Ignacio de Allende y Unzaga nació el 20 de enero de 1769 en la casa de sus padres, en San Miguel el Grande. Aquella mañana amaneció tras la descarga de una gran tormenta que se alargó durante gran parte de la noche. Domingo Narciso la contempló desde el balcón de su sala de asistencia. Asomado a la balaustrada de hierro forjado esperó paciente a que terminara otro parto, y a que las matronas que atendían a Anna le dieran permiso para reencontrarse con su mujer y conocer al fin a su quinto vástago.
Miraba resbalar el agua por las piedras de la parroquia, deslizarse hasta el suelo y acumularse allí donde encontraba hueco. Le gustaba aquella lluvia que se agitaba enloquecida bajo un corredor de nubes imparables. Las candelas de la iglesia iluminaban los cantos de la fachada vieja. Ni un alma cristiana transitaba la calle a esa hora. Domingo Narciso volvió a la habitación de la que hacía horas le habían despachado. Se acercó a la puerta tratando de averiguar algo, alguna señal que le indicara que todo iba bien, pero sólo oyó el murmullo impreciso de mujeres que se hablaban entre silencios. Regresó al balcón, a mirar la noche que se acababa.
Mientras, en otra tierra más verde y húmeda, su hermana tampoco lograba conciliar el sueño que tanta falta le hacía. Llevaba semanas sin dormir, apenas tres o cuatro horas tras las cuales le resultaba imposible permanecer al abrigo de las mantas. Se levantaba sigilosa, confiando en no despertar a nadie, se colaba en la cocina, avivaba la lumbre, se cubría con toquillas y comenzaba a coser. Había hecho basquiñas para las hijas de Juana y de Narcisa, y remendado prendas viejas de su casa de Zubiete y todo tipo de encargos que Teresa o Rosa agradecían con timidez.
Después de que llegara a sus manos aquel documento enviado por el provisor de Calahorra anunciándole el Pleito de Jactancia interpuesto por Txomin contra su persona, Manuela se sintió tan traicionada que la casa de Urrutia donde vivía se le hacía pequeña para esconder tamaño agravio. Quería enfrentarle, ponerse delante de él y escupir en su cara las palabras que le ardían en la boca, que le quemaban la garganta y le avinagraban cada comida. Pero don Manuel había llegado poco después que aquel documento, y supo persuadirla y frenar su primer impulso. No quedaba mucho para que acabara el año, y él mismo se encargaría de que Txomin no saliera reelegido alcalde. Convenía esperar, le dijo, y así lo habían hecho. Hasta el día de hoy, la fecha que tenían señalada para actuar.
Amaneció en San Miguel el Grande bajo un cielo azul impecable. La villa aparecía rejuvenecida tras la tormenta. Domingo Narciso, somnoliento en la silla desde la que contemplaba, con el balcón abierto, la calle, recibió el nuevo día con la satisfacción de saber que su mujer y el recién nacido estaban bien, sanos y fuertes. Apenas le habían dejado verlos un instante; Anna, aunque cansada, sonreía y contemplaba a aquel hijo como si fuera el primero que traía al mundo. En verdad era un niño hermoso, con abundante pelo negro, la nariz ancha y la boca ávida de leche materna. Desde el primer momento se agarró a la vida con hambre inusitada.
Había regresado al balcón, y allí, satisfecho por el encuentro con la vida, se había adormecido viendo despertar el día. Apenas un par de horas más tarde la casa bullía de voces infantiles. El mayor de sus hijos tenía seis años, y entre éste y el que había nacido esa noche de lluvia había otros tres. Le hizo gracia verlos a todos en la habitación de su madre, poniendo caras extrañas a aquel nuevo miembro que había traído la tormenta.
—Se llama Ignacio José de Jesús Pedro Regalado —dijo, respondiendo a las preguntas del primogénito, y Anna lo miró complacida. Aquel nombre, el de Ignacio, le recordaba a los frailes expulsados.
—¿Ignacio? —volvió a preguntar José María—. ¿Ese no es el nombre del santo que…? —y no llegó a terminar la frase.
—Sí, Ignacio de Loyola. Es la imagen que hay colgada en la capilla de esta casa y al que todos nosotros guardamos devoción. No lo olvidéis nunca —trató de explicarse Domingo Narciso—. Ya os he contado su historia en más de una ocasión, ¿no la recuerdas, hijo?
—Sí, padre, es un vasco que se hizo militar, y como le hirieron en la guerra y ya no podía montar a caballo se volvió un hombre santo. Pero yo no quiero que a mi hermano le disparen…
Domingo Narciso sonrió la ocurrencia de José María. No había pensado en la carrera militar para ninguno de sus hijos, pero sí que habrían de instruirse, todos irían al Colegio de Sales a formarse en las letras, ese era su primer objetivo, el resto aún estaba por llegar. Anna, desde el lecho, rogó casi en un susurro que la dejaran descansar. El pequeño yacía plácido junto al cuerpo caliente y laso de su madre, cuando todos los demás salieron de la alcoba.
Manuela se vistió despacio, añadió una segunda basquiña a la ropa que la cubría, se anudó a la cintura el delantal, abotonó la chambra sobre la camisa, y antes de salir de la alcoba se echó sobre el cuerpo la mantilla y la ciñó al pecho con el alfiler que también le había regalado él. Era noche cerrada y don Manuel ya la esperaba al interior del carruaje. En contadas ocasiones había tenido ella oportunidad de subirse al carro con su señor, y le resultaba extraño estar sentada junto a él en un espacio tan reducido, cubierto de telas, escondida de las miradas ajenas. Cuando llegaron al Tribunal Metropolitano de Burgos, un día después, un revoloteo insistente se había apoderado de su cuerpo y no acertaba a dar paso sin tropezarse y a decir palabra sin tartamudeo. Bajo la mirada atenta de Braceras, Manuela de Allende y Ayerdi interpuso una Causa de Esponsales contra Domingo de la Torre y Ugarte. Al oírse a sí misma decir el nombre completo del que había sido su sueño y su anhelo más profundo, una punzada se le instaló en el lado izquierdo del pecho y no desapareció hasta dejar la ciudad y volver a tomar el camino de regreso. Allí, delante de aquellos hombres de Dios, Manuela contestó al Pleito de Jactancia y expuso y justificó las razones de la Causa que traía con ella. Allí pudo comprobar finalmente de qué se le acusaba, nada menos que de abrigar falsas expectativas sobre un compromiso que Txomin había calificado de inexistente.
Sentía a don Manuel a su espalda, sentado al final de la sala, sin intervenir, y se maldecía por no haber escuchado tiempo atrás sus advertencias, por haber sido la más necia de las necias y haber seguido creyendo que Txomin se casaría con ella. La rabia la inundaba por dentro, como esos torrentes de agua que de vez en cuando se salen del curso del río para anegar las tierras y las casas cercanas. Ya no tartamudeaba, ni le temblaban las piernas; dejó de mirar al suelo, en su lugar alzó sus ojos verdes, que resaltaban sobre el lúgubre atuendo de los presentes como dos valles inmensos, y dio cara a los hombres que la interpelaban. Habló con serenidad por primera vez en aquel largo día, respondiendo a cada una de las preguntas que le hacían, y no dudó en exponer los detalles de un noviazgo que había sido público a ojos de la iglesia y de todo el pueblo. Mostró los presentes que él le había entregado como prueba de su amor, y que a propósito llevaba encima, y sacó a colación el nombre del presbítero de Molinar, don Pedro de Basoco, como el hombre que mejor podía testimoniar la relación de compromiso que se había establecido entre la que hablaba y Domingo de la Torre y Ugarte. Narró sin interrupciones cómo don Pedro se había encargado, meses atrás, de solicitar la dispensa eclesiástica a la consanguinidad que existía entre ellos, sin la cual el matrimonio no se podría celebrar. Y aunque entre pensamiento y pensamiento se le mezclaban algunas imágenes vividas con el hombre con el que creía se casaría, logró mantener la cabeza erguida y añadir que también el presbítero de Molinar había sido el intermediario utilizado por La Torre para tratar los términos del contrato matrimonial con su padre, y que aunque éste no se había resuelto favorablemente, dejaba constancia de la intencionalidad y del compromiso adquirido para con ella.
Con la resolución pendiente, Manuela volvió a subir al carruaje junto a Braceras para tomar el camino de regreso a casa. Fueron muchas horas de viaje, y por primera vez en su vida la presencia de aquel hombre tan generoso y paternal que la observaba desde el asiento de enfrente le resultó incómoda. Hubiera dado medio reino, si lo tuviera, por estar sola en aquel trayecto.
El camino carreteril que tenía como destino unir definitivamente el Señorío con la Meseta había vencido ya la peña de Orduña, pero aún no alcanzaba Pancorbo. Para estas fechas, la ciudad de Vizcaya se había convertido en un lugar bullicioso, efervescente, e impredecible. En sus viejas calles de piedra, estrechas, oscuras y frías, se juntaban los caminantes, bandidos y peregrinos de esta tierra y otras vecinas o lejanas. Orduña impresionaba, deslumbraba y atemorizaba. Todo en la misma medida.
Despertó al oír chirriar la rueda del carro y sentir que se vencía a un lado. Enseguida les avisaron del exceso de lodo en la vía, y de la necesidad de que abandonaran por unos metros la cómoda travesía al interior para poder sacar la rueda del barro. Se bajaron todavía somnolientos y sintieron el frío de la sierra en la cara. Era casi de noche, hacía dos días que habían salido de casa y no veían el momento de volver a cruzar la puerta de Urrutia y sentarse junto al fuego del hogar. Sentir la tierra de Ayala tan cerca les insufló energía nueva. Don Manuel se acercó a ella y le preguntó si percibía el alma de la montaña.
—Sí, y es gélida como el aire de un nevero le respondió.
Habían avanzado apenas unos metros antes de poder refugiarse de nuevo al interior. Desde dentro Manuela se sintió tentada a mirar hacia atrás y ver una vez más aquella roca inmensa extenderse a lo largo del firmamento. Era una pared que acotaba la tierra que ella conocía, la tierra de Ayala, una pared que superaba una y mil veces a los árboles y a los montes, una pared de piedra fría, dominante, con sus puntas y redondeces, como dedos de una mano abrazando al cielo brillante del invierno. Sintió un escalofrío, como si verdaderamente la sierra tuviera alma. Braceras la observaba en silencio. No se dijeron nada durante todavía un largo rato, hasta que alcanzaron Quejana. Allí la noche ya era todo lo oscura que podía ser en Ayala.
—¿Qué sucederá ahora? —le preguntó al fin ella.
—Nada. La resolución tardará algunos meses.
—¿Y después?
—¿Qué quieres que suceda, Manuela?
—¡Quiero que cumpla la palabra que me dio!
—Creo que deberías hacerte a la idea de que ese matrimonio está perdido. —Braceras le habló con toda la serenidad de que fue capaz. Conocía de la tozudez de Manuela, y que no descansaría hasta lograr que la cumplieran, pero reconocía tanta mezquindad en la actuación de Txomin que consideraría un acierto que se cancelara definitivamente el matrimonio—. Aunque ganes la Causa de Esponsales, una vez que te den la razón, ese hombre habrá perdido el poco crédito que tenga. Si no se es hombre de palabra en esta tierra no se es nadie. Y Domingo de la Torre no tiene palabra.
Manuela volvió a quedarse callada. Sabía que tenía razón, pero escuchar su juicio sobre el hombre con quien aún quería unirse, olvidar esta pesadilla y casarse al fin, le arañaba las entrañas. Sabía que era mezquino, y cobarde, y un interesado que la había utilizado para sus desahogos y ahora la dejaba humillada, y se lo decía a sí misma una y otra vez, un día tras otro se repetía la misma letanía, y ardía el odio en ella, lo sabía porque lo sentía encendiéndole las mejillas e inyectándole los ojos. Sin embargo, en algún lugar de su ser, aún perduraban las caricias, los susurros, los gemidos y el calor del hombre.
La lluvia se instaló definitivamente. Con un cielo gris plomizo y unas montañas que habían dejado de verse, escondidas como estaban tras una blanquecina y húmeda niebla, el día a día se volvió cansino, tedioso, largo y oscuro. Manuela entretuvo gran parte de aquellos tiempos muertos en Berdugal. Había encontrado en la casa de los Palacio Amabiscar un espacio cercano y un interés nuevo. Francis, el más joven de la saga, se mostraba alegre y le transmitía la imprudencia de unos años que sentía lejanos, ausentes de su vida y tiempo.
Había regresado de Burgos con la esperanza de que Txomin se amedrentara, retrocediera en su empeño por abandonar las intenciones de matrimonio con ella. La Causa de Esponsales que había puesto contra él debía hacerle reaccionar, y cada mañana amanecía deseando que ese fuera el día en que se presentara en la casa de Urrutia con una disculpa en los labios y la mano tendida. Pero cada noche, cuando abandonaba el calor de la lumbre y se dejaba abrazar por las frías mantas, sentía una amargura nueva, algo que no conocía, una especie de abandono, de enferma soledad que la hacía odiarse a sí misma más que a nadie, odiarse por esperarlo, odiarse por haber confiado en el más cobarde de los hombres y, a la vez, seguir amándolo.
No puedo dejar de pensar en él, es como una astilla metida bien adentro, en la uña de un dedo, es como si siempre estuviera ahí, no lo puedo remediar. Quiero encontrarlo, verlo, encararlo, pero también temo que ese momento llegue, porque no sé si seré capaz…
Frente al altar de Isasi, arrodillada a los pies de su virgen, se confesaba confiando sus sentimientos a la Santa, que la observaba impávida desde sus ojos de madera tallada. Sólo en aquel rincón, sintiendo la tierra helada bajo las rodillas, era capaz de expresar la confusión que se había apoderado de su entendimiento, y se atrevía a flaquear sin reservas y a reconocer en alta voz el amor que aún albergaba hacia el hombre que ya la había abandonado.
Rezó un Avemaría rápido y salió pellizcándose las mejillas y frotándose las manos para hacerlas entrar en calor. En la puerta, una figura suspendida en las sombras del nuevo día la observaba silenciosa. Sintió un escalofrío antes de adivinar la sonrisa de Francis invitándola a salir a la calle. El primer reflejo de la primavera caía como una luz divina sobre la cima de la montaña.
No tuvo tiempo de saber si lo que había dicho en voz alta al interior del templo había llegado a oídos de él, porque el galope presuroso de un caballo interrumpió el primer saludo que se hacían. Ambos miraron en dirección al camino que ascendía desde Molinar. Por la curva cerrada de entrada a Isasi llegaba un jinete agitado, que Manuela reconoció por el alto sombrero que se dibujaba sobre su cabeza. Txomin pasó tan cerca de ella que su basquiña se agitó como un sonajero al tiempo que un escalofrío la erizó por dentro. Fue un segundo, un instante helador, hasta que la ira le encendió la cara y las manos le ardieron como si estuvieran entre llamas. Entonces la boca se le abrió, y cuando pensaba que por ella saldrían palabras que no había pronunciado nunca en su vida sintió la proximidad de Francis y se calló antes de empezar a hablar.
Fue el joven de Berdugal quien tomó la iniciativa ofreciendo una excusa con la que acompañarla hasta casa.
—Necesitaría hablar con Zurrape acerca de la poda de unos arboles. Creo que no he hecho… ¿lo encontraré en las cuadras?
Ella asintió y comenzó a caminar en dirección a Urrutia. De vez en cuando miraba de reojo a su acompañante. Era alto, y fuerte, y joven, muy joven, y también muy atractivo y sonriente. Siempre la miraba con aquellos ojos tan dulces, tan alegres… Se toparon con Zurrape en el portal de casa, y mientras ella subía las escaleras escuchó cómo el joven Francis comenzaba una charla, no de árboles, sino de caballos y herrajes. Aquello le sacó la primera sonrisa después de tanta lluvia.
Esa misma tarde bajó a Zubiete. No sabía si había sido la visión del jinete o la presencia constante del de Berdugal junto a ella inyectándole nueva vida, pero decidió que era el momento de enfrentar una vez más a Josefa y tratar de hacerle entrar en razón. Hubiera querido contar con la presencia de su hermano Joseph, pero sabía que eso empeoraría las cosas.
—No podemos esperar eternamente a Domingo Narciso, no va a regresar —le respondió Manuela una vez más a su insistencia por respetar la voluntad de la madre.
—Eso es lo que tú dices, pero él en ningún momento ha rechazado la donación que le hicieron los padres.
—Lo ha de tener olvidado, mira lo que te digo, con tantos hijos y dos haciendas. Sería una locura pensar que va a regresar a esta tierra, Josefa, por más que nos complacería.
—Parece mentira, se te llena la boca cuando hablas de nuestro hermano lejano, y luego le quieres quitar lo que por derecho le pertenece. Esta heredad es suya por ley, ¿por qué no lo quieres comprender?
—¡Porque la estamos perdiendo! Eres tu quien no comprende que así no vamos a salvar la casa de censos y más censos.
—Claro, y tu matrimonio con La Torre es la solución.
—Es lo que tenemos, una oportunidad de mantener el nombre de los Allende donde le corresponde, donde siempre ha estado.
—El nombre de los Allende estaría donde tiene que estar, al interior de la pared de cal y canto que bordea estas tierras, si no fuera por tus devaneos y pretensiones. Siempre tan altanera y tan… Mírate, Manuela, ya no tienes nada que ofrecer. No es la falta de dote lo que te ha alejado de Txomin, es la falta de honra.
Aquellas palabras se clavaron en el pecho de Manuela como una daga. Sabía que Josefa desaprobaba su relación, pero lo que acababa de decirle era demasiado hasta para ella. Miró por toda la habitación hasta encontrarse con los ojos de Francisca.
—¿Tú también crees eso?
—No importa lo que nosotras creamos, Manuela, lo que importa es lo que se dice y se cree en el valle.
—Pero a mí sí me importa lo que en mi propia casa se piense. He cometido errores, como cualquiera, pero no soy una fulana, no podéis aceptar las habladurías, no podéis darme la espalda. —Y en ese momento se le quebró la voz.
Francisca miró a Josefa y comenzó a hablar de nuevo.
—Tienes que entender que está siendo difícil también para nosotras. Ayer estuvo aquí la mujer de Gondra, el de la ferrería, y nos contó algunas de las cosas que había oído en Molinar. Ella nos trajo el cuento de buena fe, para que estuviéramos prevenidas, pero en verdad te están difamando y no sabemos qué razones tiene nadie para deshonrarte de esa manera.
—¿Qué os contó la de Gondra?
—¡Barbaridades! —gritó Josefa—. Tienes que hacer algo, tienes que parar esto. Padre está con el corazón en un puño, no habla casi con nosotras, y temo lo que le hayan podido decir en la taberna.
—¿Pero qué os pudo contar?
—Dicen que has dormido con tu señor casi a diario, y que con Txomin te has revolcado en la misma mesa de comer de tu amo. Te dicen puta y deshonrosa, paridora de criaturas que entierras tu sola en estas tierras, y ni sé cuántas cosas más. No sé cómo puedes parar esto, Manuela, pero tienes que hacer que pare.
—¡Casándome con La Torre!
—Cásate con él si eso es lo que quieres, ojalá con eso se solucione, pero no esperes la dote que pide, eso es imposible.
Y con esas últimas palabras Josefa salió airosa por la puerta. Manuela y Francisca se miraron y la siguieron. En el portal, Antonio observaba el atardecer tras el brillo acuoso de sus cansados ojos de hombre viejo. Se despidió de todos y comenzó a ascender por el sendero de Berdugal. En la casa de los Palacio Amabiscar recuperó un poco del aliento perdido antes de continuar.