Manuel de Braceras descendió despacio del caballo, ralentizando cada movimiento hasta alcanzar con ambos pies el suelo. Nadie lo esperaba en la casa de los Allende de Zubiete. Tiró del animal y alcanzó con él la entrada de la accesoria, pero allí tampoco encontró a nadie.
La aldaba adornaba la puerta principal invitándole a tocar, sin embargo no lo hizo, prefirió sentarse en la piedra sobresaliente de la fachada a contemplar el atardecer, deslumbrante en su descenso, cayendo sobre el monte, ensombreciendo veredas y riachuelos. Privilegiado Antonio, pensó, hermoso lugar para envejecer.
Cuando Manuela llegó a casa de sus clases de letras, lo primero que vio desde la calzada fue a aquel alto caballo pastando en la misma puerta de entrada de la accesoria, y el corazón le dio un vuelco. La imagen de su hermano Domingo Narciso de nuevo entre ellos le hizo correr hasta quedarse sin aire. Alcanzó el portal de casa justo en el momento en que don Manuel se levantaba del banco de piedra contemplándola atónito.
La joven frenó en seco su estrepitosa carrera al encontrarse con el señor de Urrutia en persona. Miró al caballo y le miró a él nuevamente, comprendiendo que jinete y montura se pertenecían. Un color sonrosado tiñó sus mejillas y aquel inesperado calor la incomodó. Con movimientos lentos y elegantes, el hombre se desprendió de su sombrero para presentarse.
—Buenas tardes, perdone mi intromisión. Soy Manuel de Braceras y vengo buscando a Antonio de Allende. Temo haberla asustado, ¿es usted su hija?
—Sí, así es, soy Manuela, señor. Pero, ¿acaso no hay nadie en mi casa para recibirle y atenderle? —preguntó extrañada.
—Apenas he llegado y la vista que se contempla desde aquí me ha retenido, es increíble lo despejado que se aprecia Isasi ¿no le parece? Por eso no he llamado aún.
—En ese caso voy a avisar.
Manuela hizo sonar la aldaba insistentemente, esperando que apareciera pronto alguna de sus hermanas. Se sentía nerviosa en presencia de aquel hombre. Sabía de él por lo que había oído decir, en casa y en la fuente de Ibarra, pero nunca había imaginado que se lo encontraría así, de una manera tan inesperada, y a solas. Se miró su propio atuendo y se disgustó, aquella ropa corriente, de aldeana, le hacía sentir pequeña ante el traje elegante y la postura confiada y firme de persona tan principal.
—¿Quién llama con tanta insistencia?
La voz de Josefa se escapaba por el hueco de la escalera.
—Soy yo, Manuela, ¿está padre en casa?
—No, ¿para qué es bueno?
—Le requiere don Manuel de Braceras, que viene buscándolo.
—¿Cómo?, ¿estás segura?, mira que no tengo tiempo que perder en tus fantasías.
El eco de la última frase de Josefa provocó un gesto en el visitante, que permanecía allí, próximo a Manuela, de pie junto a la piedra. Las dudas expresadas por la voz que se filtraba desde la vivienda le invitaron a intervenir.
—Señorita, perdone mi atrevimiento, pero he venido buscando a su padre y me he encontrado con su hermana en la puerta. ¿Podría usted indicarme dónde puedo alcanzarlo?, necesitaba conversar con él.
Inmediatamente después se escapó un crujido en la madera, y después otro, y otro más, hasta que el propio don Manuel adivinó que eran los peldaños de las escaleras. Josefa y Francisca bajaban a toda prisa, a la par, y tras ellas, instantes después, María descendía con paso seguro y lento. Al verla, todos descubrieron los andares de antaño, los ademanes elegantes y la ropa de calle.
—Buenas tardes, doña María, ¿cómo se encuentra? Siento haberme presentado así, sin avisar, en su casa. Deseaba conversar con Antonio, pero no es nada urgente, no tema. Puedo regresar otro día, en otro momento, no quiero importunarlas.
—¿Cómo se le ocurre? Es muy grata para nosotras su visita. Pero debió mandar recado y le hubiéramos recibido como es debido. De todas formas, Antonio no ha de tardar. Dígame qué le puedo ofrecer.
—Nada mejor que esta espectacular vista, doña María. Me deslumbra el atardecer que se disfruta desde tan privilegiado lugar.
—Pues si usted lo prefiere esperaremos aquí. Está agradable la tarde.
Sin que nadie se lo pidiera Francisca acercó una silla a su madre, que no resistía el frío de la piedra en sus delicados huesos. Manuel volvió a tomar asiento en el mismo banco, mientras Josefa y Manuela salían del portal con una jarra de txakoli, pan, queso y nueces con que agasajar a aquel impensado invitado.
María, erguida y orgullosa como no la habían visto desde hacía años, las fue presentando una a una. Habló animosa y en todo momento dirigió la conversación, entreteniendo a su visita con buenas dotes de anfitriona, sosegada y segura de sí misma. Manuela, cada vez más sorprendida, escuchaba y observaba cada movimiento, cada gesto y cortesía que emanaban con una naturalidad innata de una madre que se transformaba con cada palabra. Sin pensarlo, cerró los ojos para recordar los zapatos con hebillas que calzaba aquella señora en Molinar. Su imaginación los trasladó bajo la tela de la falda de María, para sustituir por un instante las viejas alpargatas que usaba mientras hablaba como una señora importante.
Antonio les alcanzó en animada conversación un rato después. También él se sorprendió de la presencia de su amigo y sobre todo de la actitud de María, que le trajo a la memoria tiempos ya lejanos, cuando la visitaba en su casa de Arracico, a la espera de poder concretar su propio contrato matrimonial. Enseguida dejaron a los hombres solos, primero se despidieron las muchachas, y poco después ella, que agradeció de corazón la visita del señor de Isasi, y le ofreció su casa y su mesa para cuando tuviera a bien disponer. Antonio la vio alejarse, se apoyaba suavemente en el bastón, con el paso firme y la cabeza erguida, y sonrió para sí ante tal alarde de coquetería. Sabía, conocía la postura natural que había ido adoptando aquel cuerpo con los años, la misma postura que lo encorvaría al alejarse lo suficiente de los hombres que la despedían en el portal.
—Y bien, ¿qué te ha traído hasta mi casa, Manuel? Espero que nada grave.
—No, tranquilízate, nada tan grave. Vayamos a cenar y te cuento. He dejado aviso para que nos preparen guiso, y tengo un buen vino esperándonos.
—Está bien, deja que coja la chupa y el sombrero, la noche viene fresca.
Antonio alcanzó las ropas en su alcoba. Antes de volver a salir se acercó al hogar donde las cuatro mujeres de su casa reían y hablaban alborozadas, a buen seguro con motivo de la visita inesperada de aquella tarde. Sonrió a María, que le respondió con un indicio de dulzura, rescatada ésta de los buenos tiempos.
Era tarde y las huellas del vino se sentían en la conversación, que continuaba en una sobremesa larga y amena frente al fuego de la chimenea. Habían hablado de todo un poco, de la inesperada actitud de María, y de las hijas de ésta, sobre todo de la pequeña, que había sido, sin lugar a dudas, la que más había impresionado a Braceras.
—¿Y dices que estudia las letras?
—Y no te imaginas con qué empeño, aunque no sé bien para que han de servir a una mujer.
—Las cosas están muy cambiadas, Antonio, nunca se sabe.
—Ya te lo diré. Pero ahora, cuéntame, ¿para qué me buscabas?
El señor de Isasi sacudió los restos de su pipa sobre las brasas y bebió antes de comenzar a hablar.
—Por lo visto, hay una cuadrilla de bandoleros y contrabandistas actuando por los caminos del Señorío. Han venido dando el aviso.
—No te puedo creer, ¿me estás diciendo que os están alertando a vosotros los jauntxos y en el Concejo no se sabe nada? —soltó indignado Antonio.
—Así parece, pero sabiéndolo nosotros lo sabe el Concejo, no te impacientes. Un oficial del ejército llegó por aquí hace dos días para informarme, y no parece cosa de nada, más bien es un asunto serio que llevan tiempo sin saber cómo atajar.
—¿Será que han perdido algún alijo importante?, ¿de qué crees que puede tratarse?
—Tienes razón, es algo gordo, porque me han llegado rumores de que Pedro Ortiz está metido hasta el cuello en todo ello.
—¿El famoso bandido de Sopuerta? Pero, yo creía que seguía preso en Durango, con el otro contrabandista, el tal Ellacuriaga.
—Pues parece que ya no. Dicen que han escapado los dos, y que no han tardado ni un día en encontrar hatajo de cuatreros que les sigan. El caso es que quería que te mantuvieras alerta, sobre todo que tengas cuidado por esos caminos por los que andas. Más te convendría llevarte siempre escopeta y criado.
—Está bien, no te preocupes, me mantendré vigilante. ¿Pero tan cerca crees que andan contrabandeando?
—Estas montañas son espesas, y ofrecen buenas guaridas para esconder según qué delitos. El oficial me confirmó que hay más de una cuadrilla asaltando los caminos, y algunas se están haciendo fuertes en las tierras encartadas y en el valle de Ayala. Ve con cuidado, Antonio, hazme caso que las cosas están revueltas. Y protege a tus hijas, parece que un par de desalmados atacaron hace algunas semanas a dos mujeres en tierra de Mena. Ignoro la naturaleza del asalto, pero no las pierdas de vista, sobre todo a la pequeña, que parece la más inquieta.
—Ni te imaginas cuánto. No sé qué voy a hacer con tanta mujer en casa. Espero que Domingo Narciso no demore mucho ya, porque empieza a ser demasiada responsabilidad para un hombre de mis años.
—¿Y si no regresa, Antonio? ¿Lo has pensado?
—Claro que lo he pensado, pero regresará, ya lo verás, regresará, Manuel, es mi hijo y lo conozco bien. En cuanto a lo otro, habrá que convocar una reunión del Concejo, ¿has hablado ya con el presbítero de Molinar?
—No, pero mañana me acerco hasta la iglesia para que dé aviso desde el púlpito. Tú ponte en contacto con los que te quedan más cerca.
—Está bien, me pasaré por la hospedería, para que se extienda la voz y este sábado todos los hombres del valle se presenten en Aspuru a primera hora.
—Así sea. Allí nos veremos. Para entonces espero tener noticias procedentes de la Junta de Avellaneda.
Antonio escuchó el sonido de la pesada puerta de la torre de Urrutia cerrarse tras de sí. Había ido a pie y, con el sonido de sus pasos quebrando la escarcha que cubría el suelo, sintió cómo la noche se extendía sobre el valle. Manuel lo contempló hasta perder su silueta en la oscuridad. Después de eso, cada quién regresó a sus propios pensamientos.
Tras el encuentro con el señor de Isasi la curiosidad y la excitación se apoderaron del espíritu de Manuela. Todavía resurgía el color sonrosado en sus mejillas al recordar aquella tarde, y crecía la intensidad de aquel repentino calor al comparar su atuendo de campesina con el vestido elegante que él usaba. Quizá fue esto lo que la empujó a coser y recoser sin descanso encajes a las mangas de sus chambras, el revés de alguna basquiña y otros arreglos que mejorarían el aspecto de su gastada indumentaria; aquellas ropas que sin remedio heredaba año tras año de sus hermanas y que tanto la enojaban. Deseaba con todas sus fuerzas estrenar nuevos vestidos, ponerse adornos, pañuelos y mantillas de colores, hebillas y botones, cualquier cosa que la distinguiera del resto de aldeanas envueltas en oscura lana. Sin embargo, nada hacía cambiar aquel rutinario desfile de chambras y faldas de diario que se había empeñado en transformar.
María se percató de la mirada distinta que iluminaba la cara de su hija y enseguida comprobó el deslumbramiento que Braceras había producido en ella. La ayudó complaciente a ultimar las tareas de costura que se había propuesto, y antes de darse cuenta acabó cediendo a las súplicas y ruegos para cortar un trozo de tela nueva con que recomponer una vieja chaqueta. La tela salió del arcón donde se guardaba el ajuar de Josefa, y eso trajo el enfado de la mayor de las hermanas. Aún así, María ayudó a Manuela a sacar partido de la extraña pieza, que acabó luciendo en la menor de sus hijas como no lo hubiera hecho en ninguna otra joven del pueblo.
Transcurrieron semanas antes de que sucediera lo que realmente inquietó el espíritu de la pequeña. Aquel domingo María le permitió por fin estrenar la chambra renovada y se sentía feliz dentro de aquel traje de tonos verdes que realzaba sus ojos por encima, incluso, del color del valle. Llegaron a San Juan de Molinar a tiempo para acomodarse antes de que comenzara el primer rezo. Allí estaba Francisca, en el lugar que correspondía a la familia, sobre la sepultura de los Allende de Zubiete, en la tercera fila contada desde el evangelio.
Tras la eucaristía, las mujeres salieron por la izquierda y los hombres por la derecha del templo. Una vez fuera, se mezclaron, reencontrándose, y comenzaron la ronda de saludos a la que todos estaban más que habituados: los parientes de Arracico, el capellán, también el médico que atendía el estado de salud de María, primas y amigas de edades similares que habían compartido y compartían con ellas buenos ratos en la fuente de Ibarra. Pero aquel domingo ocurrió algo distinto, algo que llamó imperiosamente la atención de todos los avecindados del valle: Antonio reclamó la presencia de sus hijas para saludar formalmente a don Manuel de Braceras, señor de la torre de Urrutia y dueño indiscutible de Isasi. Mientras Manuela sentía los ojos dulces de aquel hombre maduro acariciándole el pelo, un silencio abrumador se apoderó de la plaza. De nuevo el calor del sonrojo la invadió y se sintió incómoda. Sabía que todas las miradas recaían en ellos. Aquel instante, apenas un segundo de reencuentro en público, logró saltar todas las alarmas sobre el futuro de la fortuna y hacienda de don Manuel. María se alertó, pero no supo o no quiso hacer nada al respecto. A partir de ese primer encuentro toda la familia se reuniría para saludar al señor de la torre de Urrutia tras la misa mayor, y siempre se dejaba sentir a sus espaldas un murmullo silencioso cuando la solicitada era Manuela.
Domingo de la Torre apareció de nuevo en su vida los primeros días de aquel mismo verano. Fue con motivo de otra romería, la que anualmente se celebraba en las cimas de Oquendo. Por primera vez Manuela había conseguido permiso para asistir, siempre bajo la tutela de su hermana mayor, Josefa, que la vigilaba con exagerada exigencia en los últimos tiempos.
El paso por Oquendojena maravilló a la pequeña de los Allende, entusiasmada al descubrir caminos que ni imaginaba y sorprendida con el tamaño de los caseríos que salpicaban el horizonte. Junto a ella caminaban Josefa, Juana y la mayoría de las jóvenes solteras del pueblo. Las Arechavala encabezaban el grupo con la esperanza de encontrarse al fin con su hermana Ana María, casada meses atrás con Bernardo de Abasolo. Poco antes de alcanzar la cima sonaron los primeros acordes del txistu con que la comitiva abría la jornada festiva. Para entonces la loma del monte hervía de gentes procedentes de los pueblos y valles circundantes. Manuela se dejó llevar por las demás hasta la ermita, y tras un breve rezo se adentraron en la fiesta buscando caras conocidas. Enseguida descubrió a Txomin avivando una hoguera. No estaba lejos y quería dejarse ver por él, por eso aprovechó la ronda propuesta por las Arechavala para dar con el paradero de la hermana casada. No fue la única ocasión que Manuela tuvo de mostrarse ante los ojos de su primo, durante horas acompañó a aquellas desilusionadas muchachas a recorrer las piras, una a una, en busca de los Abasolo, hasta que un vecino de Otaola, del caserío Urquijo, les anunció el avanzado y delicado estado de preñez en que se encontraba la mujer del primogénito, Bernardo, motivo por el cual toda la familia había renunciado a la romería. Esto no consoló a las muchachas, pero al menos detuvo aquel peregrinaje sin frutos en el que habían invertido buena parte de la mañana. Después comieron, rieron y escucharon algún que otro bertso antes de que la fiesta llegara a su fin, cuando don Pedro de Basoco marcó con la sombra de su sotana el inicio del descenso. Tras él todos los que debían regresar a Gordejuela emprendieron el camino de vuelta al valle.
Manuela bajaba en compañía de Juana, animada por la conversación que ésta traía acerca de algún joven de Oquendo que le había hablado aquel día y que ahora no sabía cuándo ni dónde volvería a encontrar. Juana hablaba y hablaba, excitada por los acontecimientos de la jornada, mientras su amiga, absorta en el paisaje, trataba de atender sin conseguirlo. Su mirada recorría a un lado y a otro la espesura de la montaña, tan parecida y sin embargo diferente a la del valle de Gordejuela, y sus pensamientos se escapaban de Juana para centrarse en Txomin. No habían llegado a hablarse, pero sí se habían mirado y saludado con más de una sonrisa. Fue a la altura de la presa Mayorga, envueltos por el ruido del molino y la ferrería, cuando su primo se acercó a ellas por la espalda, sorprendiéndolas. Llegaba con bromas y anécdotas, haciéndolas reír, hasta que la luz tenue de la tarde cayó sobre Oquendojena y se ciñó sobre el valle, volviéndolo un poco sombrío y frío. Cruzaron el río Izalde y pisaron Zaldu. Ya estaban de nuevo en Gordejuela, pero aún faltaba un buen tramo por recorrer para alcanzar Zubiete. En procesión, siguieron los pasos del presbítero, a ratos en alegre conversación y a veces también en silencio. Txomin aprovechó algunos descuidos de Juana para acercarse más a Manuela. Rodeados de gentes que como ellos seguían los sonidos roncos de un tamboril que pretendía marcar el paso, pudieron disimular el encuentro, el roce apenas perceptible de sus ropas y manos, las miradas escurridizas y las sonrisas vergonzosas.
Casi alcanzaban Arracico cuando se deshizo el hechizo. Josefa, alertada por Ramona, se giró y buscó con mirada anhelosa a su hermana pequeña rogando a Dios que no fuera cierto lo que acababan de anunciarle. Al verla caminar por una orilla, separada del grupo, disimuló a duras penas la contrariedad que se marcaba en su rostro. Esperó impaciente a que llegaran a su altura para colocarse ágil entre ambos. Txomin se quedó rezagado, silencioso, mientras Manuela se previno para el reclamo que traía aquella voz retenida tras unas mandíbulas apretadas en exceso.
—¡Manuela! Cada día me sorprendes más. Con lo lista que pareces y a veces se diría que eres tonta.
—No he hecho nada malo, Josefa. ¡Otra vez estas exagerando!
—Sí, exagerando. Creerás que no me doy cuenta de las intenciones de Domingo de la Torre. ¡Por si fuera poco lo que se habla de ti y de don Manuel en el pueblo!
—No sé a qué te refieres.
—Lo sabes perfectamente. Espera que se entere madre de esto. Va a poner el grito en el cielo.
—No le digas, Josefa. La vas a disgustar sin motivo.
El camino hasta Zubiete se volvió repentinamente pesado y cansado. Las emociones del día convirtieron sus pasos en, una larga letanía de esfuerzos por seguir las prisas de Josefa, que ya se situaba entre las primeras filas del séquito que bajaba en romería. Subió las escaleras de casa aliviada por desprenderse de la inquisidora mirada de su hermana, y temerosa por su promesa de hacer sabedora a su madre de la imprudencia que había cometido.
Sin embargo Josefa no dijo nada a María aquella noche ni en los días sucesivos, pero si antes cuidaba de las apariciones en público de la pequeña, a partir de entonces mantenerla vigilada y fuera de todas las miradas se convirtió en su cometido. No dudó en requerir la ayuda de Francisca, que, aunque algo más condescendiente, de cuando en vez la obligaba también a acompañarla en sus devotos quehaceres eclesiásticos.
Desesperada, Manuela no encontraba un momento de sosiego. Por dejarla, no la dejaban ni a solas con Juana. Acabó por elegir la compañía tranquila de su madre, las tardes de costura junto a ella, sin moverse de al lado del hogar, antes que soportar la obsesión de sus hermanas, dispuestas a preservar el buen nombre de la familia en la casta decencia de la más pequeña. A menudo oía a Josefa suspirar y lamentarse por el mal que acarrearía a la casa la desobediencia del mayor y el atrevimiento de la menor.
Pasaron semanas sin que la joven de los Allende acudiera a la fuente de Ibarra a por el agua diario para el aseo y la cocina. Juana insistía en ir a buscarla, pero era Josefa la que se colocaba sobre la cabeza la herrada y caminaba en silencio junto a ella por la calzada.
Fue la intuición de María la que la salvó de aquel encierro desproporcionado. Apoyándose en la mayor para realizar determinadas tareas de peso, insistió hasta que logró volver a colocar a cada hija en su apropiado espacio. Al fin Manuela pudo regresar poco a poco a la vida dinámica y alegre de antes.
Eso sí, salvo aquellos ratos de libertad controlada, Josefa le impuso una vigilancia casi permanente, impidiendo cualquier ocasión de encuentro con Txomin aquel verano. Sin embargo, no pudo evitar que ésta alimentara su ilusión en las miradas y los tropiezos nada fortuitos que él provocaba en la plaza, la salida de la fuente o el paseo. Manuela esperaba con ansia la feria de San Andrés y la Inmaculada, que se celebraban finalizando noviembre y comenzando el último mes del año. Durante una larga semana el pueblo entero se transformaba, rebosaba de gentes venidas por todos los caminos, andando, en carro o a caballo, forasteros buscando una buena pareja de bueyes, arrieros ofreciendo mercancías que habían obtenido en tierras de Castilla, comerciantes, señores de la ciudad, aldeanos y vecinos, curanderos y charlatanes. Tenía puestas sus esperanzas en esos días de jolgorio para que Txomin se aproximara a ella y aclarara sus intenciones. Mientras tanto, el verano desfiló silencioso en sus tardes cálidas, sin mayores sobresaltos, salvo la mañana aquella en que un grito desolador los despertó a todos.