En Zubiete, Gordejuela, Noble Tierra de Vizcaya. Febrero 3 de 1749.
Amado hijo, sangre de mi linaje, las letras que te escribo, yo que soy tu padre, desde ésta tu amada patria y bien querida casa, son de ruego y necesidad por las circunstancias que nos acontecen y que nunca debieron darse. Supe de tus buenos aciertos y mejor disposición para los negocios, y con tu pariente y mentor en esas tierras de la Nueva España. Las noticias que llegan de una y otra parte en este sentido me llenan de orgullo y me resarcen por la distancia en que te encuentro.
Más, muy a pesar de mi deseo, he de pedir tu retorno a la mayor brevedad posible, aún sabiendo que ello irrumpe de manera inesperada en la vida que ahora te acontece. Las razones se acompañan a esta carta con un documento de donación en tu favor de todos nuestros bienes raíces, ante la imposibilidad de heredar en nuestro primogénito, tu hermano, por haber desobedecido el contrato matrimonial que para él teníamos apalabrado y elegir una esposa que no es de nuestro agrado para el gobierno de esta casa y hacienda.
Tu madre, que siente tu ausencia como una larga pena, desea verte pronto pisando estas tus tierras, recogiendo sus granos, y disfrutando de todos los bienes que en ellas hemos mantenido para tu disfrute y acrecentamiento. Al igual te esperan tus hermanas, que han apoyado nuestra decisión con la devoción propia de las hijas que son. Y tu querida Manuela, la más pequeña, que te extraña cada día y te ruega vengas con prisa. Ellas son las más perjudicadas por la grave falta cometida por el hermano primero, y por ellas rogamos tu generosa disposición para venir a tomar posesión y gobierno de todos nuestros pertenecidos.
En el goce de la buena salud en que nos encontramos, y con el deseo de que tu viaje de regreso se realice lo antes posible y en las mejores condiciones, encomendamos a tu buen discernimiento el futuro de esta hacienda y del buen nombre de los Allende.
Tu padre que te ama, Antonio de Allende y Villamonte
La primera vez que nevó aquel invierno nadie lo esperaba. La noche que Antonio leyó ante su mujer y sus hijas la carta en la que reclamaba a Domingo Narciso el necesario regreso a casa, tampoco nadie esperaba la respuesta que los años trajeron consigo. Aquellas letras, pronunciadas a la luz de una oscilante llama, sonaron generosas y firmes, alentadoras y esperanzadas. Cuando Antonio concluyó el breve pliego en el que pedía a su hijo la vuelta al caserío, María y Manuela apenas lograban contener la emoción, Josefa se entristecía por la suerte del primogénito, y Francisca se entregaba a otro largo rezo. Esa noche, víspera de la víspera de Santa Águeda, siguió nevando hasta cubrir todos los rincones y agujeros del verde valle. Nada se resistió al crujir del espeso y blanco manto.
Manuela llegó a Lartundo muy temprano, con las polainas y las albarcas cubiertas de nieve, la nariz roja y las manos heladas. Iba acompañando a Francisca, que cumplía con el cometido de disponer la ermita para celebrar la misa en honor a la Santa. Era de noche cuando cerraron la puerta de casa y siguieron los pasos firmes de Gerardo, ascendiendo por el sendero de la montaña. El criado, unos metros por delante, y siempre a un lado, vigilaba las sombras que acechaban a las muchachas por expreso deseo del amo y recomendación de María. Cuando llegaron a Lartundo ya había amanecido, y lo hizo bajo una cubierta de nubes bajas, blanquecinas, que auguraban más nieve para la jornada.
La ermita se vislumbraba desde la loma, la primera de una barriada solitaria en aquel paraje fronterizo con el valle de Oquendo. Apenas le acompañaba el humo de las chimeneas de un par de caseríos mezclándose en grises con el cielo cercano. Todo estaba en silencio a aquella hora temprana. El sendero, que se adivinaba por el desnivel en la nieve, los llevó a la misma puerta de la ermita, asegurada ésta con un travesaño que Gerardo se apresuró a quitar de en medio para que las jóvenes se pusieran a cobijo del frío.
Francisca entró la primera, y comenzó a sacudir con energía el agua que retenía la ropa que llevaba puesta. Manuela la imitó, dando saltos y trotando con energía manos y brazos, mientras Gerardo se alejaba sin haber siquiera entrado. La pequeña de los Allende lo contemplo un instante, tratando de adivinar a dónde iría con aquel frío y aquella nieve que engullía a cada paso sus piernas hasta la rodilla. Enseguida Francisca la sacó de sus pensamientos. Extendieron telas, encendieron velas, barrieron y colocaron en orden hábitos y mantos, pero nada hizo posible que entraran en calor, dentro del templo el frío era gélido, incluso mayor que el que se sentía al abrigo de los árboles nevados. Manuela se ofreció a encender una pequeña hoguera donde calentarse las manos y los pies, doloridos de tanta rigidez. Se fijó en su hermana, tenía cristales de agua en las mejillas, entonces se dio cuenta de que sus propios ojos lloraban lágrimas que se helaban. Realmente era una mañana cruda de invierno.
Salió a la calle de nuevo y, por un instante, creyó sentir algo de calidez. Miró en todas direcciones con el deseo de encontrar a Gerardo y pedirle ayuda para recoger la leña con que encender un fuego, pero no lo vio, en su lugar descubrió unas pisadas en la nieve que se juntaban y mezclaban con las de su hermana y las suyas propias, y no correspondían a las del criado, que había llegado hasta allí por un lado del camino, próximo pero inmerso en la espesura del monte. Rodeó la ermita y tras ésta las pisadas iban y venían por la ruta de Oquendo. Alguien también había madrugado y mucho para cruzar de un valle al otro, probablemente queriendo evitar el encuentro con los feligreses que esa mañana recorrerían los senderos.
Recogió algunas ramas, que sacudió y abrazó con su cuerpo antes de regresar al interior de la ermita a toda prisa, ahora ya con un único pensamiento, el de encender el fuego que le devolvería la vida a la sangre casi congelada de sus dedos. Removió un poco la tierra del suelo, en el centro, a medio camino entre la puerta de entrada y el altar desde el que el párroco ofrecería la eucaristía tan sólo unas horas después. Rodeó con piedras la leña, y de cuclillas, soplando con cuidado, empeñada en sacarle calor a la fría madera, intuyó la presencia de alguien cerca. Sin apenas moverse alzó la vista y se encontró con los ojos de un muchacho sucio, desarrapado, desconocido, que la observaba escondido tras la puerta. Un grito se ahogó en su garganta, sin poder tomar forma, mientras sus manos abrigaban el calor de las primeras llamas que empezaban a quemar la hojarasca que había acumulado a sus pies. Sólo al sentir la piel arder lanzó un aullido que trajo hasta ella a Francisca. Cuando volvió a mirar ya no estaba, el extraño muchacho había desaparecido.
Acurrucadas junto a la lumbre, las dos hermanas trataron de secar la humedad acumulada en la ropa; estiraban piernas y brazos, se frotaban y friccionaban hasta sentir el hormigueo de la sangre que reacciona. A lo lejos, en la distancia, se volvía a oír el cántico de la noche anterior, el sonido seco de los palos contra el suelo marcando el ritmo de las voces que entonaban el romance a Santa Agueda. Manuela despertó de su ensimismamiento, olvidándose por completo del fortuito encuentro con aquel desconocido, y puso todo su pensamiento en el deseo de ver a Txomin aparecer. Esperó impaciente, con las llamas a los pies, alargando el cuello, hasta que lo divisó, aún lejos, con el resto de mozos del valle, makila en mano, cantando y riendo, por el mismo camino que horas antes había subido ella.
La gente que llegaba desde el cercano Oquendo se iba arrimando a la hoguera encendida en el suelo de la ermita, saludaban a las muchachas, estiraban las manos aproximándolas al fuego, y daban rienda suelta a una charla amena y alegre mientras esperaban al párroco de Gordejuela, que alcanzaba en ese momento el pórtico junto a los mozos, al son de sus cánticos, arrastrando la pesada sotana cargada de agua.
La vieja campana silenció el barullo y abrió paso, a una eucaristía rápida, gracias a que el humo de la hoguera encendida ahogaba a los presentes, que ya no aguantaban la tos y el picor de ojos; por la puerta abierta de la ermita entraba el demonio disfrazado de viento helado, y hasta el cura sintió su gélido contacto por debajo del hábito. Quizá queriendo paliar aquella sensación, recordó a la Santa, que sufrió el martirio de verse amputada de sus pechos y arrojada sobre carbones al rojo vivo.
Tras la eucaristía el txistu entonó los primeros acordes de la romería. Por fin Domingo de la Torre se acercó a saludar a sus primas, que lo animaron a sumarse al baile. En círculo, los jóvenes danzaban y bebían ajenos a cualquier infortunio. Pero el intenso frío y las nubes que se mantenían al acecho auguraban un final rápido y así fue, antes de lo esperado la noche cayó sobre todos ellos con una nueva nevada que los hizo correr camino abajo, buscando la protección del valle, sus casas y lares.
Mientras descendía por la ladera, con aquel manto de nieve nueva a los pies, Manuela oyó un grito que procedía de la espesura del bosque. Se quedó quieta un instante, aprovechó la curvatura del camino y se arrimó a los árboles que lo cercaban. Nadie siguió sus pasos, lo que la dejó a solas frente al monte cerrado que se extendía ante sus ojos. En él descubrió al mismo joven desarrapado de aquella mañana, estaba tirado en el suelo y dos muchachos le increpaban y lanzaban algo que él recogía y guardaba con premura junto al pecho. Uno de los mozos que se mantenía en pie sacó un cuchillo del chaleco y le amenazó aproximándoselo al cuello. Manuela se quedó inmóvil, casi sin respiración, temerosa del trágico desenlace, hasta que la voz ronca de Gerardo la alertó a su espalda. El viejo criado se encontraba pegado a ella, indicándole con un gesto severo el camino, mientras alzaba un gritó ilegible con el que espantó las amenazas de sangre puestas en el filo de aquel arma. No se entretuvo más, al ver que Manuela no se había movido se volvió hacia ella y la obligó a descender por el sendero por el que ya habían bajado los demás.
Nevaba. El viento arrastraba con él la copa de los árboles. La mirada de Gerardo era huidiza, su silencio ensordecedor. La acompañó largo rato, hasta alcanzar a todos los que bajaban de Lartundo. Iban alegres estrenando con sus pisadas la nieve recién caída. Manuela se adentró en el grupo mientras Gerardo se alejó monte arriba, de regreso a la cima. La joven de los Allende escudriñó, mientras estuvo al alcance de su vista, la figura del hombre que se alejaba a toda prisa.
El viejo criado se aseguró de que Manuela se sumaba al grupo, y sólo entonces ascendió de nuevo por la ladera, sumergido en la espesura del monte, decidido a no dejar de caminar hasta encontrar al muchacho que un rato antes había visto tendido en la nieve. Lo descubrió al fin en una cueva próxima a la ermita, en uno de los caminos que descienden al valle de Oquendo, cobijado de la ventisca por la abertura de la piedra, sin atreverse a encender una pequeña hoguera por miedo a que el humo delatara su escondrijo. Tiritaba de frío y miedo cuando el viejo dio con su escuálido cuerpo; le castañeaban los dientes como sonajeros. Apenas era un muchacho de doce o trece años, con la nariz aguileña y el pelo escarbado. Vestía desarrapado y la tela de sus alpargatas dejaba ver la carne amoratada de sus pies por decenas de roturas y desgarros.
Se aproximó despacio hasta él. Cuando le tocó en el hombro el joven reaccionó con una mirada asustada. Gerardo insistió y le ayudó a incorporarse. Le indicó las huellas en la nieve y le animó a que lo siguiera. Los dos se pusieron en marcha sin mediar una palabra entre ellos. Durante largo rato caminaron juntos por la montaña nevada, hasta que las escasas fuerzas del chico les obligaron a parar. El viejo sacó entonces del zurrón un trozo de tocino seco y se lo ofreció, mientras le sujetaba con fuerza del brazo y le apremiaba a continuar bajo la luz blanquecina de la noche nevada. Le vigilaba, le observaba en los pasos vacilantes que iba dando, y de vez en cuando le agarraba para que no cayera al suelo, abatido por el cansancio y el desánimo.
Llegaron a la cabaña después de una hora entre árboles y ramas, exhaustos, hartos de frío y nieve. La lumbre comenzó a arder con fuerza en poco tiempo y los dos se arremolinaron en torno al fuego. Cuando Gerardo entró en calor y miró detenidamente la cara de aquel inocente, sintió piedad por él y por tantos otros que sabía pasaban a la intemperie noches infernales como aquella. Preparó un caldo espeso con algunos trozos más de tocino que quedaban en su saco. Le ayudó a tumbarse en el catre, sólo cubierto con una manta, y extendió su andrajosa vestimenta cerca de las llamas.
Antes de agachar la cabeza para salir de la choza se aseguró de que dormía profundamente. Sólo entonces inició su regresó a la accesoria de los Allende, donde le esperaba su propio camastro, un fuego reconfortante y algo de comida con que volver a calentarse.
Aquella noche durmió inquieto, y antes incluso que el amanecer ya estaba en la cabaña de la montaña, recogiendo las ropas secas del suelo y avivando la lumbre. Cuando el muchacho abrió los ojos, sin tiempo apenas para recordar el lugar en el que se encontraba, el viejo le preguntó por su nombre y al ver que tardaba en contestar le cristianó con un apodo.
—Está bien, si no tienes nombre te llamaré Zurrape. Sí, Zurrape es un buen nombre.
Y le tendió la mano ofreciéndole un trozo de pan con carne, que agradecido y hambriento éste tragó sin masticar. Gerardo añadió a su ropa seca unas polainas de lana gorda y unas viejas albarcas que rellenó con paja, hasta conseguir que aquellos estrechos pies de niño no se salieran a cada paso que daba. Después se marchó para regresar con la noche, y continuó haciéndolo cada madrugada y cada atardecer durante semanas. Sentía una necesidad feroz por proteger a aquel muchacho, por evitarle una vida errante, deambulando por los montes de estas tierras duras y frías, sin nada caliente que meterse a la boca. Ahora que despuntaba su vejez, con la prisa con la que transcurre el tiempo a determinaba edad, se sentía privilegiado porque, sin saberlo, la soledad le había ido ganando terreno y ante aquel niño se reconocía menos solo, más acompañado de lo que en su larga vida se había encontrado.
Al día siguiente de Santa Águeda Joseph subió las escaleras de la casa de su padre con pesadumbre, una tras otra, pidiéndose permiso a sí mismo para alcanzar un peldaño más, para ascender al hogar encendido dónde sabía encontraría a la mujer que le dio la vida, encorvada hacia delante, con las manos entrelazadas, en una plegaria de dolor por los huesos que ya no giran, que ya no responden, que se niegan a un movimiento tan natural en otro tiempo.
—Hola, madre, ¿cómo se encuentra?
—Hijo, qué te puedo decir, ya me ves, cada invierno con menos fuerzas. Y tú, Joseph, ¿cómo te encuentras tú? Dice tu padre que has de viajar cuanto antes a la villa de Madrid a examinarte.
—Sí, ya está todo en orden, no se preocupe por eso, en apenas unas semanas me pondré en camino. Lo que vengo a buscar es su bendición, madre.
—¿Y para qué es buena mi bendición, Joseph?
—Para mi matrimonio.
María se quedó muda un instante, pero su silencio no logro ahogar la tristeza que asomaba a su rostro cansado, arrugado en exceso. Joseph sintió un aguijón en el corazón que también le enmudeció. Nada le dolía más que aquel dolor.
—Dios te bendiga, hijo, y te acompañe en tu suerte. De corazón te lo deseo, como madre tuya que soy y tú mi legítimo primogénito.
—Gracias. Dios me la guarde muchos años.
Permaneció sentado junto a ella largo rato, deseando que le preguntara por la muchacha, por su embarazo, por el futuro de ambos. Después le dijo lo mucho que deseaba que asistieran al oficio, el lunes 24, un rezo de mañana sin otro anhelo que la bendición de Dios. Se celebraría en la parroquia de San Vicente Mártir, en Sodupe. Y esperó en vano, porque su madre no pronunció otra palabra en todo el día, y tampoco en los días sucesivos. Después de aquel engañoso instante en que quiso creer que su hijo primero se acercaba de nuevo a ellos, María perdió las pocas fuerzas que le restaban y regresó a la cama, donde se quedó postrada hasta que brillaron los primeros rayos de sol y emergieron los brotes más tiernos de la primavera.
Antes de abandonar Zubiete, Joseph buscó a sus hermanas para anunciarles su casamiento.
—Me gustaría que asistierais. Madre y padre no acudirán, pero vosotras podríais venir, no os van a poner impedimento.
—Tendremos que preguntárselo, pero si es como dices allí estaremos.
Josefa hablaba por las tres y su hermano lo sabía. Se sintió satisfecho, y acarició el mentón de Manuela mientras se alejaba de ellas.
—¡Hasta ese lunes!
Cuando avanzaba por el puente oyó unos gritos que le hicieron girarse. A escasos metros, cerca ya de él, jadeante, Manuela trataba de detenerle.
—¿Qué sucede?
—Joseph, yo si voy a ir, aunque no me dejen y se enfaden mucho. Yo quiero estar contigo y conocer a esa Narcisa que dicen es tan guapa y buena moza. Dile que voy a ir a verla y a estar contigo. ¿Se lo dirás?
—Claro, se lo diré y se va a poner muy contenta. Pero no contraríes la voluntad de los padres, no los disgustes, que yo no me enfadaré si finalmente no puedes venir.
—Si voy a ir, yo voy, ya lo verás.
El joven se aproximó despacio hasta ella y la rodeó con sus brazos. Aquel instante, tan efímero como el aleteo de una mariposa, se agarró a ellos como una segunda piel.
El 24 de febrero de 1749 amaneció despejado, y Joseph de Allende se casó en la iglesia de Sodupe, en Güeñes, con Narcisa de la Puente y en presencia de sus tres hermanas. La celebración, que no se demoró más que lo que ocupó la breve eucaristía, sirvió para reconocer a aquella hermosa joven, que ya no podía disimular su prominente embarazo, como la legítima mujer del primogénito desheredado de los Allende de Zubiete.
Cuando se despidió de sus hermanas, Joseph les lanzó un deseo contenido:
—Ojalá esté pronto Domingo Narciso entre todos nosotros.
Y la más pequeña agradeció aquellas palabras como si la salvaran de sus propios sentimientos.
Al día siguiente de su matrimonio Joseph partió hacia la villa de Madrid. En las caballerizas reales de la ciudad española debía presentar el examen que le permitiría acceder a la titulación y el oficio de herrero. Tardó poco más de un mes en regresar a Sodupe, donde le esperaba impaciente Narcisa para comenzar la vida que ambos se habían prometido.
Cuando se acercó a Zubiete estaba contento, y traía noticias que sorprendieron a todos. Hablaba sin descanso de rentables negocios fuera del valle, de una nueva forma de vida en torno al hierro de las montañas, y de las mulas que hacían falta para transportarlo hasta el puerto.
—Santurce está cerca, Manuela. Podrás venir y quedarte en mi casa siempre que quieras. Allí el trabajo abunda y el transporte con mulas se paga a buen precio.
—Pero tú eres herrero, Joseph —Manuela no comprendía cómo su hermano mayor prefería el trabajo de mulero y la vida entre gentes extrañas.
—Y trabajaré también como herrero.
—Me apena pensar que tendrás a tus hijos en ese lugar, lejos de nosotros y del valle. ¿Cómo vamos a conocerlos?
—Visitándonos siempre que quieras.
María y las dos hermanas mayores no se atrevieron a interrumpir aquel alegato sobre las bondades de las minas. Sabían poco, pero algo les decía que no era lugar para aquel Allende, no en tal forma, con un hijo por llegar y sin una propiedad en la que hospedarse.
—¿Dónde vivirás? —quiso saber su madre.
—De momento, en una casa que he arrendado, es vieja y necesita algún arreglo, pero está bien para empezar. Una vez allí podré encontrar algo más propio.
—Que así sea, hijo, que sea como dices.
—Les mandaré recado en cuanto me establezca, para que sepan dónde hallarme dicho lo cual, Joseph apuró el txakoli y se puso en pie dispuesto a marcharse.
—¿No vas a esperar a tu padre?
—Cuéntele usted, madre.
Los peldaños de las escaleras de Zubiete crujieron uno tras otro. Cuando en la cocina dejó de oírse aquel quejido de la madera vieja, Manuela echó a correr. Lo alcanzó frente a la accesoria, pero no encontró las palabras que quería decir, ni logró disimular el gesto de disgusto que se le dibujaba en la cara.
—En cuanto llegue Domingo Narciso vendrás con él a visitarnos ¿verdad? Prométeme que vendrás —le pidió su hermano.
—Te lo prometo, iremos a conocer a tu primogénito.
—Así lo espero.
El segundo abrazo no resultó tan inesperado como aquel primero, pero sirvió para soldar una fidelidad que los sorprendería y reconfortaría con los años.
Esa misma tarde Juana esperó a Manuela en la puerta de casa. Junto a ella, sobre la hierba, había dejado apoyada en una piedra la herrada vacía. Se extrañó al escuchar la voz de su hermano Iñigo que le hablaba desde la calzada.
—¿Qué haces ahí, Juana?
—Estoy esperando a Manuela. Vamos a Ibarra a por agua, ¿por qué lo preguntas?
—Por nada. Imagino que madre ya lo sabe.
—Claro, es ella quien me manda.
—Pero, la fuente de Ibarra está más lejos que la de Oxirando.
—Sí, pero nos gusta más, se llena mejor la herrada y el agua está más clara.
—Mejor di que hay más jolgorio, ¡eso es lo que os gusta a vosotras dos!
Iñigo no se movió de donde estaba hasta que apareció Manuela. Los dos se miraron largo rato sin decir una palabra, y finalmente el joven se volvió hacia la calzada y continuó su camino.
—¿Por qué te has puesto tan seria? —le preguntó Juana a su amiga cuando ya avanzaban una junto a la otra.
Manuela contestó a aquella pregunta con un por nada, pero no la convenció.
—Es por Iñigo ¿verdad? Últimamente aparece mucho cuando estamos juntas, pensaba que era para cuidar de mí pero creo que es más bien por ti.
—No lo sé, Juana. Desde la romería de Lartundo lo veo continuamente. Nunca me dice nada, pero está siempre por ahí, al acecho, cuando voy a tomar las clases de letras o con mi hermana Josefa a lavar al río. Sé que siempre anda cerca, aunque no lo vea.
—¿Qué pasó en Lartundo?
—No pasó nada, pero cuando bajábamos todos corriendo por la nieve se me puso cerca y fingió un tropezón para abalanzarse sobre mí pretendiendo tirarme al suelo. Gracias que no me caí con él.
—Pero no lo haría con intención, seguro que se tropezó.
—No lo creo, Juana. Desde entonces no dejo de verlo en todas partes. No sé qué hacer, porque no me habla, sólo me vigila.
En torno a la fuente de Ibarra se congregaban a diario las jóvenes del pueblo. Aquel era su espacio privilegiado, reservado a ellas mientras llenaban una tras otra las herradas de agua. En una conversación animosa y alegre comentaban sobre los mozos, dotes, noviazgos y encuentros fortuitos a la sombra de ciertos caminos. Era el mejor lugar para estar al corriente de los aconteceres del valle, aunque a menudo se exageraran. La persona que más interés suscitaba desde hacía varias semanas era sin lugar a dudas don Manuel de Braceras, que había regresado viudo y solo a la Torre de Urrutia. A más de una le hubiera gustado poder poner sus ojos en aquella fortuna, pero todas conocían bien hasta dónde alcanzaba su dote, y ninguna lograba las exigencias de un contrato semejante.
Provistas de agua y entretenidas en animadas charlas, una a una fueron saliendo a la calzada, con las herradas sobre la cabeza y las manos en la cintura. En el puente las aguardaban hombres de todas las edades para verlas desfilar en aquella pose airosa, riendo y hablando con la soltura que les daba la fuerza del grupo. Manuela se encontró de nuevo con la mirada de Iñigo de la Presa y quiso alertar a Juana, pero ésta no la escuchaba, entretenida como estaba en la conversación que Ramona de Sojo mantenía sobre las hermanas Arza y dos jóvenes que habían ocupado tiempo atrás las tejavanas de Molinar.
Al parecer, los muchachos se enzarzaron en una trifulca con las dos hermanas en alguno de los caminos que cruzan la tierra de Mena. La razón no estaba del todo clara, aunque las malas lenguas apuntaban al contrabando de tabaco, cuando no a la carrera despavorida de una de las Arza, vestida sólo con camisa, huyendo de las deshonrosas pretensiones de sus perseguidores.
Manuela intuía que había poco de cierto en lo que se relataba, más conociendo la sucia lengua que caracterizaba a Ramona de Sojo, dada a la exageración y la desventura. Pero aún así no podía dejar de pensar en el episodio que se había narrado en torno a los dos jóvenes. Algo le decía que eran los mismos que vio días atrás en Lartundo, cuchillo en mano.
Le hubiera gustado preguntar a Gerardo por lo que encontró en la montaña a su regreso aquella tarde de Santa Águeda, pero no se atrevía. Agradecía la discreción del criado, que no había comentado nada a sus progenitores, y con eso debía conformarse. Sin lugar a dudas todo quedó zanjado en el descenso precipitado hasta alcanzar al grupo y dejarla con ellos. El resto, lo que ocurriera allá arriba después, no era cosa suya.
Gerardo no volvió a dormir tranquilo en mucho tiempo, la inquietud por el joven que protegía en secreto le mantenía en vilo. Más ahora que intuía que el tiempo en la montaña tocaba a su fin, con el buen clima los pastores regresaban con sus rebaños a ocupar cabañas y pastos, y urgía buscar otro lugar para él, algo más seguro y duradero. Cada vez que pensaba en ello sólo veía una salida: la accesoria de la casa de los Allende. Sin pretenderlo, casi de forma inconsciente, había acomodado el espacio para un nuevo catre, y arreglado una vieja silla que colocó al lado de la que él usaba, cerca del luego. Una noche puso otros cubiertos junto a los suyos y le gusto lo que vio. Coció carne para dos y subió a buscarle.
—Zurrape, recoge tus cosas que nos vamos al pueblo.
—¿Al pueblo?, ¿y qué voy a hacer yo en el pueblo?
—Vamos, no me entretengas, que la noche acecha. Haz lo que te digo, coge sólo lo que es tuyo y salgamos cuanto antes al camino.
—Ya se explicará usted si quiere, señor Gerardo, porque no entiendo nada. ¿Y dónde voy a dormir yo en el pueblo si no tengo un mal real con que pagarme cama?
—Dormirás donde duermo yo, ya no puedo tenerte más tiempo aquí, los pastores están al caer, ¿o acaso no ves la buena hierba que asoma bajo las últimas heladas?
—Sí, pero no quiero problemas, mejor me busco algún agujero en la montaña.
—No digas tonterías, muchacho, las cuevas son para las alimañas. Déjate de remilgos y apresúrate, ¡haz lo que te digo!
Las últimas palabras de Gerardo sonaron con suficiente autoridad como para que Zurrape no volviera a dudar. No había nada allí que le perteneciera, y no le costó abandonar el lugar donde más seguro se había sentido en mucho tiempo. Descendieron la ladera escondidos en la espesura de los árboles, con la vista puesta en el valle surcado por el caudal del Ibalzibar, en dirección a la calzada real. Antes de llegar, Gerardo le advirtió:
—En el pueblo eres mi sobrino, el hijo menor de mi hermana Amalia, ¿entendido?
—Si usted lo dice.
—Y olvídate del paso del monte, del contrabando y de todo lo que has estado haciendo hasta que te encontré. Eres Zurrape, mi sobrino, y llegas de tierras de Guipúzcoa para hacer cestos en algún castañar del valle. Luego ya veremos por dónde salimos, ¿te ha quedado claro? Es la única forma que se me ocurre para sacarte de esa vida miserable. Sólo espero que merezca la pena —y aquello sonó como la advertencia que era.
—Pero hay un problema.
—¿Cuál?
—La muchacha de Lartundo, ella me vio en la ermita aquel día y me reconocerá cuando me vea.
—No te preocupes por Manuela, no te delatará, si yo no he hablado ella no lo hará. Más me preocupan los dos contrabandistas que te atacaron, y los trapicheos que te traías con ellos. Ya puedes ir olvidándote de todo eso, ¿te has enterado bien?
—Sí señor, no se preocupe que eso ya está olvidado y enterrado.
Llegaron a Zubiete cuando todos dormían. La accesoria resultaba una estancia mucho más acogedora que la cabaña del monte y Gerardo aquella noche logró descansar sin sobresaltos ni temores. Por la mañana hablaría con el amo, ya vería cómo, ahora no tenía ánimo para otra cosa que reposar sus viejos huesos junto al fuego.
Tal como el viejo criado esperaba, Antonio no presentó inconveniente en aceptar la situación de aquel sobrino desmadejado surgido no se sabía de dónde. En Zubiete no había trabajo para él, pero se ofreció a hablar con el señor de Urrutia, que a buen seguro tendría lugar y labor para el recién llegado. María, sin embargo, intuyó algún tipo de engaño en la inesperada aparición de la familia del criado, pero prefirió callar ante la duda que le sobrevino y dejar que las cosas siguieran su curso.
La realmente sorprendida fue Manuela al reconocer en el nuevo inquilino de la accesoria al joven que había sorprendido tras la puerta de la ermita de Lartundo. Lo miró atónita, cubriéndose la boca con ambas manos para ahogar el grito que trataba de salir y alertar a todos de la extraña circunstancia. Sintió el cuerpo rígido y los ojos huidizos de Gerardo sobre ella, y para ayudarse a sí misma a contener la incertidumbre lanzó, como si nada, aquella pregunta al aire:
—¿Tú eres el sobrino de Gerardo?
Bastante asustado, reconociendo en ella a la muchacha de Santa Águeda, asintió en silencio y bajó la mirada al suelo.
—¿Y cuál es tu nombre?
—Me dicen Zurrape.
—Eso no parece un nombre.
—Sí, lo sé.
—Yo soy Manuela.
—Sí, también lo sé.
Manuela esbozó una sonrisa, debía reconocer que la situación resultaba excitante, nadie salvo ella sabía en realidad de dónde había salido aquel Zurrape. Su madre y sus hermanas censuraron una vez más su atrevimiento de hablar con extraños sin ningún reparo, y con un gesto la urgieron a entrar en casa.
De pronto no podía dejar de pensar en otra cosa que en ese Zurrape, en las hermanas Arza y en los jóvenes que habitaban las tejavanas. Un pensamiento la llevaba inmediatamente al otro hasta obsesionarla, inquietándola de tal forma que por las noches el sueño no llegaba. Lo que menos cuadraba en todo ello era la actitud de Gerardo y aquel misterioso parentesco que, estaba convencida, se había inventado.
Una de aquellas intranquilas veladas soñó con sus hermanos caminando por Molinar, con la escopeta al hombro, en dirección a Berbiquez, tras una manada de lobos. En la pendiente se les unían los dos muchachos de las tejavanas provistos con palos y tiragomas. Los cuatro avanzaban contentos, seguros de sí mismos y de la fuerza de sus armas, hasta que uno de los lobos se giró y los miró de frente. Manuela se despertó en el momento en que el animal reflejó la cara nítida de aquel hombre que tiempo atrás apareció en la plaza vestido con sombrero alto y bigote, el forastero que la miró desde la puerta de su carruaje, al pasar a toda prisa por la calzada.
Incorporada sobre el lecho, sudando y temblando, dejó que Josefa la calmara. Intentó dormir de nuevo pero ya no pudo. El sueño le había traído nuevas incógnitas, pero también más información sobre los sucesos que se escondían en la espesura del valle verde en el que tan apaciblemente parecía que transcurría la vida.
Y por fin llegó la mañana en que los primeros rayos de un tímido sol se dejaron entrever por las grietas de unas nubes cada día menos compactas. Mientras se ceñía la basquiña de lana oscura a la cintura, Manuela deseó volver a lucir las ropas ligeras del verano, los linos suaves y blancos. Avanzaba otra primavera encargada de despejar la humedad, secar las tierras y colorear nuevamente el paisaje. Habían transcurrido semanas desde que Zurrape se instaló en la accesoria. Ahora trabajaba para el señor de Isasi, pero cada noche regresaba junto a Gerardo, a dormir en el catre que éste le tenía reservado. El viejo criado nunca había sonreído tanto, y Antonio compartía aquella alegría que le anunciaba la propia el día que su hijo Domingo Narciso estuviera por fin de regreso en casa. Aún es pronto para impacientarse, pensaba.