En el puerto de Veracruz se respiraba otro malsano día de calor húmedo. En sus muelles se iniciaba el desembarco, de forma más o menos ordenada, del primer ejército permanente que pisaba la tierra de la Nueva España. Militares peninsulares, oficiales del rey, hombres descompuestos bajo los rígidos trajes acomodados para el primer encuentro con su destino, caminaban todo lo erguidos que el mareo y las náuseas les permitían. Costaba tiempo hacerse al ambiente sofocante y pútrido de la ciudad portuaria.
Indios, negros, mulatos y todas las castas que poblaban la Colonia se arremolinaban en torno a aquella turba de soldados indispuestos y afligidos. Frente a ellos un capitán, un hombre de rango, dirigía con voz de mando militar al resto hasta los barracones donde encontrar acomodo, aseo y alimento. Juan de Villalba y Angulo lucía una edad madura, aspecto severo, estatura media y pelo crespo. También él llegó a sentir las primeras náuseas del inevitable mareo, pero enseguida las retiró del pensamiento. Bajo sus órdenes avanzaba nada menos que el Regimiento de América, y el solo orgullo de ser él quien lo dirigía eliminaba de cuajo cualquier atisbo de debilidad física. Tenía una misión que cumplir y nada ni nadie podrían alejarle del camino trazado. Ni siquiera la enfermiza atmósfera que se respiraba en Veracruz.
Ese era su primer objetivo, la defensa del puerto de entrada a la Nueva España. La Corona temía la incursión de potencias extranjeras en sus territorios de ultramar, más concretamente la amenaza de Inglaterra de querer apropiarse de los tesoros españoles. De pronto las ideas ilustradas de reforma cobraron sentido y Carlos III se despertó de un letargo dinástico que había durado décadas. Abandonadas a su suerte, las Colonias españolas habían ejercido casi con total libertad su administración y gobierno, pero eso era algo que el nuevo rey estaba dispuesto a cambiar. Con una Castilla cada día más pobre, al borde de la bancarrota, y unos ejércitos diezmados por las continuas contiendas, el monarca oteó en sus tierras americanas la recuperación del orgullo perdido y el caudal que necesitaba para poner de nuevo en pie a la gran España.
Al capitán Villalba no le amilanó el reducto de enfermedad, muerte y desolación al que se enfrentaba. El puerto, al que antaño arribaban las mejores velas, había transformado el olor dulce de su brisa en algo pegajoso que no se soltaba de la piel del cuerpo ni con agua bendita. Si hubo alguna tierra en esta Tierra donde los hombres mezclaron sus castas, sus colores y sus destinos fue en la triste Veracruz. Desde estos diques salían a diario buques cargados de brazos para levantar una fortaleza defensiva en torno a la recién recuperada Habana de manos inglesas. Hacinados y malnutridos, muchos de aquellos hombres enfermaban hasta morir sin alcanzar el destino de trabajo encomendado. Veracruz era un foco de enfermedad y desahucio para los propios americanos, mucho más para los hombres del rey. Aquel puerto y la perspectiva de vivir en zonas tropicales e inhóspitas vaciaban en pocos días cuerpos enteros. Las continuas bajas por muerte y deserción obligaron al monarca a modificar el proyecto inicial: la exportación completa de las tropas desde España. No había dinero para pagar tal ejército ni hombres que cubrieran tantas bajas.
La necesidad de recursos era impostergable, y la Colonia se aparecía ante los ojos reales enriquecida, madura, salvadora. Por eso su defensa se convirtió en el pilar de aquel nuevo sistema de gobierno de las Américas, mientras los apetitos triunfantes de Inglaterra requerían prepararse para un nuevo ataque. Para asegurar tanta riqueza, el capitán Villalba habría de formar un considerable numero de milicias provinciales a las órdenes de las tropas veteranas que habían llegado con él desde España. El fin último era controlar, no sólo la defensa de la Colonia, sino a los propios colonos que hasta ahora habían campado a sus anchas en cuestiones de negocio y gobierno.
Mientras Juan de Villalba tomaba tierra en el insano puerto de Veracruz, al interior, el pueblo vivía ajeno a la nueva estrategia monárquica. Se aproximaba la feria de San Juan de los Lagos, cada año más afamada y concurrida, donde la peregrinación religiosa confluía con el estallido comercial de la localidad. Aquel pueblecito pequeño, triste y árido de otro tiempo, que veneraba con extenuante devoción a su milagrosa virgen de la Concepción, se estaba convirtiendo en centro neurálgico del comercio interior. Cada año, durante los primeros quince días de diciembre, españoles, criollos, indios y vendedores ambulantes de todas las castas y mestizajes transitaban sus escasas calles en busca de mercancías nuevas. También era la de San Juan la mejor feria de ganado vacuno y caballar que se celebraba al norte de México.
Domingo Narciso, padre ya de un hijo y a punto de abrir las puertas de su nueva casa, estaba decidido a hacerse con un buen número de reses. Acompañado por Salvador y un par de vaqueros, decidió partir en busca de ganado con que convertir la Trasquila en uno de los mejores ranchos de la comarca. Pero no eran los únicos que llenaban alforjas y morrales, otros criollos hacían trotar ya a sus cabalgaduras por el camino real, tropezándose con los muchos caminantes que transitaban la misma vía, incansables, en dirección a San Juan de los Lagos. Buena parte de ellos acabaría hincando las rodillas en el suelo para sumarse a la procesión de la milagrosa virgen en el último tramo del trayecto.
Llegaron cansados, polvorientos y enfebrecidos por la muchedumbre que se agolpaba en las vías públicas, a merced de los arrieros que controlaban el mundo de las posadas y los caminos.
Las luces del día iban cediendo a una noche fría y oscura. Apremiaba encontrar una habitación, pero no resultaría fácil con el hervidero de gentes que se agolpaban en las plazuelas, frente a la iglesia o en las mismas calles. La recomendación que su suegro le había dado lo llevó directamente a las casas reales, y allí pudo hallar quién le indicara el lugar en que habrían de facilitarles cena y cama.
Una hora más tarde, cuando se asomó a la puerta para despedirse del largo día, la línea de la luna se divisaba a un lado de aquel cielo color negro, tanto que enseguida dejó de distinguir la figura de Salvador adentrándose en los establos. En dirección contraria alguien se aproximaba a la casa de comidas, un hombre alto, fuerte, de cabeza grande, que hizo un gesto con la mano, arrastrando el pelo hacia la nuca, que le resultó del todo familiar. Esperó un instante a que la luz de una lámpara próxima iluminara su rostro y entonces lo reconoció.
—¡Aldama!
La figura, hasta ese momento silenciosa y taciturna, se giró con todo su cuerpo en la dirección que lo llamaba y descubrió frente a sí a un sonriente y feliz Allende que había visto la luz del día en plena noche. Ignacio de Aldama tenía un aspecto saludable, aunque había envejecido en aquellos largos meses, casi dos años, en que había estado recorriendo los caminos, lejos de San Miguel.
—Nunca imaginé… ¿Has venido solo?
Ignacio echó la vista a un lado y a otro de aquella sala llena de hombres que inclinaban la cabeza sobre sus platos humeantes. Buscó a su alrededor con la esperanza de hallar entre los desconocidos a alguien más, quizá, si la fortuna se ponía de su lado aquella noche, a su hermano mayor.
—No busques, amigo. Tan sólo me acompañan mi criado y dos vaqueros que se han quedado en el camino de entrada al pueblo con unos arrieros. Pero ven, siéntate conmigo, ¿has cenado ya?
Ocuparon de nuevo la misma mesa, que enseguida volvió a llenarse de tortillas de maíz, frijoles y carne para el recién llegado. Hambriento, Aldama engullía mientras Allende se felicitaba una y otra vez por el fortuito encuentro, reconociendo haber sentido un atisbo de nostalgia ante la algarada que inundaba aquel lugar, viéndose solitario y lejano, con la mitad de su sentimiento en San Miguel y la otra mitad, la más vieja y arraigada, en el verde valle de Gordejuela.
—¿Recuerdas la feria de San Andrés? También es por estas fechas. Estarán todos en Molinar, y sonarán los txistus, y olerá a castañas…
La voz de Domingo Narciso sonó triste, apagada, y su rostro dibujó los trazos de una melancolía añeja, profunda y despiadada a la que enseguida se sumó Aldama.
—A veces pasan semanas sin que me acuerde de la tierra de mis padres, y luego, de pronto, durante mucho tiempo no puedo dejar de recordarla un día tras otro. ¿Cómo crees que estarán las cosas por allí? ¿Habrán cambiado mucho?
—Quiero creer que no, que todo permanece como lo dejamos. Aunque se me han borrado las caras de los míos, y por más que me esfuerzo no encuentro sus facciones, sus gestos están mezclados con los de la gente de esta tierra. Sólo conservo el color de los ojos de la pequeña Manuela, ese verde intenso, oscuro y luminoso como el valle.
—Tus ojos también se ven verdes.
—Sí, pero no como los de ella. Mi hermana tenía en sus pupilas la profundidad de las montañas reflejada en el agua.
Ignacio tragó el último trozo de carne y se sirvió más pulque. Le gustó la mezcla del licor con el zumo de la fruta fresca. Enseguida los efluvios de la bebida se aliaron con el cansancio acumulado por el viaje y ambos se retiraron a descansar, no sin antes perderse en sus recuerdos.
La mañana siguiente llegó demasiado pronto. Domingo Narciso trató de desperezarse una y otra vez, sintiendo la edad adulta en todo su cuerpo como nunca antes. Logró recobrar las fuerzas con un copioso almuerzo que de buen grado habría compartido con Aldama de haberlo encontrado, pero éste sí había madrugado y a esas horas recorría San Juan buscando un buen negocio con que acrecentar los caudales que tintineaban en su bolsa de cuero.
Ignacio continuaba siendo el más joven de todos ellos y también el más taciturno y solitario. Salió de San Miguel tras la boda de su hermano, sin apenas despedirse y mucho menos explicarse, y desde entonces había recorrido los alrededores buscando un lugar en el que echar raíces alejado del obraje y de la traición de la negra Jimena.
Volvieron a encontrarse dos noches más tarde, en torno a otra mesa repleta de comida humeante. Domingo Narciso se mostraba excitado como un niño ante la experiencia de aquella feria caótica y entrañable, donde todos los hombres, mestizos o no, ofrecían voz en grito sus artesanías al mejor precio. Lo deslumbró la facilidad del pequeño negocio, los arrieros que funcionaban como diseminadores de novedades, la cantidad de artículos variados que se utilizaban en las operaciones de trueque. Pero lo que más llamó su atención y en lo que no podía dejar de pensar era en las fervientes gentes que atravesaban las calles de rodillas, sufridores sangrantes, devotos fieles en peregrinación a la capilla del milagro.
—Nunca había visto algo igual. Muchas son ancianas famélicas, con la piel pegada al hueso, arrastrando su eternidad por las pedregosas callos de este pueblo loco, arrodilladas, envueltas sus sienes en espinas, esperando no imagino qué milagro de vida.
—Sí, yo también las he visto, y a hombres bien grandes mezclados entre ese gentío. El fervor de estas tierras no tiene igual. No recuerdo algo así en nuestros valles, aunque no faltaran sotanas y procesiones.
—Sí, pero no así. Más bien diría que lo que allí hacemos son romerías, con los santos presentes y todo lo que haga falta, no digo que no, pero aquello no es tan… ¿tan doloroso?
—Supongo que es la costumbre en las Américas, sólo hay que ver al padre Alfaro. Por lo que sé, en su casa de ejercicios, debe ocurrir algo similar a esto de aquí. Pero mejor cuéntame de San Miguel, ¿cómo están todos? ¿Qué hay de mi hermano?, ¿Y del obraje?
Ignacio empezaba a impacientarse. La curiosidad se había apoderado de él dos días atrás, cuando encontró a Allende en aquella misma casa de comidas. Los dos hombres se pusieron al día de sus vidas y de las de aquellos más cercanos. Hablaron de Domingo, de Sauto, de la familia de Domingo Narciso y de la villa, de los cambios y mejoras que la transformaban día a día.
—¿Sabes si Balthasar ha contratado otro administrador para el obraje?
—Sí, me dijeron que tenía a alguien, pero desconozco quién. ¿Habías pensado volver a trabajar para él?
—¡Quién sabe! Aún no he pensado mucho en nada.
Ignacio se reconoció un hombre de campo, y de telares. Echaba de menos la lana, los tintes y la vida en el obraje, y sobre todas las cosas echaba de menos la vida en San Miguel. Fiel a su estilo, apenas compartió con Domingo Narciso la experiencia vivida en el largo recorrido por las tierras del norte, pero sí le contó de los indios que se adentran en la oscuridad de la mina por infernales agujeros y salarios inexistentes, y de los cuatreros y contrabandistas que proliferaban. Y no dejó de anunciarle las últimas noticias recibidas sobre un ejército que llegaba desde la vieja patria para instalarse definitivamente en la Nueva España.
Algunos días más tarde se unió al traslado del ganado adquirido por Allende y comenzaron a recorrer juntos el camino de regreso a casa. Rodeados de maguey y nopal, por veredas secas y polvorientas, avanzaron sin apenas descansar hasta alcanzar la Trasquila, y una vez allí los vaqueros tomaron el mando. Horas después los dos jinetes entraban por el camino real a San Miguel, a tiempo aún para disfrutar de los preparativos de otra Navidad. Llegaban con la ropa hecha jirones, la piel curtida por la arena de los campos atravesados, y las marcas de un profundo cansancio surcando sus caras.
El joven que dos años atrás había abandonado todo sin decir porqué ni a dónde iba, dejó tras de sí una larga retahíla de suspicaces sospechas. Su última imagen, la de un jinete sonámbulo, casi crepuscular, cruzando el puente viejo, adquirió tintes novelescos e incluso había indios que aseguraban haberlo visto muerto y que aquella era su ánima, que deambulaba por los cerros buscando venganza.
La negra Jimena tuvo mucho que ver en aquellos inespecíficos relatos. La repentina ausencia de su amante blanco desencadenó en ella un sentimiento de culpa que paliaba con continuas heridas que se auto infligía en brazos y manos. El líquido vital que manaba de aquellas grietas luchaba a muerte con los tintes que a diario aplicaba a la lana, consiguiendo unas tonalidades nuevas, de sangre y dolor, que la negra celebraba con cánticos tan lúgubres que volvían acuosos los ojos de todos los que la escuchaban.
La noche de su regreso, mientras Ignacio trataba de conciliar el sueño en aquella casa desconocida y nueva que su hermano había abierto de par en par para él, creyó escuchar un grito, un aullido lejano, y supo que era la forma que ella tenía de llamar a su perdón. Sin embargo no se movió del catre, continuó allí tendido, esperando al alba y a la luz del día, convencido de que nunca podría perdonar la traición. Tres noches y tres días más tarde, con aspecto recuperado, se presentó ante Sauto, en la misma hacienda de Santa María, para pedir su readmisión como administrador en el obraje. No hizo mención de asomarse a mirar a la negra que tintaba las lanas de llanto y pena, y que tres días después moría sin sangre en las venas, junto al río, a la sombra de un frondoso pirul, delgada como una india hambrienta. Ese mismo día él se instaló en Santa María definitivamente, sin remordimientos y sin recuerdos. Continuó administrando la hacienda del obraje como si nunca hubiera dejado de hacerlo, en la misma alcoba que ocupó cuando llegó, años atrás, junto a su hermano mayor. Ni siquiera cuando los patronos se trasladaron a la casa nueva en el centro de la villa quiso él cambiar de catre.
Ignorantes de las líneas que el destino trazaba sobre su futuro, los habitantes de San Miguel el Grande se habían prometido una generosa y feliz Pascua. Desde hacía tiempo sentían muy propio el orgullo de una villa que se reinventaba y mejoraba cada día, con las grandes fortunas de españoles y criollos asomando a los cantos de casas engalanadas por adornos de todo tipo, las fuentes se empezaban a contar por pares, y el bullicio alegre de las gentes ocupaba las plazas públicas desde el alba hasta el anochecer.
En un ambiente próspero como aquel, las noticias sobre un regimiento militar arribando al puerto de Veracruz resultaban alarmantes. El nombre de Villalba sonaba para entonces en las plazas de todo el Bajío; la comarca entera conocía de las pretensiones del monarca de defender la Colonia con un ejército completo a las órdenes del tal capitán español. Fue durante la formación del nuevo ayuntamiento cuando Aldama y Allende dieron buena cuenta de lo escuchado a feriantes y camineros.
—Al parecer, la Corona tiene previsto instaurar un ejército permanente en la Colonia para defenderla del ataque de los ingleses.
—Ese es el miedo del rey a perder otra vez La Habana.
—No sólo es La Habana. Es que teme a Inglaterra más que al mismísimo demonio.
—Los que han llegado con Villalba son unos pocos mandos oficiales y algo de tropa; el verdadero ejército lo piensan formar con milicias provinciales.
Poco a poco se iban sumando voces a aquella explosión de noticias recibidas por uno y otro canal, al mismo tiempo que aumentaba la incertidumbre por su veracidad. Francisco de Lanzagorta, un hombre sobrio y no muy dado a la exposición pública, tomó la palabra para posicionarse en contra de la milicia.
—No habrá tal. No hay criollo que yo conozca que no sienta aversión por un ejército liderado por funcionarios españoles.
—Pero no sólo quieren criollos, el reclutamiento es forzoso también para mulatos, y mestizos que hayan cumplido los dieciséis.
—Dicen que habrá que tragar con lo que venga, que nadie se puede negar a formarse a las órdenes de ese capitán Villalba.
—También han dicho que esos oficiales recién llegados están por encima de nuestros ayuntamientos.
—Eso es una majadería. ¡No van a venir aquí a decirnos cómo gobernarnos!
El ayuntamiento era el máximo poder, nunca habían dado razón de nada a funcionarios que llegaran desde España. Los asuntos de la Colonia se resolvían en ésta y ni el virrey se atrevía a inmiscuirse demasiado. Qué era eso de un mando militar por encima del propio Alcalde Mayor. Los vecinos más influyentes de San Miguel no estaban dispuestos a ceder ni un ápice del control comercial y político que ejercían sobre su población, y esa idea era común al resto de villas y pueblos.
—¡Nadie vendrá a decirnos cómo hemos de vivir! —atajó el mismo Lanzagorta desde el fondo de la sala.
—Si lo que dicen es cierto y las arcas están sin caudal, querrán que financiemos su ejército y llenemos las despensas de la vieja Castilla.
Sauto había hablado con serenidad, queriendo alertar al resto de las últimas noticias recibidas en Santa María. Mantenía buenos contactos en México, y por ellos sabía que España estaba vacía, se había quedado sin riquezas y sin poder frente a sus enemigos europeos, y estaba poniendo los ojos por primera vez después de mucho tiempo en las tierras americanas. Durante largos minutos todos los presentes trataron de hablar a un mismo tiempo, después un silencio espeso se apoderó de la sala. Eran más bien escasas las ocasiones en que Balthasar de Sauto intervenía en debates y reuniones, pero en los últimos meses había cogido la costumbre de no perderse uno.
Las órdenes no tardaron en hacerse explícitas y las murmuraciones cesaron para convertirse en palabras de incredulidad y desasosiego. Los criollos, vecinos aptos, estaban obligados desde ese momento a armarse para la defensa de la lejana patria, y sus ayuntamientos a cooperar en su formación y equipamiento. El augurio de Sauto no había hecho más que asomarse. Aquella primera notificación dejó patente la obligación del Cabildo de reclutar a los milicianos para ponerlos y ponerse a las órdenes de un mando español, que a partir de ese momento ostentaría el máximo poder en la villa.
Sin embargo, aquel ambicioso plan resultaría del todo inalcanzable. La tierra a la que arribaron aquellos hombres, vestidos de uniforme y de los principios de lealtad, obediencia y servicio a la Corona, no conocía la carrera de las armas y la vida y funcionamiento de un ejército profesional como el que ahora se le imponía, mucho menos iba a formar parte de sus filas por menos de nada. Sólo en algunas ciudades cercanas a Veracruz y en la capital del virreinato consiguió Villalba cumplir con su cometido. El primer objetivo era fortificar la ciudad de entrada y asegurar el camino desde ésta hasta México, y en parte lo logró. Pero no dejó de ser una respuesta demasiado pobre a las pretensiones del rey. En su lugar, los hijos de esta tierra y los que habían venido a ella años atrás empezaron a ver a los funcionarios españoles como extranjeros; gringos los llamaban.
Ajena a todo, Anna extendía la colcha sobre la cama donde yacía cada noche junto a Domingo Narciso. Le gustaba arreglar ella misma el lecho, estirar y contemplar los colores vivos de la lana absorbiendo el sol que entraba por el patio. Cuando ya había decidido salir de la habitación, sintió la primera náusea y el balanceo de sus piernas, que se doblaban sin remedio. Trató de agarrarse a la colcha para no caer de golpe al suelo, y desde allí, a los pies del jergón casi nuevo, comenzó a llamar a las criadas para que vinieran en su ayuda. Vomitó una primera vez, y luego otra, sin que nadie asomara a la alcoba, y permaneció allí, quieta, encogida, acurrucada en los tonos alegres que cubrían la cama, hasta mucho después, cuando una jovencísima india la encontró en aquella postura que se asemejaba a la de un animal malherido.
Se habían trasladado a la casa nueva poco después del regreso de Domingo Narciso de la feria. Aún faltaba mobiliario, cortinas y telas con que cubrir paredes, pero era una casa regia, admirada por su buena hechura y los herrajes de sus ventanas; una casa de un valor muy superior al de la mayoría de las casas de hacendados de la villa.
Anna se incorporó con la ayuda de aquellas indias asustadizas que le ofrecían todo tipo de brebajes capaces de levantar el animo de los más muertos. Alguien se ocupó de avisar a su madre, y fue ésta quien trajo al médico. Para cuando llegaron su marido y su padre el diagnóstico ya estaba hecho, la joven debía guardar reposo y recuperar las fuerzas para poder traer al mundo al niño que llevaba en sus entrañas.
Transcurrido un tiempo prudencial que mantuvo a Anna en un absoluto reposo, se puso fecha a la celebración de la buena nueva. La sala del estrado se estrenaba al fin para congratular la gestación del segundo vástago de los Allende. Las familias más influyentes se reunieron en torno a la lujosa habitación, donde fumaron, jugaron a naipes y tomaron chocolate servido en mancerina de plata. Quizá fue el aroma intenso del chocolate, o el humo blanco de los cigarros que fumaban las señoras, pero algo hizo que la atención se dirigiera en algún momento de aquel festivo día a la complicada situación política a la que se enfrentaba la Colonia. El regimiento capitaneado por Villalba luchaba por afianzarse en un territorio hostil y ajeno, mientras otro nombre, el de José de Gálvez, comenzaba a sonar vinculado a las palabras de represión, impuestos y lucha de poder. Con autoridad comparable a la del propio virrey, Gálvez llegaba amparado por el mismísimo Carlos III para recaudar y administrar todos los recursos que ofrecía la Nueva España.
Lo que se supo aquel día en casa de Allende fue la efectiva intervención iniciada por este Gálvez en la creación definitiva de un estanco del tabaco, que de momento se dedicaba exclusivamente al control de la producción y venta del tabaco en rama. Más adelante se obligaría a reducir el cultivo a cuatro provincias y a los agricultores a vender toda la producción a la administración de la Renta del Tabaco, y a los precios señalados por ésta.
1765 se mantuvo agitado desde el principio hasta el final. Cuando parecía que Villalba y su Regimiento perdían presencia, la falsa calma chicha traía consigo una nueva alarma provocada por las severas medidas impuestas por José de Gálvez. Si no se trataba de un nuevo impuesto recaudatorio, se anunciaba el derrocamiento de otro criollo de los puestos de control y poder ejercidos por éstos desde siempre, y que ahora sustituían por algún joven inexperto recién llegado de la península.
Las cartas que Allende y Aldama enviaron a Gordejuela y Oquendo aquellos meses apenas lograban reflejar una ínfima parte de los hechos o circunstancias que asolaban la tierra que los recibió con los brazos abiertos una década atrás. La Colonia se enfrentaba a un tiempo de cambios y renuncias, a una era de desprendimiento y lucha. Todo había girado en la dirección más inesperada, y de la noche a la mañana la vieja España imponía su voluntad a hierro y fuego sobre sus hermanos americanos.
El tiempo corría demasiado rápido. Antes de darse cuenta llegó el nacimiento de María Josefa de Allende y Unzaga, que un año más tarde recibiría a su hermano menor, Domingo, justo medio año después de que naciera Manuel Aldama González. Aquella generación que empezaba a llenar de nueva vida los patios de las casas solariegas, las calles y los jardines de San Miguel el Grande, sintió en carnes propias el agravio de la dominación española. Décadas más tarde acabarían luchando sin concesiones por la libertad del pueblo americano.