Todo sucedió deprisa. Llegó muy de mañana, con la urgencia de un niño, excitado, hambriento y risueño. Ella no lo esperaba, en realidad nadie esperaba a Txomin en aquella casa. No le habían visto desde los días en que se celebró la reunión, y de eso hacía meses. La primavera, la más lluviosa que creía recordar, había dado paso al verano, que transcurrió sin más noticia hasta este momento, en que su primo entraba precipitándose en la cocina de la torre antigua de Urrutia, donde ella vivía.
—¡Manuela, mira, mira lo que te traigo!
Su expresión era alegre y cansada. Le brillaba la mirada y el pelo le caía enredado sobre los hombros. Lo observó atónita, sin saber qué decir, esperando encontrar un espacio propio en aquellas palabras que llegaban a buscarla. Entonces él, con un movimiento rápido, extrajo del zurrón que le colgaba del brazo un trozo de tela oscura que se anudaba en uno de sus extremos, protegiendo de esa forma un objeto pequeño, previsiblemente delicado, valioso. Lo posó sobre la mesa. La última vez que se miraron así, con las palabras escondidas tras las pupilas, fue el día después de la reunión, cuando, sin desmontar del caballo, le entregó la carta que Domingo Narciso le enviaba desde San Miguel el Grande. Eran palabras hermosas, cariñosas y lejanas. No fue una carta completa, ni contaba en ella nada que Manuela no supiera o hubiera imaginado ya. La guardó junto a todo lo que venía de allí, sin encontrar el momento para sentarse a contestarla. Quería hacerlo, pero su mente estaba entretenida y sus manos desanimadas para empuñar la pluma y desgranar su vida en tinta una vez más.
Transcurrió el tiempo, cinco meses largos en los que la incertidumbre y la esperanza se mezclaban a menudo con la desilusión. Le gustaba recrear esa última escena, y revivir el roce de sus manos antes de su marcha. Ahora Txomin aparecía de nuevo, y la contemplaba de la misma manera. Continuaron así, mezclándose en el mirar del otro durante largo tiempo, paralizados, quebrantando las leyes del movimiento, ignorando la vida que fluía imparable alrededor. Él desvió la atención un instante para comprobar que no había nadie en la estancia, y regresó a ella, a sus ojos del color del valle, a sus pupilas verdes. Con suavidad se fue acercando, le tomó las manos y puso en ellas aquel trozo de tela oscura.
—Es un presente, Manuela. ¡Ábrelo!
Sólo entonces se atrevió a cogerlo y, con cierta inquietud, deshacer el nudo que lo ataba. La visión de lo que escondía le sacó un grito sordo, casi inaudible, que le hizo sonrojarse. Alzó el alfiler a la escasa luz que se filtraba por la ventana abierta, lo giró, lo contempló, y rió, primero a la joya y después a Txomin.
—¿Te gusta?
Estaba más cerca de lo que le había tenido en sus muchos sueños de adolescente. Le sentía respirar sobre su piel, le olía y, aún así, le hubiera querido más próximo, más pegado a ella, más dentro, si eso era posible. Y de pronto, como si hubiera adivinado sus pensamientos, él se fue juntando despacio, unió su cara a la de ella, y le habló en un susurro quedo, en un silencio cómplice, en un tono nuevo.
—Quiero que seas la más hermosa de las mujeres de este valle, que luzcas más orgullosa que ninguna, más señora y más dama que las que transitan por los pasillos de la Corte.
Ella lo observó incrédula y, sin moverse de donde estaba, le lanzó la pregunta que le quemaba en la garganta desde hacia meses:
—¿Dónde has estado?
—En el puerto de Pasajes. Esperando para recoger un envío que se estaba retrasando. He tenido que hacer un montón de trámites, pero por fin está todo conmigo.
—¿Todo este tiempo has estado esperando un barco?
No. El barco llegó hace muchas semanas. Donde más me he entretenido ha sido en tierras de Navarra. Fui con unos marinos que conocí en el puerto. Hombres de buen vivir que saben cómo moverse por el mundo y hacer negocios. Es posible que haya en esas tierras algunos asuntos de mi conveniencia. Nunca se sabe, Manuela, hay que estar abierto a los nuevos tiempos. Pero no quiero hablar de eso, más tarde pondré un poco de orden en todos los asuntos que traigo conmigo.
Ella mantenía entre las manos el alfiler y la tela en que había estado envuelto. No quería parecer imprudente pero, no había escuchado sus últimas palabras, los ojos se le iban a la joya que empezaba a adquirir la temperatura de su cuerpo. Una fina línea de brillante metal, con una perla casi blanca engarzada en su mitad componían aquel hermoso tesoro.
Txomin se aproximó un poco más. Posó la mano sobre su cuello desnudo y fue descendiendo lentamente por uno de sus costados, hasta alcanzar la cintura. Ella hizo ademán de retroceder pero él la sujetó con fuerza antes de besarla. El ímpetu de su boca, la suavidad de sus labios, la fuerza de sus movimientos, y la humedad que la inundó por dentro la entregaron sin reservas a aquel primer beso, y cuando por fin quiso desprenderse del impulso que emergía de su interior y responderle, él se separó, la sonrió y se despidió con el susurro de un agur que aventuraba nuevos encuentros.
Minutos más tarde Teresa entraba en la cocina y se sorprendía al descubrirla de pie, apoyada en la piedra de la pared, contemplando embobada algo de metal que brillaba entre sus dedos.
—Manuela, ¿qué haces ahí? Creía que estabas en la huerta. ¿Por qué estás tan silenciosa?, ¿en qué piensas?
Entonces reaccionó. Salió de su letargo y de la cocina perdiéndose por el pasillo en dirección a la alcoba, donde guardó con cuidado el alfiler, envuelto de nuevo en su improvisado traje de tela oscura, junto a las cartas de su hermano.
No le volvió a ver hasta dos días después. Salía de casa con la herrada vacía cuando le tropezó en la misma puerta. Un rubor intenso tiñó sus mejillas contraídas por el susto que le provocó el inesperado encuentro.
—Hola, ¿te he asustado?, ¿tan feo se me ve? —y estalló en una carcajada corta, rápida—. ¿Vas a la fuente?
—No, sólo sacaba la herrada para que Teresa la vea y no se olvide de ir a llenarla.
—¿Y por qué no vamos tú y yo? Deja que te acompañe y me cuentas sobre esas aparcerías que he oído posees.
—No sé si estará bien que nos vean juntos —dudó.
—¿Y qué van a ver? No hay nada que esconder Manuela, no seas como ellas.
Txomin continuó hablando hasta vencer sus miedos. La embaucó con su facilidad de palabra, una dialéctica bien entrenada que solía servirle para convencer al más reacio. Aunque un paseo a la luz del día no hacía daño a nadie, Manuela sabía, intuía, que con ello se levantarían falsos testimonios y desafortunados comentarios entre las vecinas. Espero, al menos, que Fernanda no tenga falta de agua a estas horas, pensó mientras recogía la herrada de donde la había dejado y comenzaba a andar a su lado.
Fue un paseo lento, lleno de palabras y de gestos. Ella se fue relajando hasta mostrarse más risueña y cómplice que en ocasiones anteriores, y cuando él dejó que su mano se tropezara con la pierna de ella, y más tarde le retiró un mechón de pelo que escapaba libre de la atadura del pañuelo, ya no se ruborizó, aunque sí reconoció el hormigueo que le bailaba en la boca del estómago. No hubo besos ni más contacto que las caricias imprevistas robadas al paso.
Pero había excitación, y el pulso acelerado. La conversación amena y entusiasta de su primo la sumergió directamente en el corazón de la Nueva España. A través de sus gestos exagerados, Txomin fue recreando alguna de las escenas más sorprendentes y divertidas. Le describió al joven Salvador, y la hacienda Los Manantiales que Domingo Narciso había levantado y enriquecido a fuerza de trabajo. También le habló de las largas trenzas que lucían las mestizas, y no dudo en mentir sobre su casta decencia, jurando no haber puesto los ojos en ninguna mujer de aquellas tierras.
Por la noche, cuando Manuela se acostó en su colchón de lana, acarició el mismo tramo de muslo que él había tropezado con toda intención horas antes. Sentía la piel repleta de sensaciones y la mente llena de imágenes nuevas, de casas con flores y plantas espinosas tan altas como iglesias, personas de piel cobriza, ojos oscuros y blancos dientes. Imágenes que no había visto pero que su imaginación recreaba con una luz intensa, brillantes como la plata del alfiler, radiantes como el sol de la Nueva España.
Los últimos días del verano de 1764 resultaron excitantes, al menos en el espíritu y la mirada de Manuela. Despertaba con una sonrisa radiante y se acostaba con la sensación de haber vivido el mejor de los días cada día. Txomin solía aparecer a media mañana, la acompañaba a la fuente de Isasi a llenar la herrada, y de regreso encontraba algún pretexto, una excusa que la hiciera detenerse, reír, mirarlo de frente, para acabar besándose y confesándose amores largos y duraderos. A veces no llegaba de mañana sino de tarde, y trataba de convencerla para que se acercara con él a su casa, a admirar un baúl que trajo de las Indias, alguna tela adquirida en Madrid, o la mejor imagen del valle desde cualquier ventana de su fachada. Ella se resistía, evadía sus tentativas de encuentros más íntimos, tiempos más largos y roces más profundos, y trataba de acomodarse la basquiña después de rápidos y escondidos escarceos que sólo incrementaban su deseo.
En aquellos tiempos dulces para Manuela, el valle, sin embargo, se estremecía ante la llegada de una de las crisis más profundas que habrían de vivir sus habitantes. Las malas cosechas se empezaban a acumular un año tras otro, y la inoportuna medida de liberalizar los precios agravó la ya de por sí penosa situación que se sufría en innumerables caseríos. Se echaba de menos el sonido constante de las ruedas de los molinos deshaciendo el grano, y el olor a talo y a guiso bien condimentado en las cocinas. Las tabernas apenas despachaban, y las ferias y mercados dibujaban una estampa gris de lo que en otro tiempo habían sido.
La noble tierra de Vizcaya empezaba a verse amenazada por la escasez de alimentos, la carestía de los precios, el hambre y la muerte de sus hijos. En un escenario así, Gordejuela vivía su particular crisis, producida por años de gran sequía seguidos de temporales que inundaban los campos y arrastraban puentes y vías. Las nieves espesas y largas de los dos últimos inviernos habían quemado la tierra, que tampoco respiraba con el abrazo de la primavera, lluviosa y fría a su vez. Las vides se esforzaban por florecer bajo un cielo color ceniza la mayor parte de los días, y cuando al fin aparecía un rayo de sol, no duraba el tiempo necesario para secar las aguadas. Los animales se acostumbraron a sacar del barro los escasos brotes que, espigados y delgados, trataban de encontrar la luz y la energía que el cielo les venía negando.
La penuria, el trabajo improductivo y la melancolía con que se instalaba la estación otoñal preocupaban a los hombres que componían el Concejo. Manuel de Braceras y Urrutia, el señor de Isasi, alcalde electo desde el primer día de aquel oscuro año, había convocado al ayuntamiento esa mañana. Se debían tomar medidas urgentes para que el invierno no resultara tan devastador como se preveía. No iba a haber cereal suficiente, la tierra se volvía estéril, baldía, y la deuda acumulada durante el año por censos y arrendamientos seguía creciendo en todos los caseríos del pueblo. La presencia de mendigos en las calles y plazas, niños dejados al abandono de la caridad, bandoleros y ladrones, prostitutas y rufianes, teñía poco a poco con los colores tristes de la pobreza la apacible vida de antaño.
Al mediodía, cuando don Manuel cruzó el portal, su rostro anunciaba el desánimo y el cansancio que le producía la situación a la que se enfrentaban.
—Ha sido el peor Concejo Abierto que recuerdo. No se han presentado ni la mitad de los propietarios, están cansados, y ya adivinan por sí solos el futuro que se dibuja en el desolador paisaje de otro invierno sin suficiente grano almacenado. Los pocos que han venido se han enfrentado entre sí, gritaban y se peleaban como nunca me hubiera imaginado en personas siempre tan pacíficas y cordiales. Tenías que haber visto a uno de los hijos de Romarate, Manuela, si no le llega a detener nuestro inquilino, Txomin de la Torre, se hubiera liado a golpes con Bartolomé, el de Escarzaga. Tu hermano Joseph también estaba allí, ha pedido turno para ocupar la taberna del Pontón, según dice casi no paran animales delante de la herrería y fuera de aquí tampoco encuentra con qué sacar un real. Puede ser una alternativa, aunque tu padre le ha pedido que lo piense bien, pero Joseph tiene la decisión tomada y cuenta con el apoyo de su mujer. No sé, no estoy seguro de que sea la mejor idea, pero tampoco se me ocurre otra que pueda salvar a su familia. ¿Cuántos hijos tiene ya?
—Cinco.
—Cinco hijos son demasiados en los tiempos que corren. Esperemos que esta situación cambie antes de que sea tarde y empiecen a morírsenos los niños por falta de alimento.
Manuela sintió que caía de una altura descomunal, que se precipitaba al vacío y se hundía en lo más oscuro de su propio ser. Llevaba semanas abstraída por las sensaciones que Txomin le transmitía, y olvidada absolutamente de todos y de todo lo que la rodeaba. Descubrió que hacía mucho tiempo que no visitaba a su hermano mayor, y que no pasaba la tarde sentada junto a Juana y su prole, o charlaba con su padre bajo el emparrado de la fachada de Zubiete. El final del verano había sido sólo de ella y de Txomin, de los planes y las ilusiones puestas en un futuro próximo, el deseo en la piel, su mirada haciéndole arder por dentro y el calambre que le recorría las entrañas cada vez que se imaginaba acostada bajo su cuerpo en el lecho.
—No diga eso, cómo puede decir algo así. Para los niños siempre habrá alimento, no ha de faltar qué ofrecerles. —La expresión de angustia que se reflejó en su cara serenó el tono de Braceras, que, sin embargo, no quiso esconderle la realidad que con tanta claridad intuía.
—Manuela, los niños son los más débiles, y cuando la situación se vuelve insalvable son los primeros en perecer. Pero tienes razón, estamos lejos de eso, mejor será guardar la calma.
—Dios proveerá, ya lo verá, y los hijos de estas tierras lucirán hermosos en la próxima primavera. No tengo ninguna duda de ello.
Esa tarde Manuela esperó a Txomin largo rato, pero por primera vez éste no llegó. Antes de que avanzara sin remedio el día abandonó Isasi y dirigió sus pasos hacia Irazagorria. La conversación le había revuelto el estómago y una sensación de intranquilidad se había apoderado de ella. Entró al portal de la casa de Juana como siempre había hecho, sin vacilación y sin golpear la puerta con la aldaba. Pero antes de poner un pie en el primer peldaño de la escalera que ascendía hasta la vivienda se detuvo, las voces que provenían de arriba sonaban fuertes y disgustadas. Matías de Solaun, el marido de Juana, vociferaba palabras incomprensibles que llegaban al portal envueltas por el llanto de alguno de los pequeños. La voz de su mujer no se oía, pero no había duda, era a ella a quien se dirigían los gritos. Manuela vaciló, no sabía qué decisión tomar, se sentía violenta allí quieta, escuchando la discusión, pero tampoco se animaba a salir de nuevo a la calle y esperar, o hacer sonar la aldaba para alertar de su llegada. Algo en aquel griterío la paralizaba.
Unos segundos después el propio Matías se precipitaba por la escalera a grandes saltos hasta el portal. Salió enfurecido a la calle al tiempo que Manuela echó a correr por la misma escalera en dirección a la vivienda. No sabía si la había visto, apenas la rozó al pasar junto a ella, que se había retirado a un lado para que no la arrollara. Cuando entró en la cocina las lágrimas rodaban por el rostro de Juana, y sus hijos más pequeños parecían hacerle coro, llorando a su vez el susto y el miedo de algo, seguramente, incomprensible para ellos.
Poco a poco los niños fueron cediendo al consuelo que les ofrecía la recién llegada, que se prodigó en abrazos y besos, palabras suaves y dulces. Les ofreció agua y acabaron saliendo a la calle a jugar sin hacer preguntas, como si la escena que acababan de presenciar no hubiera ocurrido. Sólo entonces Juana comenzó a serenarse y Manuela se sentó junto a ella esperando que se sintiera con fuerzas para empezar a hablar. Un rato más tarde las palabras llegaron a su garganta con el desconsuelo de quien por primera vez expresa en voz alta la causa de su aflicción.
—Estoy preñada, Manuela. Lo supe hace semanas, pero no se lo había dicho, no me atrevía, sabía que se iba a enfurecer. Y le comprendo, sé que no es un buen momento, que no podemos, no debemos tener más hijos. Casi no hay qué dar de comer a éstos. Las cosas están muy mal, y otra boca que alimentar es algo impensable. No sé qué voy a hacer, no lo sé —Juana quiso contener las lágrimas pero no pudo. El llanto volvió a inundarle el rostro y tardó en recomponerse. Ya me imaginaba que se iba a poner así, y sé que tiene razón, que no se puede, que no podernos con uno más. Ha sido empezar a hablar y zas, ha caído sobre mí como un loco, con toda su rabia y su desesperación. Pero qué quiere, si hecho está, y no ha venido por gracia divina, eso también lo sabe él, que si fuera por mí… Dice que habrá que entregarlo a la iglesia, Manuela, a la iglesia, un hijo mío en el hospicio,… ¡Antes muerta, antes muerta que abandonar a un hijo!
—Cálmate, Juana, lo habrá dicho en un arranque de rabia, no lo habrá pensado, Matías siempre ha querido a todos los hijos que le has dado.
—Sí, me va a obligar a entregarlo, aunque eso me mate. No va a consentir que nos lo quedemos, porque pondría en peligro a éstos, que ya están medio criados. Ay, Manuela, no sé porqué extraña razón Dios se ha empeñado en que yo sólita repueble la tierra.
Juana había parido siete hijos a sus treinta y dos años, y todos vivían bajo el sabio manto de su protección. Matías era un hombre alto, delgado y de trato tosco, que cosechaba fama de honesto, un hombre sensato y trabajador que, sobre todas las cosas, quería y cuidaba de su familia. Así lo creyó siempre Manuela, hasta esa tarde, al escuchar las voces de él mezcladas con el llanto de los niños. Una sensación de pánico que hasta entonces desconocía, un escalofrío en la columna la enfrió por dentro. El augurio de Braceras aquella mañana regresó intacto a su mente. Trató de consolarla, y cuando parecía más serena salió a la calle a buscar a sus hijos, zurció algún roto en las cortas basquiñas de las niñas y esperó que las horas transcurrieran sin más tropiezos esa tarde.
Después de Molinar el sendero se estrechaba en el ascenso a Isasi, zigzagueando durante un tramo más o menos largo. Se percató entonces del inminente regreso de otra estación otoñal en la corta luz del día, que permitía a la noche oscura ceñirse sobre el valle. Una idea sobrevoló su cabeza como el paso de una sombra, y se sintió aliviada al advertir que se alejaba. Intuía que aquel pensamiento no era cristiano. Franqueó la ermita con prisa y llegó al portal casi corriendo. Al entrar agradeció una vez más la calidez de aquel ambiente seguro y amable que la cobijaba.
La noche jugó con ella, arrastrándola por largos desvelos que no la dejaron conciliar el sueño. Giraba a un lado y a otro tratando de encontrar sosiego en el recuerdo de Txomin, en sus manos cálidas y su voz pausada que volvería a escuchar esa misma mañana, pero nada lograba serenar la inquietud que se había apoderado de su espíritu. Las sombras se deshacían con la luz del día cuando logró un sueño profundo y largo. La despertó el ruido que hacía Teresa en la cocina abriendo paso a los primeros fuegos. Se levantó azogada, y con un extraño mal humor. La misma idea que la tarde anterior sobrevoló su pensamiento, ahora parecía abrirse paso para quedarse definitivamente en él. Recuperó la imagen del ultimo sueño de la noche: en el que aparecía la vieja Jerónima sentada en la misma esquina de siempre, junto al hogar, envuelta en mantas, arrugada y tan delgada y pálida que se confundía con una fantasía. Ya al final de su vida hablaba y hablaba sin descanso. A Manuela siempre le gustó escuchar sus historias antiguas, sus relatos del pasado. Esta noche había regresado para recordarle un nombre, el de Lucía de Arechaga, la bruja de Zalla que la Santa Inquisición tuvo a bien quemar en la hoguera.
—Lucía de Arechaga era beata y no bruja. Aquellos hijos del demonio se equivocaron una vez más y quemaron viva a una de las mujeres más sabias de nuestra tierra. Vivía en una casita próxima a la ermita de San Pantaleón, y cuidaba de aquel recinto santo como una madre de sus hijos. Allí se calcinaron sus huesos, en la campa frente a su casa, con su hija presente, un bebé que berreaba como si comprendiera. Mi abuela decía que aquella niña se convirtió en la viva imagen de su madre, y con el mismo don del conocimiento de aquella. Desde muy pequeña y sin que nadie la instruyera, sabía de remedios y adivinaciones. Todas las hierbas tenían valor a sus ojos, y ya de moza arreglaba huesos y por los que venían torcidos de antemano, preveía sequías y auguraba tormentas. Vivió siempre en esa casa y tuvo también una hija, igual que ella, igual que su madre, todas Lucía de Arechaga, parteras, curanderas, sanadoras. No lo olvides, Manuela, en ellas encontrarás algún día las respuestas que no tengas.
Ya no pudo pensar en otra cosa. Un aborto sería la solución para Juana, muchas lo hacían. Todo el mundo sabía que las hijas de los señores se escondían durante semanas en conventos y monasterios para deshacerse de los vástagos que no querían o no les correspondía parir. Por qué no podía hacerlo una madre que luchaba por salvaguardar la vida de los hijos ya nacidos. Dejarlo en las puertas del hospicio, en Bilbao, no era una solución, era dirigir sus pasos a una existencia miserable, siempre y cuando lograra salvarse de las enfermedades y el hambre que se cebaban con aquellos infelices, abandonados a la caridad y el temor de Dios. Ese sí era un destino cruel.
Esa misma noche le anunció a su señor la intención de asistir ella también a la feria que se celebraba en Zalla por San Miguel. Según le dijo, le interesaba ver el ganado que traían desde el valle de Mena, ya que estaba pensando en invertir los pesos enviados por su hermano Domingo Narciso para aumentar la aparcería.
—Bien pensado, Manuela, es un buen momento para echar un ojo a esas reses. Los caseríos andan apretados con censos y arriendos; está al caer San Martín, día de pago, y muchos van a necesitar los reales que puedan sacar de los animales para cubrir las deudas acumuladas durante el año. Estaré pendiente de lo que se ofrezca en la feria y te ayudaré en la elección.