En Gordejuela, en el caserío de los Allende de Zubiete, se libraba aquellos días una batalla que comprometía el futuro de la casa y su buen nombre. Joseph, el primogénito, debía tomar estado de casado en cuanto regresase del examen de oficio que libraría en apenas unas semanas en la villa de Madrid. Sus padres, previendo la proximidad de esa fecha, habían iniciado negociaciones con los Jauregui, de la cuadrilla de Alday, con la esperanza de apalabrar un buen matrimonio para el heredero. Ricarda era la elegida, una moza de buena edad y actitud recatada, que conocía del hacer y gobierno de una casa, y que, sobre todo, contaba con una dote más que adecuada para garantizar un buen futuro a las hijas aún solteras.
Todas las expectativas que los padres pusieron en el hijo se torcieron en cuanto éste supo del matrimonio que arreglaban. Rechazó cualquier propuesta y con ello a todas las candidatas. Enseguida se conoció en Zubiete de las relaciones de Joseph con aquella Narcisa de la Puente, lo que supuso un duro golpe para María, que no daba crédito a la insensatez del hijo, criado y educado para ser el siguiente en la línea sucesoria de los Allende.
—Y todo por ese empecinamiento suyo de cumplir la palabra dada a esa muchacha. No es posible que no llegue a otro razonamiento, me cuesta creerlo en un hijo de mis entrañas.
María se lamentaba una y otra vez, sintiendo que la vida se precipitaba sin remedio en los últimos tiempos. Tras la marcha de Domingo Narciso a la Nueva España hubo un periodo de letargo, como si tuvieran que acomodarse, ocupando el espacio vacío del hijo lejano. Las primeras noticias, la ansiada misiva que llegó a Zubiete meses después de que fuera escrita, reavivaron los sentimientos de pérdida de todos ellos, sobre todo de Manuela. Sin embargo, el tiempo mece la pena hasta someterla y también la pequeña de los Allende se habituó a aquel espacio vacío, y acabó convirtiendo la ausencia de su hermano en una presencia lejana.
A la distancia había que sumar la mala cosecha y la consecuente deuda contraída con Castaños y Cenarro, con quien Antonio no logró un acuerdo diferente al firmado inicialmente. El txakoli no era el mismo después de la gran tormenta, y la deuda aumentó en lugar de decrecer. La negativa de Joseph a la propuesta matrimonial de sus padres era más de lo que la heredad podía soportar.
—¿Y quién dices que es esa muchacha, María?, ¿nuestras hijas la conocen?, ¿qué habéis escuchado acerca de ella y de su familia? —Antonio trataba de encontrar una respuesta, algún argumento que lo convenciera de la decisión tomada por su hijo. Le dolía la desobediencia, pero más aún que actuara sin criterio, movido por el impulso de un capricho.
—Es una joven que vive en Sodupe, una moza dicen que muy lozana que vende pan por la calzada de Balmaseda. Su nombre también es La Puente, pero nada tiene que ver con mi linaje, eso es evidente, los de su ralea son arrendatarios, creo que de una de las muchas casas que los Urtusaustegui poseen por la zona —la voz de María empezó a sonar más firme—. Si ha de ser ella, nuestro hijo tendrá que renunciar a todo lo que por derecho le pertenece, porque no voy a consentir que una mujerzuela así entre a tomar gobierno de esta casa. ¡Eso nunca!
—Hemos de meditar muy serenamente qué decisión vamos a tomar, mujer, no podemos correr riesgos. Hay que atar todos los cabos, piensa que tenemos tres hijas aún sin matrimoniar.
—También a mí me preocupan, y mucho. Josefa y Francisca están pasando ya la edad buena para establecer un contrato provechoso. En cuanto a Manuela, ella aún es joven, pero no podemos dormirnos, con lo agraciada que viene temo por su doncellez.
Antonio miró de frente a María, a sus risueños ojos, y sintió que había envejecido una década en el último año. Y como si descubriera algo en ella que hasta entonces le había pasado desapercibido, aceptó que ya no se movía con la ligereza de antaño, que le costaba enderezarse en aquella eterna silla de paja trenzada. Se había vuelto menuda y torpe como una anciana. Sintió temor y compasión por ella, y también por él, porque sabía que aquella temperamental mujer no resistiría lo que sus palabras anunciaban.
La Navidad ocupó todo su tiempo en esos días. Los actos religiosos se sucedían con una insistencia fatigosa. María acudía a cada cita con la iglesia sin demasiado interés, aunque cumplía devotamente con los obligados rezos. En silencio, sus hijas la arropaban acompañando sus pasos por la calzada, mientras sentían el ojo ajeno puesto sobre ellas y sobre su casa. Las habladurías habían comenzado pocas semanas antes en boca de los Jauregui, y ya nada pararía aquel ovillo de lengua suelta que se tejía en torno a los Allende y el futuro de su hacienda.
Procedente de uno de tantos ritos a los que nunca faltaba, una tarde Francisca entró en casa acompañada por el capellán de San Juan de Molinar, don Pedro de Basoco. Cuando Antonio lo observó acomodarse en lugar privilegiado, frente al fuego del hogar, quiso hacerse invisible. Nada le gustaba menos que tener que escuchar las palabras vacías de un cura, y sin embargo sabía que nada lo salvaría de aquel monólogo insensato que el sacerdote traía a su casa para, en lugar de apaciguar los ánimos, envolverlos en hiel.
Nunca fue muy amigo de clérigos. Sentía devoción por ciertos santos y acudía los domingos a misa, según era costumbre, dando ejemplo a la comunidad, con el pelo suelto y sin sombrero. Ahora bien, aquellos ministros de Dios resultaban incomprensibles a los ojos de un hombre como él, que procuraba no blasfemar más de lo que su intuición le permitía y no trabajaba los domingos si la urgencia no lo exigía.
Lo que nunca hubiera pensado que iba a tener que oír fueron aquellas palabras en el hogar encendido por sus antepasados, palabras sobre la decencia de su casa y su familia, puestas en tela de juicio por los vecinos del valle.
—Hijo, no es para que te enfades, es sólo que he de advertirte de lo importante que es hacer valer tu palabra sobre la de tu primogénito. De lo contrario, las consecuencias pueden ser nefastas para todos vosotros, principalmente para tus tres hijas. Piensa en ello, Antonio.
—Hay cosas, padre, que un hombre ya sabe, y no tiene que venir nadie a su casa a recordárselas.
El duro tono con que hablaba alertó a María, que quiso intervenir con intención de apaciguarlo.
—Don Pedro sólo quiere prevenirnos de lo que se habla en la calle y del perjuicio que puede acarrear al futuro de nuestras hijas.
—¡Calla, mujer! Lo que se habla hoy en el valle se olvida mañana con cualquier otro acontecer. Siempre ha sido así y eso no va a cambiar. Sobre lo que el señor capellán quiere advertirme es sobre mi falta de autoridad y gobierno, y no es ésta cuestión que a la iglesia atañe.
—Yo no tengo nada más que añadir. Si tú consientes en esto te verás indudablemente afectado en todos los sentidos. No te estoy diciendo nada que no sepas, sólo que creo debes hacer entrar en razón a ese hijo que te ha faltado tanto y en tal manera. Un hijo desagradecido, al que has dotado de un oficio y un futuro, y que bien debe responder o dejar de ser hijo.
—¡Qué sabrá un cura de hijos!
Aquellas últimas palabras resonaron contra las piedras que recubrían las paredes de la cocina durante décimas de segundo, pero se alargaron durante días. Antonio salió sin mirar a nadie, enfurecido y disgustado. Un minuto más en presencia del capellán y explotaría sin contenerse. Mejor alejarse, al menos hasta encontrar algo de calma en su interior. María quiso aplacar los ánimos del clérigo, que torcía el gesto mostrando desaprobación, pero no encontró las palabras, estaba pensando lo mismo que su marido, qué podía saber un cura de hijos. Cuando por fin se quedó sola miró su reflejo en la lumbre, y sintió cómo el cuerpo se le desvanecía sin poder sujetarlo. No llegó a perder la conciencia, pero tampoco pudo dirigir los movimientos de sus músculos, que cedieron a las articulaciones que se doblaban sin remedio.
Aquel mareo la mantuvo acostada durante dos largos días en que nadie se atrevió a mencionar el encuentro con el párroco de San Juan de Molinar. Al recobrarse, pese a las pocas fuerzas que sentía, mandó a Josefa con un recado a Arracico pidiendo a su hermano Juan que acudiera a visitarlos. Antonio no quiso oponer resistencia a aquel deseo repentino de su mujer por temor a un empeoramiento, pero él no necesitaba consejo alguno, había tomado una decisión.
Juan de Ayerdi y la Puente era el varón heredero de los Ayerdi de Arracico. Junto con la hacienda y el nombre adquirió el buen juicio y el deseo de estudio que su padre le inculcó desde niño. Hijo y nieto de escribanos, Juan se había hecho un lugar en las causas administrativas del valle. Su hermana María, que conocía de su buen criterio, había requerido su presencia para rogarle que intercediera con su hijo y tratara de hacerle entrar en razón, a lo que su marido añadía una dosis de pesimista realidad.
—¡Eso es tan difícil, mujer! Joseph no va a cambiar de opinión ni pidiéndoselo el mismísimo rey. No ves cómo ha respondido a nuestros últimos requerimientos. Olvídalo, María, nuestro hijo ha renunciado ya a su primogenitura. Sólo es cuestión de tiempo que te convenzas.
—Creo que tu marido tiene razón en lo que dice. Si tú me lo pides yo trataré de hablarle, pero debéis buscar una solución al margen de él, una solución que os beneficie a vosotros y a vuestras hijas, sobre todo a ellas, que sin la dote adquirida a través del primogénito van a ver reducidas sus expectativas de casamiento.
—Es cierto lo que dices, la legítima no cubrirá las previsiones que teníamos para ellas. Por eso es tan necesario hacer entrar en razón a Joseph, y si no a ella, a esa tal Narcisa. Quizá ofreciendo a esa muchacha algunos reales…
Antonio no quiso escuchar el resto de la frase. Aquella propuesta le pareció inadmisible y así se lo hizo saber.
—No. Eso no, mujer —se levantó del banco que ocupaba junto a la mesa y miró a María desde arriba, sorprendido de aquel pensamiento—. No voy a consentir éso en mi casa. Si tu hijo ha decidido que es ése el matrimonio que quiere no intervendremos en su vida, no lo voy a permitir. El tendrá que solucionar el problema que ello le cause, y nosotros el que nos deja.
—¿Y qué vamos a hacer, Antonio? Sin Joseph, ¿quién tomará gobierno de la casa y del nombre de los Allende?
La voz de María sonó cansada, como un ruego buscando respuestas. Su hermano Juan, desde la autoridad que las letras le inferían, quiso aplacar su desánimo con lo que él entendía era la mejor solución, por no decir la única.
Quizá pudierais pensar en la posibilidad de heredar en Josefa o Francisca, Manuela aún es muy joven…
Un silencio compacto y frío se adueñó de la habitación. Nadie dijo nada. Aquellas últimas palabras quedaron suspendidas en el aire, sin dueño que se las apropiara. María se inclinó sobre la lumbre para azuzar la madera, regresando al instante al asiento de mimbre en el que se acurrucó, al abrigo de la lana que cubría su encogido cuerpo. Su hermano sentía que había tocarlo hierro ardiendo. Miraba a Antonio, a aquel hombre grande y amable que se sentía traicionado y humillado en lo más profundo de su ser. Sabía que no había consuelo para él, para la desobediencia de un hijo, del hijo, del que desde su nacimiento había sido elegido para avanzar en la línea sucesoria. Si heredaba una de las hijas su linaje pasaría a un segundo plano, la casa de los Allende dejaría de serlo para convertirse en la de La Presa, Garay, Lanzagorta, o cualquiera de los posibles candidatos para un contrato.
—No, Juan. Agradezco tu buena intención, pero éso no nos ayudaría. Yo ya he tomado una decisión: enviaré cuanto antes una carta a Domingo Narciso para que regrese y sea él mi legítimo heredero —y la voz de Antonio sonó como una sentencia firme.
María no pudo disimular una sonrisa fugaz, el brillo de la ilusión tiñendo sus ojos un instante, hasta que escuchó nuevamente la voz de su hermano.
—¡No puedes hacer éso! Es tan improbable que ese hijo regrese como que el otro acepte el contrato que le propusiste. No te das cuenta de que con esa decisión alargas la espera y condenas a tus hijas al paso de un tiempo para ellas decisivo. No hagas eso, hombre de Dios. Piénsalo de nuevo. Piénsalo.
Pero Juan comprendió enseguida que no le escuchaba, comprendió que la decisión estaba tomada, que enviaría esa carta a la Nueva España y reclamaría al hijo emigrado. Una epístola que tardaría meses en llegar a su destino y meses en obtener una respuesta, la que fuera.
—Antonio, quizá habría que pensarlo mejor. No es otro mi deseo que volver a ver a ese hijo que no olvido, pero piensa también en él, en lo que puede encontrar aquí cuando regrese. Esta casa y esta hacienda ya no son las que eran, en buena parte por lo invertido en ese viaje a Indias. Está la deuda y…
—¡No hay otro camino! Es Domingo Narciso quien debe hacer frente a la situación que se nos presenta, y lo hará como el buen hijo que es, regresando de aquellas tierras para responder por esta hacienda y su apellido. Sé lo que digo, y confío plenamente en él.
En los días sucesivos a aquel primero de un nuevo tiempo, Antonio acudió en repetidas ocasiones a Arracico. María deseaba acompañarle pero la debilidad de sus piernas y el cansancio de su cabeza no se lo permitían, obligándola a moverse despacio entre la cama y la silla al lado de la lumbre. Sus huesos aullaban al sentir la humedad de la calle, donde el agua incesante que caía del cielo se acumulaba en la tierra y el aire. Sólo el calor del fuego y la cama calmaban los dolores de su espalda, logrando desentumecerle manos y pies.
Cada tarde esperaba con impaciencia las noticias que su marido habría de traer de aquel continuo ir y venir, saber de los trámites que junto a su hermano estaba llevando a cabo. Sin embargo, empeñado en ocultar la situación a sus hijas, poco o nada contaba, apenas asomaba a su rostro un gesto con el que no lograba acallar la inquietud de María. Era por la noche, en la intimidad de la alcoba, cuando compartía los avances en los documentos que habrían de servir para donar en vida, al ausente Domingo Narciso, todos los bienes que hasta la fecha eran suyos. Y fue la víspera del fin de aquel año cuando Antonio confirmó a María que ya estaba todo concluido, también la carta que haría conocedor a su hijo en Indias de las nuevas circunstancias que la vida le presentaba. Aún así, tardó días en dar la noticia al resto de miembros de la familia.
El 1 de enero de 1749 Antonio acudió temprano a la reunión del Concejo para elegir el nuevo ayuntamiento. Al llegar a Molinar, a cobijo del árbol donde se celebraban las votaciones, encontró al capellán don Pedro de Basoco y se maldijo a sí mismo por haber madrugado en exceso. La conversación la inició el párroco, que atajó directamente cualquier malentendido pasado.
—Buenos días, Antonio. Me alegra mucho verte de nuevo. Confío en que nuestro último desencuentro no deteriore las buenas relaciones que los Allende han tenido siempre con la Iglesia y sus ministros. ¿Cómo van las cosas por tu casa?
—No se preocupe, don Pedro, la Iglesia siempre tendrá su lugar entre los Allende. En cuanto a mi casa, todo en orden. La decisión ya está tomada y la solución en camino.
—¿Es cierto eso, hijo? Pues me alegro mucho de que así sea. ¿Y qué decisión has tomado, si se puede saber?
—Voy a donar en mi hijo Domingo Narciso, el que reside en Indias, todos nuestros bienes raíces para que regrese a tomar posesión de ellos.
—Pero Antonio… —y el clérigo no se atrevió a continuar hablando.
En ese instante, debajo de la encina en que se daban cita, comenzaron a congregarse el regidor, alcalde, juez, síndicos y todos aquellos miembros del valle que acudían puntualmente a la votación del nuevo ayuntamiento de cada día primero del año.
Hasta mediodía no regresó a Zubiete con los nombres de los próximos vecinos que ocuparían los cargos más relevantes del Concejo, entre ellos el sobrino de María, hijo de Juan, que había sido elegido síndico prior general. Aquella y otras noticias amenizaron el almuerzo preparado minuciosamente por Josefa y Manuela bajo la supervisión atenta de su madre, que no perdía detalle en el aprendizaje de la más pequeña. Paso a paso le fue indicando como guisar los caracoles que durante días había recocido en los alrededores del caserío. Un plato que en otro tiempo sólo se servia en las cocinas de los pobres, y que empezaba a ser valorado por propietarios y nobles. Hacía años que María había incorporado el guiso a las celebraciones navideñas y siempre obtuvo el aplauso de los comensales. Ahora sus hijas debían aprender a cocinarlo, éste y otros pucheros que algún día habrían de ofrecer al que fuera su marido. La berza, siempre en la mesa por estas fechas, acompañaba aquella comida en la que no faltó una buena sopa de capón y el cocido de su carne. El txakoli que bebieron esas navidades les supo amargo, más de lo habitual, y sólo la compota de manzana logró endulzar el comienzo del año, que traía al paladar el recuerdo del buen vino de otro tiempo.
Por la noche, cuando ya nadie esperaba que saliera, Antonio se cubrió con la capa y el sombrero alto de lana y se aventuró a la negrura del campo. Su caminar era firme por la calzada en dirección a Molinar. Cruzó por delante de la iglesia y la encina donde se habían reunido y votado esa misma mañana y se dirigió, con pasos decisivos, a Isasi. Tras superar los primeros metros del camino que ascendía, comprobó que la lluvia había cejado al fin en su empeño por calarle hasta los huesos. Se sentía mojado y apesadumbrado, pero la charla con el bueno de Manuel de Braceras era lo mejor que le podía suceder en una noche como aquella.
Esa misma mañana se habían reencontrado en la elección del nuevo Concejo, después de años sin saber nada el uno del otro. De jóvenes compartieron servicio al Señorío y, aunque su posición entre las casas principales del valle no era ni parecida, se forjó entre ellos una estrecha relación que perduró pese a la lejanía. Mientras que el linaje de los Allende disfrutaba de un lugar privilegiado entre los propietarios, don Manuel de Braceras era un hombre de posición elevada, señor de la Torre de Urrutia, donde varias casas se aglutinaban en torno a la ermita de Nuestra Señora de Isasi. Su fundador, Ignacio de Vitoria y Urrutia, amasó fortuna en la Nueva España llegando a convertirse en gobernador de la jurisdicción de Cuernavaca. A partir de él, la estirpe de los Urrutia disfrutó de su buen nombre y extensa hacienda también en estas tierras nobles de Vizcaya.
El candil que iluminaba la entrada al portal de la casa sorprendió al visitante, que en ese momento cayó en la cuenta de los muchos años que habían transcurrido desde que pisara aquel lugar por última vez. Alzó la aldaba, y antes de dejarla caer oyó el ruido que llegaba del interior al abrirse los cerrojos de la pesada puerta. Tras ella, una mujer mayor, a todas luces al servicio del amo de aquella hacienda, sujetaba la larga llave de hierro con la mano derecha mientras mantenía ligeramente inclinada la hoja de madera con la izquierda, cediéndole el paso para que se adentrara en aquel recinto que mantenía intacto su aspecto del pasado.
Antonio cruzó el umbral y el olor de antaño le embriagó. Cerrando los ojos quiso guardar en su interior el aroma de la juventud que regresaba sin avisar. Manuel apareció frente a él con una amplia sonrisa, invitándole a subir al amplio comedor donde la intensa lumbre calentaba e iluminaba por igual la estancia. El visitante se desprendió de capa y sombrero, que la silenciosa mujer guardó, mientras su amigo le ofrecía asiento al lado del fuego y le tendía una jarra de vino rojo. Se lo acercó ansioso a los labios, y al tragar el primer sorbo sintió como si todos los olores de la tierra pasaran por su garganta en ese instante. La sensación era placentera, y su piel, y el gesto, todo él se relajó ante aquel recobrado calor.
—Hace tanto tiempo, Antonio. Cuánto me alegra volver a verte.
—Y yo, Manuel, yo sí que me alegro. Se echaban de menos tus palabras en el Concejo, y en las votaciones. ¿Has regresado para quedarte?
—Sí, ya no tiene sentido permanecer en Güeñes, al fin y al cabo mi casa y mis bienes raíces están aquí, y desde que enviude poco se me ha perdido a mí en otras veredas que no sean las propias de mi linaje.
—Razón tienes, cada hombre ha de ocupar el lugar que le pertenece. Tu padre, don Mateo, que en paz descanse, siempre quiso que regresaras a tomar posesión de estas tierras.
—Tres años se cuentan ya desde que enviudé. ¡Qué rápido pasa todo! Si no hubiera sido por ese hijo.
—¿Qué ha sido de él? ¿Lo has traído contigo?
—Bien sabes que un hombre sólo no es bueno para la cría de un hijo. Lo he dejado al cuidado de mi cuñada hasta que tenga edad de entrar a estudiar con los jesuitas, en Orduña. Ya está todo apalabrado.
—¿Y no has pensado en un nuevo casamiento? No han de faltar mujeres dispuestas a cuidar del hijo y de su padre.
—No estoy para eso ahora, Antonio, no es algo que ocupe mi mente.
—Mala cosa, amigo, mala cosa.
El eco de aquellas palabras bailó en la atmósfera del salón mientras la conversación declinaba hacía otros asuntos que tenían que ver con la ley foral, el precio del txakoli o el recuerdo de lejanas cacerías. Se habían conocido en unos años en que la juventud y las escasas preocupaciones los llevaban de un vecindario a otro, ofreciendo servicios al Señorío y participando en las Juntas de estas tierras encartadas. Fueron tiempos afortunados en los que el futuro se mostraba lejano.
Conversaron durante largo rato, deteniéndose en las graves faltas cometidas por el primogénito de los Allende, en las hijas aún sin tomar estado que permanecían en casa a la espera de una solución adecuada, y en la difícil decisión de Antonio de donar en vida todos sus bienes raíces al hijo enviado a Indias tan sólo dos años atrás.
Manuel no se atrevió a contradecir aquella medida, sabía que eran muchas y graves las consecuencias que un hijo desobediente podría acarrear a una casa, tan dependiente de un buen contrato y su dote. Lo que Manuel pudo ofrecerle en aquella ocasión fueron palabras de consuelo y el apoyo necesario para que María contara con las medicinas y el cirujano que había tratado a su familia desde tiempos atrás.
—No hay ninguna razón para que el cirujano del que hablas pase a analizar el estado de salud de María. Lo que ella padece es el enfriamiento de los huesos, y eso, amigo mío, ademas de doloroso no tiene remedio. Te lo agradezco, pero poco se puede hacer en estas lunas tan húmedas y frías. El verano calentará la casa y mejorará el ánimo de mi mujer, ya lo vas a ver.
—Para cualquier cosa que necesites, sabes dónde encontrarme, no tengo que recordártelo.
Antonio salió por segunda vez a la calle en la primera noche de aquel año. Bajo la copa alta de su sombrero y cubierto con la larga capa, que con un brazo pasaba sobre el hombro contrario, se asemejaba a una de aquellas oscuras almas que vagan por los caminos sin un destino definido. Cuando llegó a casa era tarde. Las brasas apenas se oían y antes de acostarse alimentó su hambre con nuevas leñas. Yació junto al cuerpo menudo de María, en silencio, despierto durante horas sin poder conciliar el sueño. El encuentro con Manuel de Braceras le había reconfortado, se alegraba de su presencia en estos años torcidos, pero no lograba deshacerse de aquella duda que ensombrecía su pensamiento: y si me he equivocado y Domingo no regresa, qué será entonces de estas hijas y de esta casa. El descanso llegó con las primeras luces de la mañana, y aunque no consiguió retenerlo más de un par de horas, Antonio sonrió al ver a María inclinada sobre la lumbre, preparando el pan de talo para el desayuno.