Le oyó salir temprano. La pesada madera de la puerta se quejaba con un lamento muy viejo, difícil de ignorar. Manuela se desperezó, se estiró y volvió a acurrucarse encogiendo todo el cuerpo bajo las mantas aún calientes. Hacía frío fuera, lo sentía en la piel de la cara. Sería una de esas heladas que cubrían todo de escarcha. Bostezó e hizo ademán de levantarse. Se palpó el vientre, liso y plano, subió las manos hacia el pecho, lo acarició despacio. Sonrió para sí un segundo antes de decidirse a enfrentar la fría mañana de aquel primer día de enero de 1764.
En Molinar, las llamas de tres velas oscilaban bajo el gélido ambiente invernal, esperando a que las votaciones dieran a su fin. El juramento de los nuevos cargos electos del Concejo fue más rápido de lo habitual, tenían prisa por abandonar el árbol que les daba cobijo y calentarse al lado del fuego encendido ya en la taberna, donde las hermanas Arechavala los aguardaban con un buen caldo caliente. Como cada comienzo de año, se reunían aquí los hombres del valle para tomar parte en los comicios que designaran el nuevo ayuntamiento. Tras escucharse su nombre, las manos alzadas de los presentes confirmaron el nombramiento de don Manuel de Braceras y Urrutia como primer Alcalde. El señor de Isasi se levantó y agradeció con ferviente alegría el apoyo unánime de todos. Enseguida alguien sopló las velas, y aquella turba de hombres escarchados corrió a refugiarse.
La casa era un témpano a esa hora. Manuela atizaba el fuego para poder calentar algo de alimento con que acallar los gruñidos de sus ávidas tripas El frío siempre llega con hambre, pensó mientras soplaba insistente las débiles llamas que trataban de apoderarse del aire. Se había vestido con esmero, con dos basquiñas superpuestas que abultaban sus caderas, a la vez que tapaban la saya gastarla y polvorienta por el barro acumulado en la calle durante los últimos días de lluvia. Lo mejor de aquel atuendo era la chambra que había terminado de coser y rematar la noche anterior. Una prenda muy especial que despertaría la mirada envidiosa del resto de mujeres, sobre todo por las puntillas que asomaban bajo las mangas. No eran nuevas, apenas un apaño hecho con algunas prendas de su madre que, durante los largos años de luto obligado, había mantenido escondidas para no caer en tentaciones. Después del duelo siguió sintiendo la pena por la pérdida durante mucho tiempo, hasta que se decidió a abrir el viejo arcón donde guardaba esa parte de su herencia. Era certera con las puntadas, hábil para pasar el hilo, pero además poseía un gusto especial por el vestido, algo que no le perdonaban fácilmente sus vecinas.
En la iglesia, aquella tarde, mientras los feligreses esperaban el comienzo de una eucaristía que bendijera el nuevo año, el murmullo ascendía hasta los rincones más altos del templo. Nada hizo suponer a Manuela que era ella y no otra la causante de la inapropiada charla, hasta que su hermana Francisca, de camino a Zubiete, no dudó en tacharla de imprudente.
—No te entiendo, ¿qué tengo que ver yo con la gente que habla en la iglesia? —protestó.
—Hablan de ti. ¡No seas tan ciega!
—¿De mí?, ¿y qué razones tiene nadie para hablar de mí?
—Es por tu ropa, te vistes como señora siendo criada.
Manuela no quería seguir escuchando, ya sabía lo que venía a continuación. Miró a su otra hermana, y en la expresión de Josefa comprendió que aún faltaba un reproche mayor.
—De lo que no te quieres dar cuenta, Manuela, es que la gente murmura tu relación con el señor de Urrutia. Parece que te has vestido de estreno para celebrar su nombramiento. ¡Solo Dios sabe lo que hay de cierto en eso!
—Sois peor que ellas. Siempre dejándoos arrastrar por las habladurías. Lo que yo celebro es el nuevo año y no otra cosa, por mucho que esas viejas cotorras se empeñen en manchar mi honor y el nombre de mi señor. Nunca he faltado a nadie y no he hecho cosa alguna que merme mi honra. Cualquier acusación en ese sentido es falsa.
Se giró sobre sus propios pasos, malhumorada. Pensaba acercarse a casa y esperar a su padre, pero la discusión le hizo cambiar de idea. Desde la muerte de María, siempre que podía y el tiempo acompañaba, le gustaba sentarse junto a Antonio y su cachaba a ver el sol esconderse por el alto de Berbiquez. Aquel primero de enero, que había amanecido tan frío, despejó temprano y la luz se dilató en una tarde corta pero agradable. Pronto oscurecería y volverían a sentir la primera escarcha sobre la piel. Se encontró con su padre en el puente, con la torre de Oxirando observándolos.
—Hija, ¿ya vas de regreso?
—Sí, no puedo demorarme más. Mañana me cuenta cómo ha ido la votación en el Concejo.
—Tu señor es el nuevo alcalde, eso ya lo sabrás ¿verdad?
—Sí. Pero nada sé de los que han sido nombrados en Indias. ¿Estaba alguno de los nuestros entre ellos?
—Sí hija, ha salido primer regidor un primo tuyo, Francisco Antonio de Ayerdi.
Eso es una alegría para los parientes de Arracico. Mañana regreso, aita descanse y procure abrigarse que la noche viene mus fría.
—Ve con Dios, Manuela.
Antes de llegar al otro extremo del puente creyó oír su nombre y se giró sobre sí misma. Allí seguía Antonio, en el mismo en el que lo había dejado, observándola. Retrocedió unos pasos hasta alcanzarle.
—¿Qué le ocurre?, ¿necesita alguna cosa?
—Nada, sólo que… —y una mueca le torció el gesto—. Me alegra ver que has sabido sacar buen partido a los viejos vestidos de tu madre.
Antonio continuó su camino, algo que a su hija le costó reanudar, y cuando por fin dejó a su espalda Oxirando una sonrisa se dibujó agradecida en su cara. Poco después, mientras escuchaba el quejido de la pesada puerta que cerraba la torre de Urrutia tras de sí, sintió la calidez del ambiente en una casa en la que al menos tres chimeneas quemaban carbón y leña para salud de sus habitantes.
Don Manuel aún no había vuelto. Finalizada la votación salió a caballo hacia la villa de Bilbao y nada se sabía de la hora de su regreso. Jacinto Pereda, el joven Zurrape que Gerardo halló un buen día en una cueva de Lartundo, se encargaba de las caballerizas del señor, y esperaba en la cocina con la confianza de que éste no se retrasara más de lo conveniente.
—El frío es gélido ahí afuera, pero más temor me dan los asaltantes de caminos.
—No digas tonterías, Zurrape, nadie va a atacar a don Manuel. Además, ¿no me habías dicho que iba acompañado?
—Sí, había otro señor con él, pero quién sabe si éste regrese también al valle.
—Aún es temprano para impacientarse, tengamos calma. No empieces a imaginar lo que no es, que te conozco bien.
Manuela recorrió la casa comprobando que todo estaba en orden. Nada le pareció extraño a primera vista, y entró en la cocina con una vestimenta más doméstica, dispuesta a preparar una cena copiosa por si Urrutia regresaba hambriento y quizá con algún invitado que añadir a la mesa. A menudo la sorprendía con comensales, obligándola a improvisar.
Después de aderezar los pucheros se sentó, como tantas otras noches, a esperar entretenida con algo de costura entre las manos. Horas más tarde Zurrape entraba en la cocina anunciando el sonido de los cascos del caballo que se acercaba al portal de la casa. Manuela se incorporó sobre el fuego para avivar la llama que empezaba a languidecer a esa hora.
—Buenas noches, ¿hay algo caliente por aquí que entone este pobre cuerpo helado?
—Enseguida —se apresuró a contestar.
Don Manuel ocupó un lugar junto al fuego del hogar. Solía comer en la habitación contigua, salvo raras excepciones como esta noche, en que le apetecía más que nada la compañía cercaría de ella. A la luz de la hoguera parece más joven de lo que seguramente es, pensaba mientras la contemplaba en silencio. A Manuela le gustaba aquella mirada, entre protectora y cómplice.
—¿Cuántos años tienes?
—Muchos. Mejor no me haga recordar.
—Vamos, mujer, dime el año de tu nacimiento.
—Nací en el treinta y tres, en el mes más frío, febrero. Dicen en mi casa que fue una noche gélida. A la abuela de Arracico le gustaba contar que nunca vio otra luna igual ni escuchó un llanto de vida como el mío.
—¿Tanto?
—Decía que mi grito se desvaneció por las rendijas que dejaban las piedras altas de la casa, recorrió los valles y se adentró por chimeneas y ventanas, llegó a los muros de las iglesias y entro a besar con su susurro las almas en ellas guardadas. Eso decía, y también le gustaba anunciarme como la quinta y última hembra parida en la casa de los Allende de Zubiete. Como si no fuera nunca a haber otro nacimiento bajo ese mismo techo. Recuerdo que hablaba bonito, como quien te cuenta la historia que has de vivir.
—Tu padre dice que le recuerdas a ella. Que luces la mirada aguda de tu abuela materna.
—Cosas de él. Siempre le gustó la abuela, y le llevaba la contraria sólo por escucharla hablar. Cuando ella decía estas cosas de mi nacimiento, él recordaba mi bautizo por el olor pestilente que se escapaba de las sepulturas de caridad que hay en Molinar. Las de pago se habían encajonado y enlosado años atrás, pero las tres últimas filas, las reservadas desde siempre para los pobres, se mantuvieron en tierra hasta entonces, y el día de mi bautizo el suelo de la iglesia debía estar removido, y según dicen había huesos por todas partes y un olor nauseabundo proveniente de los muertos más recientes. Para mi padre esa era la razón de mi escandaloso llanto, y no otra.
Los dos rieron un instante antes de que Manuela quisiera conocer los detalles de la votación de aquel día y de su elección como alcalde. Él fue terminando la cena mientras describía la escena bajo el árbol de Molinar, los cargos y hombres elegidos a mano alzada, la unanimidad y el vino con que celebraron, discutieron y rieron. Se mostraba contento y feliz compartiendo con ella los avatares del día, sabiendo que le escuchaba paciente y complacida. Les gustaban esas charlas en la intimidad, sin más testigos que el fuego y la oscuridad de la noche asomando tras las rendijas de la madera.
Del viaje a Bilbao no dijo nada, pero sí anunció la próxima visita de un joven que regresaba de Indias, y que le había enviado recado solicitando el alquiler de la casa que mantenía vacía en Isasi.
—En ese caso tendré que ponerme con la limpieza cuanto antes, lleva años cerrada y Dios sabe la suciedad que se habrá acumulado allí dentro. No estará habitable hasta que no se le de un buen repaso. ¿Cuándo cree que llegará el inquilino?
—Parece que en breve. El recado me lo ha mandado desde la villa de Madrid, y según ha dejado dicho emprenderá viaje en unos días.
—¡Pero, eso es muy poco tiempo!
—Dispon lo necesario, Manuela, no quiero perder una oportunidad así. Es una buena casa y una vez aseada estará en inmejorables condiciones. Podemos pedir un buen precio por el alquiler. Además, he oído decir que el joven en cuestión ha hecho fortuna en la Nueva España, así que no presentará problemas para el pago.
Don Manuel se levantó y se frotó la cintura con las manos. El día había sido largo, y el viaje a caballo hasta Bilbao le había dejado dolorida la espalda. Los ojos sonrientes de la muchacha le ayudaron a abandonar aquella postura quejosa y estirarse al fin. Antes de que su silueta se perdiera por completo en la oscuridad del pasillo, por el que avanzaba con la inseguridad de quien deja escapar otra oportunidad, Manuela alzó la voz para preguntarle:
—¿Y conoce el nombre de ese joven?
—Sí, La Torre, Domingo de la Torre y Ugarte.
Aquel nombre retumbó en su cabeza mientras retrocedía sobre sus propios pasos. Cuando alcanzó la silla, se sentó tratando de apaciguar el temblor que se había apoderado de sus piernas, sin poder ver más que las llamas queriendo trepar por el hueco de la chimenea. Una ilusión juvenil se apoderó de ella, dejando resbalar por sus mejillas las lágrimas que liberaban la tensión guardada durante años.
A la mañana siguiente, muy temprano, Juana de la Presa escuchaba atónita a su amiga, ella tampoco podía creer que Txomin, el mismo que desapareció de sus vidas catorce años atrás, regresara de nuevo al valle.
—¿Y sabes si viene casado o soltero?
—Ha de hacerlo soltero, porque de lo contrario don Manuel me lo hubiera advertido.
—No te fíes, que con los hombres ya se sabe.
Pero mujer, aunque sólo fuera porque la casa esté preparada para recibir a una señora, algo me hubiera dicho, ¿no te parece?
—Quizá tengas razón, pero aún así no debes confiarte. A ver qué nuevas trae, Manuela, es mejor no precipitarse —le advirtió precavida.
—Ya lo sé, Juana, no te aflijas. Es que ya no esperaba nada de aquellas tierras y de pronto…
—Te traerá noticias de tu hermano Domingo Narciso.
—Confío en ello, y en que me cuente todo lo que en las escasas cartas que me llegan de él no cabe.
—¿Y para cuándo dices que estará aquí?
—No tardará muchos días, así que mejor me apresuro con la limpieza de la casa. No se me ha encomendado otra labor más urgente. Por lo pronto ya he pedido a Teresa que se ponga hoy mismo a sacar buena parte de los trastos que hay allí dentro.
Manuela se levantó y antes de marcharse se asomó a la cuna al lado del hogar. Juana había hecho un buen matrimonio con un joven de Irazagorria que la preñaba cada año. Se la veía feliz con aquella prole de hijos que se sucedían uno detrás de otro en su regazo. La joven Allende tuvo ocasión de compartir con ella algunos partos y muchos largos desvelos a causa del ahogo que sufría uno de ellos, pero nunca sintió un deseo semejante por parir y amamantar a sus propios hijos. Tampoco se le presentó la ocasión. Al igual que sus hermanas, la falta de una dote que aliviara las condiciones de un contrato más o menos ventajoso les había dejado a las puertas de un matrimonio que no acababa de formalizarse.
La noticia del regreso se extendió como pólvora. También en Oquendo se supo del retorno de Txomin de la Torre desde la tierra de Indias. Quien más y quien menos contaba con algún pariente afincado en los territorios del virreinato español y a todos les urgía conocer fechas, razones e intenciones. La expectación despertó la imaginación adormecida, sin faltar un púlpito desde el que se mencionara el hecho y se bendijera la pronta y feliz venida de aquel joven que regresaba a casa, previsiblemente con encargos, misivas e importantes caudales.
Manuela no tuvo más noticias que las que recibió de su señor la primera noche del año. Después de la precipitada charla con Juana, se concentró en el arreglo y acomodo de la casa de Isasi. Junto a Teresa, hicieron acopio de fuerzas y empeño y poco a poco lograron limpiar y barrer el abandono acumulado durante años. Cuando consideró que el momento había llegado, pidió a don Manuel que la acompañara a supervisar el mobiliario y le convenció de la necesidad de incluir una buena cama, una mesa nueva y algún arcón con que llenar las habitaciones más desocupadas. A mediados de enero la casa estaba lista para recibir al nuevo inquilino, y a finales de mes Manuela empezó a impacientarse. La Torre no había llegado y tampoco había mandado recado anunciando su demora. Sólo la intensa nevada que había cubierto durante las últimas semanas las cimas de las montañas hacía pensar que el retraso podía deberse a las malas condiciones de los caminos.
El ocho de febrero se despertó temprano. El cielo seguía encapotado, de un gris oscuro, opaco, pero no llovía ni nevaba. Todo estaba quieto, parado en el tiempo muerto del invierno. La casa callaba sus secretos a esa hora de la mañana. Apenas se vistió de forma rudimentaria para alcanzar la cocina y encender un buen fuego, cuando el ruido de unas ruedas pisando el camino le hizo incorporarse y asomar la mirada a la pequeña ranura que era la ventana. Desde allí divisó un carruaje aproximándose. Se acercó todo lo que pudo a la hendidura y entonces lo reconoció. Cabalgaba a un lado del sendero, con la mirada agudizada de aquel que va buscando algo. Llevaba el pelo largo, una melena desenfadada que cubría sus hombros con bucles claros. Le sorprendió la barba espesa y la piel curtida. Se quedó muda y quieta, protegida por la madera que oscurecía el interior de la casa, hasta que le perdió de vista. Iba a echar a correr a su alcoba, segura de encontrar algo más adecuado con qué vestirse, cuando oyó la voz de Zurrape en la calle indicando al recién llegado la dirección de la casa que había alquilado.
—No tiene pérdida, la encontrará al final del sendero. Doy aviso y le alcanzo en un momento para ayudarle con la carga.
En torno a la ermita de Isasi se extienden la tierra y el campo robado a la montaña. Allí, al pie de las casas que pueblan la colina, Manuela se instaló en 1750, en la antigua torre perteneciente al linaje de los Urrutia. Un caminito de hierba unía la vivienda con la ermita, apenas cincuenta metros que recorría cada día, en ambas direcciones, buscando consuelo o agradeciendo alegrías a la virgen de la que se volvió devota a la semana de estar allí arriba.
Desde la parte alta de la torre podía divisar Zubiete y, casi por intuición más que por certeza, reconocer el tejado de la morada de los Allende. Lo descubrió al poco de llegar, cuando la distancia aún le parecía larga, pero fue en los años en que la enfermedad de su madre se volvió más exigente con todos ellos cuando más veces ascendió por esas escaleras empinadas. Desde allí vigilaba, esperaba y aceptaba las indicaciones de sus hermanas, que cuando la necesitaban colgaban una sábana blanca en el balcón de la fachada que ella divisaba entre el arbolado y las piedras de otras casas. Entonces, corría por el sendero de Berdugal, y ya sin resuello alcanzaba Zubiete y la habitación de María. Más de una vez sintió el miedo de no llegar a tiempo, de no tener el aliento que necesitaba para dar consuelo al cuerpo menudo y dolorido de su madre. La noche que al fin descansó en paz ella también estaba en casa, y aún así, salió al balcón y extendió la sábana blanca con un pañuelo negro prendido en el centro. En la torre de Urrutia no falto quien viera el anuncio, y aquella noche don Manuel llegó a Zubiete con la intención de acompañar en su desconsuelo a Antonio y el deseo de estar cerca de ella.
El regreso a Isasi fue un descanso reconfortante. Apenas se cumplieron los ritos del sepelio Manuela volvió a sus quehaceres en la torre, deseosa de ocupar sus manos y su mente, de entretenerse y de volver a escuchar a Jerónima de Llaguno las historias que contaba de antes. La anciana había servido en esa casa toda su vida, incluso cuando no hubo señores habitando estas paredes. Ahora se encargaba únicamente de la cocina, y a veces ni eso, porque si no estaban pendientes de ella se adormecía por las esquinas olvidando el guiso que se consumía sin remedio al calor de la lumbre. Manuela cubría con cariño sus despistes y escuchaba con atención sus largas charlas. Los muchos años le habían dado el conocimiento de los mayores secretos de la familia, las razones de sus casamientos y los arreglos ofrecidos por algún vástago ilegítimo. Sabía de rarezas, mañas y tretas que componían lo irreparable, y de fisuras en la voluntad de muchas personas que otros aprovechaban para engrandecerse.
Fue esa misma Jerónima quien inculcó a Manuela la devoción por la virgen de lsasi, y también fue ella la primera en darse cuenta del interés que la muchacha despertaba en Braceras. Sobre eso la previno y la indujo a un buen entendimiento y hábil manejo: Nunca le des todo lo que quiere, pero se cautelosa, que no vea que le niegas lo que cree le pertenece. Al principio Manuela no entendió el significado de tales palabras, pero la memoria las guardó y el tiempo le ayudó a descifrarlas.
Se lo encontró la primera vez en la puerta de la cocina, con una mirada intensa y decidida. Era de noche cerrada y apenas resplandecía una llama en el hogar. Sintió que se acercaba, le oyó respirar tan próximo a su piel que se erizó como un pollo al que van a degollar. Se quedó quieta, muda, temerosa de sí misma, dejándose hacer. Apenas un instante después él le acariciaba la mejilla y la sonreía, alejándose de su piel con la misma delicadeza y cuidado con que se había acercado. Esa misma noche, cuando se desprendió de la basquiña y la chambra, quedándose en camisa debajo de las mantas, palpó la piel aún erizada de su cuerpo y creyó echarle de menos. Fue poco a poco cediendo a aquel cuidado, a aquellos encuentros esporádicos que duraron años y que le dieron algunos momentos buenos, y más de un sonrojo ante las miradas inquisitorias que le parecía ver en el resto de habitantes del valle. Las formas y el trato eran severos en público, distantes y cordiales, pero a pocos se les escapaba que Manuela, con ese gesto altanero y la soberbia marcada en las puntadas de su vestido, se mostraba superior a la condición que desempeñaba.
Lo vivido despertó su ingenio, y no tardó en conseguir del señor de Urrutia el apoyo que una mujer soltera requería para lograr con éxito su propósito. Pocos meses después del primer encuentro le pidió consejo para la compra de un ganado que ya tenía visto y apalabrado. El sueldo acumulado cubría el precio, pero necesitaba que él formalizara el trato, y que la ayudara a negociar un contrato con algún aldeano de la zona dispuesto a cuidar de las reses. Así fue como a sus 26 años se convirtió en la primera mujer de Gordejuela con una aparcería de ganado en propiedad.
En más de una ocasión sintió cómo callaban a su paso y volvían a retomar la conversación a sus espaldas. Nunca bajó la cabeza, nunca se excusó por nada o dio razón. Después, tal y como había pronosticado la anciana, dejaron de darse los encuentros, los roces y hasta las habladurías. Manuela no preguntó y él no se explicó, pero continuó apoyando cada sueño, cada desvelo y cada momento que la pequeña de los Allende habría de vivir.
El resto de casas que salpicaban la colina de lsasi también eran propiedad del señor de Urrutia. Próximo a la torre antigua se levantaba un rudimentario caserío de campo ocupado por Juan de Villachica, un hombre amable y distendido que en más de una ocasión había compartido txakoli y guiso con Manuela. Al norte, un camino angosto se dirigía hacia la casa de Chavarri de Urrutia y la torre de Larrimburu. La primera la habitaban Fernanda de Otaola Urruchi y sus padres, mientras que la segunda, elevada sobre un terreno llano poco habitual a esta altura de la montaña, fue alquilada hace algunos años por Martín de Beraza para acomodar en ella a su extensa familia.
La casa alquilada por Txomin a su regreso de San Miguel el Grande era la más alejada de la ermita, y se la conocía como la casa de Isasi. Rural y poco cómoda en sus orígenes, había ido adquiriendo ciertos ornamentos que la diferenciaban del resto de caseríos que poblaban el valle. Con la fachada orientada al sur, vigilaba desde su altura las otras edificaciones. Su nuevo inquilino llegó el mismo día que Manuela cumplía treinta y un años, y se instaló por tiempo indefinido en el lugar más alto y aireado de Isasi. Se bajó del caballo y esperó en la puerta a que Zurrape lo alcanzara. Pisó el portal con pie firme, se adentró en la cuadra, ascendió por la escalara interior y revisó cada habitación sin prisa, sintiendo el frío de la piedra de nuevo envolviendo su cuerpo, el valle metido dentro de aquellas cuatro paredes, bajo las tejas rojas y viejas que se inclinan en prolongadas pendientes a este y a oeste. Subió hasta el camarote y reconoció en el crujir del suelo los años transcurridos lejos. Desde una ventana divisó el pueblo, contempló el paisaje, se llenó de verde y de agua. Fue posando sus ojos en las casas que mejor reconocía. La de mis padres y la de La Presa, en Zubiete. La torre de Oxirando junto al puente, y la iglesia de Molinar. Parece que hay gentío ya en la hospedería de la plaza, aunque no estoy seguro de que sea esa y no la que está pegada. Tanto tiempo, tanto que me cuesta reconocer las chimeneas de mis paisanos. Será la distancia, que no es corta desde aquí. He venido a establecerme en la casa más alejada, eso me gusta. Isasi, la bella loma en la montaña. Era Manuela la que me observaba desde la ventana, tenía que ser ella, nadie tiene los ojos tan claros en estas tierras.
Un grito de Zurrape arreando al caballo al interior de la cuadra alertó a Txomin. Encorvado, atravesó el camarote hasta alcanzar las escaleras que descendían al portal de su nueva morada. El carro estaba ya vacío de carga, y el hombre que había contratado para que lo acompañara esperaba paciente el dinero prometido. Zurrape le anunció que don Manuel lo aguardaba en la torre antigua con un almuerzo apropiado. Pero su inquilino tenía otros planes y así se lo hizo saber.
—Dile a tu señor que no podrá ser hoy ese almuerzo, aunque el hambre aprieta al viajero. Antes de nada he de visitar el hogar de mis padres. Comprenderá que han sido demasiados años de ausencia para demorar un instante más el encuentro con los míos. Anúnciale que la casa me parece adecuada y que no habrá problema con el precio del arrendamiento.
Apenas bebió agua el caballo, montó ágil sobre su grupa y retrocedió por el mismo sendero por el que había llegado. Al pasar por delante de la torre de Urrutia miró hacia la fachada y, aún sin llegar a ver a nadie, se desprendió del sombrero y saludó al aire. Manuela, sigilosa tras una ventana, sonrió a la calle.
No se encontraron aquel día ni al siguiente, pero se vigilaban. Txomin cabalgaba por allí siempre a deshoras, lejos de poder toparse con Manuela. Ella rondaba el camino e interrogaba a Zurrape, que apenas sabía o conocía los negocios en los que andaba el nuevo vecino. Por don Manuel supo que no estaba casado, y por su padre que con él habían llegado algunos pesos fuertes enviados por Domingo Narciso.
Desde el púlpito de Molinar, días después, don Pedro bendijo al recién llegado y todos se giraron en busca de la figura señalada por el párroco. Todos menos Manuela, que esperó a que el resto regresara su atención al orador para observarlo de soslayo, a solas entre la multitud. Lo encontró más alto de lo que recordaba, más erguido, y con el gesto ensanchado. Cuando salió a la plaza lo rodeaban tantos vecinos que su persona sólo se adivinaba en el centro, pero ella no se acercó. Fue a encontrarse con sus hermanas, y después con Juana, que trataba de reunir a toda su descendencia para regresar a Irazagorria. Tomaron el camino juntas, una al lado de la otra, vigilando que los más pequeños no se desperdigaran por las huertas cercanas.
—Parece que el presbítero está satisfecho con el recién llegado. He oído decir que ha sido bastante generoso con la iglesia y también con sus padres. Todos a su alrededor están contentos, Manuela. Al parecer ha hecho fortuna como predijo —comenzó Juana.
—Eso dicen, yo también lo he escuchado.
—¿Has hablado va con él? ¿Sabes a qué ha venido?
—No, aún no nos hemos encontrado, apenas ha parado por Isasi desde que llegó.
—¿Y no te ha traído noticias de tu hermano?
—A mí no, pero ya ha estado con mi padre y le ha entregado algunos pesos que Domingo Narciso envío a través de él.
Cuando llegaron a Irazagorria Juana la invitó a pasar, pero ésta rehusó: debo regresar temprano a Isasi. Le faltaban pocos metros para el llano que se abría al sendero de la ermita y entonces lo divisó a lo lejos. Estaba de pie, frente a ella, en una postura de larga espera. El caballo y el sombrero retirados a un lado del camino. Manuela respiró profundo y continuó avanzando, como si aquella mirada no estuviera detenida en ella, en el movimiento de sus caderas. Llegó a su altura queriendo parecer serena. Se aproximó despacio, con el semblante risueño y las manos inquietas.
—Manuela, la pequeña Manuela —la recibió él.
—Hola Txomin. Cuánto tiempo. ¿Cómo estás?
—Con ganas de encontrarte desde que llegué. Se te ve muy bien. A tu hermano Domingo Narciso le gustará saber que luces tan buena moza como te dejé.
—¿Y cómo está él?, ¿qué noticias me traes?
—Está bien, y con una buena hacienda, sí señor. He de darte la carta que te escribió.
Una sonrisa amplia se dibujó en la cara de Manuela. Aquellas letras eran su mayor anhelo y se hacían esperar por años. Saberlas tan cerca le producía una excitación incapaz de disimular.
—¿Cuándo será eso?
—En este momento me esperan en San Román de Oquendo. Pero viviendo tan próximos no faltará oportunidad de entregarte lo que te traigo, y de que entablemos conversación tu y yo. He oído decir que eres una mujer de empresa.
La intención de él no era provocarle sonrojo, pero sucedió que ella sintió el calor adueñándose de sus mejillas, torció el gesto y se giró para retomar el camino diciendo:
—¡Envidia de aldeanos infelices!
Él no pudo evitar una risotada por el alarde de orgullo que le recordaba a otro tiempo y se despidió con un:
—¡No tardaremos en volver a vernos, Manuela de Allende!
El paisaje lo envolvió en su frondosa espesura cuando todavía no había hecho más que cruzar al otro lado de la montaña y bajar al fondo del valle, por donde el río Izalde dibujaba sus curvas. El agua sonaba a vida como en ninguna otra parte. Había recorrido mares, tierras y pueblos, pero ningún lugar le pareció nunca como este: los valles de Gordejuela y Oquendo partiendo la montaña, abriéndole las venas, llenándola de vida, de verde y agua. Disfrutaba recorriendo los senderos cerrados, casi inexistentes, que funcionaban como vasos comunicantes. Sólo un hombre caminando o un jinete con una buena cabalgadura podía transitarlos, saltando obstáculos, evitando encuentros. Si Gordejuela era hermoso, Oquendo hacia enmudecer al visitante. El primero resultaba acogedor, abierto, amable; el segundo era un enigma, un mundo inquietante y misterioso, inabarcable, que atraía por lo espléndido de su vegetación y la altura que alcanzaban sus cimas. En Oquendo las casas no se veían pero estaban, insuflando vida a sus montañas cerradas.
Txomin se llenó de aire, de oxigeno verde, y una repentina dulzura embriagó sus vísceras al recordar a Manuela poco antes, de pie, frente a él, con toda la firmeza de la mujer en que se había convertido y la frescura de una niña, sonrojada y altanera. Ella era esta tierra, en sus ojos estaban dibujadas estas montañas, las más hermosas, y toda la profundidad de los hombres que habitaban en ellas. No hay más que mirarla para darse cuenta, pensó mientras cabalgaba por Ascari en dirección a Zaldu. Había prometido a Ignacio de Aldama entregar una alhaja en la iglesia de San Nicolás de Bari, un plato de plata que había hecho grabar con la imagen de San José, y un saco de pesos fuertes con los que reconfortar la sepultura que guardaba los restos de su padre. Habló con el párroco, le entregó lo suyo y continuó avanzando por el sendero que le sumergía en Oquendo, dejando Zaldu, el peso de las monedas y el encuentro con algunos recuerdos.
Ascendió desde el campo de Escoriaza hasta Oquendojena. Cuando dejó atrás el caserío de los Sauto le pareció ver a una mujer en uno de los lados del camino, escondida tras la maleza. Al girarse y mirar en aquella dirección ya no la encontró. El caballo resopló nervioso y Txomin sintió un frío nuevo en los huesos. Una nube blanquecina se había instalado en las cimas más altas queriendo descender deprisa. Lo interpretó como el anuncio de próximas nieves y se alegró de alcanzar al fin la casa de los Aldama. Se apeó y se dirigió hacia un muchacho que arreaba sin entusiasmo a una terca mula, que por más que la azuzara no se movía. Le ayudó hasta lograr introducirla en la cuadra y entonces se presentó:
—Soy Domingo de la Torre, vengo buscando a los Aldama. ¿Es ésta su casa?
—Sí señor. Enseguida aviso a mi padre.
Un hombre viejo y torpe se asomó al portal poco después.
—Dice mi hijo que me busca. Soy Sebastián de Aldama, ¿bueno para qué?
Era el padre. El muchacho se colocó a su izquierda sin intención de moverse. Txomin comprendió que la diferencia de edad entre ambos era una vida entera.
—Mi nombre es Domingo de la Torre, recién llegado de las tierras de la Nueva España. Un hermano de usted le envía algo de caudal con que ayudar a mantener abierta la casa paterna.
Txomin aceptó la invitación y pasó al interior del viejo caserío, necesitado de un buen apaño para sostenerse en pie otros tantos años. Frente al fuego las mujeres calentaban un puchero. Se presentaron como hermanas y sobrinas de Ignacio, salvo una de ellas, que permanecía en silencio a un lado de la lumbre, con una rueca que hacía girar y girar. La observó sin disimulo, aquella mujer no pertenecía a aquel lugar. Dejó de hilar, se puso en pie y se presentó:
—Antonia Reyna Forti y Gil, para servirle.
Era seria, distante, y estaba preñada. Se percibía en sus ojos el disgusto que le producía todo lo que la rodeaba. Volvió a sentarse y a hacer girar la rueca. Entonces entró en la estancia un hombre de unos treinta años, moreno y bien parecido.
—Juan de Aldama y Arechederra, para servirle —se presento ofreciendo la mano al visitante.
Juan había vivido durante mucho tiempo en la ciudad de Cádiz. Llegó hasta allí junto a Domingo Aldama, su hermano mayor, para embarcarse a la Nueva España, pero le retuvo el gran temor que le produjo el mar nada más verlo. Txomin lo conoció en aquella ciudad, cuando llegaron Ignacio y él a su casa, antes de iniciar viaje a las Indias.
—¡Juan, benditos los ojos! A mi regreso te busqué por Cádiz y me dijeron que habías vuelto a la tierra de tus padres. Tenía que encontrarte. ¿Me recuerdas? Soy yo, La Torre.
—¡Santo cielo, si pareces otro! Cómo no voy a acordarme, Ignacio y tú me disteis los mejores días de mi juventud. ¿Cómo es que has regresado? Y mis hermanos, ¿cómo están ellos? ¿Has conocido ya a mi mujer?
Antonia se levantó de nuevo y Txomin comprendió de golpe la primera impresión que le produjo la dama. De pronto su semblante había mudado, estaba más relajada. Juan hablaba, trataba de explicar a todos quién era aquel visitante. Un rato después los dos salían del caserío y tomaban el sendero de Oquendo.
—Tienes que ver las obras, son una maravilla.
Hablaba de la nueva iglesia de Santa María que se estaba construyendo. La vieja, la que dirigió la vida religiosa del valle desde el lugar de Unza durante siglos, se encontraba medio derruida. Un accidente, le contó, un desplome casi completo del tejado que acabó matando a tres beatas que rezaban al interior del templo. Al menos la muerte las encontró en paz con Dios, pensó su amigo en silencio. Ahora se construía la nueva iglesia gracias a la donación de un Ibarrola que había hecho fortuna en Indias.
—¿Qué haces viviendo en la casa de tu padre? —La pregunta fue directa. Txomin había accedido a hablar de San Miguel el Grande, y de la vida que sus hermanos llevaban allí. Pero la incertidumbre le quemaba por dentro desde que vio a Juan en aquella casa y comprendió quién era su mujer—. Dime, ¿por qué has vuelto? Y casado con una mujer que de lejos se ve no pinta nada en el caserío de tu hermano mayor.
—Tienes razón, nada en absoluto pinta. Y una sonrisa incomprensible se dibujó en la cara de aquel Aldama. Pero tendrá que aguantar todavía unos días, hasta que consiga arreglarlo todo para establecernos en Bilbao. Es cosa de un mes más o menos.
—¿Y tu madre?, ¿cómo se encuentra? Traigo presentes también para ella —le anunció Txomin.
—Anciana pero fuerte. Vive en Guaza. Yo mismo se los llevaré.
La nieve comenzó a empapar las capas de los dos hombres, que cabalgaban despacio en una tarde que se volvía oscura y húmeda. Próxima a una de las torres que pertenecían a los Señores de Ayala, empezaban a tomar altura, a izarse hacia el cielo, en su búsqueda del Dios venerado, las paredes de la nueva iglesia. Con los brazos descubiertos, la cabellera empapada y la blanca nieve tropezando con las piedras de la fachada y con sus cuerpos, formidables ejemplares de seres humanos se afanaban en un trabajo al que los animales hacía tiempo se habían negado. Entre cuatro alzaban una piedra inmensa, con sus inmensos brazos tensados hasta lo imposible, avanzaban unos pasos y volvían a depositarla sobre el suelo, a un ritmo lento y cadencioso, con la expresión del sufrimiento marcándoles el rostro. Un nuevo grito gutural y la roca volvía a elevarse sobre las rodillas de aquellos musculosos hombres, para unos centímetros después volver a tocar suelo con la suavidad de un lienzo. Era una labor interminable hasta lograr aproximar la piedra al lugar donde debía ser colocada. El último esfuerzo les obligaba a rodear el pedrusco con gruesos ramales de cuerda trenzada, y una serie de gritos ilegibles, que emitían al unísono, marcaba cada instante del último trabajo que acababa por dejarles exhaustos. Después, un maestro cantero ajustaba y pulía la roca sobre el nuevo emplazamiento, en uno de los ejes principales de aquel templo que empezaba a dibujase como una gran cruz en el suelo.
En la taberna Juan entabló conversación con el presbítero, que se calentaba el gaznate con una jarra de vino humeante.
—Padre, ¿eso no será pecado? —le provocó.
—El frío, hijo, el frío y la humedad obligan.
Juan presentó a su acompañante y ambos se sumaron a la mesa con sendas jarras de vino caliente. Realmente, el cielo estaba siendo inclemente con ellos ese invierno. Habían dejado de contar las nevadas, y la sensación de humedad lo envolvía todo con su mohoso olor a viejo.
Como cabía esperar, la conversación se ciñó a las obras del nuevo templo de Santa María. Le contaban entre sorbo y sorbo cómo la antigua parroquia había sufrido tantas crecidas que hubo inviernos en que no se pudo celebrar ni una sola misa.
—En una ocasión el río subió hasta la segunda grada del altar, y en sólo dos días teníamos a los muertos más recientes flotando entre los santos.
—Bendito sea Ibarrola y su santa fortuna —añadió el presbítero haciendo esfuerzos por mantener los ojos abiertos.
—¡Si levantara la cabeza! Seguro se ha estado removiendo en su tumba de la Nueva España todo este tiempo. La primera noticia de la inmensa herencia que había dejado para la construcción de la nueva iglesia llegó a Oquendo cuando yo era apenas una moza, y mira ahora que vieja soy ya.
La que hablaba era la mujer del tabernero, que quiso explicar a Txomin cómo ese tal Juan de Ibarrola y Castañiza era un paisano que siendo niño se embarcó rumbo a las Indias. Igualito que usted, pero él nunca regresó. Su acompañante continuó el relato explicando cómo allí logró forjar una inmensa fortuna como mercader, principalmente de hierro. Sin matrimonio ni hijos, fue llevando con él a hermanos y sobrinos que, sin embargo, no recibieron la herencia que esperaban. En su lugar, a su muerte, en el año 1743, aquel ilustre oquendano señaló como principal beneficiaría de su inmensa fortuna a la iglesia de su infancia, para que se levantara en lugar idóneo una nueva parroquia de Santa María. Veinte años después iniciaban las obras del ansiado templo.
Había dejado de nevar y la niebla empezaba a descender por la ladera de la montaña, mezclándose con la bruma espesa que emanaba del río. El regreso se insinuaba peligroso, pero deseaba volver, dormir en el hogar de Isasi que era suyo, en la cama que esperaba a su cuerpo aterido para calentarlo y reconfortarlo hasta el amanecer. Caballo y jinete cruzaban ya por Ascari, con más de medio camino recorrido, cuando empezó a neviscar de nuevo. Enseguida todo se cubrió de un blanco luminoso y la mañana amaneció nevada una vez más aquel invierno, volviendo los caminos intransitables para aldeanos y carros. Durante los diez días que continuó aquel llanto blanco Manuela se mantuvo alerta, esperando un nuevo encuentro con su primo y, sobre todo, ansiando la carta, aquellas letras que Domingo Narciso le había escrito y no acababa de tener entre sus manos. La tentación de acercarse a la casa de Isasi sobrevolaba su imaginación cada mañana, pero la prudencia se imponía apenas pisaba la madera del suelo y comenzaba a vestirse.
Cuando al fin cedió el temporal, corrió a Zubiete a encontrar en las piedras de los Allende el sosiego que empezaba a faltarle a su espíritu. Halló a Antonio entretenido con el emparrado de la fachada, podando y atando las delgadísimas ramas que durante el verano habrían de soportar el peso dulce de las uvas. Sus hermanas no estaban en casa y, después de una breve charla con su padre, Manuela continuó camino para encontrarse con la familia de su hermano. Joseph había regresado al valle hacía algunos años.
La casa que ocupaban pertenecía a Mateo de Escarzaga, y aunque junto a ella había una herrería en la que atendía su oficio, la dificultad para cumplir con el arrendamiento le obligaba a ausentarse durante días en que recorría los caminos buscando quehaceres y trabajos que sumaran reales a la maltrecha economía de aquellos difíciles tiempos. Por su parte, Narcisa había recuperado la lozanía de su juventud gracias a la compañía y el consuelo de sus cinco hijos. Hoy era una mujer distinta a la que años atrás se consumía en las montañas del hierro. Desde la calzada divisó la figura de la pequeña Nela.
—¡Tía!, dice madre que hoy es el día de mi nacimiento. ¿Dónde has estado? Se te ve distinta. ¿Tú sabías que nací este día? Y tú, ¿qué día naciste? Tenemos que ir enseguida al molino…
—Nela, por Dios, descansa, ¡así no hay quién te siga!
Manuela se rió, sintiéndose abrumada por la expresividad de su sobrina. Había nacido el 23 de febrero de 1752, trayendo con ella una alegría que nadie se esperaba. Después de la pérdida del primer hijo, Narcisa se entristeció tanto que dejó de vivir. Era difícil imaginar un nuevo embarazo, pero apenas dos años después paría una criatura tan pequeña que todos temían que no resistiría la primavera. La bautizaron enseguida y le pusieron por nombre Manuela Antonia. Eran dos ojos enormes, brillantes y redondos como dos lunas llenas, que lo miraban todo desde el brazo de su madre. Narcisa la llevó a cuestas durante los tres primeros meses de vida, obsesionada con la idea de que si la alejaba de su cuerpo la perdería. Poco a poco las dos fueron recobrando las fuerzas para enfrentarse a la vida, y cambiaron la suciedad de las minas por el verde valle donde Manuela les esperaba desde siempre. Joseph Antonio era el segundo de la saga, fuerte y decidido como su padre. Le siguió Nazario, que apenas duró entre los vivos una semana. Juan Antonio y Domingo resultaron ser los más traviesos, con cinco y tres años. Nela era su guía, les llevaba con ella a todas partes y la seguían allá donde fuera. Y el último, Juan Francisco, ocupaba todavía el regazo de su madre, entre alimento y sueño. Ya nunca faltaban risas y mocos en la casa de Joseph y Narcisa, aunque su precaria situación económica no los acompañara.
Narcisa, como siempre, se alegró al ver a Manuela siguiendo los pasos cortos de Nela por la escalera. Nunca olvidó el tiempo vivido con ella en la casa oscura y húmeda de Santurce. Le gustaba creer que su primogénita se le parecía, era muy despierta y los ojos de la niña miraban como los de su tía, aunque no eran tan claros y luminosos.
—¿Qué se sabe de tu hermano, el de la Nueva España? Joseph me dijo ayer que ha regresado vuestro primo y que a buen seguro trae noticias.
—Sí, pero aún no he podido leer las letras que envía. Txomin anda recorriendo los caminos y no parece encontrar el momento para entregarme la carta que dice ha traído con él.
—He oído que se ha instalado en Isasi, en una de las casas de tu señor.
—Así es. ¿Qué tal estáis por aquí? ¿Y Joseph? —preguntó queriendo cambiar de conversación.
—Anda en el monte, recogiendo algo de leña. Con la nevada lo hemos quemado todo. Espero que encuentre con qué mantener prendida la lumbre los próximos días, porque me temo que todavía va a hacer mucho frío.
Charlaron de cosas sin importancia durante largo rato, y cuando Narcisa cogió el saco de trigo y dijo que debía ir a buscar al molinero, Manuela se despidió de ellos y emprendió el camino de regreso. En la ermita, frente a la virgen de Isasi, reconoció las siluetas de Fernanda de Otaola Urruchi y de su madre. Quiso pasar de largo sin que la vieran, pero el sonido de la basquiña rozando la nieve que se había endurecido a las orillas del sendero la delató. Apresuradas, salieron del templo interrumpiéndole el paso.
—Hola, Manuela, ¿vienes de Molinar?
—Si —respondió sin mucho entusiasmo.
—¿Has oído algo de los hombres esos que se han presentado en la plaza y han preguntado por el alcalde y el párroco?
—No, no he oído nada. ¿Por qué lo dices?
—Porque aquí arriba nunca llegan las noticias completas. Pensaba que igual tú sabías algo, como parece que vienes de allí y además es a tu señor a quien buscan…
—Puede ser cualquiera, en la torre de Urrutia se recibe a mucha gente.
—Parece que venían en uno de esos carros de pasajeros que se usan en la ciudad. Debían ser dos señores muy importantes, con sombrero alto y bigote largo.
—¿Con bigote?, ¿y tú por qué lo sabes, acaso los has visto?
—No, yo no, pero me lo ha dicho mi prima, la de Alday.
Manuela continuó caminando por el sendero, pero ya no podía pensar en otra cosa. Era cierto que desde que fue nombrado alcalde del valle don Manuel era requerido por muchos señores de la villa, pero ¿por qué buscaban también al párroco? Una vez en casa Zurrape se lo confirmó, pero lo hizo sin tanto misterio en la voz y sin esperar que Manuela añadiera más información a lo poco que él sabía. Al fin y al cabo, eran cosas del señor.
Dos días después el pequeño misterio se agrandó. Mientras avivaba las brasas con intención de calentar sobre ellas el primer alimento de la mañana, entró don Manuel con el anuncio de la celebración de una reunión, una comida en la que trataría de reunir a algunos hombres principales que manejaban información que le convenía conocer.
Ella, con la sorpresa de la hora temprana, lo miró perpleja.
—Aprovecharemos la ocasión para dar la bienvenida a nuestro nuevo vecino.
—¿A quién? —preguntó sin caer en la cuenta de que estaba hablando de Txomin.
—Mujer, estas como dormida. Me refiero al inquilino de la casa de Isasi, al que ha llegado de las Indias hace cosa ya de un mes, el señor de La Torre. Creo que es tiempo de recibirle como merece, a él y a la fortuna de la que tanto alardea.
Cuando Braceras dejó la habitación, Manuela no sabía bien lo que había escuchado en aquella extraña conversación. Si tenía que preparar una comida para personas tan importantes al menos debía conocer la fecha de la celebración, cuántos iban a ser y un gran número de detalles que de momento no se habían mencionado. O quizá sí pero la sorpresa no le dejó retener esa información. El día transcurrió lento, como si las horas no acabaran de pasar. La comida anunciada ensombrecía su mente de la misma forma que el cielo gris y encapotado de marzo escondía el valle.
Por la noche conoció algunos pormenores más sobre la reunión.
—Necesitaremos una buena bacalada. Tendrás que ir a Bilbao. Y quizá algo de jabalí. Quiero que sea una comida copiosa, que no falte de nada.
Manuela miró con detenimiento a su señor, y creyó ver en sus ojos una emoción que no llegaba a comprender bien. ¿Tan importante sería aquella reunión?, y por primera vez intervino tratando de aclarar lo que más directamente le afectaba.
—¿Cuántos comensales serán?
—Calculo que media docena, quizá siete u ocho, incluyéndome a mí.
—¿Y el día, ha pensado ya en el día de la celebración?
—El segundo domingo de marzo. Esa es la fecha más adecuada. Para entonces todos estarán avisados y a ti te queda tiempo suficiente para preparar los guisos y acomodar el comedor. No quiero demorarlo más, me urge conocer la situación de ciertos cambios que se están dando en el Señorío.
Apenas contaba con una semana para tenerlo todo listo. Había que limpiar y disponer la habitación donde se serviría la comida, ir a comprar a Bilbao, macerar el jabalí y desmigar el bacalao, además de pensar en revisar bien los manteles, los cubiertos y los platos. No se atrevió a preguntar qué temas eran esos que se iban a tratar en la vieja mesa de los Urrutia, pero sentía verdadera curiosidad por conocer lo que estaba tramando, qué inquietudes le movían a organizar aquel encuentro y porqué había invitado a Txomin utilizando la excusa de un recibimiento de acuerdo a su fortuna. Se sabía que había acumulado buen caudal en la Nueva España, pero nada comparable con la heredad de los Urrutia.
Nela y ella se sentaron muy calladas y muy juntas, la una pegada a la otra, en la madera roída de la carreta. Llevaban sobre el delantal las cestas vacías que tenía previsto llenar con la mercancía que iba a comprar en la Villa. Manuela no se atrevía a sacar la mano de debajo del mantón de lana negra que le envolvía los hombros y el pecho, protegiendo así los cuantiosos reales que escondía entre la camisa y la chambra. La idea de compartir aquel viaje con Nela se le ocurrió de pronto y se entusiasmó con ella. No se le olvidaba la primera vez que estuvo con su madre en Bilbao; todavía sentía la impresión vivida aquel lejano día.
La ciudad dibujaba una hendidura prolongada en la montaña, rodeada de cimas verdes y vertebrada por una vena de mar. El ascenso al alto transcurría lento y resultaba cansado, pero una vez alcanzada la cima la perspectiva de la villa despejaba toda somnolencia llenando de incertidumbre al visitante. En ese instante, como siempre le ocurría, Manuela empezó a sentir un hormigueo en sus extremidades que la obligaba a levantarse una y otra vez. No veía el momento de bajar de aquel duro y maloliente carro para respirar cuanto antes los aromas que se acumulaban en el mercado. El sirimiri era intermitente y el gris del cielo una constante, pero no hacía excesivo frío y el regocijo por la aventura no les dejaba sentir la humedad acumulada en la ropa que vestían.
En la ribera de San Antón comprobó, con satisfacción, que las mujeres que vendían toda clase de mantenimientos eran muchas más que la última vez. De todas las edades, estaturas, pesos y hábitos, ofrecían a los viandantes pescados, verduras, fruta, aves y pan. En tan reducido espacio se juntaban aldeanas procedentes de cualquier punto del Señorío, guardando un peculiar orden que sólo ellas comprendían. Las observó con detenimiento, absorbida por el bullicio de sus ofertas y requerimientos. Y cuando quiso mostrar a Nela los arenales y los barcos que se divisaban a lo lejos, sobre las aguas de la ría, comprobó aterrorizada que no estaba a su lado. Miró alrededor, la buscó entre los puestos cercanos y sintió que el corazón se le daba vuelta en el pecho. No la veía, no lograba dar con su figura menuda y distraída. Corrió hacia un grupo de niños que más o menos tendrían su estatura, pero tampoco estaba allí, entonces corrió en otra dirección, y luego en otra y en otra, tratando de hallarla entre tanta basquiña, salazones y verduras. Gritó varias veces su nombre, miró con espanto a las mujeres que empezaban a arremolinarse en torno a ella, y de pronto la descubrió. Sus pulmones recibieron una bocanada de aire que la obligó a detenerse. La contempló en la distancia, había dado vuelta al cesto que traía y se había sentado; miraba atónita y de frente a un grupo de mozas trasquiladas que ofrecían sus arenques, voz en grito, a todo el que pasaba por delante. Disimulando las lágrimas que trataban de escapar aliviadas, se acercó despacio, se agachó, la observó y se reconoció en ella. A menos de dos metros de distancia las regateras continuaban con sus voces, repitiendo una y otra vez la buena pesca que llenaba sus canastos.
—¿Qué miras con tanto detenimiento, Nela? Tenemos muchas cosas que hacer y sólo unas horas antes de regresar al valle.
La niña se levantó, recogió el cesto y la siguió en silencio, hasta que no pudo contener la curiosidad y lanzó la pregunta en voz tan alta que varias mujeres que caminaban a su lado rompieron en carcajadas.
—¿Tía, por qué esas aldeanas van sin cabello y descubiertas? ¡Son las más feas que he visto nunca!
Manuela, queriendo ser discreta hizo caso omiso a la sinceridad de la pequeña. Se lo explicaría en el viaje de regreso, le prometió, ahora tenían que andar de prisa. Pero no sabía cómo iba a solucionar la curiosidad de Nela, aquella era una costumbre muy antigua que mantenían sólo algunas aldeanas que procedían de los valles más profundos del Señorío, y ella desconocía por completo las razones que les llevaban a raparse el pelo de esa manera, por encima de las orejas, formando un casco de cabeza descubierta. Estaba totalmente de acuerdo con su sobrina, se las veía horrendas. Pasaron el resto del día corriendo de un lugar a otro, queriendo verlo todo o casi todo, hasta sentarse de nuevo en la dura madera de la carreta. Exhausta, Nela se durmió apoyada en su regazo y no despertó hasta que entraron en Zubiete.
Partió el bacalao y lo puso a remojo aguardando con paciencia que se desprendiera de la primera y más gruesa capa de sal que lo envolvía. Esperó durante días a que se reblandeciera la carne blanca, mientras le cambiaba el agua que traía cada mañana de la fuente de Isasi, y sólo cuando creyó que había perdido la mayor parte de la salazón incluyó algunos puerros y pimientos secos al remojo.
Aquel último caldo lo utilizaría para una sopa de pan con la que pensaba abrir el convite.
Estuvieron acomodando cada rincón de la habitación. En el centro, una mesa alargada de madera ocupaba buena parte de la estancia, presidida por un fuego bajo y ancho en el que Manuela nunca había visto colgar una olla. Los guisos se preparaban exclusivamente en la cocina. Dos arcones guardaban la ropa y el menaje con que se cubría la mesa en ocasiones como aquella: manteles, cubiertos y platos de estaño que, generación tras generación, habían sido utilizados por el linaje de los Urrutia. Dos candelabros con brazos y ceras asegurarían el alumbramiento del comedor, incluso después de caer la noche.
Teresa se ocupó de la limpieza mientras Manuela invertía sus horas en la cocina. Tras la sopa de pan les pensaba ofrecer un guiso de bacalao condimentado y sazonado con las verduras que habían acompañado el último remojo. Don Manuel observaba el movimiento de sus manos desmigando con parsimonia la carne tersa y blanca del pescado. Era la víspera de la celebración y todo estaba casi a punto. En un caldero se cocían los trozos del jabalí, envueltos en verdura, castañas y ramas de laurel. El olor del vino amargo que había utilizado para macerarlo impregnaba toda la casa. Quizá es eso lo que le tiene tan embriagado, pensó Manuela cuando Braceras se acercó a ella esa tarde y le rozó el muslo con cuidado. Hacía meses, o quizá ya se cumplía el año, que no la tocaba de esa manera. Después se alejó en silencio y ella continuó con el trajín de los guisos que habría de servir al día siguiente.
Las chimeneas de la antigua torre de Urrutia se encendieron a una hora muy temprana esa mañana. Había que caldear la casa antes de que los invitados comenzaran a llegar. A las cinco de la madrugada ya estaba Manuela trajinando en la cocina mientras Zurrape aprovisionaba de leña los hogares. Teresa entró un poco más tarde, y los tres se sentaron junto al fuego a tomar un trozo de talo y una sopa caliente antes de comenzar con el ajetreo propio del acontecimiento que estaba por celebrarse. Acudieron a San Juan de Molinar al primer rezo de la mañana, para regresar a Isasi a tiempo de ultimar los detalles. Mientras la sopa hervía lentamente en las ascuas, la criada la ayudó a desplegar el mantel de hilo blanco destinado a cubrir la mesa del comedor. Manuela acarició con el envés de ambas manos el bordado que lo revestía casi por entero; era de un valor incalculable, según le contó en alguna ocasión Braceras, que recordaba se trataba de una pieza que las mujeres de su familia habían conservado durante generaciones, y que fue adquirida en alguna ciudad del norte cuyo nombre Manuela era incapaz de pronunciar.
Colocaron platos, cubiertos y jarras. Los candelabros ocuparon el centro, con las ceras nuevas que había comprado en Bilbao aún sin encender. No los esperaba hasta después del oficio de la misa mayor de Molinar, e incluso más tarde. El primero en llegar fue Antonio de Allende. A su hija le gustó verlo envuelto en la capa, bajo aquel sombrero que apenas usaba y le sentaba mejor que ningún otro, con la cara lavada y el semblante risueño. Quiso salir a recibirlo, pero antes de alcanzar el portal Zurrape le anunció a gritos que lo llevaba con él a supervisar las cuadras, donde estaba atareado procurando espacio para los caballos que, previsiblemente, habrían de traer a los comensales.
Continuó mirando la calle desde la rendija de la cocina, esperando encontrar alguna señal que la alertara de la presencia de Txomin en los alrededores, cuando don Pedro de Basoco entró en la estancia anunciándose.
—Hija, es una bendición el aroma que emana de esta santa casa, ¿qué es lo que nos preparas?
Con el susto de aquella voz asomando a su semblante, Manuela miró hacia la puerta y comprobó que el cuerpo del presbítero había aumentando considerablemente en los últimos tiempos.
—Hola, don Pedro. ¿Qué tal se encuentra? No lo esperaba aún.
—He subido tan pronto he terminado en la iglesia, hija, no quería hacer esperar a tu señor. ¿Sabes dónde puedo encontrarlo?
Manuela no tuvo tiempo de responder a su pregunta, la voz juvenil y alegre de Txomin ascendía por el hueco de las escaleras rompiendo el aire. No hubiera podido decir qué palabras se escucharon entonces en casa, porque un zumbido ensordecedor se apoderó repentinamente de sus oídos y un nudo de nervios bloqueaba su garganta. Para cuando quiso asomarse al pasillo, Braceras ya estaba recibiendo al nuevo inquilino de Isasi y dirigiendo sus pasos hacia el comedor. Sintió que la miraba al pasar por delante. El siguiente movimiento correspondió al párroco, que los siguió por el corredor despidiéndose de la cocinera con un leve movimiento de manos.
Minutos después, y ya con el cuerpo inclinado sobre la lumbre, escuchó las primeras palabras que intercambiaban Braceras y La Torre. Había logrado serenarse y trataba de ocupar la mente y las manos en la olla de sopa, pero lo poco que le llegaba de la conversación tenía que ver con la tierra de Indias, y la curiosidad la arrastraba inevitablemente hacia la puerta de entrada. Trató de alejarse del fuego y del sonido burbujeante que salía del caldo hirviendo, e hizo enormes esfuerzos por escucharles, pero comprendió que sería imposible si no estaba presente. En ese momento Teresa apareció oportuna con una jarra de vino entre las manos. Venía de la accesoria. Manuela no lo dudó, y arrebatándole el recipiente salió por la puerta para colarse precipitadamente en el comedor.
—Si lo que dices es cierto y se ha recuperado el dominio sobre la isla, no se comprende el descontento del que hablas —comentaba don Manuel.
—Cómo va a estar el pueblo de la Nueva España contento viendo que todo lo que produce se embarca para La Habana, da igual que sea carne, maíz, arroz, harina o pólvora. Todo el dinero y centenares de hombres de las tierras de las que vengo se dirigen a la fortificación de esa maldita isla. Cuánto mejor si hubiera seguido siendo de los ingleses.
—No hables así, muchacho, ¡al rey lo que es del rey! —las palabras del párroco no serenaron el tono de la disertación de La Torre, más bien al contrario, lo ensalzaron.
—Usted no ha visto lo que yo, don Pedro. Tenía que haber estado en Veracruz para comprobar la verdadera esencia del dominio español. Allí tienen hacinados durante meses a cientos de reos, enfermando y muriendo, mientras esperan el traslado a La Habana, donde los ponen a trabajar como esclavos para fortificarla. ¡Están despojando a la Nueva España de lo que es suyo! ¿Es que nadie se da cuenta de eso?
Manuela salió de la estancia tan sigilosa como había entrado. Dejó el vino sobre uno de los arcones y regresó a la cocina sobrecogida por el tono de la conversación. En alguna ocasión Braceras le había hablado de una isla que en la última guerra, la que según decían se había prolongado durante siete largos años, Inglaterra se la había ganado a España. Según creyó entender, había vuelto a manos de la Corona, y por eso estaban levantando una fortaleza en torno a ella, para defenderse si volvían a atacarles los ingleses. Hubiera preferido que hablaran de los vecinos del valle que vivían en la Nueva España, y de lo que allí hacían hombres como su hermano. Sobre todo quería oír de él, de Domingo Narciso.
Los asientos que aún permanecían libres en torno a la mesa fueron ocupados enseguida por el resto de comensales. Miguel de Oxirando, según pudo entender Manuela al oír a su señor presentarlo, vivía en Bilbao y desempeñaba el cargo de Alguacil Mayor de las Órdenes Militares. No era un hombre joven y su mirada resultaba severa. Caminaba muy erguido, apoyándose en una cachaba que hacía sonar el suelo a cada paso que daba. Braceras le ofreció asiento a su derecha.
Teresa, con un ojo en la olla y otro en la grieta de la ventana, descubrió que se aproximaban por la ermita de Isasi dos caballos traídos a galope. Manuela comprobó que se trataba de los dos comensales que faltaban. Zurrape los acompañó hasta el portal y ahora se alejaba arreando a los animales hacia la cuadra. Acomodándose la ropa con las manos, descendió por la escalera una vez más y recibió a los últimos invitados del día. Conocía a uno de ellos, se trataba del licenciado de la Real Chancillería de Valladolid, don Francisco Antonio de Murga y Braceras, primo de su señor y que, según tenía entendido, procedía de la Torre de Murga de Llanteno, en la tierra de Ayala. No era la primera vez que comía en esta casa, y tampoco era la primera vez que se encontraban. Así se lo hizo saber a su acompañante:
—Cristóbal, si las manos de esta mujer se han encargado del alimento que nos aguarda, te aseguro que no se te va a olvidar fácilmente.
—Don Manuel los espera con el resto de invitados a la mesa —los animó.
—Eso significa que somos los últimos. Démonos prisa, que no se impacienten más por nuestra culpa.
No habían ascendido la mitad de los peldaños cuando don Francisco, con un brillo casi infantil en los ojos, se giró hacia ella y le preguntó:
—Dime, muchacha, ¿disfrutaremos hoy de una de tus inmejorables nogadas?
Manuela sonrió amable y no contestó, pero su interlocutor interpretó aquel silencio como una afirmación y se relamió, anticipándose así al postre. Antes de alcanzar el umbral del comedor Braceras salió a buscarlos para llevarlos con el resto. La joven no pudo saber quién era el hombre que acompañaba a don Francisco.
Había llegado el momento. Esperó a que se acomodaran y comenzara la amena charla para aparecer ante ellos con la sopa de pan. Fuera hacía frío. El viento sonaba con fuerza entre los árboles de la montaña próxima. Don Manuel trataba de descubrir las razones que habían traído de vuelta a Txomin a la tierra de sus antepasados.
—¿Por qué no quedarse allí donde las oportunidades son incalculables?
—Siempre supe que regresaría, que no soy de los que saben vivir lejos de sus raíces, y éste era el mejor momento. Ya les he explicado antes que han cambiado mucho las cosas, demasiada milicia y un aumento intolerable de las presiones fiscales. Tenía que proteger mis intereses antes de que estos se vieran irremediablemente perjudicados.
—Tampoco aquí las cosas son como antes. Los gravámenes se están volviendo insoportables para muchos caseríos.
Todos confirmaron el descontento que se sentía en el Señorío por la subida de los impuestos en los últimos años, culpando de ello a las sucesivas guerras en las que la Corona tomaba parte sin ningún reparo.
—No se puede mantener el gasto de una guerra tras otra. Sumamos años de cuantiosas pérdidas, eso sin contar la de vidas humanas que se llevan los campos de batalla.
—Es intolerable. No hay conflicto en el que la Corona no tenga intereses que defender. Gane o pierda, las consecuencias son nefastas para la población, que acaba devastada por el hambre, la muerte y la desesperación.
Manuela se sintió incómoda. Había terminado de servir la sopa y, aunque quería quedarse y seguir escuchando, la prudencia le ganó y se retiró a la cocina a esperar el momento de ofrecer el bacalao. De vez en cuando se asomaban ella o Teresa a supervisar si había algún encargo, al tiempo que comprobaban con satisfacción la buena apariencia de los guisos que se mantenían calientes junto al fuego.
—Algo ha de quedar, Teresa, no creo que puedan terminar con todo lo que hay preparado.
Cuando llegó el momento de regresar al comedor la conversación había girado en otra dirección. No hablaban de reformas fiscales ni de guerras de la Corona. En su lugar, don Miguel de Oxirando defendía con vehemencia la necesidad de crear un grupo armado que supervisara los caminos, las aduanas y las fronteras.
—Es intolerable la cantidad de bandoleros que se están asentando en nuestra Vizcaya. Hay que limpiar de malhechores esta noble tierra y regresar al tiempo de paz en que hemos vivido antes.
—Entonces, ¿es cierto? —se aventuró La Torre.
—¿El qué, joven?
—Lo que dicen de que hay bandidos durmiendo en las montañas, esperando a arrieros y pasajeros para robarles todo lo que portan —se explicó.
—Si sólo fuera eso. Ya ni los campesinos están seguros. No hay pastor que no cargue con escopeta al hombro en estos tiempos.
Por primera vez Antonio de Allende intervino en la conversación. Hasta ese momento había permanecido en silencio, escuchando a los demás, pero si alguno de los presentes sabía lo que ocurría en la espesura del monte era él. Todavía guardaba algo de ganado allá arriba, y si no era por eso era por la leña o la viña, pero casi a diario transitaba los caminos con un arma a la espalda, por si se encontraba algún indeseable que quisiera lo que no era suyo, como en una ocasión le ocurrió a Benito Basabe. El pobre viejo quiso defenderse de dos bandoleros con un simple palo y acabó con más de un hueso quebrado y atado a un árbol. Tardaron un día entero en encontrarlo.
Mientras les iba narrando aquel desagradable suceso, que la mayoría ya conocían, Manuela aprovechó para salir a rellenar la jarra de vino. Entraba y salía del comedor escuchando sólo parte de las opiniones que los hombres reunidos a la mesa alargaban, modificaban, aplaudían o criticaban. Trataba de entender lo que decían, cada vez en voz más alta, mientras iba y venía de una habitación a la otra, sigilosa, intentando pasar desapercibida, llenando platos, partiendo pan y ofreciendo bebida.
Con el guiso de jabalí humeante entre las manos les escuchó anunciar la pérdida a la que se enfrentaban algunos propietarios, obligados a malvender por no poder pagar las cargas a las que estaban sujetos irremediablemente de por vida, cada año más altas e injustas. La Torre, acalorado, criticaba una vez más la actuación de la Corona de España, mientras don Pedro y Francisco de Murga defendían la política reformista que el rey Carlos III trataba de imponer desde que se sentó en el trono, cinco años atrás.
Entonces, entre voces, mientras equilibraba la bandeja de carne a un lado de la mesa, creyó escuchar su nombre. Levantó la vista y miró alrededor. Todos callaban, y la observaban. Alguien repitió las palabras de Txomin felicitando a su señor y envidiando la suerte de poseer un ama de gobierno con tan excelente mano en la cocina. Las sonrisas complacientes y los ojos brillantes del resto confirmaron sus palabras, y don Manuel supo responder con la sabiduría de los años y la posición que ostentaba. Una vez servido el jabalí se retiró de nuevo y no volvió a entrar en el comedor hasta mucho después, cuando el anfitrión requirió el postre aprovechando que Teresa les servía otra jarra de vino.
Era media tarde y la luz del día se apagaba fuera de la casa. Manuela colocó la nogada en el centro, aquella pasta oscura y brillante que olía a nuez y miel acaparó por un instante todas las miradas. La había hecho la mañana anterior, cuando todavía la casa dormía, recordando y siguiendo los pasos que su madre trató de enseñarles a Domingo Narciso y a ella la última Navidad que éste vivió en Zubiete. Él cascaba las nueces que la pequeña Manuela intentaba, sin mucho éxito, moler en el viejo almirez. Después la pusieron a desmigar pan duro, y cuando ama decidió que había suficiente lo mezcló todo con el agua del bacalao y la miel. Domingo removía y removía la masa, cada vez más espesa, mientras les hacía reír. Ahora era ella quien removía y recordaba la misma escena con cada nueva nogada.
Prendió algunas ceras más y avivó el fuego antes de abandonar el comedor. En la cocina, Zurrape y Teresa la esperaban impacientes para empezar a comer. El sonido del intenso viento agitando las ramas de los árboles se filtraba por las chimeneas y la madera de las ventanas. Se asomó un instante a la incipiente noche y contempló a las nubes en una carrera estrepitosa que cubría el firmamento de sombras y primeros claros de luna. La brisa resultaba agradable al roce con la piel, un ligero y cálido viento del sur hacía esfuerzos por desplazar al frío del norte. Volvió al lado del fuego y tomó de las manos de Teresa la sopa de pan que ésta le ofrecía. Poco después los señores abandonaban la torre de Urrutia y un silencio placentero envolvió la casa de nuevo.