En San Miguel el Grande, Anna caminaba al lado derecho de Domingo Narciso. A pocos metros por delante los padres de ella marcaban el paso y las formas. Acababan de asistir al rezo de la tarde.
—¿Cómo es la casa de Zubiete?
El joven Allende miró a su prometida sorprendido por la pregunta.
—Siempre me cuentas de tu hermana Manuela, de tus padres y del valle, pero aún no sé cómo era tu casa allí —insistió ella.
—Muy diferente a la que estamos construyendo aquí, créeme —respondió con una sonrisa melancólica, y antes de continuar hablando la invitó a ocupar un banco frente a la vieja parroquia.
Domingo Narciso acababa de decidir que no quería sentarse con sus suegros aquella tarde. Estaba cansado de no poder tener un rato de intimidad con su prometida; quería hablar con ella a solas, de nada en particular, pero solos, para poder mirarla con libertad, y si se terciaba la ocasión hacerla reír y sonrojar.
—Mira, desde aquí se ve la fachada principal de nuestra casa, cuando esté completamente levantada será tan alta como la del mayorazgo de La Canal. Pienso hacer que coloquen herrajes en cada ventana, arriba y abajo.
—¿No me vas a hablar de la casa de tus padres?
—Es que no sé qué contarte. Es una casa solariega, pero no como la nuestra, es… diferente. Allí las casas son distintas, son más antiguas, oscuras, y también son frías. Es una tierra muy húmeda, casi siempre llueve o está nevando, y cuando sale el sol no calienta como éste. No creo que te gustaría aquello, Anna.
—Mi padre me ha contado de su caserío en Oquendo, dice que es muy grande, y que dentro viven también los animales, en unas cuadras en la planta baja.
—Sí, así es. Los animales calientan nuestras casas a falta de un sol tan generoso como el que luce en el cielo de la Nueva España. Y hay una tercera planta, la del camarote, donde se guarda la cosecha y la paja. Hay que andar a gatas porque el techo está muy bajo, y no hay paredes, sólo suelo. Me gustaba esconderme entre la paja y las manzanas allá arriba, mientras Manuela me buscaba incansable.
—¿Y dónde recogéis el agua para el aseo y la cocina?
—Hay fuentes y las mujeres llenan en ellas sus herradas. Pero no te preocupes, nosotros podremos construir una pileta al lado de la cocina, bajo una buena sombra, desde la que se vean el patio y los corrales.
—Sí, en la planta alta. Y debemos pensar en una pequeña capilla donde cumplir con nuestras oraciones, con una ventana que mire a la parroquia.
—En ese caso tendrá que dar a la fachada principal.
—Vamos a tener una casa hermosa, hermosísima. Tengo tantas ganas de verla terminada.
Las palabras de Anna sonaban llenas de impaciencia. Domingo Narciso también deseaba ver terminado su nuevo hogar. La boda sería en febrero, apenas quedaban dos meses, y su casa era poco más que un ambicioso proyecto. Vivirían con sus suegros mientras no estuviera terminada y, aunque no tenía ningún reproche que hacer a la familia de ella, la idea no le encantaba.
—En Zubiete la casa de los Allende ha existido desde siempre, allí han nacido y muerto todos mis antepasados. Aquel hogar permanece encendido desde los tiempos más lejanos.
—¿Encendido?
—Sí, nunca lo apagamos.
—¿Tampoco cuando hace calor?
—Nunca hace tanto calor.
Domingo Narciso se sonrió recordando las piedras del hogar, los pucheros colgando de la ganzúa, a su madre extendiendo las manos para calentarse, y soplando una y otra vez los rescoldos para hacer subir las llamas. Pensó en lo rápido que envejecía el tejado por las lluvias constantes, y cómo las nevadas lo quebraban formando agujeros en la madera. Tendré que enviarles algunos pesos. Sin un hombre joven que suba a repararlo tendrán que pagar a alguien para que lo haga. Manuela no me ha escrito hace tiempo, y no sé cómo se las estarán arreglando para mantener la casa en pie, siempre ha necesitado demasiado trabajo. ¿Quién lo hará ahora, si padre está viejo y no tiene a Gerardo con él? ¿Joseph? No, no creo.
Los pensamientos de Domingo Narciso se vieron interrumpidos por la voz de su suegro, que les animaba a acompañarles para la cena. Hubiera deseado quedarse un rato más allí sentado, con Anna a su lado, contemplando el hueco en el cielo azul donde su imaginación concluía sin esfuerzo su futuro hogar. Pero ella ya se había puesto en pie y lo esperaba. Tomaron la esquina de la parroquia y bajaron por el camino del Hospital, donde atendían a los indios. Miró la tierra sobre la que se asentaban los cimientos del hogar de los Allende en San Miguel el Grande y pensó en quién de sus antepasados levantaría la casa de su padre en Zubiete. Desconocía aquella parte de su historia, y sintió pena por no tener cerca a Antonio para preguntarle por ella.
La navidad de 1761 empezaba a apreciarse en el bullicio que se apoderaba lentamente de las calles de San Miguel, y el joven Allende trataba de sacudirse la nostalgia alejándose del ruido que envolvía la villa trasladándose a Los Manantiales, junto a don Pedro. Desde que había acondicionado la vivienda de la hacienda, éste acudía cada vez con más frecuencia, alojándose por temporadas largas, cuando el comercio se lo permitía. No tenía muchos más años que él, pero se comportaba como un padre, protector y generoso. En el último tiempo le gustaba decir que se retiraría a envejecer en aquella casa del campo, siempre y cuando se lo permitiera la nueva señora. Él reía y añadía algo así como ‘es usted más dueño aquí que yo mismo’ o ‘no ha nacido quién le quite su silla’.
Los negocios le eran fructíferos, permitiéndole cumplir con holgura los plazos e intereses del préstamo que la Iglesia había tenido a bien concederle. En el último año obtuvo el cargo de abastecedor oficial, y se había dedicado en cuerpo y alma al control de la matanza, la distribución y el mantenimiento de los precios. La abundancia ganadera había convertido a la villa en la mayor proveedora de carne de la ciudad de México.
Anna andaba aquellos días de rezo muy ajetreada con los preparativos del matrimonio. El pequeño comercio que don Balthasar de Sauto mantenía abierto en el centro de la villa se había convertido, de la noche a la mañana, en su lugar de peregrinaje preferido. Era la mejor tienda, la más surtida, donde se vendían terciopelos negros y cintas de seda exportadas desde la mismísima Italia, perlas finas de Oriente o azafrán de Guatemala, a la vez que cacao, mantones de algodón de Sultepec y pergamino. Estaba entretenida y, aunque no entendía bien el imperioso deseo que movía a Domingo Narciso a alejarse precisamente en aquellas fechas tan especiales, lo disfrutaba por la libertad que ello le proporcionaba para decidir y actuar en todo lo referente al día de su matrimonio.
El sólo regresaba en fechas puntuales. Asistió a los oficios religiosos más obligados, y le regaló un Misterio hermosamente tallado con las figuras de San José, la Virgen y el Niño que ella celebró con alegría adolescente.
—Será el que pongamos en nuestra sala de asistencia. Ya me lo imagino, será perfecto, junto al balcón principal. No se lo enseñaré a nadie hasta que lo podamos lucir en nuestro propio hogar. ¿Crees que en las próximas navidades estaremos ya allí? Es difícil que las obras hayan terminado para entonces, lo sé, pero me ilusiona pensar que podríamos colocar…
—Tendrás que tener un poco de paciencia. Las obras no van tan rápidas como tu cabeza. Yo también estoy deseando, pero si queremos la casa que imaginamos habrá que esperar. —Se lo dijo sabiendo que ella comprendería, como siempre lo hacía. Y aprovechando aquella generosidad, continuó hablando—. Tengo que pedirte algo. Quiero que la misa de nuestro matrimonio la oficie también el padre Alfaro. Sé que no es un clérigo de aspecto, digamos, apropiado para una ceremonia, y que el padre Villegas, único beneficiario de la parroquia, se puede sentir violento, pero ya he hablado con don Felipe de Alfaro y está dispuesto a cubrir un segundo puesto en el altar. ¿A ti te parece bien?
—Sí, por mi no hay problema. Además, mejor déjame a mí tratar el asunto directamente con don Esteban, seguro que no pone impedimento en compartir el oficio.
—Coméntaselo también a tu padre, estoy convencido de que le agradará la noticia.
Domingo Narciso se había hecho muy buen amigo del padre Alfaro, al que conoció gracias a la relación que éste mantenía con Unzaga, su suegro. Don Felipe Neri de Alfaro se había convertido en una leyenda viva en San Miguel, abandonando dos décadas atrás el Oratorio para trasladarse a Atotonilco, a doce kilómetros de la villa, en mitad de unos campos yermos. Y allí, próximo a los ojos de agua caliente donde ricas herederas curaban los desarreglos del parto, se había empeñado en levantar un santuario y una casa de ejercicios espirituales con el dinero de su propia herencia y los generosos donativos de las familias más ilustres y devotas, entre las que se encontraba la de Unzaga.
Domingo Narciso, desde que conoció al padre Alfaro, sintió un respeto y una admiración tal por su obra que no tardó en entregar también buenos caudales a la causa. Pero, sobre todo, había entregado su confianza espiritual a aquel hombre sabio que había recorrido mundo, estudiado y conocido la lejana Italia, y tenía la clemencia de un ser universal. Con él había debatido y confesado los pesares que arrastraba por no haber respondido a la llamada de su padre. Todavía hoy, cuando pensaba en los ornamentos y la amplitud de la casa que construía, la casa que sería de los Allende en la Nueva España, y la comparaba con aquella que había abandonado a su suerte por no regresar a tomar asiento y gobierno de las heredades que se le ofrecían por sangre, se sentía el peor de los hombres y el más ingrato de los hijos.
Atotonilco, aquel lugar extraño que a su beneficiario le gustaba predicar que se trataba de la Jerusalén de la Nueva España, se había convertido en los últimos tiempos en su cobijo, el refugio de sus remordimientos y mayores temores. Y el padre Alfaro en un amigo sincero y exigente, que apaciguaba como nadie los fantasmas de su pasado. Si hubiera sido por Domingo Narciso el matrimonio se celebraría en el santuario dedicado al Jesús Nazareno, de una belleza soberbia. Sin embargo, reconocía que sería una crueldad para Anna sellar en un templo rudimentario como aquel el matrimonio, al son de un único clérigo, humilde hasta el extremo que sacrificaba de forma cruel su propia carne, apareciendo magullado y herido en más de una ocasión ante los feligreses que le acompañaban en sus múltiples rezos. Aquel lugar no era el idóneo para desposar a Anna de Unzaga y Menchaca, así que no discutió el templo, pero sí discutiría la bendición. Cosa que no fue necesaria.
El día catorce del mes de febrero el altar de la parroquia esperaba a los novios para sellar ante Dios y los hombres su unión matrimonial. Ella, una jovencísima criolla de hermosa piel blanca, vistió para la ocasión galas propias de una cortesana. Domingo Narciso, al igual que todos los invitados a la fiesta, no pudo dejar de contemplarla durante toda la jornada. La dulzura que emanaba del rostro de Anna le embriagó para siempre aquella mañana. Ni la pelea de gallos, una de sus atracciones más vitoreadas, logró desprenderle por completo del candor que desde ese día caminaría a su lado, sonriendo junto a él.
Berrio y Aldama insistieron para llevarle con ellos al circo cruel de las aves. Las apuestas estaban abiertas y los pájaros izaban sus crestas desafiantes. Jugaron, arriesgaron y bebieron. Hubo más de un macho presumido batiéndose a picotazos sobre la arena, los hombres se abalanzaban sobre ellos, vociferaban palabras ilegibles, insultos y grandezas. Decidieron salir de allí cuando todo estaba perdido y ni un mal peso habían cobrado del gallo que se suponía iba a ser el campeón.
Entonces Berrio, animado por el alcohol y la recuperada compañía de los amigos, decidió que sería una buena idea bendecir la casa nueva de Allende, aunque no estuviera terminada.
—Vamos a buscar al padre Alfaro. Él regará sus cimientos con agua bendita, ¡para que nazcan al interior de tu hogar buenos retoños que luchen por esta tierra también bendita!
Domingo Narciso lo miró extrañado un instante para, al segundo siguiente, contagiarse sin remedio de la carcajada de Aldama. El joven Ignacio no dejaba de reír y aplaudir la ocurrencia de Berrio, siempre tan comedido.
—Tienes razón, esta tierra es una bendición. Vamos a buscar a don Felipe. Que nos haga los honores y riegue tu casa, pero sólo eso, Allende, que Alfaro no te haga todo el trabajo…
Todos trataron de ocultar las risas tras una mueca de seriedad confusa. La novia se acercaba vacilante. Saludó, y después de recibir los correspondientes halagos le pidió que la acompañara a donde se encontraba su padre, al parecer éste quería presentarle a alguien importante que acababa de llegar de México. Domingo Narciso no tardó en regresar y comprobar que la idea de bendecir su casa se estaba materializando. Don Felipe Neri de Alfaro mantenía con Berrio y Aldama una conversación de lo más animada.
—Díganos padre, ¿no es demasiada soledad la que se impone? Ya nunca se le ve por San Miguel.
—Aquí estoy, ¿o acaso no me veis? Y ahí viene el novio —anunció el cura.
Este se unió a ellos satisfecho de alejarse por unos instantes del tumulto y deseoso de conocer las impresiones de su amigo Alfaro. El beneficiario de Atotonilco vestía una raída y oscura sotana en la que se acumulaban los años de polvo y tierra que había dedicado a las obras del Santuario y la casa de ejercicios. Delgado, pálido y de aspecto demacrado, se le encendían los ojos como dos luceros cada vez que hablaba de la semejanza entre los yermos campos de Atotonilco y la Tierra Santa. Era un hombre admirado por su entrega y pasión por Cristo, a la que se dedicaba en cuerpo y alma, día y noche, sin descanso.
—Allende, ansioso estoy por conocer y bendecir tu nuevo hogar. Vayamos cuanto antes porque he de emprender el camino de regreso, mis devotos alumnos esperan a su guía espiritual.
—¿Tan pronto?, ¿no va a comer con nosotros?
—Primero lo primero, amigo Allende, y es la bendición de esos cimientos regios que se alzan frente a esta parroquia y que desde aquí puedo admirar. La comida es secundaria para este cuerpo, que se alimenta de la savia divina de nuestro señor Jesucristo.
El rezo fue breve. El padre Alfaro se situó en una de las esquinas al interior de aquel edificio aún por concluir, con la vieja parroquia a su espalda. En aquel mismo espacio se acabaría erigiendo el oratorio particular de la familia Allende. Alfaro bendijo el nuevo hogar con el deseo explícito de que se llenara de hijos y prosperidad en los años venideros. Después se alejó por el camino que mira a poniente, tan silencioso y callado como había realizado su entrada. Su gran logro había sido la casa de ejercicios espirituales, cuyas habitaciones, refectorio y patio se encontraban junto al santuario. En ella los penitentes pasaban los días bajo su dirección espiritual, dedicando su tiempo a la plegaria colectiva, la meditación, el examen de conciencia y la flagelación penitencial. Cuando llego a Atotonilco, de noche cerrada, una treintena de hombres, ricos y pobres, avanzaban arrodillados por el patio de la casa, envueltos en túnicas sangrantes y coronas de espinas apretadas a sus sienes, alumbrados únicamente por los cirios que portaban en sus manos quemadas por la cera luna tras luna, y aguantando las pesadas imágenes del calvario sobre los hombros. Alfaro se sintió feliz una vez más de encontrarse en el lugar que había elegido como el más Santo de esta tierra de la Nueva España.
A pocos kilómetros otro hombre, éste más mundano y terrenal, trataba de apaciguar los temores de la joven con quien se había unido hasta la muerte. Como dos desconocidos, se buscaron en la penumbra de la alcoba, primero con los ojos y luego con las manos, respetando los lugares más ocultos, dejando que fuera él quien dirigiera los actos para los que se había inventado el matrimonio. Poco a poco los nervios de la dama cedieron a la ternura y un renovado deseo la empujó a las manos del hombre que la poseía. Él olvidó todo lo aprendido, lo vivido y sentido en los brazos de indias y mulatas; en su lecho ya no habría sitio para otro cuerpo. Reconoció en aquella piel blanca, y más suave que la seda que llegaba en barcos desde Filipinas, el amor eterno por otro ser humano. Y fue tanta la impresión que le causó el primer encuentro que rompió la norma que la buena costumbre establecía y, pese al mal humor que ello generó en su severo suegro, nunca yació en otra cama distinta a la de su amada.
Fuera de la alcoba conyugal la boda se había convertido en todo un acontecimiento. Durante semanas no se habló de otra cosa en las reuniones sociales. Hombres y mujeres trataban de acomodarse a la nueva circunstancia que unía para siempre a Unzaga con su yerno. El primero un hombre de gobierno que ocupaba algunos de los puestos más importantes del Cabildo, y el segundo un joven prometedor que contaba con una de las haciendas más prósperas y fructíferas de la villa.