Antonio de Allende tardó meses en dar una respuesta a la propuesta de contrato matrimonial que le había transmitido Txomin de la Torre a través del presbítero de Molinar. No le gustaba entablar conversación con el párroco, y quizá por eso fue escueto y tajante, al fin y al cabo no había argumentos para el desproporcionado egoísmo que sentía había nacido en el corazón de su hija Josefa con los años. Echó de menos a María, la mujer con quién se unió en matrimonio y para siempre y, aunque le hubiera gustado, no pudo torcer la voluntad de sus últimos ruegos, y cargó sobre sus cansados hombros la pena de ver perderse la oportunidad definitiva para restablecer la buena hacienda que siempre acompañó a los Allende.
Después de la misa mayor, el último domingo de marzo, don Pedro se sorprendía ante las palabras, parcas y secas, que uno de sus feligreses lanzaba al aire para que él las recogiera:
—Avise al interesado de que no habrá contrato matrimonial, casa y hacienda pertenecen ahora a mi hija mayor.
El párroco quiso decir algo, pero el padre de Manuela alcanzaba con sus largos pasos el pórtico de la iglesia dirigiendo, sin ver, los ojos a la taberna. En la hospedería de los Arechavala don Manuel, cabeza del Concejo, tenía la palabra:
—Es como os digo, el rey culpa a los Jesuitas de instigar los últimos amotinamientos y ha decretado su expulsión de los reinos de España. Los militares se están organizando para sacar a los miembros de la Compañía de sus feudos. Es una actitud ruin y poco inteligente por parte de Carlos III, que va a dejar a los estudiantes huérfanos de maestro.
Así transcurrió el año de 1767, con un nuevo alcalde que repetía por segunda vez en el cargo, la implantación de las recién estrenadas reformas borbónicas, y una amalgama de hilos trasparentes que cosía las relaciones de los habitantes de estos valles. Oquendo y Gordejuela vislumbraban algo de luz en el radiante sol de mayo, una primavera fértil tras las cuantiosas lluvias anunciaba una cosecha de cereal capaz de recomponer los maltratados esfuerzos de los agricultores. El sol brilló aquel verano, derritió nieves y absorbió el agua que volvería a tiempo para mojar los campos. La uva olía a azúcar y la carretera que uniría el Señorío de Vizcaya con la meseta sobrepasaba por entonces la peña de Orduña.
Con el contrato de matrimonio roto, Txomin relajó los encuentros con Manuela, pero no la disuadió de su error, manteniendo su palabra frente a cualquier infortunio, que reforzó sumando regalos, besos y caricias. El ajetreo se apoderó de la antigua torre, con un alcalde dado al diálogo, la información y el gobierno participativo, lo que entretuvo a la joven buena parte del tiempo entre los fuegos de la cocina y el comedor.
Nela, su sobrina, creció tanto aquellos meses en que regresó el sol al valle que su tía contaba con ella cada vez que emprendía viaje a la villa de Bilbao. Juana había olvidado la pérdida de aquel hijo que no nació con la rapidez con que sus hijas dejaban pequeñas las basquiñas. Con la boda de su prima Josefina, Manuela comenzó a visitar la casa de los Palacio Amabiscar, en Berdugal, y no fueron pocas las tardes que entretuvo sus horas en la compañía de sus habitantes. Le gustaba Josefina, y a menudo se unían a sus tertulias el marido de ésta y el joven Francis, un veinteañero alegre y despreocupado a quien en más de una ocasión Manuela sorprendió observándola de soslayo.
También vivía en Berdugal Rosa de Cruziaga. Su casa era apenas un hogar encendido sobre una piedra en la mitad de una estancia. Alrededor, sin separación, las camas se extendían en hilera, sin otro mueble que un par de arcones viejos y las bacinillas que aliviaban las necesidades nocturnas. Debajo, una cuadra casi desértica se perdía en la oscuridad más absoluta. A Manuela le gustaba sentarse con Rosa, hilar en silencio junto a ella, pero lo que más las unió al cabo de los años fue la virgen de Isasi; casi a diario coincidían o se esperaban para limpiar la ermita de polvo y telarañas.
Y sin que los habitantes del valle se dieran cuenta, el otoño regresó con sus noches heladas y la escarcha pintando blanquecinos los caminos. El alcalde cayó enfermo por aquellas fechas, y la antigua torre de Urrutia se volvió silenciosa por un tiempo, alejada al fin de las acaloradas reuniones que hombres de todo orden habían mantenido al cobijo de sus sólidas paredes y la generosidad de su dueño. Manuela se entregó en cuerpo y alma al cuidado de su señor, afectado por una deficiencia respiratoria que lo mantuvo al margen de la vida social y política durante semanas.
Txomin se apresuró en aprovechar el hueco que dejaba aquella convalecencia en el gobierno local. Mientras Braceras permaneció en cama, él encontró la manera de estar presente y participar con autoridad en cada una de las reuniones, debates y decisiones que se celebraban en el valle. Con la estimable ayuda del presbítero, consiguió que su voz se alzara sobre la del resto y fuera escuchada con la mayor de las atenciones.
Manuela empezaba a desconfiar de aquel hombre que un día la amaba con la pasión desatada de un adolescente y otro la evitaba ignorándola. Podían pasar semanas sin verse ni hablarse, y no fue una única vez que se decidió a tocar la aldaba de la última casa de Isasi. Pero siempre encontró la cara arrugada y descolorida del fiel criado, José de Anieto, al otro lado, quien la recibía y la despedía sin otro argumento que aquel que repetía incansable una vez tras otra: el amo no se encuentra aquí. Entonces se alejaba con la vergüenza de haberlo ido a buscar y la duda de si sería cierto que no estaba en su casa tampoco en aquella ocasión. Después, cuando menos lo esperaba, aparecía jovial y seguro de sí mismo, a menudo con algún regalo que Manuela recibía intrigada y anhelante. En aquel año le llovieron dulces, pañuelos de hilo, telas y unas alpargatas nuevas. Pero también obtuvo desaires y mentiras que tragaba a medias sin saberlo.
Fue ese invierno de 1767 cuando comenzó a despertar de su propio ensimismamiento y a abrirle las puertas al engaño que estaba viviendo. Sabía que no se habían cerrado los acuerdos del contrato matrimonial; su hermana Josefa no dudó en explicarse cuando ella preguntó, pero prefirió creer las palabras de Txomin cuando le pidió que no se afligiera, tarde o temprano tus hermanas entrarán en razón, qué otra cosa pueden hacer. Sin embargo, no hubo más encuentros con los Allende, ni reclamos, ni intenciones por su parte de arreglar un contrato matrimonial que quedaba lejos de ser el más conveniente. Aún así, siguió viendo a Manuela, y ésta continuó reclamando el cumplimiento de su promesa.
—Mejor no me busques más hasta que no traigas contigo un acuerdo firmado por mi padre y el cura.
—Está bien, como quieras. Al fin y al cabo, yo no tengo la culpa de que tus hermanas sean unas arpías que no piensan más que en ellas. No me pidas a mí lo que tu sangre te niega, Manuela. Yo no puedo hacer más que lo que hago.
A menudo sus encuentros eran eso, el cruce de frases agrias que alejaban de inmediato a Txomin de su lado. Cuando no podía soportar más sus ausencias lo acogía de nuevo, se dejaba llevar por la esperanza y volvía a querer creer en sus palabras, en las promesas que algún día se cumplirían.
Ese invierno, sin embargo, algo cambió definitivamente. Fue quizá la autoridad que iba adquiriendo en el pueblo, los hombres con que se hacía acompañar, y las prósperas empresas que emprendía y vitoreaba frente al resto, todo apuntaba a que se estaba convirtiendo en el que siempre soñó, un floreciente hombre al que sus iguales empezaban a llamar señor.
El primer día de enero de 1768 Txomin de la Torre y Ugarte se convirtió en alcalde de Gordejuela por primera y única vez en su vida. Tenía entonces 36 años, las deudas de dos caseríos y haciendas cubiertas, y una promesa de matrimonio hecha a Manuela de Allende y Ayerdi que ya no pensaba cumplir.
Cuando los síndicos y regidores anteriores terminaron de presentar las cuentas anuales correspondientes a lo producido por las tabernas, la mistela, el aguardiente o las hierbas y licores, Joseph pidió la palabra.
—Hace años reclamé la regencia de la taberna de El Pontón y, tras esperar paciente el turno apalabrado por otros, deseo tomar al fin mi puesto como tabernero para este año que comienza. Asumo y acepto las ordenanzas establecidas y la costumbre de no vender vino foráneo mientras haya una cántara de txakoli en nuestras bodegas.
Los arrieros también hablaron, esta vez para defenderse de la acusación que caía sobre ellos por retener y esconder el vino castellano para contrabandear después con él. Su argumento no convenció a nadie, pero ante la falta de pruebas el último alguacil decidió dejar en manos del recién estrenado Concejo la solución a problemas que se postergaban con los años. No hubo muchas más intervenciones, se aclararon algunos conceptos claves para el buen funcionamiento del ayuntamiento y los elegidos juraron su cargo bajo el cobijo que les ofrecía la vieja encina de Molinar. Se apagaron las últimas velas y todos ellos se encaminaron sin excepción hacia la hospedería de los Arechavala para celebrar nombramientos y año.
No lejos de allí, en la ermita de Isasi, Manuela barría con determinación la tierra polvorienta que se levantaba del suelo mientras esperaba la llegada de Rosa. Cuando sintió el crujir de sus pasos sobre el hielo del camino, soltó la escoba y corrió al exterior del templo.
—Dime, ¿quiénes han salido?
—No te lo vas a creer, tu Txomin es el nuevo alcalde de Gordejuela.
Eso era todo lo que había podido saber acerca de la reciente votación, que ya corría de puerta en puerta anunciando los nuevos cargos. Pero Manuela no escuchaba lo que le decía, se había quedado en aquella palabra, la de alcalde. ¡Txomin era el nuevo alcalde de Gordejuela! Y lo que más le extrañaba es que no se sentía feliz, algo muy dentro de sí le advertía del peligro de aquel cargo en un hombre con tanta ambición.
—Manuela, ¿me estás escuchando? Te has quedado como pasmada. Yo pensé que te pondrías a saltar de alegría. Ahora sí debes apresurarte con lo de tu matrimonio y casarte este mismo año.
Rosa se alegraba realmente de que a su amiga las cosas le fueran bien. Desde que se conocieron, bajo una tormenta intempestiva que las obligó a cobijarse en la ermita de Isasi, ésta no había dejado de ayudarla. Tenían más o menos la misma edad, pero mientras la pequeña de los Allende vivió una infancia cubierta de atenciones y cariño, Rosa perdió a su madre siendo aún una niña. Desde entonces había tenido que luchar con uñas y dientes por no perder también la casa que ésta le dejó en herencia, mientras su padre, casado de nuevo y aficionado al vino más que al trabajo, la había ido hipotecando una y otra vez.
—Sí, Rosa, claro que te escucho.
—Y entonces dime, ¿qué te parece eso de ser la mujer del alcalde de este valle?
—No seas niña, Rosa, todavía no se puede decir algo así. Ya veremos lo que…
Manuela no pudo terminar la frase. Frente a ellas hacía su aparición la mueca risueña e irónica de Fernanda de Otaola:
—Manuela ¿estás contenta o preocupada?
—¿Por qué he de estar una de las dos cosas, si se puede saber?
—¿No te has enterado? Tu queridísimo Txomin se ha convertido de la noche a la mañana en el nuevo alcalde.
—¿Y en qué me afecta eso a mí?
—Bueno, no sé, quizá no esté bien visto un matrimonio entre un alcalde y una criada.
—No me busques la boca, Fernanda, que no estoy para perder la paciencia contigo. En nada te incumbe lo que sucede en mi vida, ¿me has entendido? Así que mejor te vas con viento fresco a acallar lo que se oye por ahí de ti y de los tuyos.
Y sin darle opción a réplica, empujó hacia el interior de la ermita a Rosa y con un certero golpe atrancó la puerta del templo y dejó tras ella la mueca ácida de la vecina más quisquillosa que había tenido nunca.
—No la puedo ni ver, Manuela, esa mujer es el demonio en persona. Y mira que es joven, pero nada, ni por esas se atreve a sonreír sin sorna. Mejor no le hagas ni caso, que si Txomin te ha dado palabra habrá de cumplirla, no creo yo que se le vaya a subir el cargo a la cabeza y de pronto tú le parezcas poco. Tonto sería, mira lo que te digo, muy tonto.
—No te fíes, que ni yo no las tengo todas conmigo. Pero mejor hablemos de otra cosa. ¿Qué tal ha ido el asunto del arriendo?, ¿ha entrado tu padre en razones?
—¡Qué va a entrar en razón ese zopenco! Ayer, sin ir más lejos, le tuve que ayudar a subir las escaleras porque según llegó al portal allí mismo se dejó caer a dormir la borrachera. Un día de estos se queda en la calle, mira lo que te digo, en la mismísima calle, y no mando a nadie a buscarlo.
—¿Y lo del pago?
—Retrasado, como siempre. No tengo nada que vender salvo la mula, pero es la única que me sirve para sacar algunos dineros, si me deshago de ella nos arruinamos definitivamente.
—No la vendas. Te he traído los reales, a mi no me hacen falta ahora. Y no pongas esa cara, mujer, que cuando saques buen precio a las castañas me los devuelves, como hiciste el año pasado.
Rosa agarró con fuerza aquel saquito de tela que le entregaba Manuela. Pesaba, y dentro las monedas se movían y tintineaban anunciando un pago que año tras año ponía en peligro su casa. Se lo agradeció con la más sencilla de las sonrisas, y una voz sincera que aseguraba pagaría hasta el último céntimo del nuevo préstamo. Volvieron a abrir las puertas para que el polvo saliera fuera, y barrieron y quitaron las telarañas, que insistentes regresaban día tras día a la oscuridad fría de la piedra.
Al igual que en Gordejuela, en el valle de Oquendo también se celebraba el primer día del año la votación de un nuevo Concejo. En la campa de Escoriaza, abrigados por las ramas frondosas del viejo roble, los vecinos propietarios se afanaban en cumplir los pormenores de un ritual heredado desde tiempos remotos. Las velas se encendían cuando comenzaba la elección, y mientras la luz se mantuviera erguida cabía la deliberación, la discusión y el diálogo. Una vez extinguida la llama la votación tocaba a su fin y el anterior en el cargo alzaba la voz con el nombre de su sucesor. Aquel primer día de enero de 1768 los elegidos fueron José María Ospin, Benito de Laburu y Martín de Udaeta.
Asensio Aldama sintió la mirada de alguien que lo observaba a su espalda. Quiso moverse sin brusquedad, y trató de disimular al encontrarse con la expresión severa y sombría de Bernardo de Abasolo apenas unos metros detrás. Cuando regresó a su posición anterior, Asensio pensó que aquel hombre nada tenía que ver con su hijo, el mismo que trabajaba a su lado cada día en las obras de la nueva iglesia. Ni siquiera le había saludado cuando le alzó la cabeza.
A la votación le siguieron las cuentas y vencimientos de los arriendos del último año, los traspasos y arreglos apalabrados, y un largo debate sobre los elevados costes de la construcción del nuevo templo. Los regidores, tratando de ceñirse a los caudales que Juan de Ibarrola había dejado en donativo para tal empresa, decidieron reducir algunos gastos para no desbordar el presupuesto inicial. Asensio sabía lo que eso significaba, nada de herramientas nuevas al menos en medio año. Tendría que cuidar bien las cuerdas y ramales que todavía conservaba y dejar de ser tan dadivoso con el resto de maestros canteros. Había completado su trabajo en la pared sur y debía avanzar con la misma prontitud en el resto de muros. Volvió el rostro hacía donde, poco antes, se encontró con la expresión inerte de Abasolo, pero ya no estaba. Miró alrededor hasta descubrir su figura avanzando a paso lento hacia el pueblo, con la cabeza inclinada, mirando el suelo. De pronto, se sorprendió al comprobar que un muchacho joven salía de detrás de un matorral y se sumaba al caminar del hombre. Era Nardo, no le cupo duda. Pero, ¿por qué lo había dejado allí, tan lejos de todo, si había decidido traerlo con él en un día como aquel?
Un par de horas más tarde la campa de Escoriaza perdía el eco bullicioso de la primera votación del año. En la taberna, Bernardo esperaba a Asensio.
—No quiero que le meta esas ideas de la Nueva España a mi hijo en la cabeza.
Ni siquiera había saludado. Se dirigió a Aldama con la autoridad de la que solía hacer gala. Nardo, a su espalda, miraba al suelo sin levantar los ojos hacia el maestro cantero.
—Buenos días —le saludó sereno—. ¿De qué ideas me habla?
—De todo lo que usted le cuenta de las Indias. Ya sé que sus parientes se hacen prósperos allí, o eso es lo que dicen, pero usted y yo sabemos que no siempre ocurre de esa manera. Nardo está albergando esperanzas de viajar algún día a aquellas tierras, y no quiero que sea así.
—¿Y qué problema hay? Es un chico despierto y curioso, y puede…
—Le ruego que no le llene la cabeza de pájaros. Si quiere que siga trabajando con usted, no le hable más de las bienaventuranzas de aquel lugar. Cada uno debe saber el espacio que ocupa en la vida tras su nacimiento, y mi primogénito tiene ya un cometido en la casa de su padre. Si he permitido hasta ahora que trabaje con usted es porque eso le enseñará a valorar su heredad más que ninguna otra cosa.
Con estas palabras Bernardo Abasolo dio por concluida la conversación y dejó a Asensio Aldama de pie, paralizado, incapaz de añadir nada más. Los vio reunirse con el resto de la familia y tomar con decisión el sendero que asciende a Otaola. Esto que me pides, Abasolo, va a ser difícil, muy difícil —pensó mientras se mezclaba con el resto de hombres del valle.