En Vizcaya el hambre se fue haciendo más palpable cada día que se sumaba a aquel otoño frío. Para cuando llegó el tiempo de Pascua muchos niños vagabundeaban por la plaza de Molinar, junto a las ermitas, llamando a las puertas de las casas más alejadas, mendigando un pedazo de pan, una manzana o las sobras de alguna comida ya de por sí escasa. Aquel fue uno de los peores inviernos que se recuerdan en esta tierra, pero no el único, porque habría de llegar todavía otro más, el de 1765, y con él la escasez más extrema.
Se desconocía la procedencia de tantos niños harapientos, sucios y desnutridos, que poblaban ellos solos los caminos y las plazas. Gordejuela y Oquendo se fueron llenando de gentes extrañas que cruzaban por aquí y por allá, buscando no se sabía bien qué y encontrando nada. Las restrictivas leyes prohibían a los forasteros establecerse en el pueblo sin un cometido concreto; la ociosidad tenía un día de vida, una noche en el hospital era toda la caridad que el ayuntamiento estaba obligado a ofrecer a los mendigos. Después, se los devolvía a los caminos, a vagar de pueblo en pueblo.
La primera rogativa a Isasi para pedir a la virgen una primavera soleada y unos campos fértiles se celebró en febrero de 1766. La nieve helaba la tierra desde hacía semanas, y las nubes mantenían el cielo cubierto durante tanto tiempo que casi se había perdido la esperanza de volver a sentir el calor del sol sobre la piel. Manuela, acostumbrada a levantarse antes que el día, no lograba adivinar si lo que veía era un nuevo amanecer o sólo el brillo de una luna escondida. Avivó el fuego del hogar y trató de entrar en calor frotándose las manos sobre las llamas. Hacía meses que no sentía la calidez de aquella casa, por más que tratara de mantener viva la lumbre. Escuchó los pasos de don Manuel encaminándose hacia la cocina. Desayunaron juntos, en silencio, ella le sirvió como hacía siempre y él lo agradeció con el mismo gesto.
—Voy a bajar a Molinar para acompañar a los hombres del Concejo a presidir la rogativa, dicen que es bueno que los alcaides anteriores apoyen al actual. Mi primo, Francisco de Murga, será un buen alcalde, aunque los tiempos le sean adversos. Estaré junto a él cuando se abra la comitiva.
—Eso hará bien a los aldeanos, les dará confianza verlo avanzar junto a las insignias. Después, sólo hace falta que la virgen de Isasi se apiade de todos nosotros.
—Hay que tener fe, Manuela.
—Me temo que cuando las cosas vienen tan mal dadas la fe no sirve de mucho. Ya sé que no está bien que hable así, pero déjeme decirle que no hay día que no haga visita a la ermita y le ruegue a la virgen para que no deje que mueran más niños en nuestro pueblo, y ni uno solo de los que han nacido en el último invierno ha logrado sobrevivir. Cada vez que veo a otra mujer preñada no puedo remediarlo, se me cae la fe al suelo, porque sólo pienso que es otro pobre infeliz que después de dar su primer sorbo a la vida se quedará sin hálito para seguir aquí. Usted y yo no hemos estado en San Román de Oquendo, pero dicen que allí el último entierro se celebró con las puertas abiertas, aunque la nieve entraba a destajo y cubría los mantos de los penitentes, que, pobre de ellos, hacían lo que podían para taparse las bocas y no respirar la malsana muerte acumulada bajo la tierra del suelo.
—Dios mío, no hables así. Qué otra cosa podemos hacer que rogar a los santos para que esta triste situación cambie. No hay cereal aquí ni en ningún otro lugar, pareciera como si la tierra se hubiera vuelto ceniza, quemada por tantas heladas y el cúmulo incesante de nieve.
—Y el precio, don Manuel, el precio que han adquirido las rentas, los censos y hasta el grano que no tenemos.
Manuela sintió que se ahogaba. Trataba de mantenerse firme, guardar la pena que le llenaba por dentro. Hacía semanas que se sentía extraña, más sensible y vulnerable; la tristeza se había instalado de una forma exigente en su pecho, no le permitía el disimulo, ya no reía, en su lugar había empezado a hacerlo todo con demasiadas pocas ganas. Cuando Braceras se despidió de ella con palabras de consuelo y una caricia rozándole la cintura, ella corrió a su alcoba y desdobló una vez más aquel trozo de tela vieja donde guardaba los tesoros de su vida: un pañuelo de su madre; la cuchara de madera de boj que el abuelo de Arracico le regaló a la abuela una Nochebuena, y ésta se la entregó sin estreno; el alfiler que le había traído Txomin, y que suponía su mayor joya en aquel tesoro escondido; en el que también había una hebilla, que algún día tendría pareja y luciría en unos zapatos nuevos; y las cartas de su hermano. Cogió la última, la que llegó durante el otoño amargo de 1765, y la extendió con cuidado.
Mi muy extrañada Manuela, hace demasiados meses que mantenemos a oscuras nuestras plumas y no quisiera que el paso del tiempo y el avance de la vida nos distancien todavía más de lo que la tierra y el mar lo han hecho. Tu en el valle de nuestra infancia y yo en esta Nueva España, que me ha acogido como a un hijo, hemos de seguir viviendo el uno en el otro como una vez nos prometimos y para toda la vida que nos toque vivir.
Cómo me gustaría saber de ti, de tus proyectos y logros, que imagino cuantiosos. A la espera de tu respuesta contándome con detalle cómo te encuentras y en qué empresas te hallas, me alegra poder anunciarte de mi buena fortuna y mi gran alegría. Nada me gustaría más que conocieras a mi esposa, para saber de lo que te hablo. Ella es la mujer más hermosa y dulce que puedas imaginar, y a su lado mi existencia es otra, vivo para su felicidad y la de nuestro primogénito, José María de Allende y Unzaga. Ha cumplido ya los dos años, es fuerte e inquieto, y empieza ahora a pronunciar sus primeras palabras. Pronto tendrá con él a su hermano, el nuevo hijo que esperamos nazca este invierno; y no será el último. Anna y yo deseamos llenar este hogar de niños risueños y alegres que nos colmen de dicha y felicidad.
Esta casa es tan diferente a las casas que conoces en nuestro valle, aquí las ventanas son como puertas que dejan entrar al sol y a la luna al interior de las paredes. Luce el sol cada día, sobre un cielo azul intenso, y cuando llueve lo hace con la alegría de una tormenta serena, inundando de brotes y primavera los prados que nos rodean. La mandé construir para convertirla en el hogar de los Allende. Es hermosa y firme, con muchas alcobas y un patio interior que rebosa de flores. Está junto a la parroquia de San Miguel Arcángel, llenándose de bullicio y vida su alrededor los días de rezo y fiesta. A veces creo verte por sus pasillos, perderte entre sus habitaciones y corredores. En mi imaginación sigues siendo la niña que se quedó allí, sobre el puente de Zubiete, envuelta en una vieja manta, y difusa bajo la niebla blanquecina que despedía el río esa mañana.
No he olvidado tu mirada, tus pupilas verdes y con ellas el color de nuestra infancia. La casa de Zubiete, sus piedras anchas y pesadas, el viñedo en la montaña y los juegos y carreras por la Calzada Real. Aquí las cosas son muy diferentes, y mis hijos no conocerán la vida como tú y yo la vivimos en aquellos hermosos años. En esta tierra son otras las grandezas y cada día que pasa me siento más cercano a ellas, aunque nunca dejaré de ser Domingo Narciso de Allende y Ayerdi, el cuarto hijo de la casa de Zubiete y tu amado hermano que por siempre te extrañará.
La vida me ha sonreído en este lugar, mi pequeña Manuela, como nunca hubiera imaginado. Además de la casa en la que vivimos Anna, José y yo, que está en la ciudad de San Miguel el Grande, son dos las haciendas en las que cultivo tierras y crío ganado. Las posibilidades de éxito se han incrementado considerablemente desde mi matrimonio, gracias al buen hacer y la mucha estima en que me tiene mi suegro, Tomás de Unzaga y Alday, que partió del vecino valle de Oquendo siendo muy joven y a día de hoy ha ocupado algunos de los cargos más importantes en el Ayuntamiento de esta Villa, siendo alcalde el mismo año de nuestro matrimonio. Junto a él he ido ascendiendo en la escala social y política de la ciudad y hoy formo parte de las personas que componen su Cabildo, por lo que me siento honrado y halagado, sobre todo ahora que parece que la Corona de España quiere acaparar más poder para la península. Es importante para mí, en estos momentos de incertidumbre y lucha por defender los intereses de los nuestros en estas tierras, pertenecer al pequeño grupo de gobierno de San Miguel.
Desconozco las noticias que os llegan de lo que sucede aquí en estos tiempos, pero hoy hemos de luchar por lo que ayer era nuestro por derecho. Desde el Cabildo municipal tratamos de ofrecer resistencia a las nuevas ideas que los funcionarios enviados por la Corona vienen decididos a imponer. Las cosas ya no son como eran, la Nueva España empieza a sentir en sus entrañas el saqueo incesante infligido por su hermana mayor, la vieja España, bajo la tutela de sus avariciosos monarcas.
Domingo Narciso continuaba narrando en su carta las nuevas circunstancias que rodeaban al virreinato español, las exigencias recaudatorias, el centralismo que se trataba de imponer, despojando a los gobiernos municipales de los privilegios de que gozaban hasta la fecha, y acaparando las decisiones administrativas en manos de nuevos emisarios procedentes de la península. La crispación era palpable; el enojo, como él escribía, ante la injusticia a la que se enfrentaban cada día. Pero Manuela no leía ya esa parte en la que él se desahogaba en continuas quejas que ella apenas podía llegar a comprender. Aquí también habían subido los precios del grano por la actitud de los acaparadores, y los diezmos eran una soga al cuello que quitaba oxígeno y vida a vecinos, amigos y parientes. Esa parte de la carta no le interesaba, pasaba la vista rápido por las letras, reconociendo las líneas tantas veces leídas, hasta encontrarse de nuevo con aquella parte en la que su hermano retomaba los detalles de la vida cotidiana de San Miguel el Grande, volvía a su casa y su familia, a los recuerdos y los sueños. Qué nombre extraño —pensó—, es como si tuviera que haber otro San Miguel, uno más pequeño, en algún lugar.
Las campanas comenzaron a sonar con insistencia, la comitiva con la rogativa a la virgen asomaba por el camino tras los pasos religiosos del presbítero, beneficiados, vecinos y monaguillos. El vaivén de las amplias ropas de los curas se detuvo en el sendero, una cruz y su estandarte se alzaron sobre las cabezas de los presentes y el rezo, coreado por su largo séquito, acalló el sonido repetitivo de los badajos que desde las alturas les anunciaba. Manuela dejó lo que estaba haciendo y corrió a la ermita a recibir al cortejo, que se aproximaba en un coro casi fúnebre. La virgen parecía mirar desde su pedestal a aquel hatajo de suplicantes bocas sin poder entender sus ruegos de sol y cereal. Todo concluyó con un silencio sepulcral que devolvió a cada uno a su valle, pueblo y casa.
La pequeña de los Allende regresó al interior de la antigua torre de los Urrutia y desde el portal echó de menos el calor de antaño. Hacía frío fuera y dentro de cualquier lugar, también al interior de sus ropas; hacía semanas que no lograba calentarse el cuerpo. Antes de alcanzar los primeros peldaños de las escaleras Zurrape la detuvo:
—¡Manuela, Manuela, corre, ven, tienes que ir rápido a la casa de tu hermano, ha ocurrido algo grave, un accidente!
Las palabras torpes y atropelladas de Zurrape la dejaron sin respiración. Quién la llamaba, qué accidente, a quién de todos ellos. Pensó en Nela, no, Nela no, Nela no puede ser, y luego repaso la imagen de todos los demás, todos y cada uno de ellos, y deseo con todas sus fuerzas que no fuera ninguno. Echó a correr, sin ver nada más, sin mirar a nadie, cruzándose con los caminantes que se alejaban de la ermita de Isasi, cerrada ya a ruegos y rezos. No veía las piedras del camino, no veía la nieve, ni le pesaban las ropas empapadas, no sentía el aire cortante que se cruzaba con su cara ni la compañía de Zurrape, que corría a su lado sin saber qué otra cosa mejor podía hacer. Atrás quedaban las miradas atónitas, el susto en la cara de todos los que abandonaban Isasi tras el estandarte santo y los voluptuosos hábitos.
Llegó sin aliento, presa del pánico. En la puerta Nela la esperaba llorosa. La tía, ya llega la tía, gritaba mirando al interior. Cuando alcanzó la estancia encontró a Narcisa, con su tripa tan abultada que parecía a punto de estallar, sentada en una vieja silla. Se balanceaba adelante y atrás, con la mirada perdida en la criatura que sujetaban sus brazos. Manuela se acercó despacio y descubrió la cara blanquecina y rígida del niño que no lloraba, que no respiraba ya. Era Juan Francisco, con sus tres años recién cumplidos y aquel extraño pelo alborotado en un rizo imposible. Un ahogo se quebró en su garganta cuando observó a Narcisa, perdida, olvidada de sí, sin poder dejar de acunarse con aquel hijo muerto apretado a su cuerpo, y todos los demás a su alrededor, llorando en silencio ante la incomprensión de lo que acababa de suceder.
Mandó a Zurrape a buscar a Joseph al monte, donde quiera que estuviera tenía que traerle con él. Y sin detenerse a socorrer a los más pequeños, le pidió ayuda a Nela para que susurrara a su madre palabras de consuelo mientras ella trataba de arrancarle al hijo muerto de los brazos. Fueron llegando algunas vecinas, don Pedro y por fin Joseph, el padre triste que perdía con éste el tercero de sus vástagos. A punto estaba de nacer el octavo, si el disgusto de aquella madre no traía consigo un nuevo quebranto.
La noche fue la más larga y la pena de Narcisa una letanía menos duradera de lo que se esperaba en ella. En las primeras semanas Manuela peleó con el desgobierno que reinaba en la vida de todos ellos, hasta que, poco a poco, las aguas volvieron a su cauce, el llanto cesó, y el color negro del luto se perdió en el cielo oscuro del invierno.
Lo enterraron en Molinar, cubierto con el manto de San Francisco y la tristeza infinita que envuelve la despedida de un niño. Mientras depositaban su pequeño cuerpo bajo la losa del suelo, Manuela trajo a su mente las palabras escritas de Domingo Narciso y el anuncio de un nuevo hijo. Aquel sobrino, como todos los que nacerían en aquella hermosa casa de San Miguel el Grande, no pisaría nunca esta tierra, ni esta iglesia, ni depositaría una vela encendida sobre la sepultura de sus antepasados. Nadie le mostraría la calzada real ni le dirigiría por el camino de los muertos para despedir a otro Allende que se va. Antes de acabar el sepelio dejó de pensar en ello.
Narcisa parió a su criatura un cinco de mayo lluvioso. Amaneció con ella entre los brazos después de un alumbramiento rápido y limpio, como se les oyó decir a las vecinas que se fueron acodando a su cama. La experiencia de la madre y la delgadez de la recién nacida lograron el milagro de la vida en apenas unas horas. Le pusieron de nombre María Francisca en recuerdo del hermano que le había precedido.
En ese corto tiempo que transcurrió entre la primera rogativa a Isasi y el alumbramiento de la segunda hija de Joseph y Narcisa, comenzaron a llegar noticias acerca de una posible rebelión de campesinos en la cercana tierra de Guipúzcoa. Al principio eran escasas e imprecisas las informaciones que transitaban por tabernas y caminos. Algunas voces señalaban Azpeitia como el lugar donde había comenzado la protesta por la falta de trigo y lo excesivo de los precios. La gente pasaba hambre, y no soportaban ya la penuria que acechaba a sus casas y pueblos.
—No puedo imaginar algo así. Me cuesta creer que el poco grano que tienen se lo quiten al pueblo para venderlo a la marítima. No es de extrañar que acaben sacando las armas que tengan a mano.
Quien hablaba era Antonio que, sentado bajo el emparrado de la fachada, conversaba con su hija mientras aguardaba impaciente la hora prevista para acudir al Concejo Abierto que se había convocado con carácter de urgencia. El nuevo alcalde, Murga, esperaba poder infundir el sosiego entre sus paisanos para que la revuelta que se había encendido en los pueblos guipuzcoanos no contagiara y acabara con la apacible vida del valle. Don Pedro, desde el altar, esa misma mañana, había insistido en la importancia de que todas las casas estuvieran presentes por la tarde bajo el árbol de Molinar. No era día de votación, pero sí de informar y comprometerse a mantener el orden y el sentido común.
Antonio se incorporó y se despidió de Manuela con una leve mirada.
—Mejor me pongo en camino, que hoy estoy más lento que de costumbre. No acaba de acomodárseme este pie desde la torcedura de enero.
—¿Ya se está poniendo el ungüento de árnica?
—Todas las noches, pero este cuerpo está ya viejo y tarda en reaccionar. ¿Vas a casa de tu hermano?
—Sí. ¿Necesita algo de allí?
—Sólo que le recuerdes lo de la reunión. No quiero que falte, es conveniente que él también esté presente.
—Se lo recordaré. No se preocupe.
Cada uno tomó la dirección de su destino. Un lodazal en el suelo dejaba marcadas las huellas de sus albarcas. Cuando Antonio llegó a Molinar ya había varios hombres conversando en el pórtico de San Juan, entre ellos Braceras, que al reconocerle, bajo la capa todavía de invierno, salió a su encuentro.
—Antonio, ¿qué tal va esa pierna? Hace tiempo que no nos sentamos a hablar delante de una jarra de vino.
—Demasiado. ¿Todo bien?
—¿Por qué no te vienes un día de estos a casa y cenamos? Como en los viejos tiempos. Que Manuela nos prepare un buen puchero y…
Braceras dejó de hablar al sentir la proximidad de Txomin y don Pedro. Tanto el joven como el cura les miraban con atención al tiempo que cuchicheaban algo entre ellos. Don Manuel presintió que la conversación versaba sobre Antonio. En ese instante alguien hizo sonar el hierro sobre la piedra y el alcalde abrió el encuentro con la clara intención de abortar cualquier posible intento de alzamiento contagiado por los que se estaban viviendo en algunos pueblos de Guipúzcoa, Vizcaya y Álava.
—Los alborotadores han extendido sus tentáculos por nuestras tierras, y han conseguido que los hombres más honrados y honestos se levanten en gritos e improperios contra gente de bien y de gobierno. Ese es su mayor logro, ningún otro pueden alcanzar con tales actos de violencia y falta de respeto.
Don Francisco de Murga no esperaba la reacción que obtuvo a sus primeras palabras. La información había llegado como las angulas, deslizándose, sigilosa y resbaladiza río arriba. Pocos de los presentes dieron crédito a sus palabras, hubo otras que les convencieron más. Un hombre de mediana edad se había subido a una piedra, adquiriendo una posición aventajada, desde la que rebatió sin miramientos y con nuevos argumentos las palabras del alcalde.
—Nuestros campesinos se mueren de hambre. Cuando consiguen juntar los reales que les piden por un poco de cereal, se lo niegan, les dicen que no tienen, y así los precios siguen subiendo. Luego, como nadie puede pagar lo que exigen, se lo despachan a la marítima y se quedan tan anchos. ¡Es vergonzoso!
El alcalde quiso intervenir, pero la conversación tomó otras vías y comenzaron a participar, intrigados, los vecinos del pueblo.
—¡Eso también está ocurriendo aquí! —se oyó a alguno de los aglutinados en torno al forastero.
—¡Sí, aquí también falta grano, pero a los pobres, no a los ricos! —se animó otro.
—¡Los molinos están callados la mayor parte del tiempo! —seguían saliendo voces.
Pero no hubo tiempo de escuchar las respuestas del forastero, porque antes de que se dieran cuenta, entre cuatro hombres elegidos a propósito por el alcalde, lo obligaron a descender de su improvisado púlpito alejándolo violentamente del tumulto que se agolpaba en torno al árbol. Antes de salir de la plaza, Manuela tuvo tiempo de contemplar su rostro un instante.
—¿Qué ha ocurrido en el Concejo con ese forastero? —preguntó a don Manuel nada más verle aparecer por la cocina.
La mirada de Manuela le hizo sonreír. Tenía en los ojos el brillo de la curiosidad. Quería saber, siempre quería saber lo que ocurría fuera del valle, lo que pasaba en las reuniones de las Juntas, en el Señorío, cualquier cosa que la sacara del reducido mundo en el que vivía. Don Manuel sintió deseos de abrazarla, la quería, quizá por eso no le gustaban las rondas que le hacía ese Txomin, y empezaba a recelar de su cercanía, sin saber si lo que sentía eran celos de hombre o temor de padre. Su intuición le alertaba sobre la honestidad de un oportunista como ese, pero no dijo nada, una vez más prefirió callar y se centró en saciar la curiosidad de Manuela.
—Por lo que yo sé, en esos pueblos donde se están produciendo las revueltas lo que ha pasado es que los aldeanos se han cansado del abuso de los acaparadores. Son tierras donde el grano no se da bien, menos en estos tiempos que todos sufrimos la escasez del campo. Apenas les llega el maíz que cultivan para cubrir una parte del año. Mucho menos el trigo. Por eso el comercio con Álava. Los que lo traen de allí, lo almacenan para subir los precios, y así, mientras unos empeñan lo que tienen para poder hacerse con unos granos, otros aprovechan la falta y la carestía para hacer negocio.
—Y siempre salen perdiendo los más pobres.
—Eso es, Manuela. Y también es cierto que no ha sido una revuelta violenta y no es justo que se les trate indebidamente. Hasta la fecha no han quemado ni disparado una sola arma, ni han atacado a nadie. Sólo han alborotado por algunos pueblos para conseguir que bajen los precios, y algunas medidas más que tienen que ver con el diezmo de la castaña y asuntos parecidos. La Iglesia también se lleva su parte, no vayas a creer. Lo que te puedo decir es que todavía no está resuelto, porque sigue habiendo protestas aquí y allá.
—¿Y qué pasará si aquí los campesinos también empiezan a…?
—Eso no va a suceder, aquí es diferente. Aunque te parezca mentira, nuestro pueblo está lejos de una situación así. Y, además, desde que saltó la alarma, todos los gobernantes locales, en todo el Señorío, tienen orden de apaciguar y amedrentar cualquier manifestación de protesta o alboroto. Para qué crees que era la reunión de hoy, con esa intención la convocó el alcalde.
—Pues no es que le haya salido del todo bien.
Manuela sonreía. No le caía bien el primo de su señor, un hombre tan recto y fingido que no había conseguido engañarla nunca en su pose de devoto hombre de Dios. No le gustaban los pusilánimes, y don Francisco lo era, aunque con poder para lograr que su falta de genio tuviera algún efecto en los demás.
—¿Y dice que el forastero está en la escuela?
—Sí, pero le dejarán marchar mañana, a lo sumo pasado, aunque no creo que pueda volver a pisar el valle. Parece que anduvo por aquí hace algunos años, de mozo, trenzando cestos, pero no ha querido hablar mucho de ello.
—¿Se acercará mañana a verlo?
—¿Yo? ¿A santo de qué? No, ese asunto ya no es de mi competencia, este año no soy yo el alcalde, es cosa de mi primo. Dejemos que él resuelva como mejor convenga.
Ella torció el gesto en una mueca de incredulidad.
—No seas así, mujer, hay que dar a los demás un voto de confianza.
Don Manuel abandonó la mesa para retirarse a descansar. Ella, sigilosa, quitó los platos y la jarra de vino. Antes de dejar la estancia extendió las brasas, cogió la lámpara y se encaminó por el pasillo hasta su alcoba. Cuando pasó por delante de la puerta cerrada de la habitación de Braceras, presintió que éste estaba al otro lado, escuchándola. Apresuró el paso, se desvistió y se acurrucó entre las mantas. Antes de dormirse sopló hacia la luz que le había alumbrado y tuvo un pensamiento para el hombre que habían encerrado en la escuela esa tarde. Fue breve, el sueño se la llevó enseguida con él.