El último tiempo que Txomin vivió en San Miguel ocurrieron algunos de los sucesos que marcarían la segunda mitad de aquel siglo extraño, variable y cambiante. Un día, sin que nadie lo esperara, las campanas de la parroquia quisieron volverse locas bailando su danza más fúnebre durante horas. A aquel tintineo ensordecedor se sumó el de otros templos, y su insistencia retumbó en los oídos de todos los habitantes de la villa a lo largo de una semana de sepelio y exequias que paralizaron casi por completo la actividad comercial de la ciudad, entregada en despedir de este mundo al Conde de Casa de Loja. Don Francisco José de Landeta había fallecido sin que nadie lo esperara. Apareció muerto, inerte, sin aliento, una tarde de siesta, mientras la vida transcurría legítima, intensa, en el patio y en los alrededores de la fuente del Conde.
El hecho conmocionó a los habitantes de San Miguel, y no fueron pocos los visitantes que se acercaron a acompañarlo con todos los honores que su vida y fortuna exigían. Había muerto el primer Conde, y también el enemigo número uno de don Balthasar de Sauto, que por lo poco que se sabía de él continuaba su encarcelamiento en la ciudad de México. A principios de año había sido requerido por la Real Audiencia para que prestara declaración, por lo que dejó Puebla y se trasladó a la capital del virreinato, donde inmediatamente quedó arrestado. Los cinco asesinatos que se produjeron en el obraje entre octubre de 1756 y enero de 1758 habían despertado serias sospechas acerca del trato cruel y poco humano que Sauto empleaba con sus trabajadores.
Con el patrón recluido en una lejana cárcel y Fernández de la Madrid husmeando entre los documentos pertenecientes al obraje, la hacienda Santa María se había convertido en un lugar silencioso y entristecido. Doña Juana Petra trataba de mantener el porte altivo tras un primer momento en que se descompuso, más por la traición del amante que por el exilio impuesto al esposo, mientras Ignacio de Aldama procuraba igualar los niveles de producción a los de antaño, confiando en mantener la hacienda que habían dejado a su cargo en la posición desahogada que siempre disfrutó. Sin embargo, no resultaba fácil, la economía estaba venciendo uno de sus periodos más críticos, y todos sin excepción se veían afectados por el exceso de telares y trapiches que poblaban las calles.
El día en que finalmente el cuerpo inerte de don Francisco José tomó sepultura frente al altar de San Francisco, el mayor rebaño de ganado que se había visto en este lugar inició su avance en dirección a México. La cabeza de la manada salió de las tierras de Sauto al mismo tiempo que el féretro del muerto abandonaba su casa para siempre, con la primera luz, en la hora más fría de la mañana. Una comitiva solemne y lujosa, vestida de gala negra, acompañaba al Conde difunto en su último paseo por las calles de la villa. Fue al doblar la esquina, en la rúa Salsipuedes, cuando el cortejo mortuorio se topó por vez primera con el rebaño. Esperaron, y siguieron esperando hasta que tomaron la decisión de regresar por el mismo empedrado que habían venido, y continuar su lastimero peregrinaje en dirección opuesta. Volvieron a toparse con aquella interminable hilera de ganado inquieto en el cantón del convento, y tras largo rato de espera no les quedó más opción que la de retroceder de nuevo. Los badajos de San Francisco parecían llamar a gritos a un muerto que, remolón, demoraba en llegar, mientras un sol de mediodía calentaba el cuerpo fallecido de un Conde y las testas de todo su séquito. El olor penetrante y pestilente de los animales que avanzaban en dirección a Oriente empezó a mezclarse con los olores del cortejo fúnebre que se tostaba al sol sin lograr llegar a la parroquia. Cuando alcanzaron por fin el portalón del templo la tarde estaba avanzando hacia su primera oscuridad, y el rebaño se perdía ya por la calzada real de México.
Fue sin intención, pero fue la mejor venganza, lo que se recordaría siempre en San Miguel el Grande como el día de la gran burla. A las pocas semanas de su encarcelamiento en la ciudad, Sauto había mandado aviso a Santa María para que prepararan y enviaran lo antes posible las 6.000 cabezas de ganado que había dejado criando en sus haciendas. Al parecer, había hecho negocio con un rico comerciante de México en medio del sinsabor que le suponía estar allí retenido contra su voluntad. La orden la trajo un mensajero en un documento lacrado, y por recomendación expresa del remitente se la entregó en mano a doña Juana Petra. Aquella tinta impresa era una declaración de intenciones, los réditos de la venta servirían para sufragar los gastos de su inmediata excarcelación. Lo que nadie esperaba fue la demora del libramiento de Sauto, que no se produciría hasta un año y medio después, al final de la primavera, en el tiempo de las lluvias. Entonces, cuando entró en la villa por el oriente y se encontró con la capillita de Loreta bendiciendo su retorno, las rodillas de aquel hombre de lucha hicieron amago de doblarse sin lograrlo.
Desde que el Conde de Loja reposara su inerte cuerpo en la tumba, después de toparse y tropezarse con las 6.000 ovejas que emprendían viaje a México, sus hijos tomaron las riendas del Cabildo y, junto con los de La Canal y Lanzagorta, continuaron alimentando las intrigas contra Sauto. Su objetivo era cerrar el obraje a cualquier precio y el Alcalde del crimen, que hurgaba a diario en las cuentas del gachupín, sé convirtió rápidamente en su mejor aliado.
La hacienda Los Manantiales se transformó por entonces en un centro de reuniones y negocios. Domingo Narciso había acumulado en los últimos tiempos un buen número de reses, ganado bravo que empezó a exportar a las tierras del norte. La carne y las pieles de aquellos animales inmensos empezaban a dar su fruto, aunque buena parte de los pesos fuertes que recibía iban a parar a los prestamistas. Nadie en la Nueva España hacía fortuna sin haber pasado antes por las interesadas manos de la Iglesia. Al igual que en la tierra de la que venían, la húmeda Vizcaya, aquí también frailes, monjas y curas funcionaban como financieros a largo plazo, que aliviaban la premura de los pagos con más intereses y nuevos prestamos. Era la Iglesia y no otra institución la que soportaba de buen grado el peso de la deuda, mientras se enriquecían sus arcas, de por sí bastante llenas.
Su tío don Pedro llegó a Los Manantiales con el apremio que le traía una reciente visita realizada por don Tomás de Unzaga a su casa de San Miguel. No le cabía duda que tan elevado señor esperaba impaciente la entrada de Domingo Narciso como yerno en su familia. El joven Allende se había prometido con Anna desde el primer momento, desde que supo que sería ella y no otra. Y casi sin esperarlo, pidió y obtuvo el consentimiento del padre. Ahora éste le requería en la villa, y según don Pedro, con prisas.
—Mandó a buscarte a casa, y al saberte fuera me pidió que te enviara recado. En su lugar he preferido acercarme y respirar un poco de este aire.
—¿Y no le dejó dicho para qué he de regresar? ¿Anna se encuentra bien?
—Sí, de eso no tengo duda, la vi ayer mismo entrando en la tienda del viejo Sauto, que no deja de funcionar aunque el dueño esté en el mismísimo infierno. Por lo que sé, allí se siguen encontrando alhajas y prendas propias de un monarca. No temas, la novia estaba igual de hermosa que siempre. Desconozco lo que su padre quiere de ti, aunque intuyo que hay negocio de por medio. Yo en tu lugar no le haría esperar.
—En ese caso mañana mismo saldré a caballo. ¿Se viene usted conmigo o prefiere aguardar aquí mi regreso?
—No. Iré contigo, y si se me permite te acompaño en esta empresa.
—Esa es una buena idea, su posición avalará mi palabra sin ninguna duda.
Los dos hombres charlaron durante largo rato. Hablaron de la próxima boda y del futuro del obraje, también de la inminente partida de Txomin, pero, sobre todo, de los negocios que el joven Allende estaba estableciendo con los comerciantes que llegaban desde las tierras del norte.
—Parece que no tienen qué comer, piden y piden carne. En el rancho, en la Trasquila, tengo criando un buen número de reses, y ya están prácticamente vendidas, sin llegar aún a su peso.
—No sé cuánto durará la demanda, pero debes aprovechar el tirón.
—En eso estoy, no voy a dejar pasar esta oportunidad de hacer dinero de verdad.
Y siguieron hablando de reses, de los préstamos que había que cancelar, de la Cofradía de la Vera Cruz, y también de Gordejuela. El anuncio del regreso de Txomin revolvía los recuerdos de todos ellos, hasta de los más veteranos, como La Puente, que había aprendido a enfrentarse a la nostalgia con un buen trago de aguardiente. La noche se echó encima y los dos hombres se fueron a dormir. Cuando a la mañana siguiente galopaban hacia San Miguel, don Pedro le advirtió a su sobrino de la necesidad de empezar a pensar en prescindir de los favores de la mestiza Juanita. Éste frunció el ceño antes de soltar una risotada, confirmando que su tío siempre sabía más de lo que parecía.
Aquella misma tarde avisaron de su inmediata visita a la familia Unzaga. La casa de éstos era una bonita construcción de piedra en el camino del Hospital de indios. Al lado, se alzaba la obra de un inmenso edificio que resplandecía ya desde sus cimientos, el Mayorazgo de La Canal había elegido aquel emplazamiento como el lugar idóneo para construir su nuevo hogar. Todavía faltaban algunos remates en sus fachadas, soportales, arcos y herrajes.
Enseguida vio a Anna, que les recibía con una amplia sonrisa. Se sintió relajado en su presencia, en los últimos tiempos su relación había cambiado, se habían vuelto los mejores confidentes y amigos. Estaban cumpliendo los plazos para celebrar su matrimonio por puro convencionalismo, porque ambos sabían que no los necesitaban, pero el padre de ella era un hombre recto, severo, que exigía el mayor decoro y veneraba las buenas maneras. Domingo Narciso lo sabía bien y por eso procuraba no torcer la voluntad de aquel hombre, al menos por ahora.
La reunión, reservada únicamente a los varones, se celebró en el salón del estrado, donde fumaron y bebieron durante horas. Cuando salieron de allí su voz sonaba embotada y sus mejillas lucían enrojecidas, pero nada dijeron a las damas que con tanta paciencia los aguardaban. Los invitados se despidieron y avanzaron en silencio por la calle. Ya en casa de don Pedro, Domingo Narciso y éste pusieron en común sus impresiones acerca de lo escuchado y decidido aquella inesperada tarde de mayo.
Unzaga les contó cómo había sabido que un solar próximo, a tan sólo unos metros de su casa, estaba en venta. La información le llegó sin querer, en una conversación sin relevancia, pero enseguida comprendió que debía frenar en lo posible aquel jugoso negocio con la esperanza de que su futuro yerno lo adquiriera. En su opinión, y ésta la formaban los años y la experiencia, era el mejor emplazamiento para levantar en él un nuevo hogar: era céntrico, con terreno amplio, frente a la parroquia y el distribuidor de aguas de la villa, en una de las esquinas que erigían la nueva plaza y epicentro de la actividad social de San Miguel el Grande. El mejor lugar, a mi entender, para traer al mundo a los nuevos hijos de este pueblo, fueron sus palabras.
Sus interlocutores trataron de asimilar la información con rapidez, antes de comenzar a lanzar una batería de preguntas que Unzaga fue resolviendo una a una. Hablaron de la casa, la fragua que podría construirse adyacente a ésta, y las alturas que tendría la vivienda, hasta de la posibilidad de contraer un nuevo préstamo con la Iglesia. No dejaron sin atar un cabo, y por eso, cuando lo volvió a escuchar en la voz de su tío, Domingo Narciso sintió que se volcaba toda su vida en un día, como si girara sin equilibrio por un precipicio. Encontró la calma en una cama bien conocida, la primera que le recibió en esta villa hacía ya trece largos años, y aunque esa noche no echó de menos a Juanita la urgencia por tomar en brazos a Anna le hizo tambalearse de deseo y prisas.
A la mañana siguiente Allende se anunció como el más interesado en adquirir el terreno que se extendía desde el lateral de la casa de Malo, contigua a la de su suegro, por el mismo camino del Hospital de indios, hasta la nueva plaza. Confirmó el precio y aseguró su pago, que después negoció al interior de las puertas del templo de San Francisco en un nuevo préstamo. Don Pedro lo acompañó en cada encuentro, negocio y decisión, y al final de aquella misma semana ya estaban buscando un buen maestro constructor que levantara el futuro hogar de los Allende en San Miguel el Grande.
La vida corría deprisa, y la villa soportaba con valentía los intereses de unos y otros. Mientras Domingo Narciso sentaba las bases de un nuevo tiempo junto a Anna, Ignacio de Aldama se enfrentaba al temido informe de aquel incómodo visitador real, que no había dejado de asediarle desde que se presentó en la hacienda Santa María y despachó de ella al amo. El documento se materializó ese mismo año en que Allende adquirió la tierra donde asentar los cimientos de su futuro. Fernández de la Madrid estiró su rojizo bigote lo más que pudo antes de mandar un largo y extenso texto a la audiencia real de México. En él denunciaba y señalaba como culpables a Balthasar de Sauto, Domingo de Aldama y dos mayordomos del obraje de los severos malos tratos infligidos contra los trabajadores. Hablaba de latigazos hasta la muerte, de salarios ínfimos, de la venta de un licor ilegal en la tienda del obraje, el bingarrote, y de apuestas, apuestas prohibidas y consentidas. Les acusó de unas cuentas manipuladas sistemáticamente, y de cómo las deudas de los padres, maridos y abuelos se usaban como excusa para retener a hijos, esposas y nietos.
Se tomaron declaraciones en San Miguel y en México, y sin explicación alguna el proceso judicial fue haciéndose cada vez más y más lento, mientras que Fernández de la Madrid seguía ahondando en un nuevo informe, esta vez sobre el estado deplorable en que funcionaban, de manera general y sistemática, los obrajes de la Nueva España. El de Sauto era sólo una muestra más, el modelo que sirvió para comprobar la injusticia que se extendía por las industrias textiles del virreinato.
La incertidumbre invadió el espíritu del más joven de los Aldama, que en la soledad de su jergón pasó noches en vela recordando la tierra de sus padres y dudando si regresar o no a ella, ahora que Txomin preparaba el equipaje de vuelta. Supo que no se iba la misma mañana que escuchó de nuevo la voz de la negra Jimena entonando sus ancestrales melodías. Era el primer día que De la Madrid no se presentaba en Santa María, después de meses de insufrible asedio. Hasta doña Juana Petra parecía haber vuelto a la vida cuando reconoció en el portal de la pequeña capilla de la hacienda a Domingo. Traía noticias de la ciudad de México, sabía por los Landeta que Sauto no tardaría en regresar, en una libertad con cortapisas pero libertad al fin.
—Entonces, ¿ya no es culpable? —preguntaba incrédulo Ignacio a su hermano.
—Lo que yo he oído es que le van a dejar regresar a San Miguel, pero le tendrán vigilado. Conoces tan bien como yo al viejo, tiene muchos hilos para mover y una fuerza de hierro, no van a acabar tan fácilmente con él.
—¿Y a ti?, ¿qué pasa contigo?
—De momento no sé mucho, sólo que también estoy en el ojo de mira. Al parecer no puedo abandonar la villa sin dar aviso, pero mientras cumpla con mi trabajo no creo que se metan conmigo. El objetivo siempre ha sido cerrar el obraje, no tienen nada contra mí salvo el informe del larguirucho ese. Ya veremos qué sucede, es cuestión de esperar, no te impacientes, las aguas volverán a su cauce, ya lo verás.
Las palabras esperanzadas de su hermano se mezclaron con la voz de Jimena e Ignacio supo que estaba en el lugar que le correspondía y que siempre había querido ocupar. Había hecho un buen trabajo en estos meses al frente de la administración del obraje, ahora necesitaba que Sauto regresara y mostrarle su buen tino y la fidelidad que le profesaba.
—Dime, ¿cómo está ella? ¿te pregunta alguna vez por mí?
—¡Olvídate ya, maldita sea, deja al río correr en paz!
Domingo montó de nuevo en el caballo y dio la espalda a su hermano. Ignacio le observó hasta verle doblar la esquina al final de la cuesta, y regresó a toda prisa a la hacienda para dar la buena nueva a su patrona, que aguardaba agazapada tras la puerta de entrada. Supo que se alegraba, pero también que esperaba algo más, alguna palabra para ella del hombre que cabalgaba a esa hora por el barrio del Tecolote.
Mientras, en la casa de La Puente, Txomin aprovechaba sus últimos días en San Miguel. Había decidido partir en el mes de septiembre, quería recorrer la tierra de Indias, conocer lo que a su llegada no pudo. Entonces apenas era un chaval, tenía prisa y poco caudal. Ahora que sabía de las infinitas y extensas tierras que poblaban la Colonia, quería conocer más.
—¿Y cuando regresarás finalmente a Gordejuela?
—No lo sé, no tengo prisa. En un par de años quizá.
—¡Eso es una locura! —gritó Domingo Narciso sin darse cuenta.
—No, mi querido sobrino, eso es lo más interesante, que cuando nada obliga ni ata todo cabe.
Don Pedro aplaudía la buena decisión del joven. Este había hecho negocio, y parte de ello lo mantendría durante un tiempo más, dejando a su primo como administrador de sus bienes en San Miguel. Ahora quería vivir, conocer y llevarse algo más de regreso al valle. Era un joven decidido e inteligente, y sobre todo ambicioso.
—Quién sabe, tanto entretenerte quizá sólo sea una excusa para no marcharte. Al fin y al cabo, sigo sin comprender ese empeño tuvo de volver allí.
Domingo Narciso se resistía, no admitía las razones de ese deseo de regreso en Txomin. Una sensación de acidez se instalaba en su estómago cada vez que pensaba en ello. Le dolía despedirse, pero sobre todo le dolía recordar las cartas en las que Antonio de Allende, su padre, le donaba en vida toda su hacienda para que volviera a tomar posesión de ella. Nunca respondió. Y ahora imaginaba a Txomin entrando por la puerta de la casa de Zubiete, subiendo las escaleras hasta el hogar, sentándose entre Manuela y Antonio para contarles cómo era la vida de esta villa, cómo era él aquí, siempre a caballo entre sus haciendas y la ciudad, seguido de cerca por un indio al que llamaba Salvador, y esperando celebrar una boda entre ricos hacendados y ocupar al fin una casa propia que todavía no había comenzado a levantar.
—Despierta, que no sé dónde se han ido tus pensamientos.
—¡Por tu culpa hasta Zubiete!
Rieron el sobresalto de Domingo Narciso, todos sabían de la trampa que siempre arrastraba con ella la nostalgia.
—Te decía que avises a Berrio, en tres días nos vamos a Querétaro. Tengo organizada una cacería, y también viene el ayalés ¿te acuerdas? El que conocimos Ignacio y yo cuando llegábamos.
—Sí, ya hemos estado más veces con él.
—He cerrado todos mis negocios allí y vamos a celebrarlo. Don Pedro también viene, y si quieres invita a Unzaga, será un buen día para que estreches lazos con tu suegro. Yo voy ahora mismo a Santa María a hablar con Aldama.
Era inevitable darse cuenta de que Txomin estaba despidiéndose de todos ellos. Poco a poco lo fueron aceptando hasta que una mañana, a finales de septiembre, desapareció. Nadie supo nada de él en San Miguel hasta algunos meses después, cuando escribió desde la fértil tierra de Oaxaca. Antes de acabar aquel año de 1759 un nuevo rey ocupaba el trono de España y la orden de los padres jesuitas comenzaba a balancearse sobre un futuro incierto; más de mil frailes de Portugal y sus colonias fueron deportados con destino a los Estados Pontificios. Aquel siglo, extraño y cambiante, avanzaba a una velocidad de vértigo.