La carta llegó meses después. La escribía una mano firme, una pluma ligera, una tinta nueva. No eran las letras de su padre, no eran los mismos trazos alargados y tensos. Estos eran más finos y menos espesos, redondeados y unidos unos caracteres a otros por lazos casi invisibles que Domingo Narciso trataba de seguir sin levantar la vista, ávido de noticias.
La noche había caído sin anunciarse, descendiendo sigilosa de las cumbres, cubriendo con su negro manto la llanura, la planicie que circunda San Miguel el Grande. En la hacienda Los Manantiales un viejo y cansado indio abría la puerta a las sombras oscuras de la noche, que irremediablemente entraron junto al amo.
—Joven, no debería transitar por las negruras, las noches cerradas como ésta no son amigas de los hombres.
—No temas, viejo, ahí afuera no para ni un mal perro.
—Los perros son más inteligentes que las personas, saben guarecerse al abrigo de las iglesias cuando llegan las oscuridades. Pero ustedes, usted y los otros patrones con los que se ve, no tienen conocimiento paseándose por ahí a estas horas. Nada bueno entra en casa cuando se abre la puerta a la penumbra.
—Y dime, viejo, ¿qué haces levantado aún?, te he dicho mil veces que no esperes por mí.
—¿Y por quién si no, mi patrón? Pero hoy también por su tío, que lo aguarda desde hace horas para platicarle.
Domingo Narciso torció el gesto en una mueca de preocupación, aquello no era habitual, don Pedro nunca se presentaba así, sin mandar aviso.
—Salvador está en las cuadras, habrá que preparar comida también para él. Venimos con hambre, no escatimes.
Dijo esto mientras apresuraba el paso por el corredor, para llegar cuanto antes a la sala donde su tío cabeceaba a la luz de una lámpara que se consumía sin remisión.
—¿Qué ocurre, qué razones son tan urgentes como para perder sueño y descanso?
—¡Muchacho, no pensaba que trasnocharas tanto! No tenía sueño y se me ocurrió esperarte, pero ya ves, me he convertido en uno de esos viejos que se duermen cuando cae el sol.
—¿Ha cenado?
—No, ni siquiera. ¿Y tú?
En ese instante entró Juanita en la habitación y se afanó con la mesa. Les anunció que la comida estaría lista en breve y volvió a desaparecer por la misma puerta, tan suavemente como había entrado. Desde que Domingo Narciso se acomodó definitivamente en la hacienda Los Manantiales, la joven india de trenzas como el agua se había trasladado con él, empeñada en ser ella y no otra quien gobernara aquella casa donde el patrón residía por temporadas, según el trabajo y las ocupaciones de cada momento. En la villa de San Miguel continuaba manteniendo el lugar que ocupó desde su llegada, en el hogar de don Pedro de la Puente, que le recibía siempre con entusiasmo.
—Y dígame, ¿qué le ha traído por aquí, si apenas hace dos días lo dejé en su casa bien atareado?
Por toda contestación obtuvo el sobre cerrado que su tío acababa de sacar del morral y le ofrecía en silencio. Leyó la palabra Allende impresa en tinta sobre el papel arrufado y un escalofrío le recorrió el cuerpo de arriba abajo, como un calambre interminable. Durante un largo instante la mano que alzaba el documento permaneció suspendida en el aire.
—Acallemos el grito de mis intestinos primero, después habrá tiempo, ¿no le parece? —y dejó así a un lado las letras que sabía llegaban desde Gordejuela.
En ese instante entraba de nuevo la mestiza en la sala con un recipiente sobre ambas manos que rebosaba carne humeante.
—Juanita, ¿has visto a Salvador?
—Está en la cocina, ¿quiere que le haga llamar?
—No, no —y dirigiendo a don Pedro una mueca que buscaba su participación añadió—: sólo recuérdale que mañana saldremos temprano.
Las hectáreas habían crecido considerablemente en los últimos años desde la adquisición del primer rancho, el que llamaban San José de la Trasquila, donde criaba el ganado grande. Gracias a los préstamos que la Iglesia otorgaba a plazos largos y cómodos intereses, también había podido hacerse con la hacienda Los Manantiales, y tenía ovejas, y cultivaba abundante cereal, poseía caballos y había contratado aparceros, peones y algunos vaqueros para hacer el trabajo. Salvador era el encargado de todo aquello, el mayordomo, y bajo su mando se encontraban el caporal, el capitán de labor, los artesanos que iban y venían, y todos los que trabajaban y vivían en la hacienda. Por ello, porque su nombre sonaba con la importancia y distinción que su posición le otorgaba, aquel indio destacaba del resto en vestimenta y alimento como ningún otro. Su primera compra fueron unas botas por las que llegó a pagar hasta seis pesos, que superaban en casi dos el sueldo que cobraba por un mes de trabajo.
Juanita, la bella mestiza que antes vivía en la casa de la ciudad, se le había unido nada más conocer la noticia de su traslado. En sus manos depositó Domingo Narciso todo el gobierno del casco de Los Manantiales; ella disponía y dispensaba, organizaba el trabajo y se ocupaba de que todo fuera de su agrado. Y de noche, cuando el resto dormía el cansancio del trabajo, solía deslizarse como una sombra por los pasillos, al abrigo de puertas cerradas, para envolverse bajo las mismas mantas que su patrón.
Esa noche, al salir de la alcoba aprovechando la confusión del sueño que todavía reinaba en la casa, él le pidió que encendiera una lámpara. Domingo Narciso esperó a que se cerrara la puerta y sólo entonces, en la penumbra de aquella luz oscilante, con la sensualidad de la joven aún pegada a su piel, se dispuso a leer la primera carta que la pequeña Manuela le escribía desde la aldea de su infancia.
Mi más amado y querido hermano Domingo Narciso, más que nunca anhelo tu cariño y consuelo en estas fechas en que las circunstancias nos obligan a la tristeza más profunda que puede sentir un hijo, que no es otra que la más grande de las pérdidas. Siento que mis primeras letras sean para anunciarte las malas noticias que acontecen a nuestra casa y familia. Nuestra amada madre ha muerto en el consuelo de la iglesia y la bendición de Dios nuestro señor. El mal que le aquejaba en los últimos años se vio en parte aliviado gracias a los caudales que a tal fin enviaste desde esas tierras de la Nueva España, mejorando la estancia de su alcoba y añadiendo abrigo y atenciones a las ya ofrecidas y dilatadas por todos sus hijos y por su marido, nuestro padre, que no se ha separado de su lecho hasta el último momento, dándole el consuelo de su amor.
María de Ayerdi, que en la paz de Dios descanse, recibió la sepultura que corresponde a su casa y linaje en el mes de diciembre de 1755, con todas las ofrendas de pan y ceras que a día de hoy mantenemos encendidas en la iglesia de San Juan de Molinar. Yo se que tu amor hacia ella era el más generoso y hoy tu corazón se sentirá apenado y solo. No tengo consuelo posible porque mi tristeza es honda ante esta pérdida que nos deja huérfanos de madre. Pedirte quiero, aunque sé que de tu mano está seguro, un ruego por su alma en esa tierra de la Nueva España donde resides, porque su anhelo por volverte a tener entre sus brazos, por recibirte de nuevo en ésta tu casa y tierra, lo mantuvo vivo hasta el último aliento.
Domingo Narciso saltó de la cama y así, como estaba, desnudo de pecho y piernas, con el pergamino aún en la mano, corrió por los pasillos de la hacienda hasta encontrar la puerta por la que salir a la noche. Forcejeó con los hierros hasta lograr abrirla de par en par, dejando que la penumbra que tanto temía el viejo Bernabé Santos atravesara y entrara en la casa mientras él salía a mitad del campo en sombras. Allí, sólo como nunca antes lo había estado, bajo la mirada alta de los magueyes, vomitó todo lo que había ingerido aquella noche, y otras anteriores, vomitó cada palabra, cada miedo, cada temor y cada recuerdo. Cuando Juanita y Salvador llegaron hasta él lo encontraron de pie, mirando desafiante al cielo negro, como quien espera una lluvia torrencial que le arrastre entre agua y lodo. La mestiza, en un movimiento rápido, se desprendió del rebozo con que cubría sus brazos y lo abrigó con gesto maternal, al tiempo que Salvador lo empujaba lentamente hacia el interior. Fue don Pedro quien recogió el documento de la tierra antes de regresar con ellos.
La madrugada encontró la hacienda Los Manantiales con las lámparas prendidas, iluminada como si dentro se reunieran las más altas damas de la corte de España. Nadie podía dormir después de las noticias recibidas, y la pesadumbre que asolaba el rostro del amo se había contagiado al resto de habitantes. Pudo reponerse del primer impacto, pero una inquietud interior lo había desvelado por completo y todos, sin excepción, le acompañaron en su vigilia. El olor dulce del chocolate apenas consolaba el aire entristecido por la mala noticia. Fue la lectura de la carta escrita por Manuela, retomada por su tío, un intento acertado por hallar, en el resto de palabras que llegaban de aquellas manos femeninas, el calmante para el primer desaliento.
Otras noticias has de recibir de mi mano, mi amado Domingo Narciso, que no te apenen tanto, porque son alegres y por ello bien has de recogerlas, aunque la primera te haya dejado desolado. No son muchas las cosas que suceden en esta tierra nuestra como ya conoces, donde la vida transcurre lenta y sin sobresalto, pero sí hay algunas nuevas que acontecen a nuestra familia y que me es grato anunciarte por los medios que tengo. Quizá la más importante es que han nacido los dos primeros de nuestros sobrinos gracias a la mejorada salud de Narcisa, la mujer de nuestro hermano mayor. El día veintitrés de febrero de 1752, en Santurce, vino a la vida Manuela Antonia, y el once de marzo de 1754, otro Joseph Antonio que sumar a la familia. Con ellos se inicia una nueva generación de nuestro linaje, que espero y deseo continúe creciendo. Nuestra madre, que en paz descanse, abrió su corazón a este nieto en el final de su vida con una alegría inusitada, llenando de esperanza e ilusión el último tiempo que la tuvimos entre nosotros. Este es fuerte como su padre y se ve muy sano. Mi mayor empeño es que nuestro hermano regrese al valle y se instale definitivamente entre nosotros, pero pienso que aún no se siente con fuerzas para enfrentar la vergüenza que le impone la decisión que tomó en otro tiempo y que le llevó a desobedecer la autoridad de los padres.
Ha de alegrarte saber también, como nos llenó de dicha a todos nosotros, que el uno de enero de dos años atrás fuiste nombrado Alcalde de honor por la cuadrilla de Zubiete. Ese día celebramos con misa y buena mesa tu buen hacer y la dicha de saber que llevas nuestro nombre en alto.
Y por último, decirte debo que hace unos años abandoné la casa de nuestros padres para instalarme en la Torre de Urrutia, que como bien recordarás otea el valle desde Isasi. Es un lugar hermoso, y me gusta la distancia tomada con el hogar de nuestra infancia. Me instalé aquí para liberar en algo a nuestros padres y poder reportarles alguna ayuda con mi trabajo. Don Manuel de Braceras, mi señor, me ha tomado en gran estima y me trata con la mejor de las consideraciones. No te aflija pensar que ha sido la penuria la que me ha llevado por este camino, aunque la situación de nuestra casa no es la mejor, como tampoco lo es la de muchos de nuestros vecinos en estos tiempos difíciles que corren. Si bien es cierto que con una parte de los reales que aquí gano puedo ayudar a mantener su prestancia, es también cierto que mi deseo de emancipación me empuja a cumplir con esta labor de ama de gobierno, que me llena de satisfacción y me reporta un caudal del que pronto tendré a bien disponer para algún negocio de ganado o similar.
Don Pedro alzó la vista y cruzó con su sobrino la misma expresión de sorpresa. Domingo Narciso abría los ojos queriendo ver a través de aquel papel pintado, descubrir al otro lado a la niña que había dejado atrás, a su pequeña Manuela, que de pronto aparecía ante él como la más extraña de las mujeres. Nada había sabido de posibles contratos matrimoniales, de compromisos y dotes, y sin embargo ella hablaba como una mujer casada, incluso más, una gobernanta con autoridad para disponer de dinero y poder emprender algún ministerio que le reporte caudal.
—Vuelva a leer, tío. ¿No se habrá confundido? No puede decir eso.
—Pues eso es lo que dice. Toma, léelo tú mismo. Es aquí —don Pedro señaló la línea en la que Manuela comenzaba a narrar aquello y Domingo Narciso leyó en voz alta, con cuidado, sin precipitarse. Cuando llegó al mismo punto se detuvo, ambos se miraron y rieron extrañados—. Tu hermana ha de ser una mujer de armas tomar. ¿Cuántos años crees que tendrá?
Cuatro menos que yo, veintidós.
Pero, ¿con esa edad no debería estar pensando en un buen matrimonio?
Pues ya ve que de eso por el momento no dice nada. Siga usted leyendo, a ver si nos saca del asombro.
Echo de menos tu presencia cada día de mi vida. Sé que tus consejos y cariño serían el mejor de mis consuelos, sobre todo en estos tiempos tristes que nos toca vivir. Nada conozco de tus labores en esas tierras lejanas, pero espero que pronto me lleguen letras escritas por tu mano para contarme de tus avances, de tu fortuna y tu buen hacer. Comunícale a nuestro primo Txomin de la Torre mi estima y el deseo de que él también triunfe junto a ti en la Nueva España, como sé es su mayor empeño.
Desde el amor que te profeso, cuida de tu espíritu y no me olvides nunca. Tu hermana que desde siempre tanto te ha amado,
Manuela de Allende y Ayerdi
La misa por el alma de María de Ayerdi y la Puente se celebró al domingo siguiente en la parroquia de San Francisco, ante los ojos nostálgicos de todos los hombres y mujeres cuyos orígenes pertenecían a los valles de Oquendo y Gordejuela, y que las circunstancias propias o de sus padres les habían traído hasta la tierra de la Nueva España. Durante la ceremonia, a la que acudió con una cera encendida en honor a su tradición, el joven Allende ocupó un lugar de distinción acompañado de su tío, su primo y los amigos más cercanos.
Fuera del templo no quedaba nadie. Domingo Narciso echó la vista atrás y quiso reconocer en aquellos rostros silenciosos y solidarios los de sus hermanas y su padre, a Joseph con sus hijos, al viejo Norzagaray levantando bien alto la cachava para evitar que le robaran los higos más dulces de Vizcaya, también estaban allí los amigos con los que jugaba a pelota contra la pared de la iglesia, la hija de Lambarri, y los de Arracico sin faltar uno. A todos los que hacía meses habían acompañado al cuerpo inerte de su madre a tomar sepultura bajo la tierra húmeda de San Juan de Molinar los encontró en aquellas gentes que llenaban la parroquia, los mismos nombres, el mismo origen, la misma patria.
Volvió el rostro hacia el altar y cerró los ojos un instante queriendo guardar para siempre esa imagen, más real, del entierro de su madre. Y sólo entonces, muy despacio, sin ninguna prisa, recorriendo mentalmente las piedras de Zubiete, abandonó Gordejuela y regresó a San Miguel el Grande. La eucaristía había terminado y junto a él descubrió la mirada fraterna de Tomás de Unzaga y Alday, que acompañado de su esposa e hija aguardaban con interminable paciencia el momento para ofrecerle su mayor respeto y acompañarle en el duelo de la pérdida sufrida. Aquella niña, que no tendría entonces trece años, le despertó definitivamente de su ensimismamiento con una sonrisa tímida asomando a sus ojos negros.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó él con curiosidad.
—Anna Josepha de Unzaga y Menchaca —le contestó ella antes de girarse y comenzar a andar hacía la luz que entraba por la puerta del templo. En mitad del largo pasillo se volvió sobre sí misma y encontró el hueco idóneo para cruzar su mirada con la del joven, que recibía con resignada paciencia las interminables condolencias de todos los asistentes a la misa por el alma de su difunta madre.