Entraron en la ciudad de Valladolid por la Puerta del puente. Era media tarde del día diez de marzo de 1771. El sol caía sobre las aguas del Pisuerga. Un paso adelante y las sombras de aquel arco de triunfo se ciñeron sobre sus espaldas. El puente los llevó directamente al interior de la ciudad. Ya antes se habían topado con centenares de iglesias y humilladeros, pero ahora las calles estaban salpicadas por todas partes de edificios santos, capillas, ermitas y conventos. Un entresijo de callejuelas estrechas se extendió ante ellos y, sin darse cuenta, siguiendo el curso de un riachuelo maloliente, llegaron a la calle de su mismo nombre, la Esgueva. Allí, junto al hospital de Santa María, les llamó la atención una posada con caballo a la puerta.
Joseph hizo sonar la aldaba antes de entrar. Mientras él pasaba al interior de un corredor, siguiendo al hombre que respondía a sus preguntas sobre un posible alojamiento, Manuela se quedó observando cómo una mujer, desaliñada hasta la indecencia, sacaba agua de un pozo que había en el centro de aquel patio abierto al cielo raso.
Su hermano regresó a por ella y la acompañó a su cuarto, en un piso alto, donde una ventana se abría a la calle por la que transcurría el río con su pestilente cauce. Joseph se acomodó en un espacio compartido con otros hombres que estaban de paso. Apenas cenaron. El jergón se pegó a la espalda de Manuela como una segunda piel, y no fue hasta catorce horas después que se despertó hambrienta y desconocida.
Bajó indecisa las escaleras, dudando sobre lo que encontraría en el patio. Observó cada puerta y corredor. Había una planta completa para hombres. La entrada estaba cerrada. Trató de descender más deprisa por aquel tramo, hasta que por fin alcanzó el portal. Una mujer usaba el lavadero que había junto al pozo. La miró de reojo y le preguntó su nombre.
—Manuela de Allende y Ayerdi —dijo en voz queda.
—¿Vizcaína? —quiso saber la mujer.
—Así es —le confirmó.
La desconocida se presentó entonces como la Teófila. A Manuela aquella forma de decir su nombre le resultó simpática. No era la dueña de la posada pero como si lo fuera. Llevaba trabajando más de treinta años para una anciana sin hijos ni sobrinos, doña Isabel, que había cargado en ella toda la responsabilidad de un negocio próspero pero sacrificado como pocos. Gracias a que tema un marido que era como dos soles en uno, le dijo, capaz de resolver cualquier entuerto y arreglar un cuarto por menos que canta un gallo.
Manuela quiso saber si aquella mujer sabía del paradero de Joseph.
—¿No habrá visto por casualidad a mi hermano, el hombre que me acompañaba ayer tarde?
—Sí. Salió temprano y dijo que lo esperara usted sin moverse de aquí. Que vendrá a buscarla antes del mediodía.
Y así fue. Alcanzaron la puerta de la Real Chancillería a primera hora de la tarde. Adornada con docenas de clavos del tamaño de una mano cada uno, aquel portalón exigía respeto y recato a los visitantes. Joseph golpeó con insistencia y enseguida se presentó ante ellos un alguacil vestido de uniforme. Pidieron entrevistarse con el Juez Mayor de Vizcaya para dar su declaración. No les hicieron esperar demasiado. La sala en la que los recibió apenas dejaba entrar la luz exterior. Iluminados por ceras encendidas, entregaron los documentos que traían con ellos y, ante la pregunta de por qué habían optado por viaje tan largo para prestar declaración, expusieron con detalle las reservas que tenían respecto al Teniente General de las Encartaciones, quien creían mantenía inclinada la balanza hacia el lado contrario, el de las hermanas Arza.
Fueron varias horas las que duró el primer encuentro. Manuela respondió a cada una de las preguntas que le hicieron, sin estar segura de que aquel viaje resolvería en algo su situación en el valle. Al terminar, el mismo Juez firmó una licencia a nombre de Joseph, la cual le permitiría regresar a Encartaciones a recoger la remesa de Autos anteriores presentados ante el Teniente General. En cuanto a Manuela, le concedió la ciudad y sus arrabales por cárcel.
Al salir a la calle la noche se había echado sobre el suelo que pisaban. Manuela sintió un escalofrío al descubrir frente al edificio de la Real Chancillería las teas encendías que iluminaban el convento de San Juan de Dios. Al pasar por delante de la iglesia de San Martín se santiguó, mientras trataba de acomodar su paso al de Joseph. Estaban ya en la calle de los Moros, a escasos diez metros de la posada, cuando su hermano le anunció que partiría a primera hora del día siguiente.
—Yo hablaré en la casa de huéspedes para que no haya problemas. Estaré de vuelta lo antes posible, y traeré conmigo todo lo que piden. No temas, es cuestión de semanas que esto se arregle.
—No tengo miedo por mí, Joseph.
—Por mí no has de tenerlo. Sabré cuidarme por esos caminos.
—Lo sé. Pero…
Ya no se dijeron más. Un relincho de caballo les anunció que habían llegado. Cenaron lo que les ofrecieron en la mesa de la posada y, sin apenas decir otra palabra, se retiraron a descansar cada uno a su habitación. Antes del alba Joseph cruzaba el puente y atravesaba la Puerta de la ciudad dejándola atrás, y tomando el camino del norte hacia las tierras de Vizcaya. Era trece de marzo, el mismo día que el Teniente General de Encartaciones les declaró culpables en rebeldía por haberse cumplido el plazo en que debían presentarse a prestar declaración en la cárcel publica de Avellaneda.
La cueva de Lartundo fue el primer lugar que le vino a la mente cuando sintió la imperiosa necesidad de esconderse. Aquel refugio en la tierra ya le había servido en otra ocasión, muchos años atrás. Ahora que sabía que lo buscarían y lo culparían por la paliza que le había propinado a esa Arza, lo único que podía hacer era echarse al monte. Ya encontraría la manera de sobrevivir, siendo apenas un mozo logró aguantar buenos meses entre la maleza y las peñas.
Sin embargo, aquella primera noche en Lartundo fue más dura de lo que imaginaba. El viejo Gerardo se llevó todos y cada uno de sus pensamientos. Fueron pasando los días, y los montes se acostumbraron a su presencia y él al sigilo de sus propias pisadas. Encendía hogueras donde creía que nadie podría olerías, huía de los senderos marcados en la tierra, y cazaba conejos cada vez con más destreza. El valle de Oquendo se extendía a sus pies y, aunque pocas, había ocasiones en que aquella inmensidad de bosque y agua le hacía sentir libre y feliz.
Fue una noche, por los altos de Menagaray, cuando su suerte empezó a cambiar. No imaginaba haber andando tanto hasta que divisó a lo lejos Quejana y aquella fortaleza que se perdía tras las copas de frondosos árboles, donde los Señores de Ayala habían asentado su feudo cientos de años atrás. Sintió miedo y desolación al saberse tan lejos de Gordejuela y de casa.
La cabaña estaba vacía, sólo un manojo de pajas cubría una parte del suelo de barro. Abrió el zurrón y extrajo de él una manta raída y sucia, con la que se cubrió casi entero. Tiritaba de frío, pero no se atrevía a encender una hoguera sabiendo que le delataría. Pensó en Manuela, y rezó para sí una plegaria que la protegiera. Temía que la culparan cuando había sido él quien había atacado a esa endemoniada mujer, esa Maricruz. Pero lo hizo porque sabía que era algo que ella quería, que alguien le diera un escarmiento para que dejara de difamarla. Una vez le dijo que si se le terciaba la ocasión no dudara en darle de bofetones y golpes, pero fue un día en que estaba muy enfadada, cuando se enteró de algo que aquella mala lengua había añadido a la sarta de infamias que ya arrastraba con ella. Recordó cómo Manuela, con las manos en jarras, le invitaba a apalearla, eso es lo que habría que hacer con ella, por embustera. Y cómo continuó diciendo: a más que la mates no tengas cuidado, que aquí estoy yo para sacarte de todo.
Tales pensamientos lo entretenían cuando notó el frío del acero junto a la piel de la oreja. Se quedó paralizado, esperando sentir el cuchillo abriéndole la carne, hasta que una voz ronca le exigió que se levantara y pusiera las manos bien a la vista. Había media docena de hombres dentro de la cabaña. Trató de conocer sus caras, pero las llevaban medio tapadas con pañuelos. Dos de ellos dieron vuelta al saco, comprobando con desgana que no había nada de valor en su interior.
—Otro mendigo de mierda. Maldita suerte la nuestra.
—Calla, deja que hable. ¿Qué escondes entre las ropas?
Zurrape miró de frente al hombre que le hablaba, el mismo que le señalaba con el filo del sable.
—Nada. No traigo nada conmigo, ni armas ni reales. Llevo días por el monte, sin probar apenas bocado. He entrado en esta cabaña para guarecerme, pero…
—Sí que tienes cara de hambre. Y de frío. ¿Por qué no has encendido una hoguera?
—Para que no me encuentren.
—¿Quién te busca?
—La justicia. Debí presentarme en Avellaneda hace más de dos semanas. En lugar de eso me eché al monte.
—De qué se te acusa.
—De intento de asesinato. —El alfanje se tensó en la mano de su dueño. Todos los presentes se quedaron quietos y en silencio a la espera de que Zurrape continuara el relato que había dejado en suspense—. Pero no quería matar a nadie, sólo dar un escarmiento a una vieja —se explicó al fin.
Una sonora carcajada relajó el ambiente, y el sable que hasta entonces lo apuntaba descendió y se quedo mirando al suelo. Zurrape respiró todavía inquieto, observando, ahora sí, las caras de aquellos hombres que se descubrían para reír a mandíbula partida.
Poco después se calentaba junto a ellos alrededor de un fuego y comía el tocino viejo que traían en sus talegos. Esa noche supo que se encontraba en compañía de una banda de salteadores, forajidos y contrabandistas, y que entre todos sumaban años y años de historia delictiva a sus espaldas.
Un tal Pedro de Ugalde llevaba la voz cantante. Era alavés, y aunque no era ni muy fornido ni muy alto, su mirada paralizaba hasta el relinchar de los caballos. Habían emprendido viaje en Bilbao, y se dirigían a la Vega del Pas y a Asturias, por Arcentales y Villaverde. Iban cargados de tabaco en polvo que pensaban vender fuera de Vizcaya a un precio muy superior al que lo habían adquirido. El contrabando formaba parte del día a día en aquellos tiempos de escasez. Muchos de los integrantes de la banda eran segundones sin oportunidad en el caserío, también hombres casados y con quehacer que se echaban al monte por unos meses o años, y otros hombres sin oficio ni beneficio, que reconocían en esta vida la más libre y cómoda que podía procurarse.
Entre ellos había un muchacho, probablemente el más joven de todos, pero no por ello inexperto en el uso de las armas, que pertenecía a una familia de Respaldiza, Olabarria. Respondía al nombre de Joaquín y llevaba colgado un trabuco al cinto. Había ingresado en el ejército con apenas quince años, pero no duró ni veinte meses antes de unirse a un grupo de desertores. Hacía cosa de un año que se había enrolado con la banda, y él les había traído por las tierras de Ayala para pasar al otro lado sin tocar la vía de Balmaseda. Zurrape lo observó queriendo reconocerse en él. Era delgado y valiente, un crío demasiado arriesgado que si no aprendía a frenarse acabaría cayendo. El resto no parecían tampoco muy mayores, pero sus caras reflejaban una vida a la intemperie.
Estuvieron dos días merodeando por Menagaray, a la vista de todos gracias a la complicidad del pueblo, que funcionaba bajo una extraña ley del silencio. La última noche uno de ellos trajo con él un par de gallinas de las que dieron buena cuenta entre tragos y risas. La velada se alargó hasta que la oscuridad se comió las llamas. A media mañana ensillaron sus caballos y emprendieron camino. Pensaban dejar Arceniega a un lado, y antes de llegar, a la altura del sendero de Retes, una pareja de aldeanos se tropezó con ellos, y más que por necesidad por costumbre, Ugalde les apuntó con el arma y les quitó en un instante los reales que llevaban encima. En el Santuario de la Encina tuvieron la primera sorpresa. Apostados bajo el arco de entrada, guareciéndose de la lluvia incesante, tres militares a pie los observaban con inquietud en la mirada. Murua dio orden de avanzar sin hacer el mínimo gesto. Les triplicaban en número y monturas; no se atreverían a increparles en tan clara desventaja. Tenía los ojos puestos en la cima de la montaña, allí se repartirían la mercancía y se separarían.
Habían pasado algunas semanas desde que su hermano partió de regreso al valle. Manuela trataba de ajustar los nuevos tiempos de su vida a aquellas calles de piedra blanquecina regadas por el agua sucia de un río que olía a telares y a cloaca. En el caudal del Esgueva se mezclaban todas las inmundicias de la ciudad. Cada mañana lo observaba desde la ventana de su habitación pasar pausado hacia otro puente bajo el que esconderse, y recordaba la cristalina agua del Ibalzibar, sus saltos y sus recovecos. Había visto sacar cangrejos de un río y del otro, pero mientras los del valle le parecían irresistibles, en toda su estancia en la ciudad de Valladolid fue incapaz de probar uno de aquellos animales con patas y tenazas que a menudo se servían a la mesa como uno de los más sabrosos platos locales.
A los cuatro días de estar sola en la posada ya no soportaba la inactividad de sus manos. Recorría las calles en busca de algo que la entretuviera, y regresaba cansada y hambrienta a una alcoba extraña y solitaria. En cuanto caía la tarde y una luna fría y distante, como nunca antes la había sentido, tomaba posición en el firmamento, la nostalgia la empujaba hacia la pluma y retomaba la carta en la que ponía al día a Domingo Narciso de las nuevas circunstancias que envolvían su vida.
Hoy he aceptado finalmente la propuesta de la mujer que regenta esta buena casa, la pensión del Caballo, en que me hallo hospedada, de cubrir mi gasto en pan y cama con trabajo. Las ferias y el buen tiempo atraen a los comerciantes de la comarca, llenando mesas y habitaciones. Cuando no estoy en la cocina trajinando con los pucheros, mis manos remiendan sábanas, manteles y cortinas que se rasgan por el uso. En eso entretengo las tardes, cada día más largas y luminosas. El sol alumbra estas tierras como no lo hace en nuestro valle, donde la lluvia es constante y aquí, sin embargo, se ausenta durante jornadas y jornadas.
He de confesarte —escribía otro día— que no había conocido sol como este, aunque sea primavera y todavía perdure algo de escarcha sobre las tejas de las casas, es el sol más caliente y radiante que nunca imagine. Se podría parecer al que me describes en tus cartas, un sol que entra al interior de las casas, llenándolas de luz y calentando sus estancias.
Ahora veo cuán difícil tuvo que resultarte el viaje que emprendiste siendo tan joven y que te llevó al lugar en el que hoy eres dichoso esposo y padre. Pero entonces, apenas un niño que no había visto ni vivido otra cosa que el valle, tuviste que sentirte angustiado y triste. Cada noche que transcurre en esta posada pienso en ti, y en todos nosotros, en Zubiete y en la casa de los Allende, pienso y pienso mucho más de lo que he pensado nunca, en lo diferente que hubieran sido nuestras vidas de no haber partido tú entonces.
Siguió escribiendo cada noche hasta la última que durmió en la posada de El Caballo, cuando, sin esperarlo, vinieron a buscarla desde la Real Chancillería para trasladarla a la cárcel. Ese día entregó la carta a la Teófila, que la miraba atónita sin comprender lo que ocurría en su propia casa.
La castellana, incapaz de articular palabra, asintió con la cabeza repetidas veces ante el ruego de que enviara aquellas letras a su destinatario. Después vio a la rea dándole la espalda, acompañada por el mismo alguacil, que vestido de capa y sombrero, había pasado a apresarla poco antes. Como cada tarde, Manuela estaba sentada en el patio, con la labor entre las manos, cuando el hombre, uniformado de pies a cabeza, le leyó un documento en el que se la acusaba de agresión e intento de asesinato a Maricruz de Arza. Le informó de su nueva condición de presa de la Real Chancillería y de su nuevo destino en la cárcel que ésta institución poseía en la ciudad. En silencio, como si lo que acababa de oír fuera algo que conocía, subió las escaleras que separaban su alcoba del patio central de la casa y, a la vista de aquel alguacil que la esperaba a escasos dos metros de distancia, cogió la mantellina y se cubrió la cabeza para salir finalmente de la posada. Teófila les observó desaparecer en dirección a la plazuela vieja y, con un mutismo inesperado, resolvió aquella noche una cena fría que ni ella ni los comensales disfrutaron.
No había salido el sol y ya estaba en la puerta de la Real Chancillería preguntado por la vizcaína. Todo lo que le dijeron es que ésta se encontraba presa en la cárcel aledaña, y no recibiría visitas hasta después de dar declaración ante el Juez Mayor.
—¿Y cuándo será eso, si puede saberse?
—Esta misma tarde.
—Pues aquí estaré, para cuando acaben. Por si me la ponen libre, que es trabajadora como no hay otra.
Y con esas palabras soltadas al aire, salió corriendo hacia la posada para poner en marcha un día que Manuela empezaba con el temor de tener que pasar una noche más en aquel infierno que era la prisión.
Los apresaron aquella misma tarde, en la cima del monte, antes de que pudieran repartirse la mercancía y separarse. Cayeron todos, desde el más experto hasta el recién llegado, Jacinto Pereda, Zurrape, que fue trasladado de inmediato a la cárcel pública de Avellaneda, donde tuvo que responder por la acusación que pendía sobre él de intento de asesinato a Maricruz. El resto, a la villa de Bilbao.
Zurrape declaró ante el Teniente General cómo había ido hasta la casa de Maricruz de Arza después de ver a Manuela de Allende desencajada de disgusto por una nueva charlatanería que había inventado aquella. Declaró haberle pegado con un palito que llevaba en las manos un golpe o dos hacia la cabeza, y que habiendo dado voces la susodicha él la dejó y se retiró a echar un cuartillo de vino a la taberna de Antonio Lanzagorta. Tras su declaración es que se mandó el traslado a la prisión de la Real Chancillería de Manuela de Allende y Ayerdi, en la misma ciudad de Valladolid donde se encontraba.
Fueron exactamente cincuenta y dos días con sus noches los que tuvo que pasar encerrada, al cobijo de unas piedras gélidas y durmiendo sobre el barro del suelo. Se sintió enferma desde la primera noche, enferma de náuseas, de miedo y de ira. La sacaban de aquel inframundo para el rezo diario, y en las ocasiones en que debía prestar declaración ante juez y escribano. Allí supo que Zurrape había sido apresado junto a bandoleros y contrabandistas, y que había mencionado el deseo de ella de ver caer a golpes a la Arza. Preguntó por su hermano en varias ocasiones pero nada le dijeron, lo que si supo fue de la constancia de la Teófila, que le trajo alguna manta y pan en los días más oscuros.
El doce de agosto un sol abrasador caía sobre la ciudad de Valladolid. Era mediodía y Manuela cruzaba la puerta de la cárcel de la Real Chancillería al no haberse encontrado culpa alguna en ella sobre el intento de asesinato. Llegó a la posada con el paso rápido y la cabeza gacha. No quería dar mala imagen, pero sabía que sus ropas olían, que ella entera resultaba impropia a la vista de los caminantes. Se sentía sucia, hambrienta y cansada. Aún así, cuando la Teófila la vio corrió a abrazarla como si se tratara de una hermana.
Y volvió a correr para sacar agua y preparar una tinaja. En dos horas Manuela comía a dos papos, sin descanso, ante la mirada cálida de la mujer de la posada y su marido, que no dejaba de tararear algo entre sus roídos y oscuros incisivos. Cuando se sintió saciada, retiró el plato y comenzó a hablar. Les contó que aunque estaba libre de la cárcel, a la que no pensaba regresar ni muerta, antes se echaba al monte, no podía salir aún de Valladolid mientras quedaran autos por revisar y declaraciones que tomar. Y les preguntó por Joseph. Manuela guardaba la esperanza de que en la posada supieran algo de su hermano, pero no fue así. Esa misma noche escribió a Gordejuela una carta en la que mostraba su preocupación por la tardanza y pedía que le enviasen algo de dinero con que cubrir los gastos más imprescindibles. A la mañana siguiente fue la primera en ponerse en pie. La Teófila la encontró en la cocina, con la lumbre prendida y las manos en el lavadero.
El verano se fue rápido, bajo aquel cielo azul y el ajetreo de las calles llenas de gente. Con el otoño se sintió nostálgica, y aumentó la frecuencia de visitas al hijo de Braceras y a su familia, en parte también gracias a la atención que la pequeña Carmencita había puesto en ella. Y por fin llegó el invierno. El día anterior a la Navidad de 1771 el Juez Mayor de la Real Chancillería declaró a Manuela inocente, por todas buenas prendas y calidades de moderación y recato, condenando a las hermanas Arza a pagarle con cincuenta ducados cada una, y a Domingo de la Torre con doscientos en razón de perjuicio.
La respuesta no tardó en llegar. El cinco de enero Txomin se presentó ante la Audiencia de Valladolid para evitar un castigo que no estaba dispuesto a cumplir. Su testimonio obligó a Manuela a permanecer en la ciudad por año y medio más, hasta que se firmó el auto definitivo que exigía a La Torre el pago de la multa impuesta. En todo aquel tiempo que duró el encierro, Joseph no se presentó. Envío los autos que había ido a buscar, pero él se mantuvo desaparecido, sin dar señal de vida. A su hermana no se le escapaba que andaba entretenido, como tantos otros, en contrabandear con el tabaco del Señorío.
Por aquel mismo tiempo, en las cimas de Oquendo, los brazos de una madre se agarraban al cuerpo escurridizo de un hijo que se alejaba. La sintió tan próxima que imaginó que así debió ser, siendo él un recién nacido, cuando ella le dormía en el regazo después de amamantarle, como hacía todavía con el pequeño Jacinto Roque. Ana María no quería soltarse de aquel abrazo y Nardo se dejaba llevar por el balanceo triste de la mujer que le dio la vida. A sus pies un hatillo de ropa le aguardaba para salir de casa. Comenzaba el viaje a un lugar del que ya nunca regresaría.
No tenía quince años, pero sus músculos se habían formado en los últimos tiempos como los de un hombre, asemejando su aspecto al de su padre. Mantenía la expresión rígida y distante con que nació, al igual que mantenía el convencimiento de que su destino no estaba en aquel caserío, tan grande como viejo, que sus ancestros habían construido en Otaola en el principio de los tiempos. Iría a la Nueva España y construiría allí el hogar de los Abasolo, una casa nueva, con otra luz y otra vida.
Observaba por la pequeña ventana el color del campo cuando se dio cuenta de que no era ella la que le acunaba a él, sino él quien mecía aquel cuerpo desvalido y viejo que guardaba a su madre o lo que quedaba ya de ella, y sintió una tristeza que no le cabía en el pecho. En un fallido intento por disimular las lágrimas que le resbalaban por la cara, miró el bosque, las hayas y los robles que casi parecían meterse en casa, vio el agua del riachuelo y a una ardilla trepar veloz por un viejo tronco hasta la copa del árbol. En ese instante se sintió agradecido de haber nacido y vivido allí, en las cimas de las montañas más frondosas y misteriosas, en el valle de Oquendo, donde siempre estaría su patria, su única y amada patria, por muy lejos que le llevaran las aguas del océano.
Al fin sus cuerpos se despegaron y ambos padecieron el mismo instante de frío que les estremeció. Una sonrisa asomó a los labios de Nardo, y los ojos de su madre se vaciaron de aquel infinito amor en un torrente de lágrimas que ya no quiso contener. Antes de alejarse de ella, recogió del suelo al pequeño Jacinto Roque y ofreciéndoselo le dijo: yo me encargaré de que nada le falte, se lo prometo, pero debe cuidarlo usted primero.
Se despidió del resto con la mano y salió de casa acompañado por los hermanos. Al pasar por delante de la ermita, se santiguó como cada día y se alejó finalmente de todos ellos. Antes de comenzar el descenso echó una mirada a su espalda. A lo lejos le pareció ver la figura de su padre observándolo y supo que no podría regresar nunca a él, porque no lo recibiría.
Juan de Allende lo esperaba impaciente en la escuela de Oquendo acompañado por su progenitor. Joseph había decidido caminar con ellos hasta Orduña y pasar a Castilla por la sierra. Después, los dos jóvenes tendrían que arreglárselas solos, y podrían tomar alguna diligencia en otras tierras, donde el riesgo a perderse y a encontrarse con forajidos y facinerosos fuera mayor. Hasta entonces, su escopeta siempre dispuesta espantaría a los atrevidos que se asomaran al camino.
Los primeros kilómetros se llenaron de un silencio ensordecedor. Ninguno de los tres quiso interrumpir la última despedida, la más íntima, la que no se puede expresar en palabras, gestos o lágrimas. Joseph observaba de reojo a su hijo avanzar a su lado, y en cierta forma lo envidiaba. Después de todo, cuán diferente hubiera sido su vida si le hubieran elegido a él y no a Domingo Narciso para la carrera de Indias. En Guaza quiso hablarles, contarles alguna cosa que disolviera aquellas caras de pena, que aligerara la nostalgia que cargaban sobre los hombros abatidos, pero aún era pronto y no obtuvo respuesta. Avanzaban cabizbajos, con una tristeza ligera que probablemente olvidarían poco después de pasar la sierra, pero comprendió que había que darles al menos ese tiempo.
Un tiempo que para Asensio Aldama empezaba a ser una larga agonía que nunca acababa. Desde que supo de la partida de su aprendiz comprendió que tendría un enemigo para siempre; a Dios gracias Bernardo Abasolo abandonaba los altos de Otaola en contadas ocasiones. Cuando el joven Nardo ya estaba decidido, comenzó su particular lucha para lograr de su padre el consentimiento que necesitaba, su firma en los documentos de limpieza de sangre y el dinero que le correspondía por la legítima. Entonces, lo primero que hizo Abasolo fue presentarse en la obra buscando a Aldama para ajustar cuentas con él. Le culpaba de la decisión de su primogénito de querer abandonar el caserío y embarcarse en un buque para América. En aquella ocasión varios trabajadores lograron frenarle y evitar la paliza, pero no fue así una semana más tarde, cuando Aldama dejaba la taberna a última hora del día y, con la vista algo nublada, trataba de acomodar a la mula para encaminarse a casa. A escasos diez metros de Olabeaga, en un tramo del sendero donde los matorrales se espesan en verano e invierno, sintió el primer golpe y trató de huir, pero no lo logró. Toda la furia de aquel hombre cayó sobre él, demoledora. Tardó semanas en recomponer los huesos magullados, pero no se quejó ni dejó que los suyos fueran a pedir cuentas por el agravio. En el fondo, él también se odiaba un poco al ver alejarse de su lado al joven Nardo. Cómo culpar al padre de la rabia que siente, si yo también estoy contagiado. Mejor que me golpee a mí y no al hijo, le decía a su mujer cada noche, mientras ella suspiraba de impotencia al comprobar que la bondad del marido sólo traía más hambre a su casa.
Aún así, en cuanto se sintió con fuerzas, regresó a la construcción decidido a llevar a Nardo a la villa de Bilbao antes de que partiera definitivamente a la Nueva España. Había cosas que un hombre debía conocer y saber antes de dejar la casa de su padre, pensaba, y, aunque nadie le había pedido nada, eso es lo que él haría si tuviera un hijo del que despojarse.
Apenas faltaban dos días para su partida cuando Nardo subió a un carro que cruzaba por el valle de Oquendo en dirección a Bilbao. A su lado viajaba Asensio Aldama, más orgulloso de lo que nunca se había sentido. Cuando llegaron, las calles de la villa bullían. Asensio no hubiera imaginado que aquel día era precisamente el del ajusticiamiento de unos bandoleros apresados poco tiempo atrás en las cimas encartadas, pero sí era cierto que aquella noticia había corrido de boca en boca por todo el pueblo.
Todo estaba preparado para la ejecución, que tendría lugar ante sus ojos apenas media hora más tarde. Los acusados vestían con túnica, y una capucha les cubría el rostro. Avanzaban subidos a sendas mulas, que les llevaban de la cárcel de la villa directamente al patíbulo. En aquel último tramo de la travesía, hombres y mujeres, poco antes exultantes por la emoción de lo que iban a presenciar, enmudecieron sobrecogidos por la tenebrosa estampa que ofrecían los condenados a muerte. Asensio trató de esconder la mirada pero no pudo; Nardo se agachó hasta el suelo y se quedó allí, sobrecogido y asustado, tapándose la cara con ambas manos. Al paso de las mulas, las masas vitoreaban enardecidas el espectáculo. Llegaron a la plaza empujados por una ola humana que no dejaba espacio para la retirada. En el centro había un patíbulo del que colgaba una soga.
Todo fue muy rápido. De pronto, el cuerpo de un hombre pendía sin voluntad alguna de la horca. No eran ni las once de la mañana. La multitud cedió un instante al silencio, roto únicamente por los badajos de la cercana iglesia de Santiago, y por la respiración de quienes ocupaban el tablado: verdugo y ahorcado.
—Un andaluz —le dijo Asensio a Nardo en un susurro, tratando de transmitir una serenidad que en ese instante no poseía.
—¿Por qué lo sabe? —quiso saber éste.
—Porque a los del Señorío no se les cuelga, se les da garrote. ¡Mira, mira!
Nardo comprobó entonces cómo sentaban a un hombre a la fuerza y tan sólo un rato después la cabeza de éste, tapada por la capucha de San Antonio, colgaba a un lado sin tensión, y todo el cuerpo perdía su equilibrio natural.
—¡Ese es vizcaíno! —le aseguró entonces Asensio.
—¿Y por eso le matan sentado? —se extrañó Nardo.
—Sí, así es. Los Fueros nos protegen, pero solo hasta donde pueden. El rey nos condena pero no está permitido colgarnos como animales, eso no es para nosotros, nuestra hidalguía nos concede una muerte más honrosa, por así decirlo. —Nardo le escuchaba atentamente y eso animó a Asensio a añadir algo más mientras le empujaba retirándole del lugar que habían ocupado en la plaza—. Y nos prohíbe ser ejecutores de la pena capital. ¡El verdugo también ha de ser andaluz!
Horas más tarde, mientras los cuerpos de los ajusticiados se enfriaban en el patíbulo de la plaza de la villa, Asensio y Nardo regresaban a Oquendo sin haber logrado pasar el día que tan felices se prometían. Apenas se dieron tiempo para contemplar el agua, los barcos y las arenas de la orilla. No quedaba alegría en el cuerpo para lo que Asensio traía intención y reales, así que ni mención hicieron de acercarse al lugar donde las mujeres se dejaban hacer. Comieron cerca de la plaza, un mal talo que pagaron bien caro a un ambulante que andaba ofreciendo insistente por aquellas calles, y regresaron con la bota de vino vacía y la pesadumbre del día sobre los hombros encogidos. Dos días después, Nardo Abasolo Arechavala salía de la casa de su padre, en Otaola, y se unía al caminar de Juan de Allende y La Puente. Alguien en San Miguel el Grande los aguardaba.
No lejos del valle de Oquendo, en Gordejuela, Zurrape terminaba otra jarra de vino. Lanzagorta lo animaba a salir de una vez a la calle para que le diera el aire, pero no lograba hacerse entender. Jacinto Pereda había recobrado la libertad gracias a la intervención de Braceras y a que no tenía en su haber más muerte que la de los cerdos que cada invierno le tocaba desangrar; ni una mala gallina se había atrevido a robar en el tiempo que estuvo deambulando por el monte. Esa mañana en que en la villa de Bilbao se daba garrote a los bandoleros se levantó dispuesto a perder el sentido llenándose de vino por dentro, pero le estaba costando conseguirlo. Su mente no podía dejar de traerle las peores escenas. Pasó dos días embriagado por el alcohol y el miedo, y cuando por fin se espabiló quiso saber lo que a ciencia cierta había ocurrido con los condenados que él mismo había conocido, y con quienes había compartido cobijo y tocino. Salió para Bilbao a primera hora de la mañana. Deambuló por las calles, en las que no quedaba ni rastro del espectáculo vivido tres días atrás. Al menos a primera vista, porque las gentes del lugar no hablaban de otra cosa. En la primera taberna en la que entró le pusieron al día sobre el ajusticiamiento, y lo hicieron sin escatimar en detalles, cosa que Zurrape hubiera preferido ahorrarse, pero la parroquia llevaba jornadas recreándose en la sangre derramada por la justicia, y ya nadie ponía freno a la narración.
—Los cadáveres permanecieron durante todo el día en el patíbulo y a eso de las diez de la noche los cofrades de la caridad y la misericordia se llevaron el cuerpo de Iturbe para darle sepultura en la iglesia de Santiago. Pero no les dejaron enterrar a Cortés; la sentencia incluía la orden de que se hicieran cuatro cuartos de éste pobre andaluz, y que fueran colocados en los caminos más transitados del Señorío —contaba uno antes de que le quitara la palabra otro, y luego otro.
—Esa madrugada, el verdugo, que había venido con tal cometido desde Valladolid, tres alguaciles y un carpintero, echaron su cuerpo a un carro y lo taparon con paja antes de comenzar la ruta que les habían asignado. Según tengo entendido, dejaron una pierna y un brazo en un puente a la entrada de Begoña, pero yo no lo he visto, porque no he querido ni acercarme por allí.
—Pues yo sí lo he visto, y aquello es un hervidero de moscas. Pero eso no es lo peor, porque la otra pierna la dejaron a la entrada del monte Gumuzio, y en el cruce de caminos de Amorebieta el resto; y la cabeza también separada, puesta sobre una estructura armada, que para eso se llevaron con ellos al carpintero.
—A las seis de la tarde dicen que entraba el carro en Bilbao, y lo hacía de vacío.
—Pobre miserable, menos mal que era de bien lejos y su familia nunca sabrá lo que fue de él, porque si a mí me cuentan que han hecho con uno de los míos algo semejante, yo…
Después de oír aquello, Zurrape regresó a Gordejuela y trató de buscar serenidad en las cuadras del amo. Pero no lo logró. Semanas más tarde se echaba de nuevo al monte, sin dejar aviso y sin rumbo fijo.