Las viejas maderas crepitaban quejosas al alejarse de aquella tierra fértil, espléndida a los ojos del joven Allende. Lentamente fue retornando la melodía armonizada del viento meciendo las velas, y sonaron una vez más los acordes de cables y el arrastre de cuerdas. La recalada en la isla Dominica había sido breve, demasiado breve, después de lo vivido y ante lo que vendría por vivir, nuevas jornadas de tedio hasta el infinito. Veracruz quedaba tan lejos aún, y hasta allí el horizonte se dibujaba porfiado de azul y sal.
Las despensas, rebosantes de agua dulce y madera; el navío algo más limpio, más lleno, más fatigoso; la tripulación nuevamente enardecida y risueña; los pasajeros extasiados por la apariencia de aquella tierra recién abandonada; y el mar, tranquilo de nuevo, sereno, abriendo paso al viejo cascarón español.
Sin embargo, aquellas sensaciones no duraron mucho tiempo. Una semana después ya nadie se acordaba de la isla y del alborozo de sus extrañas gentes. Domingo Narciso deseaba tener la mente ocupada, cansar el cuerpo, sudar la añoranza, pero no era mucho lo que podía hacer, apenas un corto paseo, una charla animada o la lectura de alguno de los libros de aventuras y vidas de santos que un pasajero dispuesto leía en voz alta para el resto. Sentía los músculos agarrotados, anquilosados, y la mente confusa bajo el implacable sol.
El trabajo en el navío era cosa de los hombres de mar, y aunque algunos se aventuraron a pescar, el escaso éxito y las continuas burlas desanimaban al más atrevido. Sólo cuando algún banco de peces se acercaba lo suficiente, descendían dos hombres en un bote y regresaban con canastos repletos de brillantes y plateados pescados que mejoraban sustancialmente los rigores de una dieta cada día más escasa.
Al final de la jornada, cuando el resto descansaba o sencillamente se entretenía en naipes y charlas, él seguía contando con la compañía endulzada de Rodrigo.
—Pareces feliz, vizcaíno, nunca pensé que te oiría silbar. La voz del español llegaba jocosa y risueña una noche más al rincón de cubierta que ya habían hecho suyo.
Con las manos extendidas mostraba su tesoro en forma de panecillos que Domingo Narciso se apropiaba con avidez.
—¿Qué tal te ha ido hoy la caza?
—Mal, qué quieres, no tengo tiempo para perder tras esas asquerosas ratas peludas, así que a la mayoría las tengo que dejar escapar. Me conformo con mantenerlas fuera del puchero. Eso ya es un trabajo duro.
—Entonces, ¡mañana tampoco comeremos carne!
—No te rías, que si un día te cocino alguna de esas ratas vas a creer que comes conejo. Te vas a chupar los dedos, ya lo verás —y la amenaza sonó jactanciosa en la voz del español.
—Creo que sería capaz de comerme una de tus asquerosas ratas por no volver a tragar esas salazones rancias.
—No me tientes, vizcaíno, no me tientes.
Los dos rieron y miraron hacia la oscuridad del mar mientras saboreaban con calma el aroma dulce de galleta que les llenaba la boca, desplazando por un instante el implacable sabor a sal que les ocupaba el paladar.
Rodrigo era charlatán, animoso, y gustaba de contar su vida a todo el que le daba oportunidad. Esto venía bien a Domingo Narciso, que prefería escuchar a hablar. Apenas le mencionó Zubiete y a la pequeña Manuela, y obtuvo a cambio el detalle de una existencia que nada tenía que ver con lo que él había conocido. Con una extensa lista de hermanos, nueve en total, que sobrevivían a duras penas en una aldea al sur de Sevilla, Rodrigo había tenido que salir a trabajar con sólo ocho años. Dos días estuvo merodeando en los muelles de Cádiz antes de enrolarse hacia Indias. La experiencia y las sucesivas travesías le fueron dando posiciones y, aunque todavía no tenía edad para superar la de grumete, acabaría convirtiéndose en un hombre de mar.
Se enorgullecía de su vida sobre el océano. Decía necesitar el vaivén del agua bajo los pies y echarlo de menos cuando se veía obligado a permanecer demasiado tiempo en puerto. Aseguraba que no conocía otra forma de vivir, y se sentía libre y feliz de haber dejado aquel pueblo lejano y hambriento, abandonar aquella tierra inerte, aquel hogar sin padre, y ponerse a las órdenes de extraños que le contrataban para cumplir cualquier servicio en el primer navío que soltara amarras.
Sólo había un temor incontrolable para Rodrigo: perder su dentadura. A Domingo Narciso, la primera vez que se lo oyó decir, le provocó una carcajada que el joven español atajó con un oportuno refunfuño. El origen de la pesadumbre estaba en la peste de mar, el escorbuto, una miserable enfermedad que acababa con hombres fuertes y sanos, hombres que perdían todos los dientes, que se volvían viejos y cansados a los treinta años. Rodrigo le temía más incluso que a los piratas y filibusteros que habían recorrido durante décadas aquellas mismas aguas para hacerse con los tesoros de la Corona; corsarios de todo origen que dejaron a su paso rumores y leyendas de sanguinarias muertes y terribles naufragios.
Muchos de sus encuentros bajo las estrellas se llenaban con historias de piratas, aventuras cargadas de misterio que atraían a la conversación a otros pasajeros y a algunos marinos empeñados en adornar el relato con un exceso de vísceras y sangre.
Habían transcurrido varias jornadas desde que retomaron rumbo en las Antillas y Domingo les había oído decir que el tiempo se acortaba, que cada día se aproximaban un poco más a la última parada de aquella interminable travesía marítima. Rodrigo se lo confirmó, aunque no supo precisar cuántos días y noches faltaban aún.
Cada vez más impaciente y cansado, ya no encontraba entretenimiento en los relatos e historias de asaltos. Tampoco los recuerdos, cada día más vagos y desdibujados, le ofrecían consuelo. De vez en cuando le asaltaban insistentes las voces de antes, la mirada alegre de Manuela, el frescor del río y las palabras dichas en otra lengua, en su lengua. Entonces hacía lo imposible por desecharlo, alejar de su mente todo aquello para no flaquear, para no volver a padecer el temblor que se apoderaba repentinamente de sus piernas y sentir de nuevo las mismas lágrimas aguando sus ojos.
Una tarde oscura, sin luna ni estrellas, escucharon el sonido sordo de algo cayendo al mar, una zambullida seca en aquella balsa de agua inmóvil. Después un silencio sepulcral lo envolvió todo otorgando un protagonismo poco usual a la noche. Las historias de piratas que había oído narrar tantas veces a los marinos, la exageración en sus asaltos, la saña con que saqueaban, violaban y mataban, su aspecto grotesco, todos los espeluznantes detalles de las leyendas de piratería y naufragios ocuparon la mente de Domingo Narciso en tan sólo un segundo. Nuevamente sonó otro golpe seco al costado del buque, y luego otro. Después nada. Silencio. Estaba convencido, de un momento a otro oiría los cañones, habría mucho fuego, humo, gritos de gente muriendo, ahogándose… Creía que no le quedaba sangre en las venas, sintió el pánico, sus músculos se paralizaron, su mente lloró la lejanía de la tierra firme. Cerró los ojos e intentó escuchar algo, cualquier cosa que le diera una pista de lo que podía estar a punto de suceder, pero sólo reconoció la respiración de su amigo rompiendo el silencio de la oscura y huérfana noche.
—¿Qué ha ocurrido? —y la pregunta sonó como un susurro.
—No estoy seguro, amigo, pero piratas no son, estate tranquilo, se les oiría desde muy lejos.
Pero no se quedó tranquilo, no le gustaba la sensación de quedar suspendidos en una noche como aquella en medio del océano. Quería saber qué había detenido al buque, y sobre todas las cosas quería llegar a tierra firme cuanto antes. El viaje empezaba a ser demasiado largo. No se movió de donde estaba y, aunque lo intentó, no logró conciliar el sueño. Apenas unas cabezadas, a la postre insuficientes, le devolvieron a la luz del alba con un gesto cadavérico. Tras varios intentos, encontró al fin respuesta a sus recelos en un viejo marino que se rió burlón al percibir el temor a los piratas en la mirada del joven vizcaíno: nada de eso, hijo, más bien bajas en el rebaño. Y le explicó que los golpes secos de la noche anterior no eran sino los cadáveres de dos ancianos y un paje que no resistieron el inframundo que se había apoderado de los departamentos habitados en el interior del buque.
Al atardecer se había ofrecido un responso por sus almas, pero lo que Domingo no se preguntó fue qué ocurriría con sus cuerpos. Nunca hubiera imaginado que, con un lastre al cuello, acabarían sumergidos en las profundidades del mar para alimento de tiburones y otras alimañas que poblaban el océano.
Sintió cómo regresaba la arcada del primer mareo. Se alejó tambaleante por cubierta hasta encontrar un trozo de suelo en el que sentarse y ahuyentar el desasosiego instalado en su cuerpo. Debió quedarse dormido, porque cuando recuperó la conciencia estaba ya atardeciendo de nuevo y oía la voz de Rodrigo que le llamaba a gritos. Se levantó despacio y salió del escondrijo que le había servido de madriguera para dormir sus miedos marinos por última vez. Cuando consiguió erguirse del todo se encontró con la mirada chispeante de su amigo que le señalaba con mano inquieta el horizonte:
—¡Tierra a la vista, vizcaíno, tierra a la vista!