco le supo decir salvo que había visto el caballo pastando donde siempre y que nada hacía pensar que no hubiera gente en la casa. Es más, creía haber divisado a un par de mujeres acercarse por allí esa misma mañana. Ella también las había visto, una cargaba con una criatura de muy corta edad, parecía que sólo tuviera días de nacida, y sin embargo ella andaba ligera y muy arrecha. Pasaron por delante de la torre de Urrutia algo antes de las diez de la mañana y enseguida se perdieron de vista por el sendero del monte. Supo que se trataba de las Arza, dos hermanas procedentes del valle de Mena que se habían casado con sendos vecinos de Gordejuela algunos años atrás. Esa misma tarde las había vuelto a encontrar, ya de regreso, conversando animadamente con Fernanda de Otaola a una orilla del camino. Según había sabido Zurrape, eran parientes del señor La Torre.
Las semanas le empezaron a parecer más largas que sus siete días. En más de una ocasión pensó en acercarse hasta Isasi a buscarle, pero se contuvo y logró no ceder ante lo que creía era un impulso demasiado imprudente. Intuía que una vez allí le resultaría imposible deshacerse de su embaucador abrazo. Entretuvo su intranquilidad pensando en Juana, en Lucía de Arechaga y en el próximo viaje a Zalla. No quería coger el camino de Berbiquez que se adentraba por Aranguren, demasiado concurrido en un día como aquel. Esperaba poder ascender hasta Ilso Eguren desde Lanzagorta, ese era el sendero más tranquilo, y si no se equivocaba, el que María de Sollano utilizaría para trasladarse con la mula cargada de hogazas.
Se dieron cita en la curva que el río Aiega hace antes de ascender a Lanzagorta Becoa, cuando todavía era noche cerrada. Manuela caminaba a un lado de la mula; al otro la Sollano marcaba el mismo ritmo lento, pausado y continuo de antaño. El animal, en el centro, cargaba dos cestos rebosantes de pan. Iniciaron el ascenso a Lanzagorta Goicoa todavía sin mucha conversación, tratando de acomodar sus pasos al camino, que en algún tramo más cerrarlo les exigía ponerse delante de la mula y tirar de ella para que continuara avanzando.
La subida a Ilso Eguen fue peor, más dura y escarpada. Se sintió agotada cuando alcanzaron la cima, pero una vez allí el paisaje la sorprendió, pareciéndole inabarcable. Los ríos vertebraban pueblos y valles: a un lado Balmaseda, Zalla, Güeñes, y al otro Gordejuela perdiéndose, adentrándose sigilosa en la tierra de Ayala. Apenas quedaban algunas brumas de la mañana cubriendo con su humedad los rincones más escondidos de los cauces. El día despuntaba despejado y limpio. María sacó una bota de vino del zurrón y ofreció un trago a Manuela junto con un trozo de hogaza antes de reanudar la marcha. Por primera vez descendían, y lo hacían en dirección a la cuadrilla de Sollano, para seguir después, sobre un terreno más abierto, hasta la de Arechaga. Allí sus pasos se separaron. Cualquier otra persona hubiera sentido curiosidad por conocer los motivos que la detenían en aquel lugar, cualquiera menos la Sollano, que no había dejado de hablar de su vida desde Lanzagorta Goicoa y continuó haciéndolo incluso después de quedarse sola con la única compañía de su mula, habituada ya a la cantinela del ama.
En el trayecto hasta allí le había ido contando cómo su hija, la que tuvo con uno de los descendientes del caserío Lanzagorta, era ya toda una mujer. La había visto crecer de lejos, escondida en la distancia, observando sus pasos por los senderos o el camino de la Iglesia. Durante años se miraron sin hablarse, hasta que un día se presentó en su casa de Sandamendi. Estaba allí, en la puerta, esperándome. El susto fue ‘morrocotudo’ le confesó, y durante dos días anduve turulata. Apenas pude decir dos palabras, me quedé paralizada al verla, sin voz y sin resuello. Estaba tan guapa, y más lozana de lo que yo haya estado nunca. No le hubiera podido dar lo que ha tenido. Y no sé qué venía buscando, quizá sólo quería reconocerse en mí, porque se marchó enseguida, se giró y no se volvió a mirarme ni una sola vez. Igual no le gusté, pero eso no me importa, porque ella a mí sí.
Estuvo hablando de su hija tanto tiempo que Manuela perdió el hilo de la conversación y de pronto se percató que era otro el tema que entretenía los labios de su guía.
—Yo al menos estuve con ella todo el tiempo que pude, la amamanté como hizo mi madre conmigo, pero después o la entregaba a su padre o se me moría de hambre, y ante eso no hay que pensar mucho. Pero esas mujeres que dejan morir a sus hijos por ganar unos míseros reales amamantando a los de otras no son madres ni son nada.
—¿De quién hablas, María?
—¿No te has enterado? Sí, mujer, de la Arza, la del valle de Mena.
—¿Las que son dos hermanas? ¿Qué pasa con ellas?
—Sí. Pues la que está casada con Sebastián de Larrea volvió conmigo de Bilbao hace cosa de unas semanas con otro niño para criar, y no hacía ni diez días que se había muerto el suyo. De verdad que no entiendo a esas mujeres.
—Yo soy la que no te entiende a ti. Esa Arza de la que hablas es ama de cría ¿no?
—Sí, y como tiene más recién nacidos a su cargo que los que puede alimentar, el que se le ha muerto ha sido el suyo. Le ha quitado al propio la leche que por ley natural le pertenecía para dárselo a los que se trae de la Villa. Me contó que le pagan buenos cuartos por mantenerlos hermosos, cuanto más gordos los devuelve más le pagan. No acaba de enterrar al suyo y ya está con otro ajeno en los brazos, dice que para que no se le seque la teta —continuaba la Sollano.
—Mujer, pero no creo que haya matado de hambre a su propio hijo, eso no cabe pensar de ninguna madre. Además, su marido no lo consentiría.
—Su marido está siempre fuera, en vete a saber qué servicios al Rey anda ese. Aparece por casa de pascuas a ramos, le hace otro crío y ala, ya tiene más leche para engordar a los de Bilbao.
—No puedo creerte, María. Otra cosa será.
—Qué otra cosa ni que nada, los reales, Manuela, los reales que saca con la teta, eso es lo que ésa ve. Dónde crees que tiene a los otros hijos que Dios le ha dado, pues mendigando por el valle día sí y día también. Que parece que no le llega con nada.
Manuela recordó a las Arza pasando por delante de la torre de Urrutia días atrás. Se dirigían a casa de Txomin y una de ellas llevaba en el regazo un recién nacido. Prefirió no mencionarlo. La Sollano continuó con su charlatanería hasta Arechaga, donde finalmente se separaron.
La vieja ermita de San Pantaleón miraba al cielo desde un claro entre los árboles. Estaba deshecha, con las paredes inclinadas y la puerta resquebrajada. A su alrededor los matorrales habían crecido y enraizado en las piedras oscuras y húmedas que trataban a duras penas de mantener en pie la fachada. Manuela sintió una tristeza lejana, un temor por la pérdida que conlleva el tiempo. Cerró los ojos y recuperó la imagen que acababa de ver, el valle desde lo alto, verde y vivo, poblado. El resplandor duró un instante, después un dolor profundo le inundó el alma al imaginar las paredes de Zubiete muchos años más tarde, cuando ella no este aquí, derruidas, las piedras de los Allende amontonadas en el suelo húmedo, cubiertas por la maleza, habitadas por roedores e insectos de la tierra, sin fuego en el hogar, ya sin escaleras que subir y sin el eco de sus muertos. Todo el silencio del tiempo cayendo implacable sobre sus cimientos.
Cuando abrió los ojos, una anciana, doblada por los años, la contemplaba. Sintió el agua de las lágrimas mojando sus mejillas y las retiro con ambas manos antes de empezar a hablar.
—Busco a Lucía de Arechaga.
Las pupilas grises de la mujer se rasgaron en una sonrisa que lleno de luz la triste imagen de la ermita de San Pantaleón. La acababa de encontrar. Siguió los pasos de la anciana hasta la casa más próxima. El fuego del hogar estaba encendido y frente a él dos troncos unidos por una madera formaban un rudimentario banco que parecía esperar desde el principio de los tiempos. Se sentaron muy próximas la una de la otra, y tras un largo silencio Manuela anunció lo que venía buscando: algo que ayudara a quebrar una vida que no debía llegar. Nunca supo cómo fue que pronunció aquellas palabras, cuáles utilizó, con qué argumentos o disculpas trató de aplacar su propio temblor; lo recordó muchas veces durante el resto de su vida, sin embargo nunca volvió a encontrarse con su propia voz. Un viento suave salió de aquella chimenea y se la llevó con él, le gustaba pensar ya de vieja, cuando retornaba a su mente la imagen de aquel extraño día de su vida.
La voz de Lucía de Arechaga sonó sorprendentemente cercana, segura y grave. Para eso no hay otro remedio que el pincho, dijo sin apenas cambiar la expresión de su rostro. Fue Manuela la que abrió los ojos todo lo que daban de sí, y negó una y otra vez con la cabeza la posibilidad que le ofrecían.
—No, eso es demasiado arriesgado, muchas mueren, se desangran por dentro. Tiene que haber algo, algún brebaje, otro remedio… traigo reales con que…
—Sí, hay algo que puede ayudar, pero no siempre funciona.
—Lo que sea.
La anciana se levantó despacio. Vestía de un color oscuro que no era negro, y tampoco gris. Su basquiña caía sin gracia sobre un cuerpo demasiado delgado y violentamente encorvado hacia el suelo. Un pañuelo le cubría la espalda y el corto tramo de pecho que quedaba a la vista. El pelo, blanco y anudado sobre la nuca, lucía descubierto. Su tez era morena, y su sonrisa una expresión imperecedera. Se aproximó a un arcón del que sacó hierbas secas que envolvió con la tela de su propio delantal, después añadió otras, y otras más. Salió de la casa y cuando regresó lo hizo con un buen ramillete de perejil fresco, y lo colocó junto al resto, sobre la misma improvisada mesa.
Ya no pudo ver más. Desde el lugar en el que estaba sentada sólo podía distinguir la silueta menuda y doblada, vestida de aquel color impreciso, machacando algo en un almirez. Cuando la anciana se volvió hacia ella traía consigo un atadillo de tela sin matiz.
—Cuece esto con el agua que entra en cuatro jarras de vino y cuando se quede en la mitad lo cuelas. Esta noche una jarra y media, sin otro alimento y de una vez; mañana, con la luna, bebe lo que sobre. Después a esperar que todo pase, y si esto no funciona sólo queda lo que te he dicho, el pincho.
A Manuela le costó reaccionar. Quiso explicarse, contarle a aquella anciana que no era ella la preñada, hablarle de las razones de evitar una crianza para la que no había sustento, del pan que no llegaba a la mesa a diario, de los otros hijos y sus miradas hambrientas. Pero no le salieron las palabras. En su lugar sintió que las manos le ardían. Observó lo que éstas guardaban y un suspiro se le escapó de lo más profundo de su ser. Antes de que la conciencia tuviera tiempo de inmiscuirse más en este asunto, sacó los reales que traía consigo y los dejó en el banco donde había estado sentada. Salió a la calle y a la luz del día, dejando atrás la oscuridad que inundaba el interior de la casa. Había dado tan sólo unos pasos cuando le pareció escuchar a su espalda la voz de la vieja de Arechaga, se volvió a buscarla y no la encontró, pero unas palabras en la lengua antigua que no entendía llegaron hasta ella antes de que reanudara la marcha.
Puso el pie en Zalla ansiando emprender el camino de regreso. Al abrigo de las ropas guardaba como oro las hierbas que esa noche habría de cocinar para Juana. De buena gana hubiera regresado sobre sus propios pasos, pero sabía que debía dejarse ver, y así lo hizo, decidida a abrirse camino entre el jolgorio de un día de mercado como aquel.
Se entretuvo dando un buen rodeo por todo el pueblo hasta que dio con ellos. Salían de la taberna con una conversación animada. Su padre apareció envuelto en la capa y con el sombrero que a ella tanto le gustaban. Al verla, se detuvo y la esperó. El resto de la comitiva también frenó la marcha. Braceras inclinó la cabeza con una sonrisa cómplice y Manuela supo que había dado con la res que le convenía. A su lado, Txomin de la Torre, Miguel de Oxirando y Cristóbal de las Casas discutían sobre aranceles y cargas sin detenerse a mirarla. Había otros hombres con ellos. Manuela esperó un instante antes de retirarse, y sólo entonces Txomin abandonó la charla y se aproximó a ella.
—¡Manuela!, ¿te veremos luego en la romería?
Sin hacer mucho esfuerzo por contestar, hizo un movimiento horizontal con la cabeza y comenzó a andar.
—¿A dónde vas tan airosa?
—A Isasi.
—Pero mujer, si apenas es mediodía. ¿Quién te espera? ¡Qué te ocurre!
—Nada, sólo que he de volver. No me entretengas.
—Bueno, bueno, está bien. Si es lo que quieres, pues así sea.
Se quedaron mirándose un instante en que ella no se atrevió a preguntarle por sus ausencias. En su lugar, tomó la dirección de Berbiquez desde donde alcanzaría Isasi, después habría de cruzar Molinar para llegar al fin a Irazagorria y a casa de Juana. Ya tendrían ocasión de solucionar aquello, no era éste momento ni lugar para mostrarse confidentes ante los demás.
—Todavía no ha hablado de matrimonio, Juana, y hasta que no lo haga no podré confiar en él. Si le dejo hacer…
Manuela trataba de entretenerla mientras esperaban los efectos del brebaje. Le fue contando cada detalle del día más extraño de su vida: le puso al corriente de las desventuras de María de Sollano, le describió a la vieja Lucía, y le contó con quién se había encontrado en el mercado de Zalla. Todo era poco para apaciguar la inquietud de una espera como esa.
Cuando la noche se cerraba definitivamente sobre el valle, Juana le pidió que regresara a Isasi. Matías no tardaría en llegar y ella se encontraba normal, podía quedarse sola, insistió, me vendrá bien descansar, y quizá mañana te necesite más que hoy. Además, has de estar rota de tanto caminar. Y era cierto, sentía los huesos y los músculos de todo el cuerpo quejarse con dolor. La tensión la había mantenido despierta hasta entonces, pero ahora, sentada al lado del fuego, sus fuerzas se entregaban al cansancio. Le costó decidirse pero al fin se levantó y se despidió, asegurándose de que la haría llamar si la necesitaba.
Al interior de la antigua torre de los Urrutia encontró a Teresa cenando sola en la cocina. Manuela no tenía ganas de comer y mucho menos de entablar conversación. La saludó desde el umbral de la puerta y sin detenerse continuó avanzando por el pasillo hasta alcanzar su alcoba. Incluso el lecho le parecía lejano estando tan cerca. Con un reflejo de la luna filtrándose al interior, se sumió en un profundo sueño que la arrastró por caminos escarbados en la montaña, obligándola a avanzar a gatas. Se descubrió el pelo grisáceo, casi blanco, alborotado y desordenado a merced del viento, la ropa rota, las rodillas ensangrentadas, las manos sumergiéndose en la tierra, sin poder agarrarse a nada. Se despertó ya de madrugada con el sobresalto de una caída al vacío. No se detuvo a recuperar los detalles de las imágenes soñadas, las campanas de San Juan de Molinar se mezclaron con el canto de un gallo cercano y salió de la cama con un único pensamiento: Juana.
Azuzó la lumbre y se sentó a comer algo. El trajín de la víspera la había mantenido prácticamente en ayunas. Teresa y Zurrape entraron en silencio y en silencio salieron a cumplir con sus quehaceres diarios. Manuela quería echar a correr hacía Irazagorria, pero debía ser prudente, su presencia allí a esas intempestivas horas alertaría a Matías, y Juana no le había encomendado otra cosa que mantenerlo al margen. Suceda lo que suceda, prométemelo, él nunca debe enterarse, le había rogado, y a ella se le había encogido el alma de miedo y soledad.
Braceras entró en la cocina después de anunciar a Zurrape que debía tener listo el caballo en una hora.
—¿Sale de viaje? —preguntó interesada por saber si disponía de la libertad que necesitaba para abandonar la casa a su antojo.
—Sí, me han convocado a una Junta del Señorío. Esta misma tarde he de estar en Guernica.
—¿Tan apremiante es?
—Sí, al parecer se trata de un asunto de urgencia.
—¿Qué ocurre?
—No sabría decirte con exactitud. Nos llegó aviso ayer a Zalla. También han citado a otros alcaldes de la comarca, regidores y alguaciles. Parece que la Corona de España insiste en abrir por Santander una nueva vía para la lana y corre prisa tomar postura.
—¿Y cuántos días estará fuera?
—Al menos dos o tres. Pero no te inquietes, si demoro más de lo previsto mandaré aviso para informar al Concejo. Sabrás de mí.
Mientras don Manuel ingería algún alimento, ella estuvo preparando la muda que habría de llevar con él. No llegó a sonreírle a la buena fortuna que sentía tenía de su lado, pero sí le agradeció al cielo el poder quedarse sola aquellos días. Apenas había alcanzado Braceras la plaza de Molinar a lomos de su caballo cuando Manuela se despedía de Teresa con prisa y corría en dirección a Irazagorria. Desde un recodo del camino descubrió a Matías alejarse de su casa. Todo estaba en silencio cuando ascendió por las escaleras y se filtró en las alcobas comprobando que todos, madre e hijos, dormían. Avivó el fuego que la noche había dominado y se dispuso a preparar el pan de talo que traía con ella. El olor a trigo tostado se extendió enseguida y Juana apareció en la cocina. Llegaba cubierta con una manta. La palidez de su rostro alertó a Manuela, que de inmediato se percató de la postura excesivamente arqueada de sus piernas y corrió hacia ella. Cuando la estaba ayudando a tumbarse de nuevo en la cama descubrió la mancha de sangre que ocupaba el centro de su camisa blanca.
—He empezado a sangrar como un cerdo y siento un dolor horrible en el vientre, como si me arrancaran las entrañas.
—No has comido ni bebido nada ¿verdad? La anciana no me encargó otra cosa que te mantuvieras en ayunas hasta que todo termine.
—No estoy para comer, ¡estoy para morirme!
—No digas eso, todo va a pasar, ya lo verás.
—¿Y si no lo logro? ¿Y si no sale?
Juana se retorcía de dolor, aullaba, gritaba y maldecía su suerte en aquella mañana de octubre, más fría de lo que cabía esperar de la estación otoñal. Manuela alimentó a los niños y los mandó a la calle mientras ella trataba de apaciguar el sufrimiento de la madre. Todo en un mismo día que parecía no querer acabar.
Fue al final de la tarde cuando por fin logró expulsar aquel trozo de carne sin vida, más parecido a la cría de un conejo que al bebé en el que ya no se convertiría. Cortó el hilo que les unía, lo envolvió en un trozo de tela oscura y lo dejó a los pies de la cama. Después esperó, recogió los restos que siguieron saliendo del cuerpo exhausto de Juana, la obligó a beber lo que restaba del brebaje, lo limpió todo, y cuando creyó que se acercaba la hora de regreso de Matías se despidió con aquel atadillo entre sus ropas, sintiéndose extraña, exhausta y confusa. Lo enterró bajo una parra ya seca que se perdía por uno de los caminos de la huerta, en su casa de Zubiete, en un lugar que conocía bien, y lloró, lloró por la muerte que le llenaba las manos, por Juana, por ella, por los hijos que no había parido, por la soledad que arrastraba desde tanto tiempo atrás y porque, de repente y sin esperarlo, había sentido con alivio el regreso de Txomin, la proximidad de un cambio, de poder abandonar todo aquello que no le gustaba en su vida, lo que nunca había querido ni podido mostrar.
Las lágrimas corrieron incansables por sus mejillas esa noche, mojaron la ropa, humedecieron el colchón y se enterraron para siempre en algún lugar del sueño. Ya con la mañana abierta regresó junto a Juana. La encontró vomitando y llorando de forma desconsolada, pero era otro su dolor, la hemorragia había dejado paso a la inmensa pena. Se mantuvieron muy juntas todo el día, hasta que al caer la tarde Manuela sintió un irrefrenable deseo de estar con Nela, de que su sobrina la mirara desde sus ojos de agua, que la hablara con esas palabras de niña, esos cuentos a medio camino entre la realidad y la fantasía. Se detuvo también a sentarse con aita, y a hablar con Francisca y Josefa. Y aunque lo intentó con todas sus fuerzas, no pudo alejar de ella el recuerdo de la noche anterior, que volvió una y otra vez, recordándole el tacto de la tierra aún húmeda entre las manos, escarbada en la noche bajo las raíces secas de la vieja vid.
Lo encontró una vez más en el camino, esperándola, con el sombrero y el caballo apartados a un lado. Estaba de pie, contemplando su figura, el vaivén de sus caderas que avanzaban irremediablemente en la dirección en que Txomin, con gesto inquietante, aguardaba. Cuando llegó a su altura la asió con fuerza de un brazo y tiró de ella hasta esconderla tras la maleza. Allí, a la sombra de la sosegada y apacible vida que transcurría sin sobresalto, la besó. Manuela trató de zafarse, se revolvió furiosa, buscó hueco a un lado y a otro para salir corriendo, pero de nada le sirvió, antes de darse cuenta que ya se había sumergido en la humedad de su boca abierta. Al separarse tuvieron que darse un tiempo antes de cruzar sus miradas, encontrarse y reconocerse en ellas. Sólo después reaccionó.
—¿Por qué has hecho eso? ¡Definitivamente, te has vuelto loco!
—¿Acaso no te ha gustado?
El gesto de Txomin era tan risueño que consiguió relajar el rostro enardecido de Manuela, pero no así el tono firme de su voz.
—Eso no tiene nada que ver. Puede habernos visto alguien. ¿Es que a ti no te importa nada?
—Mujer, no te enfades. Qué más da quién nos vea, somos mayores para esto.
—Pero tú qué quieres, ¿que me tomen por una fresca? ¿O es que acaso tenemos algo tú y yo que podamos mostrar a la luz del día?
La pregunta fue tan directa que la propia Manuela se sintió abrumada mientras esperaba una respuesta, y al comprobar que ésta no llegaba regresó al sendero y continuó avanzando airosa en dirección a Isasi. Txomin la alcanzó unos metros después, se puso a su altura y en total silencio caminó junto a ella, con el sombrero en la mano y el caballo siguiéndoles los pasos. Así llegaron a la torre de Urrutia, con la confusión reflejada en el rostro. Fue Teresa la encargada de romper el silencio que la pareja traía.
—Ha llegado el señor. Está con Zurrape en la cuadra, al parecer el caballo trae una pata mala. Ha preguntado por ti, dice que viene hambriento y que si le prepararías un guiso de carne para la cena. Le he visto desmejorado, ese hombre no trae buenas noticias.
Manuela y Txomin se miraron sorprendidos. Pocas veces Teresa se extendía tanto en sus explicaciones. Encaminaron sus pasos hacia donde les había indicado se encontraban Braceras y Zurrape. Manuela entró la primera y le costó acostumbrarse a la oscuridad que envolvía la cuadra, donde quiso ver lo mismo que Teresa en la cara de su señor, un cansancio de días y la expresión contrariada, pero no encontró nada que confirmara el augurio de malas noticias. Le habló con el cariño que le profesaba desde niña, le prometió aseo y una cena digna, y se retiró dejando a los tres hombres alrededor del animal herido. Antes de alcanzar la puerta supo que Txomin compartiría mesa y cena junto a don Manuel esa noche.
Entraron un rato después. Braceras se retiró a su alcoba para asearse y mudarse de ropa, no sin antes dejar a su invitado en el comedor con una buena jarra de vino entre las manos. Hasta que su señor no regresó ella evitó poner un pie en la estancia, no quería levantar intrigas ni sospechas. En cuanto le oyó aparecer se acercó.
—Manuela, he mandado a Zurrape a buscar a tu padre para que nos acompañe, pero mientras llega podríamos entretener el hambre con un trozo de queso y algo de pan. Estoy en ayunas desde que me he levantado.
Solícita, les trajo lo que le habían pedido y añadió más vino a las jarras casi vacías, al tiempo que avivaba el fuego y disponía la mesa.
—En cuanto se le mejore la pata al caballo tendré que acercárselo a Joseph para que le cambie las herraduras, el pobre animal está sufriendo con cada paso que da, y todavía le quedan muchos. En unos días he de regresar a Guernica a otra Junta del Señorío.
—¿En qué causas andáis que os tienen tan entretenidos?
La Torre, como la inmensa mayoría de los vecinos del valle, sentía curiosidad por conocer lo que se estaba tratando en esas reuniones de carácter extraordinario. Los rumores que habían llegado no eran del todo fiables, lo mismo hablaban de bandoleros o de aduanas, que de leyes anti fuero o dispensas eclesiásticas. Nadie sabía o conocía mejor que Braceras lo que allí se había tratado y estaba ansioso por enterarse de los detalles. No sólo él, también Manuela sentía curiosidad, y Antonio de Allende, que cruzaba en ese momento el portal animado por la inesperada invitación. Braceras se alegró al verle y enseguida le señaló el sitio reservado para él en la mesa.
—Ya estamos todos, ahora sí podemos empezar a cenar, si es que el guiso está listo —esto último lo dijo con una sonrisa suplicante.
—Enseguida.
Y así fue. Minutos más tarde colocaba sobre la mesa una bandeja con carne. Los ojos de don Manuel se encendieron de alegría, los de La Torre, sin embargo, estaban puestos en la figura y los movimientos de ella.
—La Corona lleva tiempo queriendo tasar con aranceles castellanos los productos que entran en el puerto de Bilbao, y ante la negativa del Señorío, que se refugia en los privilegios que emanan de la vieja ley foral, ha decidido establecer en Santander el principal puerto y aduana del norte peninsular. Si lo logran, Vizcaya sufriría unas consecuencias nefastas para su economía, alejándola del comercio marítimo y del de interior.
Braceras trataba de hacerles entender la nueva situación a la que se enfrentaban si la monarquía lograba su principal propósito: eliminar definitivamente los privilegios de la ley foral, que permitía el libre tránsito por tierra de Vizcaya de todos aquellos productos que desembarcaban en el puerto de Bilbao.
—Ahora todas las mercancías que entran por mar circulan por nuestra tierra libres de tasas castellanas. Sólo cuando alcanzan las aduanas, instaladas en puertos interiores como son Orduña o Balmaseda, se les carga los correspondientes impuestos que exige la Corona, entrando en Castilla con un valor, en cualquier caso, muy superior al que tenían en Vizcaya. La monarquía aduce que esta situación de privilegio potencia el contrabando y el bandolerismo en nuestras tierras, creando un espacio de libre circulación a aquellos que viven del robo y otras argucias.
—¿Qué dicen en el Señorío? ¿Cómo vamos a hacer frente a esta situación?
Braceras dejó que Manuela le llenara el plato de carne, los demás no quisieron repetir. Las jarras de vino volvieron a colmarse y la conversación continuó avanzando en dirección a las soluciones propuestas.
—El Señorío quiere abrir un camino para carros por Orduña hasta Pancorbo y unir así Bilbao con Castilla. Si facilitamos el acceso al mar de la lana castellana por una vía cómoda, rápida y segura la monarquía va a optar por ésta para sus exportaciones; el camino castellano a Santander es largo y angosto, de difícil tránsito. Esa es la propuesta más fuerte, y Orduña tiene mucho peso en las decisiones que toma la Diputación. Sin embargo, nos han dejado opción a presentar vías alternativas. En unos días tendremos una nueva Junta en la que se debatirán otras propuestas. Es por ello que me urge convocar una reunión del Concejo, quiero que todos los vecinos acudan a debatir la posibilidad de que nuestro valle opte como vía de paso entre el puerto marítimo de Bilbao y la tierra castellana.
—¿Nuestro valle?
—Si, Antonio, piénsalo bien. El camino para carros ofrecerá un flujo incesante de comerciantes, negocios y dinero a los pueblos por los que transcurra.
—Eso lo entiendo, pero nosotros no somos frontera con Castilla, sino con la Tierra de Ayala.
—Eso es evidente, por eso hemos de convencer al Concejo de Arceniega, para que se una a nosotros y nos acompañe a una junta extraordinaria en el Campo de Zaraobe. Si convencemos a los alcaldes y regidores de la Tierra de Ayala de los beneficios que aportaría el paso de esta vía por nuestros pueblos, tendremos alguna posibilidad de cambiar la idea inicial del Señorío.
Txomin había permanecido en silencio, tratando de hacerse una idea de los cambios que implicaría algo así para el valle. Una vía de comercio de esas características a buen seguro encarecería el precio de las tierras y los caseríos próximos. Ya tenía puesto el ojo en alguno que le interesaba comprar. Si la propuesta que estaba haciendo Braceras salía adelante, una empresa así era la más segura. Pero además, podría buscar otros emplazamientos nada desdeñables en la cercana Ayala. Entusiasmado con la idea, no perdió oportunidad de mostrar su total apoyo a la aspiración del alcalde de Gordejuela.
—Habría que barajar bien todas las posibilidades, estudiarlo a conciencia y presentar un proyecto alternativo a Orduña que nos pueda convertir en la vía de paso de las mercancías que van y vienen de Castilla —propuso en cuanto tuvo oportunidad.
—Muchacho, no corras tanto, hay que pensar que existen otras opciones también muy interesantes y que se van a presentar buenas propuestas desde Vitoria y Balmaseda, aunque sigo pensando que la que más fuerza tiene para el Señorío es la de Orduña.
Manuela, que permanecía de pie en un borde de la mesa, partiendo queso y pan, alzó la voz sorprendiéndoles a todos y a ella misma. Los había escuchado, como tantas otras veces, por la inercia de una curiosidad innata. Le gustaba saber, conocer los razonamientos de aquellos que manejaban los asuntos de gobierno, que dirigían, opinaban y hasta decidían las normas que regían el pueblo. No lo pensó antes de alzar la voz, quizá porque se sentía en confianza con cada uno de ellos, y cuando se escuchó no pudo evitar un sonrojo por la imprudencia. Aún así, no bajo la mirada al suelo, la mantuvo firme.
—¿De dónde salen los reales para pagar ese camino carretil tan importante para todos? —preguntó.
Los tres hombres la contemplaron atónitos; Antonio con un gesto de reprimenda en los ojos por su atrevimiento de intervenir en una conversación de hombres. La sorpresa en Txomin se dibujó con una sonrisa pícara, le gustaba aquella mujer y su naturaleza impulsiva, veía en ella algo que le seducía, atrayendo irremediablemente su mirada hacia sus caderas. Fue Braceras quien, con una magnánima dulzura, le respondió animándola a participar en la conversación.
—Es acertada tu pregunta y muy juiciosa tu preocupación. No está el pueblo para gastos de tal envergadura. Pero hasta donde yo sé, la Diputación del Señorío pagará, si no es todo, casi la totalidad del gasto que suponga el arreglo y adecuación del camino. Saldríamos beneficiados en cualquier modo ¿no te parece?
Braceras continuaba mirándola mientras hablaba. Estaba acostumbrado a compartir con ella largas charlas sobre lo que sucedía en las Juntas y en otros espacios en los que sólo había hombres y el tema principal era la política. No se extrañó con su pregunta, quizá más fue la mirada juiciosa de Antonio la que la previno de su actitud confiada en exceso.
—Si ustedes lo dicen será cierto —acertó a decir ella.
Txomin, animado por la intervención femenina, quiso adentrarse más en su pensamiento.
—¿Qué es lo que te hace dudar, mujer? ¿No comprendes que las comunicaciones traen riqueza, movimiento de gentes y reales?
Manuela no quiso continuar la conversación. Sintió la mirada disgustada de su padre, que la incitaba a abandonar el comedor, y así lo hizo. Su pensamiento iba más allá de ese movimiento de gentes y reales de los que hablaba Txomin con tanto entusiasmo. Si no había ni grano para moler difícilmente se podía vender, y mucho menos iba a haber reales con qué comprar. Por más que lo pensaba no encontraba las ventajas de las que tanto alardeaban aquellos hombres con los estómagos llenos y embriagados por el vino.