Manuela caminaba a un lado de la mula. Lo hacía despacio, tratando de mantener ese ritmo lento que había terminado por provocarle un dolor desconocido en las piernas, acostumbradas como estaban a un paso más largo y ágil. Junto a ella, María de Sollano no se apuraba, sus andares eran pausados y continuos, sin permitirse un mínimo descanso a lo largo del camino tantas veces recorrido a través de las montañas, uniendo el valle con los embarcaderos de mineral. Un viaje de ida y otro de vuelta, con la mula cargada en ambas direcciones, siempre llevando y trayendo, comiendo sobre la marcha, y a menudo también dormitando sobre los pasos pausados de sus pies errantes.
La joven viuda no alcanzaba la treintena y sin embargo arrastraba con ella kilómetros de tierra y lluvia. Con frío o calor, en cualquier estación del año, la Sollano, como se la conocía por las montañas del hierro, aparecía tres veces por semana con el pan que se cocía en los hornos de Gordejuela. Cargaba la acémila de hogazas, castañas y lo que le pedían allá arriba, donde no había de nada y nada era mucho. A menudo se hacía con viejos cestos que ofrecer a buen precio a aquellos hombres sucios y malolientes. Los necesitaban para arrastrar el mineral que sacaban de agujeros hechos en la misma tierra, semejantes a las sepulturas que se abrían en los suelos santos de las iglesias. El agua les iba cubriendo el cuerpo mientras picaban incansables el corazón del hierro, abriéndose paso por estrechas y cortas galerías que una vez inundadas abandonaban para comenzar de nuevo en otra vena próxima. Sus ropas, manos y caras aparecían cubiertas por un manto de polvo color ocre, que les daba un aire cómico y triste en mitad de aquella humedad infernal que les iba enfermando y matando lentamente.
Habían salido de casa cuando todavía era noche cerrada y la luz del día les acompañaba desde hacía tiempo. La pequeña Allende quiso parar en algún momento de la larga caminata pero María de Sollano no atendió a sus ruegos, y cuando Manuela ya no pudo aguantarse más y se desvió para desahogar la dolorida vejiga, no la esperó. Tampoco eso detenía su paso, le advirtió mientras se ahuecaba la basquiña con ambas manos y avanzaba con las piernas separadas durante un largo tramo que le sirvió de demostración.
La joven Sollano se había presentado en Zubiete tan sólo dos días antes. Llegó llamando a voces y aporreando con urgencia la aldaba del caserío de los Allende. Todas las mujeres de la casa se encontraban en ese momento en el interior, y corrieron a conocer el motivo de tanto alboroto.
—Pero ¿qué sucede ahí afuera? —bajaba diciendo María por las escaleras.
—No sé, ama, pero el recado viene con prisa.
Josefa fue la primera en ver a la viuda, sentada ésta en el banco de piedra y la mula junto a ella, olisqueando y eligiendo la hierba más fresca.
—Hola, mi nombre es María de Sollano. Vengo de Santurce y traigo recado de tu hermano mayor. ¿Están tus padres en casa?
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Josefa insistente—. ¿Qué le sucede a Joseph?
—¿Está tu madre?
—Sí, aquí estoy. Dime, ¿qué le acontece a mi hijo? —María se adelantó un paso colocándose frente a la desconocida.
—Me ha pedido que les mande aviso de una desgracia. Joseph les ruega que envíen en su ayuda a la menor de sus hermanas para socorrer a su mujer en los días que le restan hasta el alumbramiento.
—Pero ¿de qué desgracia me hablas, muchacha? No te entiendo, trata de aclararte.
—Narcisa, la nuera de usted, señora, es ella la que ha sufrido una caída y, al encontrarse en avanzado estado de preñez, la situación es grave. Su hijo me ha mandado a decir que necesita a su hermana menor para que cuide de ella por lo menos hasta que ésta traiga al mundo a la criatura que espera.
—Pero, ¿qué sabe Manuela de partos? ¿No hay mujeres que se dediquen a eso allí donde viven?
—Sí, claro que las hay, señora, pero es más la necesidad de atender a la enferma hasta entonces, no en el parto, sino hasta que llegue ese momento y quizá después, porque ella no puede moverse.
—Entonces, ¿es que se ha quebrado algún hueso?
—Uno no, señora, varios, y debe permanecer muy quieta para que suelden antes que el crío quiera salir al mundo y ella tenga que empujar con él. Ahí sí se descompone del todo, figúrese.
—¿Y dónde se ha caído? —Josefa no aguantaba la curiosidad.
—Eso no lo sé. Yo sólo les transmito lo que su hermano de usted me dijo.
—¿Y queda mucho tiempo para el alumbramiento? —se interesó Manuela.
—No se sabe, pero el cirujano confía que Narcisa disponga al menos de otra luna.
—¿Y si el crío llega antes? —preguntó inquieta.
—Pues mejor que no sea así, creo yo.
—Bueno, Manuela, no nos pongamos en lo peor. De cualquier forma habrá que ir a socorrer a esa muchacha, que parece no tiene a nadie quien la ayude en estos trances —la ironía acompañaba la voz de María—. Esperaremos a contárselo a tu padre esta noche, pero casi seguro está de acuerdo conmigo en que tendrás que salir hacia Santurce cuanto antes.
Aquellas palabras pronunciadas con tanta firmeza por su madre la dejaron perpleja. No esperaba, no suponía que tendría que marcharse justo ahora.
Pero… —Manuela dudó, no se atrevía a continuar—, pero… ¿no sería más acertado que fueran Josefa o Francisca en mi lugar? Al fin y al cabo yo no sé nada de enfermos ni alumbramientos, y quizá no sea de gran ayuda allí —fue toda su protesta, apenas un balbuceo que de nada le sirvió.
—Hija, tu hermano te ha requerido a ti, así que no se hable más. Podrás hacer lo que esté en tu mano, y con eso será suficiente. Hablaremos con tu padre esta misma noche y saldrás lo antes posible.
—Señora, yo regreso en dos días. Si quiere, y le parece bien disponerlo para entonces, ella puede acompañarme en el viaje. La llevaré hasta la misma casa de su hijo de usted —se ofreció María de Sollano.
—¿Caminar por esas montañas dos mujeres solas?
—No es tan peligroso como parece. Yo lo hago desde bien chica y nunca he encontrado percance. Todos me conocen por esos caminos. Además, soy fuerte y sé cómo defenderme.
—Bueno, Antonio decidirá. En cualquier caso mañana te mando recado a tu casa.
—En Sandamendi, señora. Agur.
—Agur —dijeron todas a una y se retiraron hacia el interior del portal mientras la joven viuda tiraba de la perezosa mula hasta encaminarla de vuelta a la calzada.
Manuela no acababa de hacerse a la idea. Un día, sólo disponía de un día antes de comenzar el viaje propuesto por aquella extraña. Tenía que darse prisa, encontrar a Txomin, decirle que se marchaba sin saber por cuánto tiempo. ¿Y si él no estaba ya en el valle a su regreso? No hacía ni una semana desde que llegaron al pueblo aquellas cartas, demasiadas para traer algo bueno. Había muchas de la Nueva España, pliegos y más pliegos que reclamaban a hermanos, parientes y vecinos para que siguieran sus pasos en la carrera de Indias. Parecía que se habían puesto todos de acuerdo, todos menos Domingo Narciso, que no había respondido aún a las últimas letras enviadas por su padre.
Sabía que Txomin sería uno de los que partiría hacia aquellas tierras, se lo había dicho su amiga Juana, y todos lo confirmaban. Decían que estaba ilusionado como un niño, que era el que más alardeaba de la fortuna que en el futuro traería de vuelta al valle. Pero nadie se creía lo de su regreso, porque nadie regresaba. Manuela lo buscó con empeño aquel día, sin encontrarlo. Le dijeron que estaba en Oquendo, hablando con el párroco, y pudo saber que allí también había muchachos preparando viaje, que saldrían todos juntos, eran varios, a principios de año.
Las horas parecían volar, el tiempo no llegaba para todo lo que querían hacer en una única jornada. María preparaba algo de comida para la larga caminata en la que finalmente les acompañaría Zurrape. Antonio había decidido que el ficticio sobrino de Gerardo las custodiara durante buena parte del trayecto, al menos hasta que el día estuviera bien abierto y los peligros fueran menos. Por un instante barajó la posibilidad de ir él mismo en persona, pero algo de resentimiento por la desobediencia de Joseph frenó la generosidad de su pensamiento.
Josefa organizó una canastilla con ropas y telas que irían bien para el nacimiento del niño, y Francisca dispuso hortalizas frescas, huevos y queso. Cuando llegó con su mula, María de Sollano casi se muere del susto al comprobar la carga que aquella entusiasta familia pensaba montar sobre los lomos del desdichado animal. La mitad no cupo, así que hicieron prometer a la viuda que regresaría a por ello en dos semanas.
Zurrape salió el primero, feliz en su papel de vigía. Tal y como había visto hacer a Gerardo, se adentró por un lado del camino para avanzar unos metros por delante, previniendo cualquier asalto. Ascendieron con cuidado por la colina de Berbiquez, dejando atrás Zubiete y Molinar. Manuela iba desanimada y confusa, quería acudir en ayuda de Joseph, pero no ahora, no sin saber la fecha de regreso. Al alcanzar un claro, en mitad del camino, echó la mirada atrás y entre las sombras de la noche, aún cerrada, vislumbró la torre de la iglesia de San Juan, la chimenea humeante de la posada, un claroscuro que le ayudaba a divisar su casa ya lejana, y el lugar donde sabía se levantaba la de su primo Txomin, seguro dormido a esas horas sin ni siquiera imaginar que ella se alejaba. Espera a mi regreso, no te vayas sin despedirte de mí, le rogó en silencio antes de maldecir la costumbre de esta tierra, en la que nunca sucede nada hasta que sucede, y entonces todo es demasiado precipitado, sin darle tiempo a uno a tomar conciencia.
Cuando el cielo se despejó por completo y no quedaba ni un atisbo de bruma rasgando el horizonte, Zurrape reapareció en el camino y anduvo junto a ellas mientras se repartían el pan y el tocino. Habían dejado atrás iglesias y ermitas que les marcaron el sendero de ascenso hacia los montes de Sopuerta. En adelante la subida se insinuaba tediosa. Las dos muchachas le animaron a abandonar ya la marcha y comenzar el regreso; continuarían solas. Con una manzana en cada mano Jacinto Pereda, Zurrape para ellas, se despidió retomando sus propias huellas a un lado del sendero. Manuela y la Sollano le miraron perderse entre los árboles, y de alguna manera sintieron su ausencia durante un breve instante.
Reemprendieron la marcha animadas por el anuncio de un día de sol, avanzando en su peregrinaje por veredas cerradas y sombrías, donde surgió una intimidad cómplice entre ellas. María, lenta y charlatana, como la definiría después Manuela ante su amiga Juana, era una mujer decidida y no dejaba con facilidad la charla.
Enseguida se descubrió tal cual, con su historia de viuda joven que no había conocido otra cosa que el trabajo y la necesidad, sobre todo después de parir una hija sin apellido que comía más de lo que ella era capaz de ganar. Al principio, Manuela no comprendía bien lo que escondían sus palabras, pero poco a poco la misma Sollano fue desgranando los desaciertos de su corta vida.
—Tomé estado siendo todavía una niña. Mis padres necesitaban sacar a sus hijas de casa cuanto antes porque allí nos moríamos todos de hambre, y enseguida apalabraron un matrimonio que no sé por dónde les convenía, porque a decir verdad, el hambre siguió siendo el mismo. Mi marido, bastante mayor que yo, había arrendado una casa en el valle, en la cuadrilla de Sandamendi, y ahí fuimos a instalarnos. Al principio todo iba bien, él trabajaba el campo y yo procuraba vender algo de pan aquí y allá, como había hecho siempre, y así nos arreglábamos. Hasta que un día enfermó y, después de una semana con tisanas y remedios que no daban ningún resultado, quise llamar al cirujano, pero no me dejó, dijo que mejor guardara los pocos reales que teníamos para la cosecha, que él se pondría bien para la misa del domingo. Pobrecito mío, dos días después salía de casa con los pies por delante. Ni un año me duró el matrimonio. A Dios gracias que hijos no me dejó, pero sí algunas deudas que se sumaron al sepelio del difunto. Tuve que abandonar nuestro hogar e instalarme de nuevo con mis padres. Casi se descomponen cuando me vieron aparecer en el portal con las manos vacías. Por un momento creí que no me iban a admitir, pero no tuvieron valor de echarme a la calle. Fueron tiempos difíciles. El luto era como una penitencia añadida, yo tan joven y con tantas ganas de vivir, y aquel hábito aislándome del mundo. No podía hablar con nadie, ni trabajar, mucho menos salir si no era para acudir a la iglesia y en las ocasiones menos concurridas. Me sentía extraña, siempre triste, callada bajo la mirada atenta de mi madre y mi abuela. Yo que había sido una niña risueña. Hasta que las cosas se pusieron muy feas para todos, no había qué llevarse a la boca, así que una mañana me harté y les anuncié que pensaba ponerme a trabajar, que el luto no nos daría de comer a ninguno. Fue entonces cuando empecé a hacer viajes a las minas con la mula, que es arrendada también, de tal modo que la mitad de lo que gano se lo lleva el propietario del animal. No es un mal trabajo, me gusta caminar, y sobre todo me gusta estar en la calle, no soporto las paredes frías de las casas. Cuando estoy dentro temo que el caserío entero se me caiga encima. En los primeros viajes que hice me sentía la mujer más feliz del mundo. Eso debió de ser lo que más llamó la atención de Juan, un buen mozo de Lanzagorta que enseguida me vio quiso frecuentarme. Traté de disuadirle, aún estaba de duelo por mi marido, pero insistió tanto y de una forma tan alegre que acabé aceptando. Nos veíamos en la montaña, escondidos de todos para ahorrarnos el escándalo. Hasta que me dejé arrastrar por sus promesas y, tonta de mí, no tardé nada en quedarme encinta. Mira que no me cansaba de advertirle, yo creo que de alguna manera hasta lo intuía. El día que le dije que me había hecho un crío no me quería creer, pero luego ya se convenció. Peor lo pasé cuando mis padres se percataron de ello. No dudaron en echarme de casa, no podían soportar una deshonra así, dijeron. Aunque más bien creo que no querían más bocas que alimentar. Yo pensaba que Juan iba a resolverme, que iba a cumplir con sus promesas de matrimonio, pero él sólo me pedía tiempo, decía que necesitaba tiempo para enfrentar la situación en el caserío, con sus padres. Así que me quedé en la calle, sola, deshonrada y con una criatura en el vientre. No sé porqué decidí dirigirme hacia Sandamendi, donde había vivido con el difunto. La casa la arrendaba entonces una familia de campesinos que no dudaron en realquilarme una habitación. Ahí sigo viviendo, con esa misma familia. A Juan lo veo de vez en cuando, suele salir a buscarme a los caminos y me promete cosas que sé no va a cumplir; parece que sus padres tenían ya apalabrado su matrimonio con una familia de Zalla y no lo puede romper. Suele preguntar por la niña y a veces me ayuda con unos pocos reales, aunque eso no es suficiente. Lo que yo quiero, lo que necesito, es que cumpla su promesa y se case conmigo como juró que haría.
Cuando la narración llegó a este punto Manuela estaba más perpleja que cansada. Callada, con la vista puesta en el barro del camino, avanzaba por inercia. No sabía qué decir, casi no sentía los músculos de las piernas y un dolor sordo se le había instalado en las plantas de los pies, que añoraban la suela nueva que una vez disfrutaron aquellas viejas y desgastadas alpargatas.
Una vez más fue María quien rompió el silencio alzando su alegre voz para anunciar que ya estaban muy cerca del pueblo de Santurce. Por primera vez en horas Manuela recordó cuál era el sentido de tan larga caminata, y pensó en Joseph, en Narcisa, y en el hijo de ambos. Quiso acelerar el paso, pero sus acompañantes, la joven viuda y la mula, no variaron ni un ápice su ritmo pausado, y ante la posibilidad de perderse si se alejaba de ellas optó por mantenerse a su lado.
Desde el alto de Triano María quiso mostrarle la ubicación exacta de Ortuella, un remolino de sucios tejados que cubrían las piedras de varias casas, entre ellas la que habitaban Joseph y Narcisa. Pero toda indicación era en vano, la pequeña de los Allende apenas podía distinguir nada en la ladera que se extendía inmensa ante sus ojos. El paisaje le pareció gris y pobre en aquella tarde que se volvía oscura. No sabía si era su cansancio o el aspecto de esa tierra arañada por senderos y caminos que se dilataban en cualquier dirección, cruzándose una y mil veces. Sólo quería llegar, alcanzar al fin el hogar de su hermano y sentarse, sentarse recostando la cabeza sobre cualquier pared. Quería dormir, soñar con Zubiete y con Txomin, y quizá después, con más calma, rememorar todo lo que aquella extraña mujer le había contado en uno de los días más largos de su vida, del que ya no podía recordar cómo ni cuándo había comenzado.
Joseph no la vio llegar. Estaba de pie, delante de la puerta de una casa pequeña y vieja, resquebrajada, conversando con un hombre mayor que él. Ella lo reconoció en un gesto que nunca hubiera pensado que echaba de menos hasta ese momento. Lo descubrió de espaldas, atándose el pelo a la nuca con la familiar agilidad de sus grandes manos. Sólo entonces dejó atrás a su compañera de viaje y corrió, corrió con las pocas fuerzas que le quedaban tras la interminable caminata, con los pies doloridos y el pecho encogido por la extrañeza que sentía ante todo lo que la rodeaba. Antes de alcanzarle Joseph respondió a las indicaciones del anciano y se dio la vuelta. Al descubrirla, desaliñada, inundada en lágrimas sonrientes, corriendo hacia él, la esperó con los brazos abiertos, generoso y agradecido, queriendo acogerla en su pecho y allí consolar su cansancio.
La casa de Joseph era diminuta, con espacios demasiado estrechos para cruzarse unos con otros, las escaleras se inclinaban hacía un lado e incluso habían perdido algún peldaño, obligando al que las transitaba a dar más de un improvisado salto. Mientras Manuela vivió allí, su hermano no se hartó de decir que en cualquier momento repondría las maderas que faltaban, pero no lo hizo. Casi no había mobiliario y el ambiente era tan húmedo que Narcisa pasaba su convalecencia diurna en un camastro en la cocina, próxima al fuego. Por la noche, su marido la acompañaba a la cama que compartían en la habitación contigua. Entonces Manuela ocupaba el jergón vacío junto a la lumbre y trataba de buscar su propio descanso. A decir verdad, le gustaba el canturreo de las últimas ascuas, una nana larga que iluminaba el albor del sueño.
Al despertar, con la primera luz del día, volvía a sentirse triste, perdida, y ansiaba que la oscuridad la alcanzara cuanto antes, con la calidez de su lumbre. No le gustaba aquella casa, aquel pueblo, aquella montaña. Joseph y Narcisa lo sabían desde mucho antes que llegara, pero ella no, ella se sorprendió de lo que vio un día tras otro durante los meses que vivió con ellos.
Narcisa, que guardaba total reposo sin moverse del jergón de la cocina o el de la alcoba, según la llevaran o trajeran, agradecía los cuidados que Manuela le profesaba mostrándose alegre, dispuesta a quedarse sola en cualquier momento para que la joven saliera a ver la calle, a hablar con las vecinas y pasear por los senderos por los que se llevaba el mineral. Sólo en una ocasión, aprovechando una visita de María de Sollano, llegó hasta el puerto de Galindo, y regresó a casa afligida. En mitad de un paraje desolador descubrió a mujeres de todas las edades dejándose la piel de las manos en las sirgas, mientras avanzaban todas a una, por ambas orillas del río, arrastrando gabarras cargadas de mineral. Intentó no volver a bajar al puerto para no tener que ver aquello.
Y entonces una noche le despertaron los gritos de dolor de Narcisa. Manuela corrió a avivar las brasas. Antes de darse cuenta, una mujer mayor, vestida entera de negro, se metía apresurada en la habitación de la parturienta. Debió de mandar a Joseph a buscar a otra porque pronto eran dos, y al mediodía hasta tres desconocidas trataban de apaciguar las voces de sufrimiento que salían de la alcoba. Manuela no sabía qué hacer, lo mismo empezaba a rezar que presentía que le pedirían agua y se iba corriendo a llenar la herrada a la fuente. Se encontraba perdida, e inquieta, casi tanto como su hermano. Joseph, incapaz de soportar los gritos de su mujer, pasó aquellas interminables horas al raso, entre el portal y la calle, esperando que alguien le dijera o le mandara hacer algo. Cualquier trabajo hubiera sido mejor para ambos que esa terrible espera.
Una nueva noche se impuso. Sólo entonces empezaron a precipitarse los minutos, cuando la más anciana de las mujeres que atendían a la primeriza se asomó a la cocina y le ordenó, con voz áspera y tajante, que mandara avisar al cirujano, porque aquello no se resolvía. Manuela salió en busca de su hermano, que esperaba en el portal ansioso ante cualquier cambio. Cuando supo el encargo corrió por los caminos como un alma en pena. No tardaron tanto, pero cuando al fin llegaron era ya muy tarde, el crío había muerto y la madre se desvanecía. Fue su propia fortaleza la que salvó a Narcisa, pero nada se pudo hacer por el pequeño, que pereció en el intento de ver el mundo. Después de eso, los cuidados para con la madre tuvieron que extremarse. El trance le había descompuesto por completo las heridas mal curadas en la caída, y la pérdida le había arrancado de cuajo el ánimo y las ganas de vivir. Manuela se volvió su sombra, de noche y día permanecía junto a ella, consolando su pena y cubriendo el dolor de sus entrañas con cataplasmas y ungüentos.
Pasaban las jornadas juntas y solas, horas silenciosas que llenaban con suspiros entre los escasos quehaceres que las entretenían. Aquella monotonía, que llegó sin aviso a sus vidas, sólo se rompía de vez en cuando, con los alegres gritos de María de Sollano anunciando los encargos que traía de Zubiete: hortalizas frescas y fruta que recibían agradecidas. En varias ocasiones llegó a compartir con ellas el puchero antes de tomar de nuevo el sendero de regreso. A Manuela le gustaba verla, escucharla y acompañarla un tramo. Era el único momento que se permitía alejarse de la enferma, y lo aprovechaba para preguntar por Juana o indagar sobre aquellos que partirían a tierra de Indias. Así supo que finalmente eran siete los jóvenes de Oquendo y Gordejuela que saldrían el próximo año para la Nueva España. La fecha en que dejarían sus casas todavía no se había fijado, pero todo apuntaba a que sería para principios de 1750. El Perú era otro de los destinos que se mencionaban por el pueblo, según le contó, y eso alertó a Manuela, que hasta entonces había confiado en que Txomin y Domingo Narciso se encontrarían en la Nueva España. Preguntó a Joseph por aquel lugar del Perú, y éste poco le pudo decir salvo que estaba lejos, demasiado lejos.
Cerca ya de la fecha de la Navidad la Sollano trajo a la casa de Joseph de Allende otro tipo de encargo, tenía que ver con el regreso de Manuela a Zubiete. Para Narcisa resultó un duro golpe, no se sentía con fuerzas aún de prescindir de la ayuda y sobre todo de la compañía de su cuñada. Joseph y Manuela trataron de demorar la marcha un par de semanas más, hasta que el requerimiento de sus padres se volvió una exigencia.
La quinta mañana de enero de 1750 María de Sollano se presentó en Ortuella con el cometido explícito de acompañar a Manuela a su casa. Nadie intuía las razones de tanta exigencia, pero la partida era inminente. Antes de iniciar el descenso por las imposibles escaleras aún sin arreglar, Joseph abrazó a su hermana pequeña por cuarta vez en su vida, y Narcisa, aunque triste, dibujó en su cara una sonrisa mientras les prometía que la primera hija que pariera llevaría con orgullo el nombre de su tía.
Nuevamente caminaba a un lado de la mula, y lo hacía despacio, con ese paso lento que la Sollano y su acémila nunca variaban, igual daba que subieran o bajaran. Entre las muchas cosas que la joven viuda pronunció durante el largo camino de regreso, Manuela sólo tuvo oídos y atención para dos. Supo que su primo Domingo de La Torre había salido de viaje hacia la Nueva España apenas una semana antes, y por más que trató de no pensar en ello, no lo logró. Hubo algo más: la noticia de su inminente traslado a la casa de Urrutia, en Isasi, bajo la tutela de don Manuel de Braceras.
Llegaron de noche cerrada. Una luz en la puerta anunciaba la impaciente espera de padres y hermanas. La negrura de las sombras obligó a la Sollano y a su mula a reposar los huesos en la accesoria, o al menos así lo pensaron los Allende, porque al alba ya no estaban donde las habían acomodado.
Manuela despertó con un calor en la piel que conocía bien. Había añorado su casa, los rincones de sus habitaciones, grandes y amuebladas, las escaleras amplias y ordenadas, las piedras de la fachada, el portal y la mirada de las ventanas despidiéndose del día que se esconde tras la montaña.