La vio asomarse desde la calzada, por detrás de la accesoria. Le pareció la casa más hermosa, con el emparrado cubriendo la piedra de la fachada, el portal abierto, y la luz del sol calentando cada teja. Sintió un escalofrío al reconocerse en ella, al saberse parte de sus paredes y ventanas, de la lumbre que humeaba por la chimenea.
Avanzó por el camino de servidumbre, y cuando posó sus pies en la primera escalera el llanto apareció en sus ojos sin haberlo llamado. Se sentó un momento hasta que logró serenarse, y sólo entonces subió a encontrarse con el hogar encendido de su infancia.
En la vieja silla de su madre se acurrucaba ahora un anciano triste y pálido. Manuela corrió hacia él y, al abrazarlo, la lluvia de agua de su interior volvió a aparecer para empaparlos a los dos. Durante largo rato no dijeron ni una sola palabra, sólo se miraron y sintieron juntos de nuevo, cercanos, confiados. Habían pasado dos largos años desde la última vez, y Antonio había padecido por aquella hija cada uno de los días que duró su ausencia, languideciendo como un mueble sin uso.
Le pareció que todo estaba más viejo. La falta de cuidados había estropeado la casa por dentro. Las piedras se mantenían pero, aquel no era el hogar que conocía. Había grietas, maderas astilladas, ventanas por las que entraba el aire, y cuando quiso subir al camarote a reconocer lo que había hecho con él el paso del tiempo, comprobó con disgusto que se traslucía el cielo. Había ollas aquí y allá, esperando pacientes a las próximas lluvias para contenerlas. Josefa se apresuró a decir que ese verano arreglaría aquellos huecos en el tejado, buscaría la manera de componer las tejas rotas y arreglar las maderas y las grietas en la chimenea, ese verano, sin falta, compondría aquel hogar ajado por el paso del tiempo y la falta de vida en él.
La oscuridad del día la encontró todavía en la cocina de los Allende. Se despidió y salió a la calle contrariada. Se sentía dichosa por su regreso, por volver a respirar la brisa de las montañas, a sentir el aire fresco y húmedo del valle en la piel de la cara, pero no sabía qué pensar de la dejadez de sus hermanas, de cómo estaban permitiendo que todo se ajara y volviera gris, triste y roto.
Rodeó el que siempre fue su hogar y avanzó por el sendero de Berdugal en dirección a Isasi. Francis fue el primero en verla. Todavía no era noche cerrada y el joven arrimaba hierba a la ventana de la cuadra. La reconoció enseguida y corrió en su dirección gritando y riendo. La manifestación de tanta alegría hizo que Manuela se sintiera por un instante cohibida, contagiándose enseguida. Aquel recibimiento le confirmó que ya estaba en casa. Apenas le dijo un par de palabras, le rió las gracias y se despidió apremiada por la prisa repentina de encontrarse con su amo, su cocina y la habitación en la que había pasado más de media vida.
Braceras tampoco la esperaba. Lo encontró fumando en el comedor, silencioso, concentrado en un documento que leía con los ojos. Los mismos ojos que se le humedecieron al sentir la mano de ella sobre el hombro, su olor y el calor de aquella voz que tanto había añorado. Cenaron sin reparar en lo que ingerían, solo sabiéndose, hablando, contándoselo todo, como hicieron siempre. Aquella noche Manuela supo de Zurrape, cómo fue apresado junto a una cuadrilla de bandidos, y su confesión como autor de la paliza a Maricruz. Después de la cárcel ya no fue el mismo, y aunque había regresado a su trabajo, no aguantó mucho tiempo. Un día se levantaron y ya no estaba, se había ido de nuevo. Nadie lo había visto desde entonces, y no tenían noticias de su paradero. De esto hacía meses.
También hablaron de Valladolid, de la posada, de la cárcel de la Real Chancillería, y del hijo de Braceras y familia. Manuela traía con ella algún presente para el orgulloso abuelo y un par de documentos que su hijo había escrito con ocasión de su regreso.
Dejó las cartas a un lado de la mesa, para cuando se quedara a solas con sus pensamientos, y continuaron hablando y hablando hasta el final de la velada. Rieron, y en más de una ocasión asomaron a los ojos verdes de ella las angustias vividas, los miedos y las aprensiones.
Braceras tomó un último trago de vino antes de mirarla de frente y ofrecerle la jarra también a ella, que percibió que había llegado el momento. Habían hablado de casi todo y todos, pero faltaba un nombre y, aunque hubiera preferido no dedicarle ni un minuto de aquella noche, necesitaba saber qué era de él.
—Se va a casar, Manuela.
La voz de Braceras le sonó lejana, como si llegara de otro lugar, de una estancia al final de la casa. No podía creer lo que acababa de escuchar de aquellos labios tan cercanos, siempre tan prudentes en las palabras que pronunciaban y que ahora le clavaban esta daga sin aviso alguno, sin prepararla. Intentó hablar pero no pudo, no lograba que las palabras salieran de su boca, seca y paralizada. Tomó la jarra de vino y bebió con ansia, con furia, tratando de abrirle paso a la voz que empujaba por salir.
—¿Con quién? —pronunció a duras penas momentos después.
—Con Teresa Casas Escobal, la hija de Cristóbal de las Casas. Has de recordarlo, el mismo que lo acompañaba en sus…
—Sí, sé quien es —le interrumpió—. Pero ¿cuándo?
—Según tengo entendido será en otoño. Lo tienen todo apalabrado y ya están preparando el contrato.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó entonces—. Esto lo tiene pensado desde hace años. Por eso negó la palabra de matrimonio que me tenía dada, y por eso hizo que las urracas me difamaran. Era una argucia para aparecer como hombre de honor ante Las Casas y procurarse una dote aún mejor, y…
Su mente corría más que sus palabras, sus pensamientos se agolpaban, trataban de salir todos a la vez sin conseguirlo. Su discurso se volvió incomprensible, atolondrado, agotador. Braceras no quiso parar aquel torrente de ideas, comprobaciones, conclusiones y descubrimientos que le transformaban el gesto de incrédulo a más incrédulo. Esperó paciente, y cuando por fin se quedó sin más que decir le ofreció un poco de vino y su viejo hombro para arropar tanto desengaño.
Al amanecer sintió el deseo irrefrenable de correr a la cocina. No sabía por dónde empezar, no quería que la criada se sintiera invadida pero necesitaba recuperar su espacio, sentir que no se había ido, cansarse hasta caer rendida. Probablemente fuera el olor penetrante de la masa madre con que había hecho pan desde niña, o su tacto, pero las lágrimas regresaron a sus ojos una vez más. Se sentía tan en desventaja respecto a Txomin, incluso cuando ganaba. Había salido airosa del pleito contra las Arza, y recibido buenos reales por difamarla, sobre todo de él, que aunque logró reducir la multa, aquellos cien ducados serían más que suficientes para mantener en pie la casa de los Allende, arreglar las tejas y las grietas, y hasta la madera de las escaleras que también empezaba a resquebrajarse.
No soportaba la idea de que se casara con otra. Desde que lo supo, la noche anterior, no podía imaginar mayor burla, peor final para la pelea que había comenzado años atrás. Había ganado el pleito por difamación, pero la Iglesia le daba la razón a él y le permitía casarse con aquella mujer, apenas una niña, porque eso era la novia prometida, una joven de menos de veinte años a la que su padre había sabido sacar partido, antes incluso de que ella misma se conociera y supiera de su valor.
Los días siguientes transcurrieron sin apenas darse cuenta. Las visitas se sucedieron una tras otras. La primera en llegar fue Nela. Cuando Manuela la vio comprobó cómo el tiempo había seguido sin ella. Su sobrina se había convertido en una moza interesante a los ojos de cualquier adulto. No era tan alta como ella, pero se la veía lozana, con esa piel sonrosada de las casaderas. Por un instante se sintió mayor, y muy cansada. Pero no permitió que aquel pensamiento se adueñara de su espíritu. Corrió a abrazar a la muchacha que le abría los brazos y la miraba embelesada. Poco después llegaron Juana y parte de su buena prole, Rosa acompañando a Francis, primos, tías y conocidos que habían sabido por boca de unos y de otros la noticia de su definitivo regreso. Y los que no llegaron a Urrutia la pudieron ver en la iglesia de Molinar durante la misa mayor, ataviada con prendas de vestir totalmente nuevas, y una sonrisa de triunfo que no permitió que nada se la nublara.
Dos días después se sentaba en la cocina de Juana, su amiga de la infancia, para compartir con ella la rabia que escondía tras su serena fachada.
—No voy a permitir que me haga esto. No quiero que se case con ella. Eso le hace parecer inocente cuando no lo es, y hasta el mismo juez le ha hecho pagar por sus malas artes.
—Pero no lo vas a poder evitar, las cosas están así. Hace meses que anunciaron ese contrato de matrimonio, y tienen el beneplácito de la iglesia.
—Ha de haber pagado buenos reales para que la causa de esponsales haya dado sentencia a su favor. No tengo duda de que hay buen dinero de por medio.
—Yo también lo creo, pero no hay nada que puedas hacer.
—Tampoco puedo dejar que se convierta en un hombre de honra, casado, intocable, y que la duda sobre mi honor siempre me esté acechando. ¡Si yo he de seguir soltera, él también!
—¿Y por qué has de seguir soltera?
—No seas ingenua, Juana. Nadie querría casarse con una mujer de mi edad y pleitos como los míos a la espalda. Si él no me cumple, nadie querrá hacerlo.
—En eso voy a tener que darte la razón, no están los caseríos para arriesgar el futuro de un hijo. Pero no sé yo si ese Francis…
—¡Pero si es un crío, por Dios, qué cosas se te ocurren!
—Es un hombre. Aunque he de reconocer que mucho más joven que nosotras. ¿Te imaginas lo que dirían? —añadió riendo la ocurrencia.
—Sí, lo que me hacía falta —le acompañó Manuela—. Aunque he de confesarte que cada vez me resulta más agradable su compañía, es alegre, y muy buen mozo.
—Y de buena casa. Pero a buen seguro sus padres han pensado en todo ello antes que nosotras.
—No lo dudes, y no he de ser yo su candidata. Pero el que me preocupa es Txomin y esa maldita boda. Tengo que intentar pararla.
—¡Estás loca! No puedes hacer nada, es mejor que lo dejes correr. Ya te ha hecho sufrir bastante.
—Voy a denunciarle de nuevo.
—¡Tú no tienes remedio! ¿Y por qué?, si puede saberse.
—¡Por estupro!
—No sigas Manuela. Piensa en los años que has estado en Valladolid, en el tiempo que te metieron presa en una cárcel, con asesinas y ladronas. Piensa en tu padre, y en la casa de los Allende. ¿De dónde sacarás los reales para otro pleito?
—De la multa que el mismo Txomin tuvo que pagarme.
—Pero eso era para arreglar tu casa, el hogar de los tuyos.
—Llegará para todo y habrá más. Tendrá que pagarme más por lo que me hizo.
—No lo hagas, por favor te lo pido, no lo hagas.
El ruego de Juana se perdió en el aire cálido de aquella tarde de primavera. Por más que lo intentó no llegó a Manuela, no encontró el camino hasta donde estaban sus pensamientos.
—Al menos, medítalo un tiempo. Piensa en todo y en todos, piénsalo bien antes de hacerlo —le dijo ya en la puerta, cuando la despedía.
El veinticuatro de abril de aquel mismo año en que regresó al valle, Manuela quiso iniciar un pleito criminal contra Txomin por estupro. El Teniente General de Encartaciones no admitió la acusación, pero eso no la detendría. Aguardó con paciencia a que los meses transcurrieran, hasta encontrar la forma y el momento de hacerle pagar por el deshonor de su nombre.
Mientras tanto la vida continuaba su rumbo. Juana dio en matrimonio a una de sus hijas aquel mismo verano, y en Oquendo también se celebró una boda, la de una Abasolo con un Otaola. Con ocasión de aquel contrato, Bernardo y Ana María dejaron por unas horas las cimas altas del valle para encontrarse con vecinos y parientes. Aquel día Asensio Aldama no quiso dejar su casa en San Román para no tener que enfrentar la mirada desafiante del único enemigo que había cosechado a lo largo de sus más de cincuenta años de vida.
Y antes de que el txakoli ocupara todas las manos, el hogar de los Allende se sumergió en los arreglos que tanto necesitaba. Fue poco después de terminar la vendimia, un diez de noviembre, cuando se celebró el matrimonio entre Domingo de la Torre y Teresa de las Casas. La firma del contrato y la ceremonia del sacramento se llevaron a cabo en Sopuerta, y del enlace se supo en todos los pueblos y valles de Encartaciones y más allá. No se habló de otra cosa en los días precedentes y posteriores. La pareja, formada por una jovencísima muchacha, pálida y escuálida, y uno de los pocos hombres que, después de hacer fortuna en Indias, había regresado a su tierra, se rodeó de señores de gobierno y damas de inmejorable aspecto. No todos los nobles y señores de Vizcaya estuvieron invitados al contrato, pero sí gran parte de los que poblaban los valles más próximos. Entre ellos don Manuel de Braceras.
Manuela vio partir a su amo con el corazón oprimido, hecho un nudo en el pecho. Trataba de contener la rabia que le producía aquella boda y todo el revuelo que había levantado entre los vecinos, pero sobre todo que don Manuel se sintiera obligado a acudir. Su ausencia llamaría demasiado la atención, le había dicho, al fin y al cabo seguía siendo su inquilino, y habían compartido Concejo, y debatido en el Señorío.
Txomin nunca dejó por completo la casa de Isasi. La mantuvo abierta durante años después de su matrimonio. Él compartía vivienda en Sopuerta con su joven esposa, pero le gustaba tener aquel lugar desde el que otear Gordejuela, y muy de vez en cuando se trasladaba hasta allí por unas horas. Nadie sabía a qué. Pero probablemente fue aquel empeño suyo por seguir presente en la vida del valle lo que le permitió convertirse el primer día del año 1774 en regidor por la cuadrilla de Irazagorria.
Manuela y él no volvieron a encontrarse de frente, y mucho menos a dirigirse la palabra. Si en alguna ocasión, durante la misa mayor, se sabían presentes, ambos trataban de evitarse la mirada. Mientras él se confiaba en el final de aquella lucha interminable que les había llevado ante los Tribunales de la Real Chancillería, ella no soportaba la idea del engaño sufrido, menos cuando las caras de algunos vecinos la daban por vencida y los comentarios sobre su deshonra no concluían.
La primera vez que intercambió un saludo con Martín de Beraza, prior de causas en los Tribunales de Encartaciones, era el mes de septiembre, con ocasión de una comida que ella misma había preparado para deleite de los invitados de su amo. Ya entonces se sintieron cómodos el uno frente al otro, y mientras el prior alababa las buenas manos del ama de gobierno de aquella casa, ésta adelantaba una segunda ocasión en que ofrecerle un buen plato de caza.
La olla se volvió a llenar dos semanas después en que, con permiso de su señor, Manuela quiso que regresara a aquella casa el prior de causas. Entonces no desaprovechó la ocasión. Con mucho cuidado y el apoyo incondicional de Braceras, Manuela fue poniendo en antecedentes a Beraza. Le contó de los autos, de la resolución última, la indemnización, su absolución, y de la imperiosa necesidad que sentía de acusar a aquel que la deshonró quitándole la doncellez con mentiras de matrimonio y privándola de un futuro contrato, y por ende de familia propia.
No hizo falta mayor empeño por su parte. Don Martín mostró una comprensión y una sensibilidad a las que Manuela no estaba acostumbrada. En su voz escuchó palabras cercanas, calidez y apoyo. Con menos edad que ella misma, que ya sobrepasaba los cuarenta años, aquel hombre transmitía seguridad, serenidad y confianza. Cuando esa noche se acostó sobre el colchón todavía se encontraba extasiada por la impresión que había causado en ella.
El nueve de noviembre, la víspera del aniversario de boda de Txomin, Manuela firmó ante el escribano real del valle un poder para castigar a quien la deshonró y quitó la virginidad con promesas de matrimonio. En este documento, Manuela daba todo su poder a Martín de Beraza para que, representando su persona, siguiera y prosiguiera la acción y queja criminal ante el Señor Alcalde y Juez Ordinario de Gordejuela.
Al día siguiente, mientras en Sopuerta una joven esposa recibía los primeros envites de la mañana de aniversario que su marido se procuraba, en el valle, bajo un sol radiante, el Alcalde Mayor recibía la declaración jurada y sumaria de Manuela de Allende, que acusaba a Domingo de la Torre de estupro, y exigía cuatro mil ducados de vellón como indemnización por los daños ocasionados en su persona. Comenzaba entonces un nuevo pleito criminal que se alargaría durante toda una década.
No se encontraron hasta el primer día del año, cuando Txomin acudió al Concejo a nombrar a Francisco de Lambarri su sucesor como primer regidor de Irazagorria. Salió a caballo de Molinar en dirección a Isasi. Llegó a Urrutia sofocado por la carrera. Se apeó presuroso y golpeó la puerta con todo su ímpetu esperando que fuera ella y no otro el que se asomara a recibirle. Y así fue. Manuela le enfrentó allí mismo, en su propia casa, con el orgullo de saber que esta vez él era más débil, menos firme.
—¿Qué quieres? —le preguntó sin esperar a nada.
Txomin la miraba sin lograr hablar. Aquella soberbia de ella le hacía flaquear. Se sentía humillado después de que en el Concejo le comunicaran el nuevo pleito criminal al que debía enfrentarse. Se lo dijeron en público, delante del padre y el hermano de Manuela, y también estaba Braceras, y él no había sabido qué contestar. Se había quedado callado, con la mente en blanco, sólo pudo pronunciar el nombre de su sucesor y desear que aquella votación terminara cuanto antes para desaparecer. Y cuando por fin pudo hacerlo no se le ocurrió otro camino que el de Isasi y la casa de Urrutia, ir a buscarla y encontrar en ella cualquier explicación que aliviara el ardor que sentía le quemaba las entrañas.
—Nunca voy a confesar, no lo esperes. Será tu palabra contra la mía.
—Así sea. Que te condenen entonces por perjurio, pero que te condenen.
—¿Tanto odio me guardas? —le dijo entonces con aquella voz queda que le recordaba a los tiempos en que aún existían susurros entre ellos.
No le pudo contestar, sintió que las palabras se apagaban en su interior. Empujó con ambas manos la puerta hasta que la cerró dejándole al otro lado, quieto, mirando la aldaba como si quisiera deshacerla. Y entonces, mientras ascendía por las escaleras al piso de arriba, le escuchó gritar desde la calle:
—Maldita seas Manuela de Allende, maldita embustera. Nunca diré que hubo nada entre nosotros, ¡nunca vas a conseguir eso de mí!
Lo vio alejarse en su caballo, iba al galope, como un loco, desenfrenado, y volvió a sentir aquella angustia que le producía la pérdida.
El invierno trajo nieves y más nieves, tantas que las cimas altas de las montañas no se despejaron hasta casi terminada la primavera. La noche del martes veinte de junio, después de días de incesantes lluvias, el caudal del río Ibalzibar se desbordó llevándose consigo parte del camino real y el puente de Zubiete. En mitad de la tempestad, con el temor encogiendo los cuerpos de todos los habitantes del valle, Manuela creyó ver aquella señal antigua que anunciaba algún peligro, una sábana blanca cubriendo la fachada de su casa, y corrió por Berdugal a encontrarse con los suyos. Entró empapada como una sopa, arrastrando a duras penas la basquiña, que le impedía el paso a causa del peso del agua absorbida durante el trayecto. En el portal aguardaban su padre y sus hermanas a la luz de un candil, y con los ojos abiertos como platos. Acababan de ver desprenderse la pared de cal y canto, y el agua del río ya llegaba a la puerta de la accesoria.
—Manuela, estamos aquí, estamos aquí les escuchó decir repetidamente antes de descubrirlos.
—Tenemos que salir fuera. Rápido, tenemos que ir contigo a Isasi —dijo Francisca con la voz más asustada que le había escuchado nunca.
—No es fácil regresar por Berdugal, baja demasiada agua por el camino y el lodo nos puede arrastrar. Además está padre, que no se si podrá…
—¿Y por Molinar?
—Peor —aseguró Manuela—. Lo único que podemos hacer es ir a casa de Joseph. Hasta allí si llegamos, y después ya se verá.
—¿Y la casa mayor de Salcedo? —propuso Josefa evitando un encuentro con su hermano—. Apenas hay unos metros y así padre no se fatigará tanto.
—Intentémoslo, don Felipe ha de estar pendiente de lo que surja.
Entre las tres ayudaron a levantarse al padre, que parecía más viejo y cansado que nunca, y que rehuía dejar el caserío al capricho de las imprevisibles aguas.
—¿Por qué hemos de salir?, parece que nunca habéis visto llover. Esta casa ha aguantado firme todo lo que el cielo ha querido echar sobre ella, no se va a caer ahora. Lo que hay que hacer es no asustarse tanto. ¡Qué falta me hace alguno de mis hijos para controlar a tanta mujer!
Las tres hermanas se miraron entre confundidas y ridículas. Probablemente Antonio tenía razón y aquella inundación no se iba a llevar el caserío de sus ancestros, pero la visión del agua tan próxima, amenazando con entrar y apoderarse de todo, les hacía temblar. Tuvieron un momento de indecisión en que se quedaron mirando al exterior, sin saber bien qué hacer, comprobando el nivel que alcanzaba el caudal del río, que ya se filtraba con toda libertad al interior de la accesoria. Entonces lo vieron llegar. Venía cubriéndose con una manta que levantaba con los brazos, y aún así calado de agua hasta los huesos. Cuando pisó el umbral del portal se sacudió como un animal, salpicándolo todo a su alrededor. Fue el grito de sus hermanas lo que le alertó.
Antonio se irguió ante la presencia de su hijo.
—¿Cómo está todo ahí afuera, Joseph?
—Mal, muy mal. Baja mucha agua del deshielo, y trae todo tipo de maleza. He visto árboles enteros arrastrados por el río como si se tratara de simples varas. La calzada ni se vislumbra, está cubierta, y el puente ha desaparecido. Pero al menos parece que cede algo la lluvia, ya no es tan intensa. Hay que esperar a que salga el día, entonces comprobaremos los destrozos.
—Sí, pero mejor al lado de la lumbre. Subamos —les animó Antonio—. ¿Y cómo están los tuyos?
—Bien, padre, hasta mi casa es seguro que no llegan las aguas. Están inquietos, pero fuera de todo peligro.
—¿Y aquí crees que alcancen?
—No lo sé, pero es posible que lleguen hasta la cuadra si continúa lloviendo. Esperemos que no más que eso.
—¿Y si vamos a la casa mayor de Salazar? —insistió Josefa.
—Imposible llegar, el agua ha anegado la entrada. Lo mejor es que esperemos arriba, al lado de la lumbre. Ya no falta mucho para que amanezca.
El día trajo consigo un nuevo sosiego. Ya no llovía, y las aguas se habían quedado quietas cubriendo la tierra, incapaz ésta de tragar una gota más. La inundación se había llevado puentes y caminos, y en su lugar trajo ramas, piedras y lodo en grandes cantidades. Francisca y Joseph salieron a comprobar los muchos destrozos que habían sufrido la accesoria, la pared y el camino de servidumbre. Al otro lado no se veían ni la calzada real ni el puente de Zubiete.
Manuela y Josefa subieron al camarote. Los oportunos arreglos del pasado verano habían evitado consecuencias peores. Comprobaron que todo estaba más o menos en orden, y entonces la escuchó, oyó aquella voz como si llegara de muy lejos. Josefa se había apoyado con las manos en el suelo, y avanzaba de rodillas, evitando toparse con el techo. Desde el ventanuco que miraba al norte, contemplando la estampa triste que habían dejado aquellas aguas enloquecidas, lo mencionó:
—Ahora sí, ya no habrá vendimia. Se ha perdido todo, no queda nada.
—Pero, ¿desde ahí ves Ibarra? —quiso saber Manuela entre sorprendida y confusa.
—No, pero no me hace falta. Veo lo suficiente para saber que este año no habrá txakoli.
La voz de Josefa había sonado como el susurro de un rezo que se continúa en silencio. Manuela se arrodilló en el centro de la estancia y avanzó hasta donde estaba su hermana mayor. Trataba de no tropezarse con el tejado que iba descendiendo casi hasta el suelo conforme se aproximaba a ella.
—No sé cómo voy a hacer para pagar el censo. Esas vides eran todo lo que tenía para cubrir la deuda —se confesó por fin Josefa.
—¿Y no darán uvas? —insistió incrédula Manuela.
—Quizá, pero de qué crees que servirán. Es el final, el final de todos nosotros, de esta casa, de esta familia…
—No digas eso, Josefa, no es cierto, eso no es cierto —le corrigió Manuela, sin saber lo que venía a continuación.
—Sí, es el final, ¡no lo ves porque tú nunca quieres ver nada!
—Pero…
Ninguna de las dos pudo continuar con aquella conversación. Enmudecieron al escuchar el mugido de una vaca que se debatía a muerte con las zarzas y el ramaje que le impedían moverse. A su lado un perro yacía inerte, sin expresión, en una postura tan impropia del animal que resultaba grotesca. Su pelo alguna vez fue blanco, y suave. Ahora el barro lo cubría casi por completo.
Las dos hermanas retrocedieron a gatas hasta donde el techo les permitía ponerse en pie y bajaron las escaleras a toda prisa. Llegaron al lado de la vaca armadas con azada y pala. Tardaron más de una hora en liberar al animal. Cuando se volvieron a sentar para descansar, Josefa retomó la conversación que había quedado pendiente bajo el tejado.
—Padre se está muriendo, no creo que falte mucho para que nos deje —y no esperó a ver la expresión en la cara de su hermana pequeña, prefirió seguir hablando hasta terminar—. No hace muchos días estuvo en casa el cirujano, dice que no hay solución, que sus bronquios están perdidos. Y yo lo veo cada día más cansado, le cuesta dormir, se ahoga y apenas come. Los paseos que antes daba hasta Molinar son un recuerdo del pasado, ahora le cuesta bajar las escaleras para sentarse al sol en el banco de la fachada. Hay censos que pagar, hipotecas sobre la casa, y las uvas de Ibarra serán un sueño si las vemos, todas las parras del valle deben haberse perdido. No tenemos hijos, ni Francisca ni yo, y tú parece que tampoco vayas a parirlos, ni matrimonio tendrás ya con tanto pleito y tanta monserga que te traes con La Torre. Maldita la hora en que regresó de allá. Y Domingo Narciso, ni qué decir de él, salvo que ya se ha olvidado de todos nosotros, nunca pensó en regresar, y esta casa quedará vacía, sin gobierno y sin…
—No, no sigas, no vuelvas a decir una cosa así. No se ha olvidado, óyeme bien, no se ha olvidado de ninguno. Escribe, escribe continuamente y manda dinero, y seguirá mandando. Y además están Joseph y sus hijos, y estoy yo, y todavía está padre, y… estamos nosotras tres.
Manuela se había levantado, por sus mejillas corrían lágrimas y más lágrimas. La miraba con disgusto, decepción, y mucha tristeza, pero no pudo decir ni una palabra más. La dejó sentada en la cuadra y salió corriendo de casa, tratando de encontrar la manera de llegar a Isasi por aquel lodazal que se desprendía de la montaña. Al día siguiente bajó de nuevo a Zubiete con todas las cartas que su hermano le había escrito, pero no tuvo oportunidad de echarle en cara aquellas amargas palabras a su hermana. Antonio sufría un episodio de fiebre que le mantenía delirante, enfermo hasta la casi inconsciencia. El puente perdido de Zubiete no permitía el paso del cirujano, así que las tres hermanas se apostaron a la cabecera de su cama durante los tres días siguientes, hasta que la fiebre empezó a ceder y el enfermo a hablar y respirar con un poco de soltura. En aquellas largas noches Manuela releyó una a una las cartas de Domingo Narciso en voz alta.
Después escribiría una muy extensa rogando su ayuda una vez más para poner en pie la pared de cal y canto, arreglar el emparrado, los campos y la accesoria. Nada le dijo todavía del censo que habría que pagar antes de terminar el otoño. Pensó que encontrarían la manera. Pero el doce de octubre de aquel mismo año amargo como pocos, volvió a coger la pluma para anunciarle con letra temblorosa la reciente muerte de su padre, Antonio de Allende y Villamonte.