La pelea fue rápida, tan ágiles los contrincantes cómo el filo del machete, que sin más fuerza que la que le infería la mano que lo sujetaba, partió en dos aquel vientre contraído por un espasmo de dolor inhumano. El dueño de tanta sangre cayó al suelo con todo su peso dividido, con el cuerpo malogrado para siempre, los ojos cerrados y el corazón quieto. Nadie se acercó al muerto, nadie pisó su sangre caliente, la superstición se enredó con la lana, sumió a todos en un largo y profundo silencio, y ninguno confesó quién había sido, pese al ayuno impuesto por tres días y tres noches. Los niños más pequeños lloraban arrullados por sus madres hambrientas, los niños más grandes dormitaban por las esquinas. Sólo cuando la producción comenzó a descender por falta de brío en los telares, regresó la comida a sus estómagos vacíos.
Así fue como murió el primer hombre, bajo las luces de un día claro de octubre de 1756. La noticia sorprendió sin llegar a alarmar, aquella todavía fue una muerte sin valor para los españoles que gobernaban y dirigían San Miguel el Grande. Los telares recuperaron en tres días el ritmo perdido tras el asesinato de un alma desconocida; la negra Jimena regresó al azul, al verde, al rojo; sonó una vez más el agua en la presa; y las ramas del pirul volvieron a cobijar bajo su sombra a los eternos amantes. Indefectible, la vida continuó su curso en el barrio del obraje. El muerto era sólo eso, un muerto, un reo de los muchos que habían llegado con la última cuadrilla enviada desde México a ocupar un puesto de fatiga en los telares de don Balthasar de Sauto.
Transcurrió el otoño, y un invierno cálido se extendió por estas tierras trayendo consigo pocos cambios en el gobierno del ayuntamiento, las mismas viejas rencillas, otras nuevas, y más muertos. El obraje parecía endemoniado. En los meses que siguieron a aquel primer asesinato se sumaron otros dos, y a mediados de 1757 ya eran tres los cuerpos que encontraron la peor de sus suertes al interior de estos muros. El obraje y el propio Balthasar parecían estar malditos.
La negra Jimena fue la encargada de dar la voz de alarma. En su opinión, la mala sombra del primer cadáver, que acabó con el cuerpo partido en dos gracias a la saña de su verdugo, y enterrado con las vísceras fuera de su conveniente espacio natural, estaba sembrando el mal de la muerte en el interior de aquel infesto recinto en el que vida y trabajo se confundían en un mismo acto.
—Sólo el chamán podrá librarnos del maleficio que ha entrado en esta casa, necesitamos que limpie las sombras del muerto partido.
Los días pasaban y la retahíla de Jimena calaba cada vez más hondo en el resto de hombres y mujeres que trabajaban junto a ella. Su soniquete se volvió siniestro, insistente, e Ignacio se decidió a hablar con su hermano sobre la posibilidad de hacer llamar al hechicero que la negra solicitaba.
—Quizá así se calmen. Entre tanta muerte y tanto miedo el trabajo ha mermado y no veo la forma de hacerles reaccionar. Están demasiado nerviosos —dijo, tratando de convencerle.
—¿Me estás diciendo que un chamán nos va a librar de las reyertas entre esos infelices?
—No, te estoy diciendo que un chamán va a calmarles, les va a dar serenidad, se sentirán más tranquilos y podrán trabajar sin discutir ni lloriquear por los pasillos.
—Eso son pamplinas, creencias de indio. Si lo que propones llega a oídos del amo estamos perdidos.
—Y si no también.
—¿Por qué dices eso?
Ignacio no sabía qué le había empujado a enfrentar la situación de una vez por todas, pero ahora que lo había hecho se sentía liberado de un peso que cargaba sobre los hombros desde meses atrás. Aquella relación entre su hermano y doña Juana Petra tenía que terminar, si Sauto les descubría la represalia también caería sobre él. Había que calmar los miedos de la negra Jimena, procurarle al hechicero que pedía antes de que acabara hablando más de la cuenta. A él los chamanes también le resultaban ridículos, inverosímiles, pero sabía que para ellos, para la negra y los suyos, eran la salvación, los sanadores de todos los males que les acechaban. Si su hermano no traía a aquel hombre ante ellos y permitía las limpiezas que pretendían, Jimena acabaría delatando al administrador. Eso es lo que Ignacio temía de verdad, no a los muertos que ya estaban bajo tierra, si no a los que podían venir si Sauto se enteraba del deshonor del que estaba siendo objeto.
Se armó de valor y fue contándole cómo descubrió su secreto meses atrás, cómo cubría sus andanzas con el ama por la orilla del río, cuando creían que su escondite era el más seguro. Le hizo saber que no fue otra sino la negra Jimena quién le marcó la pista, y cómo estaba seguro de que ella no callaría por siempre, hablaría, lo delataría si con ello obtenía el favor del amo, así que lo mejor que podían hacer era calmar los ánimos tras aquellos muros, e inmediatamente después abandonar una locura que ponía en peligro no sólo su futuro, sino también sus vidas.
Domingo tardó en reaccionar. Al principio no quería creer que su secreto, la razón que movía sus días y sus noches, fuera conocido por Ignacio o por aquella enorme mujer de piel tan oscura como el carbón de arder. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal al calcular el tiempo que su hermano había permanecido callado.
—¿Por qué no me habías dicho que lo sabías?
—Dime, ¿de qué hubiera servido? Además, no quería convertirme en tu cómplice, que me pidieras esconderte, relevarte,…
—¡Pero es lo que has estado haciendo!
—Sí, pero tú no lo sabías y eso me protegía.
—No te comprendo —se quejó Domingo.
—No hace falta, en lo único que tienes que pensar ahora es en acabar con esto. De lo contrario el amo terminará por enterarse y te va a colgar, te colgará del palo más alto que encuentre y va a dejar que los carroñeros se adueñen de tu cuerpo. No habrá justicia ni entierro, lo sabes.
El escalofrío recorrió el cuerpo de Domingo. Su hermano pequeño estaba acertado, ese sería el final que le esperaba si el patrón se enteraba de la infidelidad de la que estaba siendo objeto. Pero, ¿qué pasaría con ella, con doña Juana Petra?
—Está bien, habla con la negra y que te diga dónde buscar al brujo. Asegúrate de que sepa que la orden la he dado yo, y dile que el amo no se puede enterar de nada de todo esto, ¿de acuerdo?
—De acuerdo. Pero, ¿y si después de todo vuelve a haber otro asesinato en el obraje?
—Vendrá otra vez el chamán. Dile a Jimena que las veces que haga falta, hasta que no haya nada que limpiar en esta maldita casa —sentenció mientras salía presuroso de aquella habitación que le ahogaba.
Mientras Balthasar de Sauto buscaba la mejor manera de resolver aquel entuerto que le estaba costando mucho dinero y generando muy mal humor, Ignacio de Aldama trataba de encontrar la forma de alejar a su hermano de doña Juana Petra. El barrio del obraje había dejado de olerle a primavera, y casi cada día necesitaba salir un rato de allí, acercarse a la calle San José a sentarse en un mesón, para volver a sentir el sol más cálido de la tierra, sus aromas y el canturrear de las aves.
Domingo Narciso y Txomin lo encontraron en el mismo lugar de siempre, la misma cantina y la misma moza sirviéndole agua con limón y un vaso de tequila. Se unieron a él buscando una sombra que les protegiera del calor sofocante de la mala hora del medio día. La conversación fue trivial hasta que, por sorpresa, un niño descalzo y desarrapado, con la cara sucia y las uñas teñidas de azul, de verde, de rojo, trató de hablarles sin conseguirlo. Ignacio sólo tuvo que ver aquellos dedos delgados, pequeños, manchados por el color de los tintes, para saber que era la negra Jimena quién lo enviaba. Dejó que la silla cayera al suelo cuando se puso en pie, y desde allí, desde toda su altura, enfrentándose a la mirada temerosa de un niño que sólo era capaz de asentir con su cabeza oscura, el joven Aldama lanzó una pregunta que se afirmaba a sí misma: ¿otro muerto? Txomin y Domingo Narciso se miraron y ambos, mentalmente, trataron de sumar cuántos eran ya.
Quizá lo que más llamó la atención o lo que despertó el interés de la Corona por lo sucedido en el obraje de Sauto arrancó de la mano de éste mismo, al escribir a la Audiencia Real de la ciudad de México para pedir la excarcelación de los homicidas, alegando que se trataba de trabajadores convictos con deudas que pagar. Sauto hizo hincapié en que éstos habían cometido los asesinatos con el único objetivo de no volver a trabajar, por lo que estaba de más permitir que holgazanearan en la cárcel a costa del tesoro público. Y por si esto fuera poco, añadía su disgusto por la pérdida de una inversión que, a todas luces, no iba a producirle rédito alguno.
Confiado en las buenas relaciones que siempre había mantenido con el virreinato, esperaba paciente una respuesta favorable a su última petición mientras, en su casa y hacienda, en su obraje y en su cama, se vivían acontecimientos bien distintos. El chamán regresó sin que la negra Jimena tuviera tiempo de solicitarlo, para limpiar una vez más de espíritus partidos los corredores del obraje. Ignacio andaba rápido en decisiones aquellos días. También fue él quien habló con Francisco José de Landeta cuando supo que este estaba buscando un nuevo administrador. No tardó en convencer al Conde de Casa de Loja del daño que ocasionaría a su mayor enemigo, Balthasar de Sauto, si lograba arrebatarle a su protegido. Y así fue como Domingo de Aldama recibió una oferta imposible de rechazar. Ignacio había sabido al fin cómo alejarle del amancebamiento que se traía con la patrona.
Doña Juana Petra escuchaba a su amante con ojos acuosos, incrédula ante la inesperada noticia de su partida, amenazándolo con envenenar a su marido para que él, el verdadero amor de sus días y sus noches, ocupara el lugar que el corazón le pedía. Entre halagado y confundido, el mayor de los Aldama se despidió del ama con promesas que no pensaba cumplir. Para Balthasar de Sauto, que desconocía la verdadera razón, la partida de su administrador supuso una doble traición, la del joven que se pasaba a filas enemigas y la del enemigo, don Francisco José de Landeta, que había tocado una pieza fundamental en el engranaje de su vida. Pero éste sólo sería el primero de una larga lista de agravios que el viejo Sauto iría sorteando en los años venideros.
Las peticiones de excarcelación para sus trabajadores no cayeron en saco roto. Muy al contrario, fueron escuchadas y tenidas en cuenta por el mismísimo virrey de la Nueva España, el Marqués de las Amarillas, quién se propuso llevar a cabo una investigación en torno al obraje. Así fue como en agosto de 1758 entró en la villa de San Miguel el Grande don Diego Antonio Fernández de la Madrid. La pesadilla no había hecho sino comenzar. De la Madrid se presentó con el título de Alcalde del crimen. Era joven, espigado, demasiado delgado para el gusto de la mayoría, y presumía como nadie de su largo y fino bigote rojizo. Vestía de pantalón y chaleco, y se protegía del sol incluso de noche, con un sombrero alto, demasiado alto, que alargaba su figura desmesurando las dimensiones de lo que se podía conocer por un hombre de altura.
Ignacio, que ocupaba el puesto de su hermano desde que éste se puso a las órdenes de Landeta, tuvo largos encuentros con aquel extraño mientras le mostraba, entregaba y explicaba los documentos oficiales y libros de cuentas que pertenecían al obraje. De la Madrid exigió revisar textos y cifras desde cinco años atrás, y sin aviso previo dio orden a don Balthasar de abandonar la villa de San Miguel e instalarse en Puebla, a unos 500 kilómetros al Sur, mientras se confiscaban y estudiaban los comprometidos documentos.
La noticia del regalo llegó desde Querétaro. Alguien que pasó por allí dejó dicho que don Juan de Castañiza había regalado un órgano a la Iglesia de San Juan de Molinar, en el valle de Gordejuela. La villa de San Miguel y muy especialmente don Antonio de Lanzagorta recibieron la nueva con gran alegría. Había traído a Castañiza desde las lejanas tierras vizcaínas siendo un niño y se había convertido, gracias a él, en un rico comerciante. Eran hombres libres, ricos y poderosos, que seguían amando la patria, y reconfortando con sus fortunas a los que allí quedaban, defendiendo los fueros y guardando el descanso eterno de los antepasados.
Aquel nuevo tema ocupó los salones de San Miguel durante varios días, removiendo los sentimientos de añoranza y alejando de sus conversaciones el proceso abierto contra Sauto. Este había acatado la orden recibida sin alboroto alguno, ante el desconcierto de los habitantes de San Miguel, y partió para Puebla dejando a aquel extraño Alcalde del crimen en manos de su nuevo administrador, Ignacio de Aldama.
Txomin comenzó por entonces a sentir más que nunca la distancia con Vizcaya y su tierra verde, húmeda y fértil como ninguna. Había hecho un buen negocio con el comercio de las armas, gracias al empeño de la Corona por participar en todos y cada uno de los encuentros bélicos que poblaban la tierra. España ardía por los cañones que la defendían, escupía fuego y balas, cortaba y sesgaba vidas, propias y ajenas; vivía devastada, ciega, imparable en la carrera de su Armada. Pensó en el nuevo órgano sonando en Molinar, entonando un Avemaria, y vio a todos allí, de pie, frente al altar, escuchando por primera vez aquella melodía del viento. Imaginó a las mozas ataviadas de invierno, su olor a pan y a heno, y sintió un escalofrío al reconocer en su recuerdo a Manuela más nítida que a ninguna; llegó a sentir el lejano abrazo de su padre, recordó el sabor amargo del txakoli, y creyó oír el crujir de la escarcha de la mañana sobre la hierba alta. Así fue como supo que el tiempo en esta tierra de oportunidad y fortuna había llegado a su fin.
Mientras Txomin calculaba los meses que le distanciaban de las montañas vascas, San Miguel celebraba varios festejos a la vez. Quizá el más importante o el que más relevancia acabó teniendo fue el bautizo de un vástago, el primero en unir las sangres de La Canal y los Landeta. La ceremonia, vestida con todo el poderío de la Colonia, ocupó gran parte del día, seguida por una nutrida feria de alimentos y bebidas que criollos y españoles disfrutaron sin excepción, e incluso hubo un aparte para los caciques indígenas afincados en estas mismas calles.
Txomin esperaba el momento en que Ignacio, Berrio y su primo Allende estuvieran reunidos para hacerles partícipes de la decisión de regresar a la tierra de sus padres. Pero había demasiada gente en la calle, todos agitados, comiendo y bebiendo, danzando y buscándose. Y así fue como pudo ver al mayor de los Aldama escabullirse por un cantón, se iba abrazado a una cintura delgada de la que pendía una falda plegada en cientos de frunces, de una calidad que saltaba a la vista era propia de una joven criolla. Sintió un recelo cariñoso por su mayor competidor en aquellas lides. Para desconcierto de todos, Ignacio era la antítesis de su hermano. Se mostraba serio, distante con las mujeres, y aún no se le había conocido amorío o desliz ni con india ni con mulata alguna. Sólo le habían oído hablar con deleite de aquella negra voluminosa y teñida de colores que trabajaba en el obraje, pero nada se sabía de sus desahogos carnales. Berrio y Allende eran de otra pasta, los dos habían encontrado quién les calentara la cama hasta el día en que una adecuada esposa se encargara de ello.
Encontró a Domingo Narciso frente al Oratorio, inmerso en una conversación sobre toros y encierros. Aquello apasionaba a Allende, sobre todo desde que criaba ganado grande, reses de carne y lidia. Txomin, impaciente por compartir su inmediato futuro, fue hacia ellos decidido a sacarle de allí para ir en busca de Ignacio y Berrio. Dejaron el grupo de hombres y se encaminaron hacia la parroquia. Y entonces sucedió, Domingo Narciso se tropezó con los ojos negros de ella. Sus formas habían cambiado, su aspecto era otro muy distinto, pero lo miraba con la misma sonrisa rasgada y una determinación que le dejó sin habla. Txomin requería su atención una y otra vez sin conseguir una respuesta en él, hasta que se dio cuenta de lo que sucedía.
—¿Quién es esa?
—¿Quién?
—No te hagas el tonto, esa que te mira, no la había visto en mi vida.
—Sí, si la habías visto, y yo también, pero con otros ojos. Es como si se hubiera hecho mujer de un día para otro.
—No te quita ojo, ¿te has dado cuenta? —y alzando el brazo, llamó la atención de Berrio, que avanzaba distraído por el otro lado de la calle—. ¡Eh, Berrio!, ven, que aquí se está cociendo algo.
Tardaron tiempo en encontrarse con Ignacio. Desde que su hermano se fue a trabajar con Landeta y Sauto vivía un incomprensible exilio, el joven Aldama se perdía en un caos de actividad tratando de mantener los niveles de producción y, al mismo tiempo, contentar al inspector del Virrey. Ya no necesitaba vigilar a los amantes, en su lugar ahora tenía que cuidar de que la patrona no pasara la noche al raso, vagando llorosa por la orilla del río. Había días en que se ponía sentimental, como ida, y no hablaba con nadie, ni con el mismísimo don Diego de la Madrid, que se había convertido en un asiduo a aquella casa. Llegaba de mañana, muy temprano, y se enfrascaba en los libros de cuentas, pidiendo y exigiendo premura en la atención de sus necesidades. Quería terminar cuanto antes el encargo que le habían encomendado en México: elaborar un informe, decía, que saque a la luz la esclavitud a la que están sometidos estos pobres infelices. Cuando Ignacio le oía hablar así algo se le encrespaba por dentro, sentía odio y temor, culpa y desasosiego. Él nunca se preguntó por el modo en que se enriquecían sus paisanos en la Nueva España, pero cuando escuchaba aquello en la voz del hombre larguirucho y medio pelirrojo tenía que aceptar la razón que había en sus palabras.
Los cuatro amigos se sentaron alrededor de una mesa cuando ya se partía la tarde por la mitad, agradeciendo todavía la sombra de un buen laurel. Pidieron bebida y tacos que habían aprendido a comer con las manos sin pudor ni remilgo alguno. Con el primer trago Txomin comenzó a hablar del valle, retornó a los campos verdes, a la hierba y al agua de los molinos, hasta que logró decirles aquello que le quemaba en la garganta:
—¡Regreso a casa!
Todos sabían a qué casa se refería. Por más empeño que pusieran en sentirse dueños y propios de estas tierras, siempre había una sombra recordándoles que pertenecían a otro lugar, a un sitio lejano, empapado de lluvia y tierra húmeda, a una casa y un hogar de piedras gruesas y frías, a un altar y una tumba con nombre propio.
—¿Cuándo? —preguntó su primo.
—No lo sé aun, tengo que cumplir algunos encargos, cobrar deudas y cerrar negocios con la Corona. Cuando todo eso esté listo, entonces me iré.
—¿Por qué? —inquirió Ignacio, pese a conocer la respuesta.
—Tú mejor que nadie sabes que salí de allí diciendo que regresaría algún día, y ese día ya está llegando.
—Quizá no sea el mejor momento, ¿por qué no esperar un poco más, a ver qué traen los Borbones con tanta reforma? Berrio, que siempre estaba al tanto de las últimas novedades en política, no tuvo que acabar la frase, Txomin lo hizo por él incluyendo en la conversación un chiste sobre el final de los buenos tiempos que todos rieron.
El resto de la velada la dedicaron a su amada patria, a los valles de Gordejuela y Oquendo llenándoles el espíritu y la boca de recuerdos de la infancia. Brindaron muchas veces, hasta perder la cuenta, y también un poco la consciencia. Al día siguiente, antes de partir a la hacienda Los Manantiales, Domingo Narciso le informo a don Pedro de la decisión de su primo Txomin y de la suya propia.
—¿Y cuándo dices que saldrá de San Miguel?
—No, aún es pronto para eso, tardará meses en arreglar todos los asuntos que tiene pendientes. Pero lo importante es que esta convencido y en cuanto llegue el momento se irá sin mirar atrás. No sé si siento envidia, nostalgia o tristeza ante esa partida.
—Un poco de todo, muchacho, un poco de cada. Siempre añoramos, por mil años que vivamos lejos de casa, siempre sera aquella y no esta nuestra tierra. Los que vinimos de allí somos de allí, como los que nacen aquí son de aquí. Y si no fíjate en esos criollos, no sienten ninguna nostalgia, cada día que pasa veo más claro en ellos el orgullo de la Nueva España. Tus hijos, si algún día los tienes, amaran nuestra tierra por nosotros, pero ellos se sentirán de ésta.
Aprovechando aquel lance, Domingo Narciso compartió con él la decisión que había tomado apenas unas horas antes y dejo caer, así como si tal cosa, el nombre de la criolla que pensaba convertir en esposa algún día.
¡Anna Unzaga! Bien pensando, sí señor. Eso te asegurará un puesto en el Cabildo. ¿Y dices que es hermosa? Tanto no ha de ser si yo no he reparado en ella.
—Ni usted ni nadie, tío. Hasta ayer no era más que una niña, y hoy si la ve… deslumbra por su seguridad y firmeza. Es muy agraciada, se lo aseguro, usted mismo lo comprobará.
—¿Y qué dice ella?, ¿sabe ya de tus intenciones?
—No puede decir nada aún porque nada le he preguntado, pero dirá que sí, no me cabe duda de que me aceptará de buen grado. Si le soy sincero, creo que la elección la ha hecho ella y no yo.
Don Pedro estalló en una carcajada ante tanta franqueza, y no dudó en prevenirle frente a la determinación de una mujer.
—Por joven que esta sea, muchacho, si sabe lo que quiere puedes darte por perdido.