El verano se anunció con las primeras y más tempranas cerezas. Manuela aprendía las letras con tesón gracias a la buena disposición de una monja del beaterio de Ibarguti, que reunía a algunas de las niñas más afortunadas del valle para instruirlas en la escritura. Esto enorgullecía enormemente a María, que seguía con devoción el progreso de su hija pese a su total falta de conocimiento para la lectura. Era una ventaja poco habitual, y que no se podían permitir otras muchas casas del entorno, el proporcionar algún estudio también a las hijas. Pero el empeño de Manuela y el deseo expreso de Domingo Narciso fueron más fuertes que la costumbre.
Día a día la vida transcurría apacible, sin sobresaltos, en la casa de los Allende de Zubiete. Joseph, el primogénito, continuaba su formación de herrero en casa del maestro Taramona, mientras su padre, Antonio, se las arreglaba con la ayuda de un único criado para atender el viñedo y el ganado. Francisca se repartía entre su devoción parroquial y las uvas, que anunciaban una vendimia de grano abundante para el próximo otoño, y Josefa procuraba satisfacer las necesidades de unos y otros tras los pasos certeros de su madre. Nada anunciaba lo que estaba por llegar, y sin embargó llegó y asoló aquella paz y aquella calma que envolvía la vida privilegiada y abundante de la familia Allende.
No hizo falta que transcurriera mucho tiempo desde la partida de Domingo. Una vez fuera del entorno familiar, el joven emigrado nunca se imaginaría lo que los años depararon a la casa segura y confortable de su infancia. En aquellas paredes de piedra y aquel hogar siempre encendido, las generaciones de sus antepasados habían construido sobre suelo sólido la pervivencia de un apellido, el de los Allende, y sin embargo, se acercaba otro tiempo que amenazaba con cambiarlo todo sin remedio.
Con sólo trece años Manuela era una joven que apuntaba maneras para ocupar una de las casas más principales del valle. Más alta que el resto, con hermosos rasgos dibujados en un rostro claro, de extraños ojos verdes como los de su hermano, le gustaba mostrarse bien vestida y adornada, por encima incluso de la apariencia que usaban las otras hijas de propietarios. Ya entonces cosía con esmero basquiñas y chambras bajo la mirada orgullosa de María, y aprendía el gobierno de la casa acatando las recomendaciones de su hermana Josefa. Era observadora, risueña y temperamental, y desde hacía unas semanas no cejaba en su empeño por viajar hasta la cercana villa de Bilbao. Había oído cosas, a su entender maravillosas, sobre aquel lugar en el que vivían tantas personas que resultaba imposible conocer a todas. Tras insistentes ruegos logró ablandar el corazón de su madre, que le prometió, sin mucho entusiasmo, una visita a la ciudad con los días más largos del verano.
—Podré ver los barcos de los que tanto me hablaba Domingo Narciso, y el mar, que dicen llega hasta la misma Catedral.
Su hermano le había contado que viajaría en un gran navío con velas, pero no sabía lo que eso significaba, nunca había visto nada semejante y tampoco alcanzaba a comprender lo que era un mar o un océano, por mucho que intentaran explicárselo. Sólo conocía el río a su paso por las ferrerías, y se imaginaba el mar como una crecida presa por la que navegaban pesados barcos de madera, avanzando muy lento hasta alcanzar la otra orilla. Y allí, en el puerto, como decían, estarían esperando a su hermano todos los que vivían en Indias.
No dejaba de pensar en cómo sería aquel lugar, tan lejano y extraño. Miraba hacia las montañas, se quedaba largo rato escudriñando lo que éstas podrían esconder tras sus altas cimas; sus pupilas seguían la calzada real, sabía que por allí comenzaba el largo viaje hasta esa Nueva España, y soñaba con subirse algún día a un carro y transitar por aquella vía que siempre traía y llevaba cosas nuevas a Zubiete.
La que escuchaba sus anhelos no era otra que Juana, su inseparable amiga y, como ella, última descendiente de la casa vecina, la de la familia La Presa. Las dos niñas crecían juntas, una al lado de la otra.
—Dicen que las casas están pegadas, todas unidas, y que son altas. También que hay arena al lado del río, barcos, puentes y un montón de cosas bonitas. Pienso fijarme bien en las chambras que usan para coserlas igual para mí. Ama ha dicho que comprará alguna tela, y quizá algún adorno, aunque será para el ajuar de Josefa.
—Pero ¿Josefa tiene hecho contrato matrimonial?
—No, aún no, pero ella está preparando un gran ajuar para cuando llegue el momento.
—¿Y por qué no tiene contrato?
—Porque ama dice que primero se tiene que casar Joseph.
—¿Y con quién se va a matrimoniar tu hermano?
—No lo sé. Como está en Güeñes, con el maestro Taramona, parece que hasta que no se examine de oficio no se va a arreglar eso.
—¿Irán también tus hermanas a Bilbao?
—No creo, las dos andan muy atareadas. Además, a ama no le gusta dejar la casa sola y alguien tiene que atender a aita. No, seguro que no vienen.
—Qué suerte tienes, Manuela, ojalá fuera tan fácil de convencer mi madre.
—Dile que vamos nosotras, quizá se anime.
—Se lo diré, pero sé muy bien lo que va a contestar: a nosotras no se nos ha perdido nada por esas callejuelas estrechas donde no corre ni un mal aire.
La voz fingida de Juana las hizo estallar en una carcajada. El agua de la fuente de Oxirando salía cristalina y muy fría pese a la hora del mediodía en que se encontraban. La tarea de cargar con las herradas para transportarla hasta casa era nueva para ambas, una labor que les encomendaron esa primavera y que cumplían con exagerada alegría. Aquellos recién estrenados momentos de libertad, fuera de la presencia de padres y hermanos, suponían toda una novedad en sus vidas.
—Yo va he llenado suficiente, no quiero que se me caiga. ¿Estás lista para irnos?
—Sí, vamos.
Las dos alzaron a un mismo tiempo, con movimientos casi sincronizados, aquellas vasijas de cobre reluciente sobre sus cabezas y salieron de la fuente una detrás de la otra, con los brazos aún en alto, avanzando despacio para no perder el equilibrio hasta alcanzar la calzada. Por el camino se tropezaron con un grupo de mozos algo mayores que no les dedicaron ni una curiosa mirada. Sólo uno de ellos se giró a su paso para verlas alejarse de espaldas.
—Vamos, Txomin, no te quedes rezagado que nos están esperando en Molinar —le gritaron los demás.
Al oír aquel nombre Manuela se dio lentamente la vuelta para descubrir la figura de su primo Domingo de la Torre correr en dirección al grupo. Algo, no sabía bien qué, le hizo cosquillas dentro del estómago.
El 26 de junio de 1746, antes de asomar las primeras luces del día, María atizaba la lumbre del hogar después de extender sobre la mesa el talo de maíz recién cocido. El resplandor del fuego le daba un aire misterioso, ocultándola bajo las sombras de la noche y dejándola aparecer, poco después, próxima a la hoguera. Su marido la contempló unos segundos desde el umbral de la puerta antes de acercársele despacio. Al llegar hasta donde estaba, aceptó de buena gana la sopa de ajo con manteca y el trozo de talo aún caliente que sus manos le ofrecían. Sentados uno al lado del otro, comían en silencio cuando apareció Joseph, desperezándose aún de los ritmos de la noche. María se levantó y recogió de la mesa el desayuno que le tenía preparado.
—Hoy es el día de tu nacimiento, hijo —le anunció.
—¿Cuántos años tengo, madre?
—Uno más de veinte.
El joven sonreía mientras devoraba trozo a trozo el pan elaborado con mijo de las Indias y sorbía con cuidado la sopa caliente que desbordaba el tazón. Aquella mención acerca de su edad le había hecho sentirse bien, ¡ya soy un hombre de más de veinte años! Siguió pensando en ello y sonriendo momentos después, mientras cruzaba junto a su padre el campo en dirección a la montaña.
El largo año en Güeñes, en casa de Eugenio Taramona, le había cambiado, se sentía y mostraba diferente, más seguro de sí mismo, y ahora que sabía de su edad nada le parecía imposible. Había regresado a Zubiete aquellos días para ayudar a su padre con el arreglo de un cercado en el monte, pero tendría que volver en menos de una semana a la herrería a cumplir con el contrato de aprendiz y, aunque algunos domingos y fiestas de guardar se acercaba por Gordejuela, no se instalaría en el hogar familiar hasta el otoño, para el tiempo de la vendimia.
María los vigilaba desde una ventana, distinguiendo sus delgadas siluetas en las largas sombras de la mañana. No podía ver a Gerardo, el criado que llevaba tantos años trabajando mano a mano con ellos, pero sabía que marchaba unos metros por delante, abriendo el paso y previniendo la aparición de jabalíes, lobos o cualquier alimaña nocturna.
Fue en este ir y venir cuando el joven Joseph conoció a Narcisa, una muchacha del barrio de Sodupe, en Güeñes, que caminaba a diario por los senderos del pueblo llevando y trayendo un cesto de pan alzado sobre su cabeza. Sujetando con destreza éste con una mano, y la otra apoyada en la cintura, avanzaba airosa por la calzada, de un vecindario al otro, vendiendo hogazas recién hechas. En ocasiones, cuando el calor apremiaba y no encontraba sombras que cobijaran su tez, elegía sigilosa las veredas de la montaña.
La víspera de su 21 aniversario, Joseph regresaba a casa cuando descubrió a aquella Narcisa refrescándose en la orilla del río. Descalza, y con la falda y la saya remangadas, introducía lentamente los pies en el agua helada para salir poco después y dar rienda suelta a una divertida danza que la hacía girar y girar sobre un brevísimo tramo de hierba. Empeñada en desprenderse a toda prisa de las gotas que resbalaban por sus pantorrillas no se fijó en la mirada atónita del joven que la observaba. Nuevamente se calzó las alpargatas, tomó en jarras la cesta y continuó canturreando bajo las sombras que le ofrecían los árboles del camino. Nada le previno del público con que contaba, y Joseph no quiso o no supo cómo acercarse sin asustarla. Siguió desde lejos sus pasos un rato y después regresó al lugar donde la había visto mojarse. Se aproximó a la orilla y, desnudándose, se introdujo él también en el agua. Una sensación nueva, desconocida, le embargaba por dentro y por fuera. Tras el baño retomó el sendero sin dejar de pensar en la muchacha del río.
En Zubiete, Manuela se acababa de sentar en la piedra que, como un promontorio, asomaba a la fachada de casa, irregular y fría. Aquel improvisado banco, característico de muchos caseríos del valle, había sido el lugar preferido de su abuelo en las tardes soleadas. Le contaba su padre que siempre estaba allí, sentado, con los ojos acuosos y la pipa humeante, invitando a la charla a todos los transeúntes que pasaban por la calzada. Ahora el que se sentaba a esperar el atardecer era Antonio, que reposaba el día viendo perderse el sol tras las cumbres de las montañas. En aquella misma piedra, bajo el emparrado que cubría la fachada, Manuela rememoraba a Domingo Narciso, queriendo retener su rostro, su voz, sus palabras. En este lugar se convencía cada día de que ya no volvería a ver, a sentir la cercanía protectora de su hermano más querido.
Jugaba con un roído carboncillo entre las manos cuando el carro de pasajeros pasó frente a la accesoria. Iba veloz en dirección a Molinar, o al menos así se lo pareció a la pequeña de los Allende, que intrigada por aquella urgencia, y por las personas que pudieran viajar en su interior, se le ocurrió seguir las huellas que las ruedas imprimían sobre la calzada.
Lo hizo sigilosa, convencida de que nadie la observaba. Su madre siempre insistía en que una joven de buena familia no debía ser vista sin la compañía adecuada. Aquellas palabras, que acudieron a su mente como la advertencia que eran, se disiparon tras las prisas por alcanzar a tiempo, y sin que la descubrieran, el descenso de los viajeros que llegaban en la apresurada diligencia.
Sentía verdadera curiosidad por todo lo que venía de la ciudad, y la feria de San Andrés o un inesperado carro con pasaje eran fuente de continuas sorpresas que avivaban su imaginación. Por eso siguió las ruedas del carro, por eso y porque en Zubiete nunca ocurría nada, o al menos así se lo parecía a ella.
Antes incluso de cruzar el puente pudo distinguir a un señor alto y bien vestido, un hombre que no había visto nunca, con sombrero de copa y bastón. Cojeaba ligeramente, lo que hacía su caminar lento mientras atravesaba la plaza. Manuela avanzó por el puente y se quedó quieta, muda, al cobijo de la fachada trasera de una casa vieja, esperando ver qué de nuevo traía un forastero como aquel al pueblo. Cuando éste llegó a la altura de las tejavanas, las mismas que alojaban a transeúntes y gentes sin casa, comenzó a llamar a viva voz:
—¿Quién mora en este lugar?, ¿hay algún zagal por aquí?
Dos muchachos despeinados y poco aseados asomaron sus caras de incredulidad a las tablas que hacían las veces de puerta, y al mirarse, tanto el forastero como los jóvenes, se sorprendieron de encontrarse. Aquel señor les hizo señal de que salieran a la plaza a entrevistarse con él; ellos se interrogaron incrédulos al tiempo que lo observaban detenidamente, inmóviles.
De pronto, como si alguien los hubiera empujado, dieron un gran salto ante los ojos pasmosos del desconocido que les invitaba sin éxito, y cada vez más exacerbado, a una conversación sosegada. Pero aquellos muchachos, castellanos que habían llegado buscando un jornal que sacar al mineral que se extraía de las cercanas montañas vizcaínas, desaparecieron de la vista de cualquiera, como si se los hubiera tragado la tierra. Sólo Manuela, desde su escondite tras la vieja casa, a un paso del puente, pudo ver cómo uno de ellos se dirigía por el río hacia Sandamendi, mientras el otro trepaba veloz por la ladera del monte en dirección a Berbiquez.
Con cautela, esperando que nadie recayera en su presencia, comenzó a desandar las huellas del carro que le habían llevado hasta allí. En la plaza, frente a las tejavanas, el forastero se deshacía en aspavientos y gestos de enfado. Su charlatanería se mezcló rápidamente con la de las mujeres que vivían en los mismos barracones de madera mal aireada, que le increparon sin recato ni decoro hasta conseguir que se alejara de la vista de todos.