El pórtico de San Juan Bautista, en Molinar, se iba llenando de gente. Parientes y vecinos se arremolinaban en la entrada de la iglesia, en torno a la mesa donde descansaban los documentos que habrían de firmarse. José Antonio, a sus veinticuatro años, se sentía nervioso e ilusionado ante la perspectiva de convertirse en un hombre casado, el primero de sus hermanos en contraer matrimonio, y con la descendiente de una familia propietaria, los Mendibil. Aguardó paciente hasta que Micaela llegó a su altura. Le pareció bonita bajo el pañuelo que le cubría media cabeza, dejando a la vista el nacimiento de una melena oscura y abundante. Era un sábado de septiembre de 1778 en que las nubes se abrían para dejar paso al sol del verano. Se inclinó sobre la mesa y plasmó su firma donde el escribano le indicó. Seguidamente lo hicieron el padre de la novia y los testigos. Después entraron todos juntos a la iglesia, donde don Pedro bendijo la unión también ante Dios.
Manuela los observaba en silencio recordando la última carta de Domingo Narciso. Él había hecho posible aquel contrato con los Mendibil Iñarritu; gracias a los últimos pesos que había mandado, Joseph pudo formalizar el acuerdo. Se sintió orgullosa. Ella y sus hermanas no tendrían hijos, muy probablemente no tendrían matrimonio, pero sus sobrinos se unirían a casas fuertes y prósperas. En realidad sólo faltaban Nela y María Francisca por casar, porque Domingo, el otro hijo varón de Joseph, hacía meses que andaba de marino Dios sabía dónde. Apenas habían llegado noticias suyas, un par de cartas desde algún puerto muy al norte, y después nada.
Su hermano le ofreció una pavía. Desde el primer mordisco el sabor dulce de la fruta le llenó los sentidos de ternura.
—Esos dos pronto te harán abuelo, Joseph le dijo risueña.
—Aún no lo soy y ya me siento como tal.
Manuela lo miró detenidamente. Estaba más viejo. Pensó que por ella también había pasado el tiempo, ya no se encontraba tan enérgica y las ojeras se le marcaban con demasiada facilidad.
—¿Cómo va la herrería?
—Con trabajo. ¡Ahora hasta el cura me envía clientela! —respondió con ironía.
—Querrá ganarte para la parroquia, nunca ha llevado demasiado bien tu falta de cumplimiento —le dijo ella riéndose.
—Tanto cura y tanta misa no es cosa buena, la gente se emboba con tanto rezo y no piensa.
—¿Y qué hay que pensar, Joseph?
—¡Cómo sobrevivir!
—¿Sobrevivir?
—Sí, sobrevivir. Los campesinos no tenemos nada, ni tierras ni casa donde cobijar a los nuestros. Todo lo que trabajamos se lo quedan otros, ¿no te das cuenta? Los arriendos y los censos nos ahogan hasta que no podemos más, y entonces volvemos a endeudarnos, y detrás de nosotros nuestros hijos. Así por los siglos de los siglos.
Manuela se quedó callada mientras contemplaba a los novios, que se entretenían en una conversación animada con Nela y otras mozas del pueblo, al tiempo que revisaban las prendas y enseres con que había llegado el carro de la dote. Reconoció en ellos la juventud que les empujaba, sus rostros sonrosados y las manos bien abiertas, dispuestas a coger lo que fuera que la vida les deparase.
—Siempre ha sido así —añadió al fin.
—Pero algún día todo esto cambiará —concluyó él con firmeza.
Francisca y Josefa se acercaban y Manuela aprovechó para despedirse, debía regresar enseguida a la casa de Molinar. Caminó por el sendero con la cabeza envuelta en los pensamientos que habían puesto en ella las palabras de Joseph. Reconocía en su hermano mayor a un hombre de ideas libres, inquieto y atormentado por sus muchos empeños y fracasos, pero siempre se las había arreglado para salir adelante sin dar su brazo a torcer. Recordó los tiempos en que su amor por Narcisa le hizo desprenderse de todo, pero no era sólo Narcisa, era él quien tenía sueños que perseguir lejos de Zubiete y del valle. Pensó en los días que vivió en Santurce, y rememoró las caminatas con María de Sollano y su eterna mula. Por lo que sabía de ellas, todavía recorrían los caminos.
La casa de Molinar donde vivía desde la pasada primavera asomó al sendero y Manuela se sintió reconfortada, tenía ganas de llegar. Sabía que Martín de Beraza y su señor aguardaban para hablar con ella sobre el pleito por estupro que había puesto contra Txomin cuatro años atrás, y que a día de hoy continuaba sin resolverse. Desde que posó el primer pie en el portal escuchó sus voces arriba, en el comedor, y decidió darse un tiempo para sí, para llenarse de paciencia una vez más ante las palabras del prior de causas, que a buen seguro volvía con más requerimientos, documentos que no se cerraban, y Dios sabía qué actuaciones por parte de Txomin para demorar cuanto más el final de aquella pesadilla que empezaba a consumirla.
Se sentó en la piedra de la fachada y contempló el monte. Una tímida ráfaga de viento sur le movió la basquiña y sonrió a las nubes que se extendían a lo lejos, en un cielo casi azul. Hacía cuatro meses que habían dejado la casa de Urrutia para instalarse en ésta de Molinar, también propiedad del amo. Era una casa grande, con numerosas habitaciones que calentar en invierno y amplias escaleras. Tenía más claridad que la de arriba, la que habían dejado al otro lado de la iglesia de Isasi. Le empezaba a gustar y mucho, aunque reconocía haberse sentido cómoda desde la primera noche, cuando guardó sus cosas en el arcón de una habitación que miraba hacia San Juan. La cocina era un lugar práctico, bien repartida en torno a la lumbre, que ocupaba un espacio principal en el suelo, elevada sobre un peldaño, bajo una chimenea sólida. Era una buena cocina, y tenía un rincón que Manuela había hecho propio. Ni Teresa ni el amo se atrevían a ocupar la silla en que se sentaba cada noche a coser, a la luz de las llamas, frente a la ventana.
Finalmente se decidió a entrar. En el comedor, con sendas jarras de vino, Braceras y Beraza comentaban acerca de las obras que se estaban realizando en la casa de Urrutia.
—Están arreglando también el suelo del portal y las cuadras, que buena falta les hacía. Cuando llegue mi hijo no va a reconocerla —comentaba orgulloso Braceras al invitado cuando la descubrió en el quicio de la puerta—.
—Por fin llegas. Te estábamos esperando.
—Buenas tardes —les saludó ella—. Siento haberme retrasado, pero Joseph y…
—No te aflijas, nosotros apenas hace un rato que estamos. Ha sido un matrimonio muy acertado, al menos a los novios se les veía contentos —fueron las primeras palabras de Beraza.
—Sí, yo también lo creo. ¿Qué nuevas hay en el Tribunal?
—No mucho, pero algo hemos avanzado. En breve se tomará declaración a los testigos. Se les citará para que se presenten a dar su testimonio ante el Alcalde Mayor.
—¿También he de declarar yo?
—Salvo que te citen no, tú ya has hecho tu declaración jurada.
—¿Y Txomin?
—Por lo pronto, rehúsa la obligación de prestar testimonio. Todo lo que dice es que mientes, y te acusa de calumnia. Por ahora se ha desestimado su intervención, aunque no se librará, créeme.
—Entonces, tengo que seguir esperando.
—Sí.
Un silencio espeso los distanció por unos instantes. Manuela se sentía cansada y desilusionada por el tiempo que transcurría sin que Txomin fuera declarado culpable y pagara por los daños que le había causado. Por lo que sabía, se había convertido en el brazo derecho de su suegro, y junto a él adquiría una reputación intachable a la vista de todos.
—¿Has pensado, que la toma de declaración de los testigos te expondrá de nuevo al comentario vecinal? —le advirtió Beraza.
—Sí, y no me importa. Todos saben que me prometió matrimonio y no pueden decir lo contrario. Sólo quiero aclarar eso, que nadie pueda poner en duda mi falta de integridad sin conocer al causante de la misma. Una vez que se aclare eso me quedaré tranquila, pero mientras tanto siempre habrá una duda sobre mí, y no estoy dispuesta a quedarme callada. Txomin tendrá que pagarme por su falta de palabra.
—Sea como dices, entonces. No hay más que hablar. Seguiremos adelante hasta conseguirlo. Sólo una pregunta más, Manuela: ¿continúas pensando en ofrecerte a revisión por matronas?
—Es la única manera que tengo de demostrar de lo que hablo.
Nadie añadió nada. Manuela se levantó de la silla y se dirigió a la cocina mientras los hombres se quedaban solos, envueltos por el humo de sus tabacos. Todavía estaban allí cuando llegaron don Pedro y Francisco de Artecona, que en los últimos tiempos mantenía una estrecha relación con Braceras. Según anunciaron, venían de visita, pero lo que traían era el anuncio de un altercado en Güeñes.
Aquella misma mañana, en la localidad vecina, se había celebrado un Concejo Abierto, al haberse hallado una niña expósita en Sodupe, en el pórtico de la Iglesia. Lo que en un principio se daba por una reunión sencilla, abierta a todos los vecinos, en la que tomar una decisión en beneficio de la criatura, se convirtió en un debate de opiniones encontradas acerca de las entradas de vino foráneo.
Un tal Jartun, casero en propiedad y carpintero, apoyado por otros artesanos, defendía la venta en las tabernas de vino riojano durante el despacho del txakoli, aludiendo a la igualdad de todos de poder gastar sus reales en lo que mejor dispusieran. Pero no sólo provenía de ahí el enfrentamiento, sino también de las diferencias de impuestos sobre los que compraban al por mayor y los que consumían al detalle. Frente a éstos, Lejarza y Romarate, principales del pueblo de Güeñes, defendían a ultranza la necesidad de mantener las medidas proteccionistas, que hasta la fecha habían prohibido vender vino foráneo en las tabernas mientras durara el txakoli o patrimonial del Concejo. Tal y como se hacía en el resto de los pueblos del entorno.
—¿Y cómo ha terminado todo? —quiso saber Braceras después de que le narraran las circunstancias del enfrentamiento.
—En un cruce de amenazas que ha puesto en vilo la tranquilidad de los principales —le informó Artecona.
—Pero, esos artesanos ¿qué razones traen con ellos?
—Defienden que tanto los ricos como los pobres sean iguales en poder beber vino foráneo durante el despacho de txakoli.
—No es mala cosa. Pero no veo cómo ha de hacerse eso posible. Si se permite vender vino en las tabernas todo el año, el txakoli se perderá y con él las vides y la economía de muchas casas.
—Eso es lo que aduce Romarate, que en esto pone todo su empeño, en que ha de seguir siendo primero el consumo del patrimonial.
—Sin embargo, algo de razón no les falta, ¿no creen ustedes? —se atrevió a decir el prior de causas, Martín de Beraza.
—Cierto es que si en las casas de los señores podemos beber el caldo riojano todo el año, ¿por qué en las tabernas ha de prohibírsele a los campesinos y artesanos? —añadió el principal de aquella.
—Siempre han sido los Romarate y los otros quienes han llevado la voz y el voto de los Concejos, y siempre lo han hecho velando por el bien común. Vigilemos porque así siga siendo. Es una sinrazón que ahora unos sujetos nada facultados quieran convertirse en dirigentes. ¡No entra en razón de nadie!
Las palabras del cura retumbaron en la estancia. Ninguno de los presentes quiso entrar en polémica con el presbítero, que sabían se agarraba a la ley de la tradición y la costumbre como un naufrago a una tabla. Lo cierto era que en los últimos tiempos llegaban noticias de altercados, exigencias, opiniones contrarias y pensamientos nuevos que se hacían hueco en los Concejos y ayuntamientos de los pueblos vizcaínos.
—En cualquier caso, no es de recibo que hayan de temer por su vida.
—Habrá que ver cómo se enfrenta en el valle este asunto, porque ya se sabe que las protestas de este tipo se extienden como pólvora.
—Tengamos paciencia, las cosas se calmarán —volvió a insistir el señor de la casa ante las palabras de advertencia de Artecona.
Pero no estaban seguros de que así ocurriera. Y si en Gordejuela se alzaban voces a favor del consumo de vino foráneo de forma igualitaria y durante todo el año, muchos caseríos se verían abocados a la ruina. Eran numerosas las fachadas que lucían una rama de laurel en el tiempo del txakoli para anunciar que lo ponían a la venta de paseantes y vecinos. Si en las tabernas había clarete riojano, escasa competencia podría hacerle el sabor agrio de las uvas del valle.
Las obras en la casa de Urrutia avanzaban por encima de lo previsto y Braceras comenzó a anunciar la inminente llegada de su hijo para instalarse con su familia y por tiempo indefinido en el hogar de sus antepasados. Aquello que el amo tanto deseaba no tardó en suceder. Vicente se presentó en el valle incluso antes de que su padre lo esperara. Lo hizo un sábado, bien de mañana, y trajo consigo a su mujer y a su hija, acompañadas por una criada y un equipaje que sobrepasaba lo razonable.
Se instalaron todos en Molinar ese mismo día, y Manuela se rindió a una desenfrenada carrera por mantener todo a gusto de los señores hasta que se dispusiera lo necesario en la vieja casa de Urrutia. En cuanto los vio reconoció las piedras de Valladolid en sus gestos, en sus rostros bañados por un frío seco y soleado, y tuvo más de un pensamiento que la llevó de vuelta a aquella posada en la que vivió durante dos largos años. Recordó la risa de la Teófila, sus caldos aguados y sin gracia con los que era capaz de alimentar a un regimiento si se lo pedían.
Nela llegó a socorrerla esa misma tarde. Su tía la miraba y se veía reflejada en ella, como si fuera su segunda piel. No tenía el color verde de sus ojos ni la buena puntada de su hilo, pero era la viva imagen de ella veinte años atrás. Sabía cómo desenvolverse, y no tardó en hacerse imprescindible en las habitaciones, la cocina, y sobre todo con doña Bernarda.
Pasaron en Molinar por lo menos dos meses, en los que Manuela deseó más de un día y de dos estar sola de nuevo, gobernar su casa como había hecho siempre, sin una señora que quisiera dirigir lo que no conocía, con la autoridad que sólo le daba el nombre de su marido. Bernarda había venido dispuesta a ganarse un puesto en su casa y en el valle. Enseguida hizo amistad con el párroco y con las mujeres de otros principales, y cada día trataba de poner en práctica ideas nuevas que se le ocurrían u oía, como mandarla en busca de telas con que forrar las arcas que había en las alcobas, o que cocinara cangrejos al menos dos veces por semana porque nunca los había probado tan exquisitos.
—¿Es que quiere que se seque el río, señora? —le preguntó irónica ante petición tan desproporcionada.
—¿Y por qué ha de secarse?
—Porque si nos comemos todo lo que tiene dentro, no tendrá razón de existir y se secará —le dijo ocultando la risa que su propia ocurrencia le había provocado.
Desde la puerta, Braceras y Carmencita, la niña, también se reían, pero estos sin recato hasta lograr contagiar a Bernarda, que aunque no entendía muy bien la razón de tanto alboroto se sentía halagada de haber sido ella la causante del mismo.
Poco a poco se iba acercando la fecha del traslado y Manuela se mostraba cada día más nerviosa e impaciente. No sabía qué era lo que le provocaba aquel estado, pero no lograba contener el genio, y se impacientaba por todo. Fue entonces cuando se presentó en la casa su sobrina María Francisca, la hermana pequeña de Nela. Era bien temprano, apenas había amanecido. Oyó llamar a la aldaba desde la cocina y echó a correr escaleras abajo pensando que nada bueno traían los golpes del alba. La muchacha estaba encogida por el frío de la noche, que todavía no se iba, y las lágrimas le caían a borbotones por la cara. En cuanto escuchó el nombre de Joseph en la voz de su tía sólo tuvo que asentir para confirmarle la peor de sus sospechas.
Se cubrió con algo de ropa y dejó encargo a Teresa de despertar a Nela, antes de correr a Zubiete. Para cuando llegó, el cuerpo sin vida de su hermano estaba frío y rígido sobre la cama. A su lado, la luz de varias velas iluminaba el rostro contraído de Narcisa. Manuela se aproximó al muerto y se dispuso a arreglar el cuerpo, no sin antes mandar a buscar al hijo que vivía en el caserío Mendibil y a las tías de Zubiete, y de paso dar aviso al presbítero para que comenzaran a sonar los badajos de Molinar.
Lo lavaron con agua de romero y lo vistieron con las ropas que Narcisa guardaba en un arcón, en aquella misma alcoba, y que Manuela creyó recordar eran las mismas con las que se casó aquel lejano día de su juventud, en la iglesia de Sodupe, a la espalda de sus padres y su herencia. Cuando terminaron la labor era media mañana y las plañideras comenzaban a asomar sus pañuelos por la alcoba del muerto. El presbítero llegó algo después, con la calma que le proporcionaba saber que Joseph había muerto en la paz del señor, en su cama, mientras dormía junto a su mujer y madre de sus hijos, sin emitir más sonido que el del ahogo y última respiración. Habría cumplido cincuenta y cinco años el próximo mes de junio, y conocido a su primer nieto apenas unos días después.
Don Pedro llegó a Zubiete con un documento sellado bajo el brazo: el testamento firmado ante él por el fallecido apenas dos semanas atrás. En él declaraba ser muy cortos sus bienes y no poder obligar a su mujer e hijos el funeral, aunque sí a darle limosna de hábito, sepultura y entierro decente al uso del país.
Sin embargo, aquello no hizo falta. Antes de que Narcisa pudiera poner objeción alguna, sus cuñadas dispusieron, por unanimidad y sin discusión, un entierro acorde a los ornamentos que siempre habían acompañado a los Allende de Zubiete, por el cual Joseph descansaría eternamente junto a sus progenitores, en la sepultura correspondiente a su casa y nombre, en la tercera fila de San Juan de Molinar. Al acompañamiento de su cuerpo salieron las insignias de la Santa Vera Cruz.
En el resto del documento, apenas un legajo con cuatro anotaciones, declaraba tener por hijos a Manuela, Juan Antonio, Joseph, Domingo y María Francisca.
De estos, Juan Antonio está permanente en el Reino de Indias en compañía de su tío Domingo Narciso, y mi hijo Domingo en el curso del mar. A este último le dejo, para en caso de no seguir la marítima u otro éxito que tuviere por conveniente y volviese al país, le dejo la ropa del adorno de mi cuerpo. Y a Manuela y a Francisca, mis hijas, la mitad de mis bienes para que los distribuyan entre sí por el orden siguiente: las tres partes de cuatro de expresada mitad a Nela, en atención al cariño, amor y asistencia que siempre me ha tenido y tiene, y la otra parte a Francisca. Y que lo mismo se haga con cualesquiera remesa que me sea dirigida por mi hermano Domingo Narciso o mi hijo Juan del Reino de Indias en que se hallan. De la otra mitad y del resto de dichos mis bienes y herencias dejo y nombro por mi única y universal heredera a Narcisa de la Puente, mi mujer.
En el documento, Joseph hacía referencia a las deudas contraídas en el pasado con Bartolomé de Respaldiza por la compra de una mula, y que no había logrado saldar. Así como la cuenta que tenía de años atrás con María Gutiérrez, viuda y vecina del valle.
Los primeros pasos que dio le parecieron cortos y lentos. Reconoció que le costaba alejarse de Zubiete, dejar solas a Narcisa, Nela y María Francisca. En lugar de dirigirse a Molinar eligió el camino de Berdugal con la esperanza de encontrar a Francis, y escuchar su voz alegre y esperanzada de siempre. Tuvo suerte, parecía que la estuviera esperando. Se unió a su paso y la acompañó hasta Isasi. Hacía semanas que no subía a Urrutia y cuando vio la casa le pareció más bonita, y más grande. Él empujó la puerta y Manuela entró. El silencio le resultó acogedor. No había nadie al interior. Subió deprisa las escaleras, buscando señales que le indicaran que aquel era su hogar. Recorrió una a una las habitaciones y entonces lo entendió, al ver los arcones forrados de telas, baúles que no conocía en los suelos de las alcobas, objetos extraños, que sin duda alguna pertenecían a Bernarda del Collao. Subió al camarote, desde donde se divisaba la casa de los Allende, y desde allí se despidió del hogar en el que había vivido la mayor parte de su vida. Cuando salió a la calle ya tenía una decisión tomada. Miró al hombre que la esperaba sentado en un tronco, calentándose al sol, y recibió su sonrisa como una buena señal. Llevaba años rondándola, buscando una grieta en su coraza para adentrarse, hacerse imprescindible, para que lo valorara como un posible candidato a matrimonio. Pero ella nunca le había prestado demasiada atención en ese sentido, siempre pensó que eran chiquilladas, hasta hoy, que al verlo, había vuelto a sentir aquel pequeño rubor de juventud que don Manuel le sacaba al principio, cada vez que la miraba.
No le dijo nada, sólo le pidió su compañía para ofrecer un rezo a la virgen de Isasi. Cuando ya salían del templo, Rosa entraba.
—Dichosos los ojos, Manuela. En los últimos tiempos no te he visto nada. Siento la pérdida de tu hermano. Dios le acompañe a él y a su familia en estas fechas tan difíciles.
—Gracias Rosa, ¿cómo estás?
—Bien, como siempre. Si no fuera por ese padre que todo me lo echa a perder, estaría mejor, pero hay cosas que no llevan remedio. Y ahora que me acuerdo, yo tenía que hablar contigo. El pasado día me vinieron a buscar a casa para que fuera a dar declaración acerca de tu noviazgo con Txomin. Te juro que no he pasado más nervios en mi vida, Manuela. Aquellos hombres tan serios preguntándome cosas sobre ti y ese… Creo que contesté todo lo que querían saber, y que te dejé en buen lugar. Eso le pido a la virgen cada día, no haber dicho nada que te perjudique.
—Sólo tenías que decir la verdad, nada más.
—Y la verdad dije, que ese sinvergüenza vino aquí de las Indias buscándote y pidiéndote para mujer de él, y que después de convencerte y regalarte buenas cosas se desdijo, dejándote… —de pronto se dio cuenta de la presencia de Francis entre ellas y se calló.
—Bueno, ya me contarás en otra ocasión, pero no te preocupes, me informó mi defensor que habías dicho bien.
—Ay, ojalá tengas razón.
Se despidieron en la puerta. Rosa entró al interior del templo mientras la pareja se alejaba en dirección a Molinar. Por el camino, Francis quiso saber sobre el proceso contra La Torre pero Manuela rehusó hablar de ello.
—En otra ocasión. Hoy tengo algo más inmediato en la cabeza. Deja que solucione lo que me traigo entre manos y después te cuento lo que quieras saber. Por lo pronto, he de aclarar un asunto que me urge con el amo.
—Entonces no te entretengo. Algo me dice que lo que sea que arregles hoy, mañana ha de llevarnos al altar de San Juan. —Lo dijo de sopetón, sin haberlo pensado, pero con una sonrisa tan grande en la cara que sembró una vez más la duda en ella acerca de la seriedad de la propuesta.
Entró en casa buscando a Braceras, con la urgencia de algo que no puede hacerse esperar. Teresa le anunció que lo encontraría en el camino a la fuente, con Carmencita. Salió a la calle de nuevo y tomó la dirección indicada por la criada. Cuando los encontró, estaban sentados los dos, abuelo y nieta, bajo las ramas de un viejo roble.
—No deberían sentarse ahí, el suelo está muy húmedo —les advirtió anunciándose.
—Manuela, que bien que hayas llegado. ¿Cómo están Nela y su madre?
—Como cabe esperar en estos casos. Le he dicho a Nela que no vuelva en unos días.
—Has hecho bien. Nos arreglaremos. Aunque vamos a necesitar más brazos para el traslado. La casa de Urrutia ya está lista, y mi nuera y mi hijo están deseando instalarse en ella.
—Sí. He venido por allí y la he visto. De eso quería hablarle, del regreso a Urrutia —dijo quedándose un instante callada, como queriendo asegurar sus palabras—. Sé que lo que voy a decir va a sonar extraño pero estoy pensando en quedarme en la casa de Molinar, instalarme aquí indefinidamente.
—¿Qué? —Braceras no le dejó terminar, aquello le sonaba demasiado raro. ¿Cómo es eso, estás pensando en abandonarme? ¿Qué error he cometido para que me dejes ahora, dime? —quiso saber al tiempo que asomaba una profunda tristeza a sus ojos.
—No, no, nada de eso. Yo seguiré gobernando su casa si ese es su gusto, pero viviré en ésta. Teresa sabrá cuidar de las necesidades diarias de su familia, y buscaremos otra criada para que ayude, y yo las dirigiré. Puedo pasarme por Urrutia todos los días, y estar al tanto de todo, pero…
—Creo que ya te entiendo, empieza otro tiempo para ti.
—Algo así.
—¿Y has pensado cómo mantener esta casa?
—Se la arrendaré, y le iré pagando con mi trabajo y con las aparcerías. Pero además, he hablado con el cura. Empiezan ahora las obras de la sacristía de Molinar, y el maestro necesita un lugar en el que hospedarse. Estoy pensando en acogerle como pupilo.
Manuela se quedó callada, observando la expresión de Braceras, que no dejaba de ser la de un hombre mayor, anciano ya, que recibía una noticia que no sabía bien cómo concebir.
—Mi pequeña Manuela, la vida es lo que nosotros hacemos de ella. Si lo que buscas es mi bendición, sabes que la tienes. Sea como sea, no deseo a nadie más que a ti cerca de mi lecho de muerte, cuando ésta llegue. Prométeme que cuidarás de mí hasta el final.
Una sonrisa de gratitud y cariño se dibujó en el rostro de ella.
—Descuide, nunca le voy a dejar. Aunque viva en Molinar y haya de subir arrastrándome hasta Isasi para velar por su salud, así lo haré, aunque me falten el aire y las fuerzas, me tendrá siempre cerca.
—Con eso me basta. La casa de Molinar queda a tu entera disposición desde este momento —concluyó sin necesidad de otra explicación.
—Avisaré para que preparen el contrato de arrendamiento cuanto antes. Y ahora, volvamos a casa, que a esa niña la ha de andar buscando su madre.