Los apacibles días estivales transcurrían sin sobresaltos. El sol y las temperaturas tibias habían aliviado el peso de la ropa de gruesa lana, dejando espacio a las faldas más delgadas y al lino suave. Aquellas prendas, que Manuela celebraba como nuevas sin serlo, le hacían sentir ligera, ágil y más feliz.
Como cada año, el 29 de agosto Gordejuela celebraba sus fiestas patronales, varios días de música y misas que congregaban a todo el valle y a muchos visitantes en torno a San Juan de Molinar. La familia Allende vivía un buen momento. La situación del caserío no era de total abundancia, pero el futuro se presentaba prometedor, o al menos así lo preveían María y Antonio, que se mostraban alegres y sosegados ante la fortuna de aquellos hijos sanos, enérgicos y en edad de ir tomando estado.
Fueron también las primeras fiestas para Manuela. Este año, además de las continuas celebraciones religiosas, pudo disfrutar del bullicio y la animación que cubrían a diario la plaza de Molinar, de la alegría que transmitían el txistu y el tamboril con su tintineo mil veces repetido, y del juego de pelota en la pared de la iglesia, que siempre se iniciaba con alguna envalentonada apuesta entre mozos.
—Juana, ¿te has fijado?
—¿En qué?
Inseparables, Manuela y Juana iban y venían tras los pasos firmes de Josefa, encargada esta última de salvaguardar el honor y las buenas formas de las más pequeñas. La eucaristía había terminado y la plaza rebosaba de gente. Los danzantes, que con ocasión de la celebración el ayuntamiento tenía a bien contratar, se iban acercando y tomando posiciones. Desde una esquina del pórtico, expectantes, las dos niñas divisaban al elenco de autoridades del Concejo, y a sus mujeres reunidas por separado, entregados todos a una charla animosa y relajada.
Entre aquellas señoras, vecinas de éste y otros valles colindantes, se encontraba una mujer elevada, con atuendo y actitud muy destacados, que escuchaba atenta al resto sin apenas decir palabra, asintiendo con la cabeza y mostrando exagerado recato y prudencia. En ella se fijaba Manuela más que en nadie.
—En esa señora, ¿la ves?, la que usa hebillas adornando sus zapatos.
—Ah, sí. Nunca antes la había visto por aquí. Parece alguien importante.
—Seguro que lo es. ¿Con quién crees que habrá venido?
Juana no compartía la intriga de su amiga, prefería no perder de vista la plaza y la señal de Josefa para correr hacia ella. Se moría de ganas por ver a los bailarines danzando y haciendo piruetas.
—Mira, ahí está tu hermana, parece que nos llama. Vamos, vamos, ¡qué ya va a empezar!
En ese momento Manuela también se olvidó de las hebillas, de aquellos zapatos y de todo lo demás. Las dos salieron de la sombra que proporcionaban las frías piedras del pórtico para alcanzar en unos segundos el centro y acercarse junto a Josefa al grupo allí congregado. Los primeros acordes del txistu sonaron acompañados por el alegre castañeteo del tamboril, y los jóvenes, vestidos de un inmaculado blanco, comenzaron a saltar y rodearse unos a otros con movimientos ágiles y rápidos. Fueron tres días intensos en que se combinaron las ofrendas y la música hasta bien entrada la tarde. Después, la vida sosegada y tranquila acabó por regresar a Molinar y al valle. Pero todavía hubo tiempo para el regocijo, animando conversaciones y tertulias en tabernas y fuentes. Manuela y Juana se fueron sumando, cada vez con mayor frecuencia y libertad, a las reuniones de otras jóvenes y mujeres que repasaban los detalles de los días festivos alargándolos hasta la saciedad.
La próxima cita con la música y el gentío pisando las calles de Gordejuela no llegaría hasta noviembre, cuando la feria de San Andrés ocupaba la plaza llenándola de actividad y ruido. Entre tanto habría que recoger las uvas y cosechar el campo. Manuela seguiría soñando con la promesa del viaje a Bilbao, para el que María no lograba fijar una fecha. Se dilataría tanto su cumplimiento que para cuando Manuela conoció aquellas calles, sus arenales, puentes y barcos, no necesitó de nadie que la llevara de la mano.
Entre tanto, esperaba ansiosa la llegada de Joseph. Estaba previsto que el primogénito regresara a finales de septiembre, para la vendimia. Y el último día del noveno mes inició éste el camino de regreso a Gordejuela. Apenas quedaba tiempo para que comenzara el trabajo, así se lo había hecho saber su padre por un recado que le envío a casa del maestro Taramona: la uva está casi madura. Prepara vuelta en unos días. Ese mensaje era la llave al trato apalabrado: el primogénito regresaría a ayudarles con la cosecha y el txakoli. Cuando las barricas estuvieran llenas podría continuar con el aprendizaje de herrero, mientras tanto todos los brazos eran pocos para recorrer las vides.
Por el camino se animó a tomar el último baño del verano en el mismo recodo escondido del río en que aquella primavera descubrió a la joven refrescándose. La volvió a encontrar semanas después. Fue de nuevo aquel canturreo alegre lo que le anunció su proximidad y le hizo detenerse a esperar. Pero cuando Narcisa lo vio parado, en mitad del sendero, aguardándola, no se lo pensó dos veces, se dio la vuelta y apresuró el paso hacia la calzada. En su mente repicaban las advertencias constantes de su madre acerca de los peligros que podía correr una mujer sola por el monte. Joseph no alcanzó a decir nada, y se quedó inmóvil sin saber cómo reaccionar.
Aquel último día del mes de septiembre braceó en el río hasta sentirse cansado. Se estiró, se tendió sobre el agua a merced del sol y de su suave balanceo. Nada ocupaba su mente cuando Narcisa le gritó desde la orilla. Salió de su ensimismamiento con un movimiento brusco, sumergiéndose sin quererlo. Sólo cuando logró sacar la cabeza y abrir los ojos, la reconoció, era la misma muchacha, con el cesto apoyado en la cintura, observándolo a tan sólo unos metros de distancia. Joseph levantó una mano.
—Pensaba que te había ocurrido algo, estabas tan quieto. Lo siento, no quería asustarte —Narcisa decía esto mientras se alejaba.
—No, espera, no te vayas, deja que me presente, soy Joseph de Allende, de Zubiete —hablaba y avanzaba hacia su ropa tan veloz como el peso del agua escurriéndose por la larga camisa se lo permitía.
Narcisa aligeró el paso y antes de regresar a la vía que salía a la calzada se volvió a mirarle. Sintió el deseo de esperar, pero en su lugar comenzó un caminar lento que concedía tiempo al apresurado y torpe joven. Cuando éste la alcanzó, tan sólo unos metros después, jadeante y con el pelo enmarañado, acomodándose la faja y con una alegría espontánea desbordando sus ojos, ella no pudo evitar una sonrisa complaciente.
—¿Te puedo acompañar?
—Sólo por la calzada.
—De acuerdo, ve por delante que enseguida te alcanzo.
Narcisa continuó hacia la vía principal. Lo hacía sola y, sin embargo, se sentía contenta por la compañía a su espalda. Durante un instante quiso calibrar las consecuencias de aquel paseo con un hombre a la vista de todos, pero no pudo o no quiso detenerse mucho tiempo en ello. Enseguida estaba Joseph a su lado, observándola, preguntando:
—¿Cuál es tu nombre?
—Narcisa de la Puente y Bueno de Basora.
—Yo soy Joseph de Allende y Ayerdi, de la cuadrilla de Zubiete.
—Sí, ya sé quién eres, y que estás de aprendiz con el maestro Taramona. ¿Vas a tu casa?
—Sí, unos días, a recoger el txakoli.
Recorrieron despacio el suelo de tierra polvorienta que los acercaba a Sodupe, en completo silencio, dejando que los rayos de sol que se filtraban por sus espaldas dibujaran reflejos de luz en la calzada. El camino transcurría zigzagueante entre las villas de Balmaseda y Bilbao, a la orilla de un caudaloso río, en la vaguada de otro valle, también verde, aunque el destello rojizo del cercano mineral le hacía mostrarse diferente. Era muy transitado por arrieros, caminantes y jinetes debido a la intensa actividad comercial de ambas villas y su carácter fronterizo, Bilbao con el mar y Balmaseda con tierra castellana; una vía amplia, empedrada en algunos de sus tramos.
En Sodupe se enlazaba otra calzada, asimismo real, que transcurría sinuosa hacia el verde valle de Gordejuela, abocado a las orillas húmedas y ruidosas del curso del Ibalzibar. Y en el mismo vecindario de Padura, un tercer camino ascendía por Ascari y Zaldu hasta encontrarse con la noble tierra de Ayala, en una garganta de profundas y fértiles colinas que se iban adentrando por Oquendo, haciendo correr las aguas frías del cauce Izalde entre ferrerías y molinos, al abrigo de altas y frondosas montañas.
Cuando Joseph y Narcisa alcanzaron el cruce por el que se adentraban en el barrio de Sodupe, trataron de separarse el uno del otro y no lo consiguieron. Sin llegar a rozarse en ningún momento, como habían caminado hasta entonces, pero tan próximos que sus respiraciones se habían acompasado al ritmo de sus pasos iguales, avanzaron silenciosos por una calle estrecha hasta que ella se despidió, con un gesto alegre y un largo agur que Joseph guardaría en sus oídos hasta volver a escuchar su voz. La vio alejarse, con la cesta casi vacía sobre la cabeza y ambas manos apoyadas en la cintura, y lo hacía por un sendero de polvo que mostraba al final el dibujo gris e incierto de unas casas lejanas, pegadas unas a otras, presumiblemente oscuras y pequeñas.
Al verla desaparecer, convirtiéndose en una miniatura del paisaje, retomó el camino en dirección a Zubiete. Las últimas luces de la tarde iban cayendo sobre las montañas que poblaban el valle, un viento suave y cálido le acariciaba sigiloso el pelo y la piel. Se llenó de una ilusión extraña y sonrió al aire. Escuchó el susurro de los castaños allá arriba, en lo más alto, madurando los erizos que guardan su fruto; casi podía oler la miel de los higos perdidos, oír las flexibles ramas de los avellanos mecerse en el aire, todo bajo el rítmico tintineo metálico del martillo pilón que trabajaba incansable en la ferrería Zabalburu. Canturreó durante todo el trayecto hasta entrar en el viñedo. Enseguida divisó a su hermana Francisca, cerca de la cima, revisando las largas hileras que cubrían frondosas las vides. Un racimo de uva blanca sobresalía del resto a su paso, invitándole a probar su jugo. Tomó un grano, lo presionó contra el paladar y sintió el sabor dulce del otoño adueñándose de su olfato.
—¡Están ya para recoger, Francisca! —se dirigió a ella sin que ésta lo esperara.
—Joseph, no te había visto. Algunas ya están, sí, pero aún quedan muchos racimos que necesitan sol. Has venido demasiado pronto, faltan unos días para la vendimia —le anunció Francisca, contenta de verle.
Paseó durante largo rato entre las parras, comprobando la calidad del grano y la cantidad de vino que prometían. Dispuestas en largas filas paralelas, se extendían hacia la montaña, a la entrada de un sombrío bosque de hayas y castaños, en una colina empinada, despejada de arbolado, a la que se llegaba por un sendero estrecho que ascendía desde la misma calzada real. Aquel camino tantas veces transitado había sido lugar de juegos, de secretos y de trabajo toda su vida, siempre despejado, una estrada antigua, un paso de vecinos que, como tantos otros, subía inclinado desde su primer tramo.
Regresó por él hasta casa, cruzó el portal y se perdió en el interior de la cuadra buscando calzado apropiado para faenar con el ganado. A la postre una vaca, una buena pareja de mulas, cerdos y gallinas era todo lo que conservaba un caserío en fechas estivales, cuando la climatología permitía a la mayoría de los animales comer y dormir al raso. Joseph pensó que quizá Francisca tenía razón y debía haber esperado, el trabajo en la ferrería se había acumulado en los últimos días y el maestro Taramona iba a echar de menos sus brazos, cada día menos inexpertos y más seguros. Sin embargo, sonrió para sí recordando el encuentro con la joven Narcisa y se alegró de estar allí.
Mientras el hijo se movía distraído entre los aperos de la accesoria, el padre se alejaba despacio, taciturno, de la plaza de Molinar. Aquella misma tarde se había llevado a cabo una dilatada reunión entre los hombres principales del valle para comenzar a calibrar la cantidad de txakoli que cosecharían ese año, y barajar los precios de su venta. Antonio de Allende entraba en el viñedo cuando el sol empezaba a ponerse. Ni Francisca ni Joseph estaban ya allí, sólo Gerardo, allanando el sendero por el que las mulas habrían de bajar la carga de uva. El semblante del amo le alertó sobre las malas noticias que traía. Lo que trataron en la reunión del Concejo no le había dejado muy satisfecho. En su opinión la cosecha se preveía abundante, aunque el grano no había ganado suficiente azúcar, para ello eran necesarios unos días más de sol, mediodías fuertes con temperaturas altas, y entonces sí, entonces obtendrían un excelente txakoli. Sin embargo, Pedro Eguia había anunciado la amenaza de tormentas y fuertes lluvias, un temporal que podía llegar en cualquier momento. Al escuchar aquello en la voz del pastor de Biquirrio, Antonio quiso recordar el pronóstico de las últimas témporas. Efectivamente la lluvia iba a venir, pero no tan pronto, no aún. A no ser que aquel prolongado viento del sur hubiera adelantado el otoño. Fue la duda lo que lo arrastró directamente hasta el monte, a calibrar y precisar cuándo debía comenzar su propia cosecha, la que ya había vendido y cobrado para enviar a Domingo Narciso a la Nueva España.
Se deslizaba encorvado entre las hileras de vides, observando sigiloso la delicada fruta que mostraban generosas, a manos llenas. Echó de menos el cántico dulce, pegajoso, la melodía lenta y sensual entonada por los granos de uva madura que a menudo se hacía la ilusión de escuchar.
—Hay que empezar cuanto antes, Gerardo —anunció al criado, sin dejar de acariciar los racimos y mirar al cielo, incorporándose a cada instante, observando aquellas cimas que anunciaban el tiempo venidero.
—Si amo, cuanto antes. El cielo se va quebrar en cualquier momento.
—Así es, y después poco o nada se va a poder hacer con el txakoli.
—Es una pena, amo, porque aún quedan muchos racimos sin sazonar.
—Habrá que cosecharlo todo de cualquier forma. Saldrá un vino más flojo, pero qué remedio, no podemos esperar. Tendré que apremiar a Joseph, enviarle un nuevo recado para que se apresure.
—No será necesario, a su hijo de usted lo he visto en la cuadra esta misma tarde. Ya lo tiene en casa.
A Antonio se le quiso dibujar una sonrisa en la cara, aunque había que conocerle bien para saber que únicamente era el amago de un breve alivio a la situación desesperada a la que se enfrentaba. Si la cosecha se perdía, Castaños y Cenarro, con quien se había endeudado, le exigiría la devolución de aquel dinero que había llevado a Domingo Narciso a Indias. Aún era demasiado pronto para que éste enviara algún caudal, y el contrato de matrimonio que estaba tratando de establecer para Joseph no acababa de cerrarse. Lo peor es que no sabían por qué, por más que María y él pensaban en ello no daban con las razones que llevaban a los padres de la pretendida novia a alargar la respuesta. Aún no había hablado con su primogénito, prefería esperar a que se confirmara el contrato. Mientras tanto, más les valdría a todos que el txakoli cubriera su propia deuda, porque una nueva hipoteca sobre la casa sería un lastre demasiado grande. En todo ello pensó Antonio de Allende mientras se le dibujó aquel gesto extraño en el rostro.
—Entonces, en dos días podemos empezar a vendimiar. Baja cuanto antes a la accesoria, Francisca debe estar aún por allí, y díselo a ella también, para que empiece a prepararlo todo. Yo voy a hablar con Jauregui y los otros.
—Así sea.
Gerardo descendió presuroso la cuesta. Encontró a Francisca tal y como la había imaginado su padre, atareada con los cestos y las cubas.
—Me manda su señor padre a decirle que pasado mañana se comenzarán a recoger las uvas.
—¿Cómo? Es muy pronto todavía, Gerardo. ¿Dónde está mi padre? Pero, si aún queda mucho por preparar, no he limpiado ni la mitad de las cestas, y las mulas…
Francisca dejó de hablar al darse cuenta de que Gerardo no había modificado su expresión desde que entró en la accesoria y se dirigió a ella. Parecía tan seguro de lo que estaba diciendo que la joven se sintió imprudente rebatiendo las palabras que traía con él.
—El amo ha ido a entrevistarse con el señor de Jauregui y alguno más.
—¿Y por qué quiere vendimiar ya?, no todas están maduras.
—Porque el cielo se quiebra en cualquier momento, en cuanto pare este maldito viento caliente.
Gerardo era un hombre rudo, que no gustaba de conversaciones ni charlas. No se le conocía otra familia que aquella y, aunque no participara de la vida íntima, su trato y fidelidad le garantizaban un lugar en el caserío de Zubiete. Debía superar al amo en más de dos décadas, pero nadie sabía exactamente cuántos años sumaba, y su aspecto desaliñado y poco aseado en nada ayudaba a precisar su edad.
Reconocían en él un don especial para el campo, y Antonio siempre dio muestras de confiar en su criterio por encima del de muchos otros propietarios. Dormía en la accesoria, donde contaba con un breve espacio acomodado de manera más bien precaria, apenas un jergón de paja en el que estirar y descansar los huesos, y un arcón de madera cerrado con correas de cuero que le servía para guardar sus escasos vestidos. No leía y no firmaba, no comía con la familia y nunca preguntaba nada que no le sirviera para hacer mejor su trabajo. Trataba con igual respeto y distancia a mujeres y a hombres, y sólo una vez al año, el 24 de mayo, traspasaba la puerta de la taberna y pedía una jarra de vino. Cuando el amo le preguntó por aquella extraña costumbre, Gerardo confesó que no sabía cuando cumplía años y que aquella fecha era tan buena como cualquier otra para celebrar su santo. Sólo una vez acompañó Antonio a su criado a la taberna, allí el mutismo al que le tenía acostumbrado en el caserío y en las montañas se le hizo insoportable y no volvió. En su lugar, pidió a María que sumara un plato más a la mesa cada veinticuatro de mayo a partir de aquel año.
En el momento más frío de la mañana, cuando la luz del día ha desbancado por completo a la noche oscura, la familia Allende concluía la oración con que abrían y bendecían la cosecha de 1746. Rezaron en voz queda, un rezo apenas perceptible tras las pausas marcadas por María, bajo el manto de una lluvia fina que se había desatado por la noche y que permanecería con ellos durante días.
Antonio esperaba tormentas, y en su lugar el cotidiano sirimiri les calaba hasta los huesos y embarraba la tierra con su cadencia incesante, convirtiéndola en un fango pesado y difícil de manejar.
El ambiente se había enfriado de repente. La brisa cálida del día anterior cedió por fin ante las nubes que llevaban jornadas insinuándose sobre las cimas. Se acabó el sol, la luz y el sabor más dulce de la uva, que sin duda hubiera mejorado el txakoli. La vendimia, normalmente amena en las primeras jornadas, resultó tediosa y agotadora desde sus primeras horas, obligándoles a redoblar esfuerzos ante la humedad que se acumulaba en la tierra, bajo aquella lluvia cansina que rociaba sus encorvados cuerpos.
Las mulas perdían agilidad con cada nuevo ascenso hasta la colina donde se extendía el viñedo. Sus torpes patas se escondían en el barro, tropezaban con las piedras y las ramas caídas, haciendo tambalearse la carga. Gerardo y el joven Joseph salían a su encuentro cuando las veían aparecer tras la espesura del sendero. Acumulaban la uva recogida y cargaban a los animales ante la mirada experta de Antonio, que vigilaba que no se perdiera ni uno solo de los racimos cortados. Quiso encargarse él mismo de guiar los descensos por el infierno de aquella cuesta resbaladiza, desnivelada, apenas visible tras el manto envolvente de la bruma en un día húmedo como pocos.
Llevaba la carga a la accesoria, donde iba llenando las cubas como podía, recogiendo del suelo buena parte de lo que se le caía a ambos lados del cuerpo. Este era un trabajo para dos hombres, y el de arriba, en lo alto de la colina, se volvería interminable con tan pocas manos recorriendo y cortando las vides. Tan sólo la familia y Gerardo. Este año no había cómo hacer cuadrilla.
El viñedo de los Allende se remontaba a un tiempo muy lejano. Antonio siempre lo había conocido y trabajado, desde niño, desde que tuvo uso de razón recorrió aquellas largas calles que formaban las vides, una seguida de otra, ordenadas en una pendiente amplia y despejada que se cortaba en su parte más alta con la espesura de un monte también de la casa. Una vez quiso contar las filas, recordaba que eran muchas más de cincuenta. En invierno se quedaban peladas de hojas y fruta, y entonces podaban las ramas y las ataban, una a una. Recorrían las estrechas veredas que las separaban con los pies helados y las manos rígidas por el frío, sin apenas sentir los arañazos y la sangre que brotaba de los dedos magullados. Antonio las vigilaba, controlaba los brotes de las hojas nuevas y de la fruta, de aquellos racimos con granos tan pequeños como cabezas de alfiler. Su padre apenas tuvo tiempo de enseñarle a caminar por allí, sin embargo él se había convertido en un buen viticultor, y su txakoli era apreciado por buenos compradores, como lo era el mayordomo de Molinar.
Con el sol las vides se abrían, se extendían, se llenaban de vida verde, se volvían frondosas y enrevesadas. Entonces el tiempo seco allanaba el camino y las hileras se recorrían fácilmente, aguardando con ansia el momento de poder cortar los racimos y obtener el txakoli. Todos los propietarios del valle tenían un viñedo, o al menos un emparrado del que sacar algo de caldo para el consumo de la casa. Antonio poseía uno de los más extensos, mirando al norte, en una tierra protegida de vientos fuertes, soleada y seca. Era el salvavidas al que pudo agarrarse para cubrir algunas de las deudas adquiridas por sus padres años ha, cuando aún no se había casado, y para sumar a la dote de algún hermano. Lo último que habían cubierto aquellas vides era el pasaje de Domingo Narciso a la Nueva España.
Durante la quinta jornada, antes de que la mañana se descubriera por completo, subían la ladera del monte, cada vez más cenagosa e intransitable, con el cansancio acumulado de los días anteriores. Al alcanzar la cima pasaron de largo las primeras cepas ya cosechadas, pero aún quedaba otro tanto por recoger. Caminaban agachados, buscando los racimos y llenando las cestas que arrastraban con esfuerzo por el suelo. El agua continuaba cayendo del cielo, lo hacía sin prisa, insistente, humedeciendo los huesos de todos ellos. Joseph trataba de correr, era el que más carga acumulaba, y aún le quedaba brío para animar al resto a que apresuraran el paso. El cielo gris y plomizo de mediodía les había anunciado que la lluvia fina se convertiría en tormenta en cualquier momento.
Era incluso más alto que su padre, de piernas largas y manos muy grandes. Tenía los ojos oscuros y profundos, y siempre llevaba barba; una barba espesa y desaliñada que le daba un aire salvaje al juntarse con la melena que le sobrepasaba revoltosa la altura de los hombros. Solía atarse el pelo con una cuerda, lo hacía con un gesto rápido, casi imprevisible, y con ello conseguía aclarar su mirada. Era un joven atractivo, se sabía candidato para hijas y padres de otros caseríos, primogénito y heredero universal de la hacienda de los Allende. Sin embargo, aquello le parecía una pesada carga, y ahora más que nunca hubiera deseado no tener el futuro escrito en las líneas de su linaje.
Sin acabar el día la negrura del cielo se ciñó sobre el valle. En aquella penumbra sin luna, sus sombras silenciosas, dobladas sobre sí mismas, se confundían con las de animales y alimañas. Empezaba a ser insensato permanecer allí, al pie del monte, en una prematura noche como aquella, recogiendo uvas que hacía tiempo habían dejado de ver con los ojos y únicamente adivinaban por el tacto. La brisa que acompañó al sirimiri los días anteriores se había retirado con las últimas luces, ya nada se movía, todo era quietud y silencio prediciendo un apresurado final de cosecha.
Un rayo cayó muy cerca de donde estaban, extendiendo un haz de luz gélida sobre la tierra que les estremeció a todos con un tronido ensordecedor. Las dos mulas, poco antes pacientes y tranquilas en la entrada del viñedo, dieron rienda suelta a su temor con unos relinchos espeluznantes. En ese momento todos estaban de pie, mirando el cielo que cubría las cimas de Padura. Antonio trataba de sujetar a los animales sin mucho éxito cuando sintió aquel viento en la cara y reconoció los aires del norte, fríos y fuertes. Levantó los brazos para que todos pudieran verle, alzando y agitando una canasta sobre sus hombros, apremiándoles para que corrieran en aquella dirección. Tenía que sacar a su familia de allí cuanto antes. Cuando lo alcanzaron les indicó con un gesto Zubiete, la tormenta se desataba con furia también en aquel punto. Se extendía, acotaba el cielo amenazante, cercándoles.
Sin tiempo para recoger, arrearon a las mulas y descendieron por la ladera. Corrían, se tropezaban, rodaban, bajaban de cualquier manera por aquel barrizal de tierra y ramas. La opaca noche, rota sólo por el destello de los relámpagos, les obligó a transitar a tientas la mitad del camino. Supieron que estaban cerca de la calzada y de casa cuando el ensordecedor ruido de la tormenta se mezcló, acrecentándose, con el del salto de la presa. Ya no se podía oír otra cosa que no fuera la violencia del agua al alcanzar el suelo una y otra vez, agolpándose, corriendo en cualquier dirección y aumentando apresurada su caudal en charcos y pozos.
Llegaron fatigados, sudorosos y empapados de lluvia torrencial. Frente a la puerta de casa se miraron sin poder decirse nada. Parecía que el cielo se estaba rompiendo en mil pedazos sobre el valle y sobre ellos. Quisieron cruzar el portal corriendo al interior, buscando un mayor refugio para sus cuerpos ateridos de miedo y frío, pero el barro había cubierto la entrada y tuvieron que empujar con fuerza la puerta hasta lograr arrancarla de aquella amalgama de tierra, ramas y piedras que la envolvía sujetándola, inmovilizándola.
Pusieron a buen recaudo a las nerviosas mulas en el interior y subieron corriendo las escaleras en busca de cobijo. No se oía ni el ladrido de un perro, el caserío estaba en completo silencio. María se inclinaba ya sobre el hogar avivando la lumbre con el aire de sus pulmones cuando su marido, el anteúltimo en entrar, dejaba a sus pies un brazado de leña seca. Tras él, Gerardo repetía el mismo gesto depositando a un lado más troncos con que avivar el fuego. Cuando quiso salir de la estancia Antonio se lo impidió, invitándole a acercarse al hogar para entrar también él en calor.
Manuela, Francisca y Josefa estrujaban y escurrían un montón de ropa entre sus manos encima de la piedra que servía para desagüe. Fuera llovía con fuerza y la luz de los rayos parecía querer partir el cielo, filtrándose por las rendijas de las ventanas, iluminando y dejándoles a la espera de impactantes truenos que les cortaban el aliento.
Aquella noche Gerardo estuvo con ellos, en silencio, mientras comía y bebía lo que María y Antonio le iban ofreciendo. No solía permanecer en la misma estancia en que se encontraba reunida la familia, pero la intensidad de la tormenta desanimaba al más valiente a abandonar la solidez de aquella casa. Aún así, no esperó a que amainara y acabó por despedirse agradeciendo la cena y la manta seca que le cubría la espalda. Al bajar las escaleras se acercó a la cuadra a comprobar el estado de las mulas, algo más tranquilas a esa hora, cerró la puerta con cuidado y abrió la de la accesoria, avivó el fuego y se tumbó exhausto sobre el jergón de paja.
Francisca fue la primera en levantarse y anunciar que se retiraba a descansar; tras ella salieron Manuela y Josefa. Los padres y Joseph no tardaron en abandonar las luces de la lumbre en aquella noche sin luna. Todos se sentían agotados.