San Miguel el Grande. Cuando llegué a este lugar no me conocía, esta villa me fue dando nombre y haciendo hombre. La tierra aquí se extiende por un espacio que mis ojos no logran abarcar. El maguey y el nopal acompañan el galope de mi caballo, que conoce los caminos sin yo habérselos enseñado.
Balthasar observaba con detenimiento los cuerpos moribundos tendidos ordenadamente sobre el suelo de tierra. Habían llegado más en las últimas horas, todos procedentes del obraje. Domingo de Aldama iba y venía, sudoroso, desencajado.
—Señor, los batanes se quedan sin brazos que los atiendan. Cada día enferman más y más trabajadores. No vamos a poder mantener el ritmo de los telares. Caen como moscas; aquí se los traigo, como usted me pidió.
—Calma, muchacho. Hay que dar atención a los enfermos, y el casco de esta hacienda es un buen lugar para ello. Que no les falten cobijas y agua limpia.
A un lado las mujeres y los niños más pequeños, al otro hombres de todas las edades. Descompuestos y afligidos, indios y mulatos habían perdido su color tostado y en su lugar lucían amarillentos, con un tono ocre que se cebaba sobre los huesos del rostro, convirtiéndolos en calaveras vivas. Ofrecían el aspecto de una delgadez extrema, y a Balthasar le recordaron a los esqueletos y cráneos que se brindaban jocosos por la festividad de los difuntos. Aquella costumbre, la de celebrar la muerte con ofrendas de todo tipo, siempre le había parecido un sin sentido. Pero le gustaba el pan de muertos, y otros dulces que por esas fechas inundaban casas, calles e iglesias.
Vio de lejos a su mujer, Juana Petra, hablando cordial con el administrador Domingo de Aldama mientras le ofrecía un paño limpio para que se aseara. Aquel muchacho atendía el obraje como propio, era previsor y responsable. Hacía ya algunos años que mandó aviso a su padre, Ignacio, para que le enviara uno de los muchos hijos que poblaban su casa, y no se arrepentía, había sido una buena decisión, y muy pronto llegaría un hermano de éste que, según supo aquel mismo día, se encontraba ya en camino.
Eso le llevó directamente a pensar en la edad que tenía, en aquellos cuarenta años que le teñían el pelo y que le obligaban a reducir los chiles de las comidas debido a las malas digestiones que padecía desde hacía algún tiempo. No era viejo, ni estaba cansado, sólo era un hombre en la plenitud de la vida, con una riqueza inimaginable cuando llegó a estas tierras, procedente de aquel lejano caserío en el valle de Ayala. Entonces, un niño aún, aprendió bien la lección y se lanzó a por su futuro como una hiena hambrienta. Enseguida cuajó su buen hacer y visión para los negocios, y su suegro, don Severino de Jauregui, un hombre con muchas luces, le entregó junto con su hija el gobierno y mando de aquel obraje que tantos quebraderos de cabeza y satisfacciones le estaba dando. Algunas de las haciendas donde criaba ganado y cultivaba cereal eran fruto de su esfuerzo y trabajo, al igual que sus negocios y comercios con la Ciudad de México, así como las tiendas en esta misma villa donde residía. Balthasar de Sauto y Villachica se sabía un hombre poderoso, uno de los más influyentes en el Cabildo español, y desde hacía algún tiempo también formaba parte de la explotación de las minas zacatecanas, lugar en el que había llegado a ser nombrado regidor. Sin embargo, toda la riqueza atesorada en la Nueva España, el nombre de su linaje entre los hombres de honor y poder, no le habían hecho olvidar la punzada de excitación y justiciera alegría que sintió al conocer la estrepitosa muerte de su progenitor. Lo odió tanto en aquel tiempo en que le separó de su lado, de las seguras piedras del caserío, se sintió tan huérfano y desheredado, que no pudo reprimir el amargo placer de la venganza aliviando lo más profundo y escondido de sus entrañas. Ahora, con los años surcándole la piel de la cara, en su lugar reconocía una profunda añoranza.
Hace tanto tiempo va que casi no recuerdo cómo era aquello. Sé que había bosques, espesos y húmedos, montañas cerradas y sombrías, había nieve y agua, manantiales de agua rápida. La tierra olía a vida como ninguna otra conocida, aquel aroma perdura en mi memoria, es de las pocas cosas que no he podido olvidar.
Balthasar subió de nuevo a su caballo y avanzó despacio por el camino real. Le hubiera gustado poder ir en busca de Manuel de la Canal, y valorar con él la situación a la que se enfrentaban. Recordaba el episodio de tifus que vivieron en 1736, devastador sobre todo con la población india, los mestizos y las castas, pero cualquiera podía contagiarse del demonio del matlazáhualt. En San Miguel el Grande también hubo afectados, y entonces, como ahora, los amos improvisaron hospitales en los patios de sus casas, atendiendo a los enfermos y tratando de evitar una propagación mayor de la sarna que inundaba todo el norte desde la ciudad de México. Manuel de la Canal y él mismo no dudaron en dar cobijo al mal que se apoderaba de los cuerpos más débiles, y pagar a médicos y cirujanos para que acabaran con aquello. Ahora estaba solo, su buen amigo había muerto apenas unos meses antes y Francisco José de Landeta se había convertido en albacea y guardián de los hijos de La Canal tras la muerte de éste. Sin saber bien porqué, Sauto nunca tuvo buena sintonía con el apoderado de tantos y tan excelentes bienes. Aún así, avanzó haciendo sonar los cascos de su caballo, mirando a un lado y a otro, los mesones cerrados, las obras paralizadas de aquel colegio a medio edificarse, la calle desierta de gente, sólo transitada por perros y gatos. Y de pronto recordó cómo en el 36 acabaron con los animales callejeros, los mataron a todos, sin dejar uno vivo. Fue una medida extraña, extrema, y poco popular, que los médicos impusieron y Manuel y él mismo ordenaron acatar.
En la casa de La Canal le informaron de que el cercano lugar de Dolores estaba sufriendo las peores consecuencias de la epidemia, ya casi no quedaba mano de obra en los obrajes ni en las haciendas, y los españoles empezaban a valorar la necesidad de trasladar a sus familias tierra adentro, donde no corrieran peligro alguno de contagio. Landeta había abierto también su casa a los enfermos, aunque a regañadientes, y otros muchos se sumaban a aquel intento desesperado por frenar la dolencia que se extendía. La calle del hospital y la capilla de los caciques indígenas era un hervidero de gentes, tanto que prefirió retroceder y pasar un último rato de aquel largo día frente al altar de San Francisco, rogando por la suerte de todos ellos. Después regresó a la hacienda, Santa María la llamaba, como la iglesia de Unza, donde descansaban los restos de su madre, María de Villachica.
Ignacio de Aldama y Txomin de la Torre no se decidían a abandonar la ciudad de México. Aquel lugar de jardines flotantes, donde las trajineras iban y venían cargadas de flores, comida y música, les había enamorado. Hasta allí llegaban las noticias de la epidemia que asolaba San Miguel el Grande, su último destino, y eso acrecentaba su desánimo para abandonar el ajetreo y la buena mesa de la que disfrutaban en la capital del virreinato. Visitaron casas solariegas que no cabían en su imaginación, estuvieron sentados en algunas de las salas más famosas y prestigiosas de la ciudad, supieron de la fortuna de un Castañiza y pudieron estrechar la mano de un tal Basoco, Ibarrola y otros muchos ayaleses y vizcaínos que habían instalado allí su residencia. En estos casos Ignacio seguía los pasos seguros y certeros de Txomin, mucho más atrevido y ambicioso. Hasta aquella mañana en que decidieron que debían partir hacia San Miguel el Grande, donde los esperaban desde hacía semanas.
—Es hora ya de que nos pongamos en marcha. Mi hermano espera por mí y las últimas noticias sobre la epidemia son buenas, parece que remite —se aventuró a proponer el joven Aldama.
—Sí, creo que tienes razón, es hora de irse. ¿Qué te parece si nos apresuramos y llegamos al barrio de San Ángel antes de que apriete el sol?
—¿Hoy? Eres imprevisible, creía que querrías despedirte de todos esos… Por mí, perfecto, no se hable más, ¡en menos que canta un gallo estoy listo!
Dejaron la ciudad horas después, desde aquel barrio apretado de casuchas y gentes, avanzando por el camino real, tal y como les habían indicado, siguiendo la ruta de la plata. Durante días compartieron pasos con negros, mestizos e indígenas que se dirigían a Zacatecas, a trabajar en las minas. Personas de piel oscura, de pelo negro y ensortijado, y también individuos de piel más clara y con el pelo largo y lacio. Procuraban imitar a los demás, sin llamar mucho la atención de ninguno de ellos, escuchando sin entender una palabra de lo que hablaban. A veces, las recuas de mulas cargadas de mineral o madera, en una dirección u otra, les obligaban a retirarse del camino durante largos tramos en los que se sentían inseguros, vulnerables, y recordaban sin remedio las advertencias de los peligros que tenía aquel trayecto, con continuos asaltos, robos e inesperadas muertes.
En Querétaro pudieron descansar del polvo que se levantaba del suelo por encima incluso de sus cabezas. Las calles volvían a ser un hervidero de gentes yendo de un lado a otro, españoles bien vestidos seguidos por indios y mulatos que cargaban sobre los hombros enseres, alimentos y adornos. La mezcla de sonidos diferentes, palabras en otras lenguas que se cruzaban unas con otras sin entenderse, hizo recordar a Txomin una antigua canción vasca que comenzó a tararear. Ignacio se llevó un susto de muerte cuando un hombre alto, fornido, de aspecto rudo, y con una larga y espesa barba negra, se acercó a ellos y les preguntó por su procedencia.
—¿Vizcaínos?
—Sí señor, vizcaínos y recién llegados.
—Eso se nota de lejos, hijo, no hace falta que lo juréis. Tal y como lleváis a cuestas vuestras pertenencias, extrañado estoy de que todavía las conservéis.
—Mi nombre es Domingo de la Torre, y éste es José Ignacio de Aldama. Para servirle, señor…
—Yo soy Marcos de Alday, y por mi progenitor sé que mi familia procede de Murga, en las tierras de Ayala. ¿Lo conocéis?
—¿De Ayala? —Ignacio no daba crédito. Aquel barbudo bien vestido procedía de las mismas montañas que él—. ¡Somos del mismo lugar! Yo vengo del valle de Oquendo y mi amigo del de Gordejuela. Nos dirigimos a San Miguel el Grande, allí me espera mi hermano Domingo de Aldama, que trabaja con don Balthasar de Sauto y Villachica…
Ignacio cogió carrerilla y no dejó de hablar hasta que Txomin le puso una mano sobre el hombro y con una leve insinuación le señaló la cara de su interlocutor. El hombre estaba parado en mitad de la calle, con los ojos muy abiertos, mirándole atónito.
—¿Con don Balthasar de Sauto? —preguntó queriendo cerciorarse de lo que había oído. Después les invitó a comer y charlar durante horas en uno de aquellos mesones a rebosar de gentes y aromas.
Allí supieron los jóvenes vizcaínos que Sauto era Capitán reformado de Caballos y Corazas, y un hombre muy popular e influyente en Tierra Adentro. Poseía el estanco del tabaco y el alumbre, y unas relaciones muy sólidas y fructíferas con los estamentos de poder y comercio del Cabildo español. Para Alday, aquella era una buena carta de presentación, pese a que el último brote epidémico había dejado los obrajes más productivos con la fuerza de trabajo bien mermada. Al igual, o peor que San Miguel, se encontraba Querétaro.
—Nos salvamos gracias a las largas caravanas de carretas y arrieros que siguen pasando a diario por esta vía. Es un punto imprescindible en la ruta de la plata.
—Hemos oído decir que aquí también hay minas, ¿es eso cierto? —se interesó Txomin.
—Sí, así es, algo hay. Pero lo que más vais a encontrar por aquí y hasta San Miguel son haciendas de ganado, y algo de tabaco y cereal. Y trapiches y telares, eso también hay. Esta tierra es buena para la lana.
La tarde se alargó en una amena conversación que instruyó sobremanera a Txomin, que llegaba con la mente ágil y despierta ante cualquier posible vía de negocio. Desde que salió del valle de Gordejuela no había dejado de decir que regresaría con una gran fortuna, pesos fuertes con los que comprar, invertir, ser señor de poder y orden allí donde había nacido segundón y, a la postre, pariente pobre.
Salieron de Querétaro temprano, dejando tras de sí la imagen de las cúpulas del convento de San Francisco rasgando el cielo, que un día más se anunciaba azul y despejado. Aquí huele a primavera todos los días del año, pensó Ignacio echando la vista atrás. Dejaron a un lado la vía norte, más árida y peligrosa, que se dirigía a Zacatecas por San Luis Potosí, y tomaron el ramal del sur en dirección a San Miguel. Cada paso les acercaba un poco más al final del camino. Supieron que habían llegado cuando dejaron atrás un valle de maíz y se refrescaron con el agua de un manantial que brotaba junto a una pequeña capilla. La vista de la villa desde esa altura era reconfortante, como si en aquel pequeño laberinto de calles polvorientas y casas extrañas encontraran al fin sentido a su viaje. Sólo tuvieron que cruzar un campo de huertas hasta alcanzar, en un descenso tortuoso, el centro de su nuevo mundo. En lo que ellos todavía no sabían era la plaza de la Soledad, donde varios hombres se afanaban en la construcción de un edificio que parecía iba a ser importante, les indicaron el lugar en el que encontrar a los parientes que les esperaban. Así fue como los dos jóvenes encaminaron sus pasos, por primera vez después de meses, por senderos diferentes.
Domingo Narciso dejó la toronja que estaba comiendo y miró en dirección a la puerta. Allí estaba, observándole risueño, su primo Txomin, con el pelo alborotado, las manos extendidas hacia él y una expresión de desenfado que le pilló por sorpresa, dejándolo incapaz de decir o hacer nada, inmóvil en su asiento.
—¿Pero ésta es forma de recibirme? Después de tanto viaje, ¿no hay una alegría mayor para este primo que tantos deseos tenía de encontrarte?
—¡Txomin! ¡Eres tú! ¡Estás aquí, en San Miguel!
—¿Ah, sí? ¡Figúrate que no me había dado ni cuenta!
Rieron y se abrazaron largamente, separándose para reconocerse y volverse a abrazar. Realmente, aquella era una buena noticia para Allende, que no dejaba de preguntar:
—¿Cuándo has llegado?, ¿por qué no me avisaste?, ¿con quién?, ¿cómo?,…
—Para, para, no sigas haciendo preguntas que no tengo todas las respuestas. Apenas llego, no me ves qué aspecto traigo, si parece que acabara de pelearme con dos bueyes en el pajar de mi padre. Ofréceme aseo y después te cuento.
—Eso está hecho, espera aquí un momento.
Juanita entraba segundos después en la habitación anunciando que todo estaba previsto para que aquel señor se pudiera acomodar en una de las estancias de la casa, asearse y cambiar el atuendo sudoroso y lleno de polvo que arrastraba. Ella se encargaría de lavar sus ropas mientras el viejo Chava le preparaba una comida apropiada a los largos caminos recorridos en los últimos meses.
Al tiempo que Txomin se sumergía en una tina llena de agua clara con una pastilla de jabón oliendo a flores entre las manos, no muy lejos de allí, Ignacio engullía hambriento un plato de carnes y frijoles mientras su hermano Domingo esperaba ansioso a que le contara de casa, cómo estaban todos, qué hacían, qué noticias le encargó para él su padre.
El recién llegado tragó el último trozo de carne y miró con mucha seriedad a su hermano, que encogiendo los hombros intuyó el anuncio de una mala noticia.
—El mismo día que lo enterramos llegó la carta que tú mandaste. Estaba cansado ya de vivir, eran muchos años los que albergaba bajo el sombrero, pero siempre estuvo lúcido y cuerdo, más que ninguno. Madre se ha quedado afligida con la pérdida, aunque creo que sabrá sobreponerse, aún es joven y las hermanas se encargarán de ella. Te manda muchos abrazos, todos te envían saludos, hasta el cura, que como siempre espera tus buenos pesos,…
Ignacio volvía a coger carrerilla, y hablaba sin freno, sin acordarse ya de lo que había comenzado diciendo. A su lado, Juana Petra le observaba cariñosa, risueña, aunque no había dejado de mirar con detenimiento a Domingo, a quien le había cambiado el semblante al escuchar el anuncio de la muerte del padre.
—Si os parece oportuno, mañana podemos ofrecer una misa en la parroquia en su memoria. Nada me complacería más que recordarle ahora que tengo a dos de sus hijos sentados a mi mesa.
El que hablaba era Balthasar de Sauto que, atento a la petición de su esposa, había roto aquella charla en la que el joven Ignacio se había perdido hacía tiempo. Domingo le dio las gracias, y tras saludar debidamente a la señora animó al recién llegado a abandonar las estancias principales de Santa María para ocupar las suyas, las destinadas al administrador del obraje. Aquella noche los dos hermanos compartieron jergón pero no sueños, ya que mientras el mayor trataba de recordar aquello que hacía tanto tiempo había dejado atrás, el otro, el recién llegado, imaginaba la próxima mañana, y la siguiente, y otra más en aquella tierra en la que, sorprendentemente, olía a cacao, a maíz y a primavera todos los días. Ignacio de Aldama no había descubierto aún el árbol pirul y su penetrante aroma de limón.
Gordejuela, Noble Tierra del Señorío de Vizcaya. A día segundo del año de 1750.
Mi muy estimado hijo Domingo Narciso, aprovecho la oportunidad que se me presenta de enviarte unas letras con tu primo Txomin de la Torre, que parte en esta ocasión hacia las tierras de la Nueva España donde tú te encuentras. Cada vez sois más los jóvenes que salís del valle para embarcaros en esos buques españoles que os alejan irremisiblemente de esta noble Vizcaya y de nosotros, apenados padres.
Desde ésta tu casa nos sentimos orgullosos de tus progresos y estimamos el esfuerzo que estás realizando por abrirte camino en las Indias. Sabemos que continúas próximo a tu tío y mentor, don Pedro de la Puente y Santibáñez, de quien esperamos hayas aprendido y copiado su buen hacer y honradez, que siempre te serán útiles en la vida. Nuestro mayor empeño ha sido veros crecer fuertes y sanos, y ayudaros a encaminar un futuro libre de penurias y carencias. Sin duda, tu actitud de obediencia, respeto y disposición a cumplir con nuestros requerimientos ha satisfecho por completo el deseo y orgullo con que nos encomendamos a la tarea de ser padres.
Es por ello que, ante la ausencia de respuesta por tu parte a nuestro último ruego, me veo en la obligación de insistir en el hecho necesario e ineludible que te atañe a ti tanto como a nosotros, y que no es otro que tu regreso, a la mayor brevedad posible, para atender esta casa y todos sus bienes raíces. Tu legitima madre, María de Ayerdi y la Puente, y yo, que soy tu padre, Antonio de Allende y Villamonte, asimismo legítimo, hemos donado en tu persona todos nuestros pertenecidos para que vengas a tomar posesión de ellos y defender con tu trabajo y buen discernimiento el nombre y la herencia que corresponden a tu linaje.
Tu hermano mayor, elegido desde su nacimiento para el desenvolvimiento de semejante labor, ha rechazado con su desobediencia e ingratitud la sepultura y el apellido de sus antepasados. Ahora nuestra mayor preocupación es el futuro de esta casa y por ende el de tus hermanas, que se encuentran sin tomar estado aún.
Debes saber que la salud de tu madre se ha visto afectada y disminuida, dado que el mal de huesos se ha adueñado de su pobre cuerpo y la mantiene postrada en cama en estos meses tan fríos y húmedos. Tu primo se encargará de ponerte al corriente de los sucesos que han asolado el valle y a esta familia en los últimos años, y de la repentina muerte de nuestro inestimable criado, Gerardo de Ussía. Así se lo pido y sé que me cumplirá palabra y te hará conocedor de todo lo que pueda instruirte.
Sin más deseo que el que estas letras lleguen a tus manos y ellas te traigan de regreso a ésta tu casa, se despide tu padre que tanto te ama.
Antonio de Allende y Villamonte
Domingo Narciso apoyó en silencio el documento sobre la mesa y dirigió la vista hacia la ventana. Fuera, el cielo intenso de la Nueva España se dibujaba caprichoso de nubes y trazos de una noche nueva. No había un horizonte definido, una montaña cubierta por la espesura de los árboles, un límite a sus pupilas. Sólo la extensa estepa, esa tierra ajena y sin cultivar que le hacía sentir cómodo, feliz en este paisaje que había aprendido a contemplar con otros ojos, los de la curiosidad.
Antes de enfrentar la mirada interrogante de su primo, acarició con las yemas de los dedos el trozo de papel arrugado que tenía delante. Hubiera querido mancharse con aquella tinta seca, sentir el frío de enero en las manos, escuchar la risa alegre de la pequeña Manuela. Lo miró de reojo, Txomin esperaba en un respetuoso silencio la señal que le indicara el comienzo de la conversación que tanto deseaba entablar. Al fin le sonrió, y sólo tras un lento y largo trago de aguardiente formuló la pregunta que rondaba su cabeza desde que lo vio aparecer, apenas un rato antes, en el quicio de la puerta, cansado y sediento.
—Dime algo, ¿cómo es Manuela? Hace cuatro años la dejé niña y hoy imagino debe ser una mujer completa.
—¿Manuela? —Txomin se mostró confuso, sorprendido, y respondió con prudencia—. Sí, es cierto, es una mujer hecha y derecha, muy buena moza si he de decir la verdad.
—¿Sabía ella que tú vendrías a la Nueva España?
—Claro, todo el valle conocía de ello. Ya sabes cómo es eso.
—Entonces, ¿no te ha mandado ningún recado para mi, nada, ni unas palabras que acompañen a esta carta? ¿Acaso ya habrá olvidado a este hermano? —se quejó afligido.
—No creas eso. Si alguien te recuerda y te nombra es ella, y si no te ha enviado letras junto a éstas que has recibido es porque yo tampoco he podido despedirme como es debido. A mi partida Manuela llevaba ya un tiempo viviendo en Santurce, en casa de tu hermano Joseph, acompañando y ayudando a la mujer de éste, que se encuentra enferma de una grave caída y de la pérdida del hijo que esperaba.
—¿En Santurce? ¿Mi hermano mayor no vive en nuestro valle?
—No. Se fue a las montañas del hierro después de examinarse de oficio en la villa de Madrid. Pero hasta lo que yo sé no le está yendo muy bien.
Domingo Narciso no quería pensar en Joseph, se sentía desconcertado respecto a él. Su desobediencia había llevado a su padre a realizar aquel ruego insistente que le mordía las entrañas. Preguntó por sus otras hermanas, por sus padres y la muerte de Gerardo. Fue sabiendo cómo habían transcurrido aquellos largos cuatro años en Zubiete y en la casa de los Allende, los detalles de la tormenta que destrozó las vides y los altos precios del txakoli desde entonces; los inesperados contratos matrimoniales que trataban de salvar la deficitaria economía de muchos caseríos; las romerías y las ferias; alguna gran cacería; y la presencia, cada vez mayor, de bandoleros y asaltantes de caminos. Al final de la noche el joven Allende tenía la abrumadora sensación de que en aquellos cuatro años se habían producido en el valle más sucesos que en toda la vida que él vivió allí, cuando el tiempo transcurría tan lento que nunca sucedía nada.
Su primo habló durante horas, demostrando intacta su habilidad para atrapar en una conversación amena a cualquiera. Domingo Narciso no le había echado especialmente de menos, pero ahora que le tenía tan cerca, que le escuchaba tan entusiasta y convincente, exagerando y gesticulando cada escena como si la estuviera viviendo, se alegró de su presencia. Y cuando el recién llegado le confesó que el viaje que apenas había comenzado acabaría algún día, porque estaba determinado a regresar al valle convertido en un rico hacendado y concluir allí sus días, no le creyó, sencillamente no pudo o no quiso creerle.
La jornada siguiente la parroquia se llenó de gente con la esperanza de encontrar entre ellos las voces nuevas que llegaban de las tierras lejanas del pasado. Aquella misma mañana un par de jinetes a lomos de sus caballos salieron al galope de la hacienda Santa María, iban a anunciar a todos los españoles avecindados en la villa y alrededores la celebración de una eucaristía por el alma del viejo Aldama, a la vez que informaban de la presencia de los dos recién llegados desde la amada patria.
Ignacio entró en el templo acompañado por su hermano, detrás de los pasos firmes de sus patronos, los Sauto. Txomin lo hizo junto a su primo Domingo Narciso y el tío de éste, don Pedro de la Puente. La devoción por San Francisco era unánime y ferviente, semejante a la que se vivía en las nobles tierras de Vizcaya y Ayala. La villa había sobrevivido a uno de sus muchos episodios epidémicos y más de una veintena de clérigos seculares cantaron la misa que inauguraba un nuevo tiempo.
San Miguel el Grande se reconstruía. Aquel año culminó la obra del colegio de San Francisco de Sales y se iniciaron otras. Las casas reales, frente al Oratorio de San Felipe Neri, no eran dignas de la época de esplendor que vivía la villa y su Cabildo español. El nuevo emplazamiento se decidió frente a la parroquia de San Miguel Arcángel, donde un jardín presidiría pocos años después el emergente núcleo social y político de la ciudad, desplazando irremediablemente la antigua plaza de la Soledad a un segundo lugar.
La polvareda que levantaban las nuevas construcciones tornó grisácea y sucia la ciudad de los colores por un tiempo. San Miguel se recomponía día a día. Aparecieron nuevas calles y plazas, paso a paso los arcos de cantera, las jambas y las rejas de hierro forjado dieron forma y fama a una villa que florecía bendecida por el nuevo revestimiento que iba cubriendo la vieja parroquia.
Las fortunas ya fraguadas en el pasado, como lo eran las de Landeta, La Canal o Sauto, celebraban el contagioso crecimiento del que se hacían gala nuevos nombres como el de Berrio, Unzaga, Lanzagorta, y en última instancia Allende y Aldama. Las haciendas y sus huertas proliferaban en los barrios alejados del núcleo más urbano, y poco a poco los más jóvenes fueron adquiriendo la forma y el trato de sus predecesores. Criollos y españoles gobernaban un mundo de ellos y para ellos, en el que producían y comerciaban sin límite para la Colonia y la vieja España.
En un escenario así, resultaba difícil plantearse el regreso a casa. Zubiete estaba muy lejos ya de la mente del joven Allende, se perdía tras los cerros de Moctezuma y San Antonio que protegían la villa de San Miguel. Ninguna de las siete entradas y salidas que cruzaban la ciudad le devolverían a su origen, al verde valle. No podía, no quería regresar.
Trataba de olvidar aquel asunto, se perdía en parrandas con su primo y otros, conversaciones banales y tropiezos tontos con las mulatas que se ofrecían en cantinas y mesones. No le gustaba pensar en Zubiete, no ahora que el reclamo se había hecho tan explícito, sin permitirle dormir a pierna suelta, como lo hiciera desde que atisbo su futuro en esta tierra.
—Debes contestar a esa carta y exponer tus razones. No hay nada peor que la incertidumbre cuando la necesidad asola a una casa.
—Ellos no esperan una carta, tío, ellos me esperan a mí. En las letras de mi padre se revela su convencimiento de que voy a regresar a tomar posesión de los bienes de los Allende. No cabe alternativa para él.
—Por eso mismo debes informar, para que pueda tomar otra vía, solucionar su problema cuanto antes. Piensa en tus hermanas, en esa pequeña Manuela de la que tanto hablas, y en su futuro. Quizá ella pueda ocupar tu lugar…
Una sonrisa triste se dibujó en el rostro de Domingo Narciso. Sabía que el futuro de Manuela estaba en entredicho. Si los dos hermanos varones no se hacían cargo de la hacienda de los Allende, la casa y todos sus pertenecidos pasarían a manos de Josefa, la primogénita. En cualquier caso, Manuela, por ser la más pequeña, sería la última en optar a la herencia. Una legítima, que iba mermando conforme la situación no se solucionaba, sería a la postre su única pertenencia.
Pensaba en ella a menudo, más desde que Txomin había llegado a la Nueva España. Le gustaría volver a verla, oírla reír, sentirla cerca. Hablaba de ella con su primo, le imaginaban un futuro distinto y se atrevían a traerla hasta estos cerros.
—No sería feliz aquí, estoy seguro.
—¿Por qué dices eso, Txomin?
—Porque Manuela es mujer de aquellas tierras, de sus montañas y sus aguas.
—Hay verdad en lo que dices, en sus ojos he visto reflejarse el valle como en nadie. Aún así, podría ofrecerle…
—¿En qué estás pensando, muchacho?, ¿qué locura es esa? —intervino repentinamente don Pedro—. No consentiré que hagas tal ofrecimiento, ¡pues en buen lugar dejarías a los tuyos! Una cosa es que no regreses a tomar posesión de lo que te ofrecen, con lo que estoy totalmente de acuerdo, pero esto es algo muy distinto. Deja que ellos solucionen el problema, ayúdales con buenos pesos si crees que eso puede aliviar su situación, pero no les despojes de lo único que les queda, la continuidad que les permita llevar erguida la cabeza. Bastante han perdido ya, ¿no crees?
Domingo Narciso se sintió avergonzado ante la inesperada reprimenda. Sabía que lo que había dicho era sólo una ilusión, un pensamiento sin reflexión, una pequeña quimera. Estaba echando de menos a todos ellos, y soñar con Manuela, acercarla hasta él, hasta aquí, en este momento, era como respirar aire fresco, el aire húmedo que manaba de la tierra de las montañas de su infancia.
Escribió una y mil cartas en aquellos días, rechazó de una y mil maneras el ofrecimiento que se le hacía. Pero no fue capaz de enviar ninguna. Desde que era niño supo que no tendría nada, que la amada tierra de sus antepasados era para Joseph, y que a él le quedaban las milicias, o con suerte las Indias. Y hubo suerte, llegó aquel documento, enviado por un pariente lejano, un desconocido que le reclamaba, el mismo que le había enseñado a amar estos campos de cereal, estas haciendas, sus gentes distintas, y las muchas oportunidades que ofrecía la Nueva España. Pensó en el Fuero, esa ley inquebrantable que obligaba a cada uno de sus hijos a un único destino. Joseph se había atrevido a desafiar la costumbre, había elegido otro camino, y ahora él también lo hacía. Cuando comprendió que no podía culpar a su hermano mayor rechazando él mismo aquel patrimonio que dejaba en manos de un destino incierto, supo que jamás regresaría. Entonces deseó que fuera Manuela, que se resolviera en ella el futuro de los Allende de Zubiete. Intuía, conocía la fuerza que guardaban sus ojos verdes como el valle.
Al igual que ocurría en las nobles tierras de ayaleses y vizcaínos, también aquí era el primer día del año cuando se reunía la Alcaldía Mayor para elegir a sus nuevos miembros. Todo parecía surgir de la improvisación, y sin embargo todo estaba dicho y concertado de antemano. La visión del portal de las casas reales, frente al Templo del Oratorio, ofrecía una imagen clara de lo que se podía encontrar al interior del viejo edificio, a todas luces insuficiente para el crecido número de hacendados con intereses en el gobierno de la villa.
Balthasar de Sauto se apeó de su caballo y se lo entregó al mulato encargado de atenderlo en su ausencia. Antes de cruzar el umbral revisó el resto de cabalgaduras, sabiendo que lo que estaba a punto de presenciar al interior no era sino otra farsa más. Doblaba a muchos de ellos en edad y conocía bien la trama urdida décadas atrás, heredada hoy por descendientes y allegados, que trataban de acaparar y controlar los accesos a los puestos de la alcaldía y del ayuntamiento. Hubo un tiempo en que señores de fortuna, como Manuel de la Canal y el propio Landeta, participaron en aquella estrategia de mantenerse al margen, ejerciendo el poder desde el exterior, nombrando y dirigiendo un Alcalde Mayor a conveniencia.
Joaquín de la Cuesta, un extraño en la villa, ocupó a partir de ese año el cargo de máxima autoridad. Se nombraron regidores, alcaldes ordinarios y repitieron escribano, y todos, sin excepción, estaban bien relacionados con aquella élite de poder económico y social que gobernaba la ciudad y por ende también el campo. Cuando horas después Sauto subió a su caballo y retomó el camino del norte en dirección al obraje, un pensamiento ocupaba su mente: no me fío de ninguno de ellos, sin duda han de traer confusión y dificultades.
Alcanzó el alto desde el que la vista descubría el admirable portalón de Santa María. A la derecha del camino se alzaba la capilla de San José del Ángel, un pequeño templo que hizo construir para devoción de los habitantes de su casa y hacienda. Salían del rezo de la mañana mujeres mulatas e indias perseguidas por sus retoños. Caminaban despacio, haciendo tiempo para dejar paso al jinete que llegaba. Todas saludaron al amo con una leve inclinación de cabeza, excepto una. Aquella mulata de piel tostada, de ojos grandes, blancos como el nácar, le mantuvo la mirada en un silencio cortante que paralizó al resto en la todavía postura inclinada de sus cuerpos menudos y sigilosos.
A esa misma hora cruzaban el puente viejo, sobre el mismo río que bañaba las huertas del obraje, tres hombres al galope. Se dirigían al vecino pueblo de Dolores. Eran Domingo Narciso de Allende, Txomin de la Torre y Andrés de Berrio. Inseparables desde el primer contacto, los tres jóvenes se habían acostumbrado a recorrer los senderos de San Miguel, sus cerros y cañadas, sus mesones y pulquerías a la primera oportunidad que se les presentaba.
Allí, en Dolores, les esperaba don Pedro, ansioso por conocer las novedades del nuevo ayuntamiento que se había formado en la villa. Apenas unos años mayor, el tío de Allende era un hombre avispado, hábil para los negocios, convencido de su acérrima soltería, que estaba dispuesto a encarrilar y beneficiar en todo a su sobrino. Aquel primer día del año le citó en Dolores para mostrarle una vaquería. Según su teoría, la lana tenía los días contados y en su lugar el ganado mayor traería la verdadera riqueza a estas tierras, como la plata a las de Zacatecas. Cuando don Pedro vio llegar a tres jinetes, sudorosos, con la boca tapada para evitar masticar el polvo que las pezuñas de sus jamelgos levantaban del camino, supo que el año comenzaba con una buena correría. De Dolores a San Miguel no hubo hacienda que no les abriera puertas y patios donde beber y celebrar. Ya en la villa se les juntaron los hermanos Aldama y no quedó mesa sin pan en la que no se oyeran sus alegres voces.
A aquellos primeros años de la década de los cincuenta se les llamaron los de la racha buena. San Miguel el Grande cambiaba, mudaba su cobija vieja por una nueva, más resplandeciente. Crecían las haciendas, el número de cabezas de ganado, la lana y los telares, los obrajes y los templos. El comercio florecía y la vida surgía en barrios estratégicamente ubicados al lado de generosos y abundantes ojos de agua clara.
Las oportunidades eran tantas que cada uno de aquellos jóvenes entusiastas y libres fue tomando sus propias decisiones y encaminando su futuro en direcciones bien diferentes. Mientras Txomin, tras los pasos firmes de Berrio, se interesaba por los intercambios comerciales, fascinado frente a los artículos que llegaban procedentes de las Filipinas, los que salían de los telares y los muchos pesos que se lucían en el intercambio, su primo Domingo Narciso se empeñaba en aquel trozo de tierra, a todas luces inmenso, en el que levantar el casco de una gran hacienda, un rancho rodeado de ganado y gentes, de trabajo y vida. El caso de los hermanos Aldama era bien distinto. El mayor de los dos ocupaba con celo el puesto de administrador en el obraje más conocido y codiciado, el obraje de don Balthasar, y lo hacía con holgura desde que Ignacio se convirtiera en su mano derecha. Juntos lograron los mayores índices de producción, pero también las peores condiciones de vida al interior de aquellos largos, gruesos y húmedos muros que no decían lo que escondían.
Enseguida llegaron los aires renovados de un nuevo abril. La primavera inmortal de aquellas tierras no sorprendía a Domingo Narciso, que se había acomodado fácilmente a sus brisas suaves y repentinas lluvias torrenciales, tanto que apenas recordaba la rigurosa inclemencia de los inviernos de su infancia. El viaje por las llanuras del norte había terminado. Por fin podría iniciar el camino de regreso después de un mes cabalgando, casi sin descanso, a la cabeza de un grupo de hombres que seguía sus indicaciones en silencio, sin más interés que el de obedecer las órdenes que se les daba. Qué diferente era todo aquí, en esta tierra inhóspita donde la vida de un hombre se mide por las balas que carga en su cinto. Concluía otra más de las agitadas incursiones que solía realizar por los terrenos áridos y polvorientos que se extendían en dirección a la ciudad de Zacatecas, por el camino de Tierra Adentro, en la ruta de la plata. De allí partían las largas caravanas de mulas que a menudo veía desfilar en dirección a la ciudad de México. Aquellos famélicos animales, lentos y con la vista puesta en el polvo del suelo, arrastraban con ellos ingentes cantidades de plata extraída de unas minas que parecían inagotables, enriqueciendo a la Corona y, sin que ésta se diera apenas cuenta, también a la Colonia, cada vez más independiente y rica en las personas de su propio gobierno.
Domingo Narciso comprobó que todos se encontraban en sus puestos, listos para emprender al fin el regreso a casa. En total sumaban diez jinetes, si se contaba a sí mismo y a Salvador. Quizá no les hubieran venido mal más brazos y varas que arrearan el ganado, pero nunca imaginó que se haría con un rebaño de tal envergadura.
—Salvador, es hora de partir o se nos echará la noche encima. Da la orden ahí atrás para que se pongan en marcha.
¡Como mande, amo Allende!
No le había resultado difícil acostumbrarse a la compañía continua de aquel joven de piel oscura. Había sido empeño de su tío don Pedro que tuviera un hombre de confianza desde el primer momento, como lo tenían el resto de hacendados y rancheros, y había acertado de lleno en la elección. Salvador era fiel y discreto, pero además era hábil con la tierra, sabía de ganado y de cultivos, y, aunque más bien serio, también solía reír y entonaba, cánticos que sonaban a tiempos muy lejanos. De origen otomí, tenía por costumbre cabalgar un paso por detrás de su patrón. Así se mantenía vigilante, atento a cualquier imprevisto, mientras chiflaba alguna melodía indígena, de esas que Domingo Narciso no conseguía retener en la memoria y mucho menos interpretar después. Envuelto en aquella manta vieja y oscura, se apreciaba con claridad el bulto del machete colgado a su espalda. No era el único que viajaba armado, todos lo hacían, sobre todo transitando por esta sabana inquieta. En su lugar, el joven Allende cargaba con pistola y balas cada vez que salían al campo, montado a lomos de aquellos caballos altos y rápidos como el viento, disfrutando de la intensidad con que se vivía cada minuto en este lugar, recorriendo distancias en una y otra dirección.
Llegaron a la hacienda cuando las sombras de la noche se dibujaban sobre la tierra seca. Dejó a los hombres allí, al cuidado de las ovejas, y él se encaminó hacia San Miguel. La distancia entre una casa y otra la cubría un hombre a galope en poco más de media hora, si era buen jinete y el animal joven; Domingo Narciso solía ocupar en tal empresa la mitad de ese tiempo. Frente al portalón de entrada se bajó del caballo sin esperar a que le alcanzara el mozo que venía en dirección a él. Le dolían todos los músculos del cuerpo y le ardía la boca de sed. En el zaguán se tropezó con una muchacha que salía a su encuentro ofreciéndole una jarra de agua fresca. Bebió con urgencia antes de dar órdenes precisas para que le prepararan una tina templada y un almuerzo copioso. Su tío no regresaba de México hasta el día siguiente, así que se dispuso a cenar solo y acostarse temprano. Por la mañana le despertaron gritos de júbilo.
—¡He visto el rebaño! ¡Santo cielo, es inmenso!
El joven se vistió de prisa y salió al corredor a encontrarse con el dueño de aquellas voces que le aclamaban. Era mediodía. Don Pedro había regresado según la fecha prevista, y con tiempo para haber visitado la hacienda y conocido las dimensiones del rebaño.
—Buen trabajo, muchacho, buen trabajo. Ahora sí has cumplido y superado todas las expectativas. ¡Esa lana te va a hacer rico!
—Eso espero, porque ya he visto las reses que quiero para mi rancho. Voy a criar ganado grande, ganado de verdad. En estas tierras cabe todo, absolutamente todo.
—¡Hasta cereal!
Don Pedro llegaba de la ciudad de México con un buen negocio entre manos, había vendido, y a muy buen precio, más cereal del que podía imaginar floreciendo en las huertas de San Miguel. La mesa se fue llenando de frutas, frijoles, tamales, carnes y tortillas de maíz, y los dos hombres se sentaron en rededor dispuestos a darse un festín.
—Lo que daría por una jarra de nuestro vino, amargo y bien fresco, arrastrando la arena que llevo pegada a la garganta —se quejó Domingo Narciso.
—Pues tendrás que conformarte con un trago de pulque, porque el txakoli que llega a la Nueva España no sale de la ciudad de México; Castañiza y los otros se encargan de beberlo en sus salones. Llega poco, pero la mesa está muy elegida, hazme caso y conformarte con un trago de este pulque, muchacho.
—Esa leche ácida y pastosa que sacan del maguey resulta demasiado mareante. Creía que me acostumbraría, pero cada vez me cuesta más esfuerzo tragarla. Prefiero mezcal.
—Pues mezcal entonces, y no se hable más.
Debatieron e hicieron planes sumando y restando los réditos del recién instalado rebaño en la hacienda la Trasquila, donde Domingo Narciso esperaba ampliar sus horizontes criando reses con que llenar, a buen precio, las despensas de la tierra del norte. Don Pedro se mostraba feliz y lo celebraba. Le gustaban las vaquerías, los ranchos donde hombres y animales se retaban en fuerza y valor.
Siempre quiso que su sobrino se aventurara en esta empresa y por fin se veía decidido, aunque con todo el camino por andar aún.
—Y dime, ¿por qué dejar a un lado la lana? Es un negocio excelente, y ese rebaño te va a traer muy buenos pesos. Los trapiches y los obrajes están a todo dar, han llegado nuevos indios y mulatos de las tierras del interior para cubrir todo el trabajo. La fama de los paños que aquí se hacen llega hasta la vieja Europa. Hazme caso, un animal no excluye al otro y ambos son rentables, al menos por el momento.
—Pero no hay tierra para tanto. La Trasquila tiene sus limitaciones, bien lo sabe.
—Pues busca otra hacienda, compra un rancho apropiado, un lugar donde las reses puedan criar sin estrecheces.
No lo había pensado, no imaginaba poseer otro rancho, no aún. Se quedó callado, meditando las últimas palabras que seguían flotando en el aire. Finalmente se levantó y se acercó despacio a una de las ventanas, desde donde observó a Juanita arreglar algunas ropas y telas al sol, extendiéndolas primero para luego doblarlas. Encontró en su expresión distraída algo que le enterneció y le animó, tenía una cara risueña y un cuerpo joven, y aquellas trenzas enredadas en cuerdas y lazos de colores le llamaban imperiosamente la atención.
—¿Cuántos años cree que tendrá Juanita?
—Pues no sé, pero es probable que más de quince.
—Su madre me ha asegurado que diecisiete, pero dudo de su palabra. ¿Sabrá ella misma los años que cumple?
—Ella sabe lo que le dice su madre y para de contar. Y aquella estará encantada si te has fijado en su hija y tratará de convencerte de lo que sea.
Don Pedro, incitado por la curiosidad, también se acercó a la ventana. Los dos hombres se quedaron allí, parados, contemplando caer el último resplandor de la tarde sobre las telas que la india desdoblaba, extendía y volvía a recoger. Aquellos colores intensos rodeando las manos y el espíritu de la muchacha transmitían alegría y hasta ganas de bailar. Con el último sorbo de mezcal de aquella tarde que languidecía tras los muros de la casa de don Pedro de la Puente, en la villa de San Miguel el Grande, se retiraron por fin a descansar.
Percibió un pequeño temblor, un temblor que le hizo agarrarse al jergón, asirse con fuerza a la ropa sobre la que yacía su cuerpo sudoroso, cansado, satisfecho. Quiso asegurarse de que Juanita ya no estaba a su lado, se dio la vuelta con brusquedad perdiendo por completo el equilibrio. Sintió el balanceo del océano bajo la piel, la primera náusea, el regreso del miedo, aquel temor incierto. Una luz tenue iluminaba la estancia, la india había cerrado la puerta al salir de la alcoba. Allí no había nadie más que él, recuperando el aliento, tratando de acomodar sus ojos a la cama, ya quieta, a la puerta, cerrada. Una vela había caído al suelo; oyó voces en el corredor, los habitantes de la casa se habían levantado, se movían sin conseguir el sigilo que pretendían. Por fin todo quedó en silencio y una ficticia calma envolvió la noche y la casa.
Domingo Narciso ya no pudo conciliar el sueño. Aquella pesadilla empezaba a ser recurrente, le sobresaltaba agitándole, acelerándole el corazón sin sentido, era como si el mar reclamara su cuerpo ya vencido. Solía creer que había una premonición en todo aquello, que el final de su vida irremediablemente llegaría con el balanceo inquietante del agua del océano, aquel agua salada que seguía oliendo en su interior cuando la noche oscura temblaba y con ella todo él, todo lo que le rodeaba. La inquietud dirigió su pensamiento hasta el valle de Gordejuela, a la casa de Zubiete y los ojos de Manuela. Y a la carta, la carta escrita con una tinta ya vieja, una tinta casi antigua, la que utilizó su padre para reclamar su regreso, un regreso que no sería, porque nunca iba a volver, ya nunca abandonaría la tierra y la existencia que le brindaba la villa de San Miguel. Lo sabía y aún así no había sido capaz de responder a los ruegos, de malograr definitivamente las esperanzas del hogar de los Allende. Lo había intentado, una y mil veces trató de dejar impresa su negativa, y ni una ni mil veces que el pergamino se le ofreció a sus pupilas verdes logró dibujar en él la línea de su destino.
Se levantó al alba. Sobre los fogones de la rudimentaria cocina se movía sigilosa Juanita. Aquel hogar se alzaba sobre un fuego espléndido que ardía al interior de una abertura cóncava. Encima las ollas bullían y la india agitaba con energía algo que Domingo Narciso no lograba ver. Cuando le dio los buenos días la joven se asustó.
—Discúlpeme, señor, ahora mismo le sirvo su desayuno.
—Dime Juanita, ¿cómo haces para no quemarte las ropas con esa lumbre encendida bajo los fogones?
La muchacha, sorprendida por la inesperada pregunta, se encogió de hombros y dirigió la mirada por detrás de él. El viejo Chava, que observaba la escena en silencio, intervino sin dilación.
—Amo, madrugó hoy más de lo habitual. Cuál es el apremio, no tiene buena cara.
—Chava, necesito que me ensilles el caballo, voy a salir en cuanto Juanita me sirva ese desayuno que me ha prometido dirigió una mirada sonriente a la muchacha que tenía enfrente.
—Pase, patrón, pase que enseguida se lo llevan —dicho lo cual el indio se volvió hacia la joven, que observaba paralizada a los dos hombres—. ¡Anda, muchacha, no te duermas que el amo va con prisa!
Poco después salía Domingo Narciso por el portal de aquella casa montado en su cabalgadura. A pocos metros por detrás, Salvador, su fiel criado, le acompañaba y protegía, con el machete bien sujeto a la cintura. En el zurrón del amo sonaban con un tintineo impreciso los pesos fuertes que esa misma noche había separado de la caja de caudales que guardaba en su alcoba. Como ya hiciera en otra ocasión en que las aguas del océano se filtraron y empaparon sus sueños, enviaría dinero a Zubiete a falta de aquellas letras de renuncia a los bienes de los Allende que nunca en su vida fue capaz de escribir.
El olor a aceites rancios y a piel seca de las curtidurías se mezclaba con el de animal muerto que desprendían los mataderos, volviendo denso y pegajoso el aire de las tardes de calor como aquella. En los últimos años las calles se habían llenado de artesanos curtidores, tejedores y matarifes. La cría de ovejas proliferaba en haciendas y ranchos, se extendía por las llanuras y los cerros, y a su alrededor surgían y se improvisaban telares sueltos y familiares que competían directamente con pequeños talleres llamados trapiches, donde se tejían sarapes y colchas de vivos colores. Los comerciantes llegaban a la villa por docenas, buscando las famosas manufacturas de lana y cuero al mejor precio. Había una calle, la de los mesones, que se mantenía ruidosa y con mucha vida todas las horas del día y parte de la noche, sin descanso, atendiendo a la vez a vecinos y transeúntes.
Era viernes, y el cielo lucía de un color azul intenso, despejado, sin viento. La noche se anunciaba cálida y los cuatro jóvenes rodeaban con sus cuerpos la mesa donde conversaban desde hacía horas. Habían pedido algo de comida para frenar la embriaguez producida por el tequila, mientras mantenían una conversación animada sobre la compra de ganado, la obtención de nuevas tierras y la intensa actividad comercial que se filtraba por todas las áreas de la vida. Hasta que uno de ellos trajo a la mesa la última nota de la sociedad local: el convento que la hija del difunto Manuel de la Canal se había empeñado en construir en San Miguel el Grande.
—Dicen que ella misma quiere convertirse en monja.
—¡Una religiosa de alcurnia! En ese caso no hay duda, se hará el convento que desee. Ni la iglesia ni el rey dejarán escapar semejante dote.
—Txomin, deberías pretenderla, no permitas que una joya de tanto valor se pierda detrás de los muros de un convento, por muy nuevo que éste sea —le provocó jocoso Domingo Narciso.
—Tiene razón tu primo, ¿por qué no vamos el domingo al Chorro? Quizá puedas hablarle y hacerle cambiar de idea.
Estas palabras de Berrio hicieron estallar en carcajadas a todos ellos. Desde que llegó a estas tierras, Txomin de la Torre había roto corazones y probado todo tipo de jergones, pero ninguna moza parecía cubrir sus expectativas o, como él decía, ninguna era buena para acompañarle a las tierras de las que venía y donde pensaba regresar algún día. Pero menos que ninguna ésta.
—¿Estáis locos?, cualquiera se acerca a las hijas del difunto Manuel de la Canal. Landeta me sepultaría vivo. Acaso no veis que las tiene elegidas y reservadas para sus hijos. ¡Y la que no quiera un Landeta, para la iglesia!
Rieron de nuevo. Había mucha razón en lo que el alegre y despreocupado La Torre anunciaba. Francisco José de Landeta había hecho el mejor negocio de su vida al convertirse en albacea del Mayorazgo de la Canal y Hervás. Cada movimiento aseguraba un poco más el futuro de los suyos. Los últimos rumores llegaban desde Guanajuato, acerca del más que posible título que iba a convertir de la noche a la mañana a don Francisco José en el primer Conde de Casa de Loja. Todavía no se había confirmado, pero nadie dudaba de que la noticia tuviera visos de ser cierta.
El mejor lugar para hacer circular los secretos a gritos era el paseo vespertino y dominical, el que transcurría por los barrios del Chorro, Guadiana y Ojo de Agua. Entre aquellas huertas, las más grandes y mejor regadas de los españoles, paseaban las jóvenes casaderas, siempre debidamente acompañadas, y se lucían ellos, ataviados con sus mejores galas. Allí acudían todos, gachupines y criollos de San Miguel, a comprometer su futuro con la mejor opción. El matrimonio, al igual que ocurría en las tierras de las que venían, era un negocio al que sacar la mayor y mejor rentabilidad. Ninguna unión solía ser fortuita, desinteresada o nefasta para los caudales y el futuro de los españoles en la villa. Eso tampoco impedía romances, enamoramientos y ciertos tropiezos con las pasiones que desataba la juventud.
Txomin, Ignacio, Berrio y Allende acostumbraban a dejar sus caballos atados a un árbol que custodiaba la antigua capilla. Paseaban por entre los campos, saludaban a las muchachas y sus amas, y se divertían sobremanera con aquellas poses que no se diferenciaban tanto de las que se servían en las plazas de los pueblos de su pasado. Si no fuera por el clima, siempre cálido, y la ropa, vistosa y alegre, parecerían las mismas. Después de un rato de lucido paseo, se subían nuevamente a sus monturas y recorrían los campos, las veredas, las haciendas. Atotonilco solía ser uno de los destinos más frecuentes en las calurosas tardes de los domingos. Allí, en las aguas termales que los antiguos indios pobladores de estas tierras descubrieron y disfrutaron, tomaban baños interminables que les devolvía recuperados y hambrientos a los mesones de San Miguel.
Pero no todo era divertimento y relajo. También trabajaban y lo hacían con dureza, destreza y empeño. Unos con el ganado y otros con el comercio, no había descanso cuando se trataba de hacer negocio y hacienda. Según avanzaba el siglo San Miguel se convertía en centro productivo y manufacturero. Las inversiones adquirieron una importante dimensión en este tiempo y los poderosos vecinos, dueños indiscutibles de la región y en poder del aparato político del Ayuntamiento, supieron cómo aprovechar el capital comercial que llegaba desde la ciudad de México. Las haciendas se multiplicaban en el territorio de los tres distritos que formaban la alcaldía: San Miguel el Grande, San Felipe y Dolores. Mientras que en el primero las ovejas y la lana salpicaban de blanco el paisaje, las haciendas de Dolores y San Felipe se llenaban poco a poco de ganado mayor, vacas y toros que cubrían las necesidades en las labores de teñir la lana, junto a madres y hermanas. A Ignacio le gustaba ese espectáculo al sol. Sobre todo cuando aquella negra de dimensiones más que considerables entonaba sus cánticos, lejanos y graves, que las demás coreaban con voz suave, casi callada. Verdaderamente, le impresionaba aquel espacio más que nada en el obraje, cuando por un instante ni la miseria, ni el agotamiento, ni el hambre parecían tener que ver con su nueva vida y el trabajo que había venido a desempeñar en este lugar.
Observó a Jimena alejarse del resto, buscando la sombra del pirul que encabezaba la larga hilera de árboles que bordeaban el río. Desde donde él se encontraba podía escuchar el sonido de las ramas, dejándose arrastrar por la brisa suave, en un gemido intenso, dilatado, insinuante. De pronto, la negra se agachó con brusquedad, escondiéndose de algo o alguien que Ignacio no alcanzaba a reconocer. Con esa postura, más incómoda para su voluminoso cuerpo que para ningún otro, la mujer trataba al mismo tiempo de no ser vista y ver. La curiosidad se removió dentro del joven Aldama, que buscó un lugar más propicio para descubrir el secreto que se escondía por el camino del río. La azotea era, además de discreta, un buen prismático. Subió sigiloso, siguió con paso firme el borde desde el que se apreciaban los intensos colores de la tintura, y cuando llegó a la esquina agudizó la vista. Enseguida dio un respingo hacia atrás, se tapó la boca para no gritar, y corrió hacia el suelo firme y llano del obraje. Los tintoreros le observaron con temor, sorprendidos por la presencia del ayudante del administrador entre ellos. Cuando llegó al patio donde se impregnaba de color la lana vio a Jimena, sumergía de nuevo sus anchas manos en el azul, en el verde, en el rojo. No le dijo nada, no quiso mencionar lo que estaba seguro ella también había descubierto.
Aquella fue la primera vez que Ignacio los vio. Apenas un segundo de su vida que llenó de incertidumbre y temor los días con sus noches. No sabía cómo enfrentarse a esta nueva circunstancia, cómo encarar a su hermano mayor, pedirle una explicación, advertirle de las consecuencias. Los espió, se convirtió en su sombra y la sombra del pirul en su guarida. El árbol, con aquel intenso aroma a limón, lo protegía a la vez que le mostraba una realidad confusa, sórdida, que lo obligaba a mantenerse alerta.
La primera vez que descubrió a su hermano y a su patrona en una actitud más que comprometida para la salvaguarda del honor que se debían, se sintió traicionado, y enfermó de miedo y obsesión. Si el amo llegaba a conocer la situación, si por una de esas casualidades de la vida se encontraba con los amantes o llegaban a sus oídos argumentos válidos para creer en la posible perfidia, nadie podía poner en duda la muerte segura del administrador. Esa firme idea de que acabaría sólo, sin familia ni futuro en estas tierras, convirtió su existencia en un infierno, y cuando no vigilaba y protegía a los amantes, lo hacía con la negra Jimena, de quien estaba convencido sabría cómo hacer uso de tan valiosa información si se le presentaba ocasión.
Entonces, en mitad de aquel desasosiego que tenía encogido el corazón del más pequeño de los Aldama, se desató la furia del amo. Era muy de mañana, apenas se oían los cascos de un caballo que se alejaba de la puerta que cerraba Santa María, cuando comenzaron a escucharse los gritos que Sauto lanzaba al aire, descompuesto y salvaje, a medio vestir, luciendo apenas un calzón largo y en parte desabrochado. Durante unos minutos inciertos, en mitad de la soledad temprana del patio, estuvo arrojando improperios al cielo. Ignacio lo contemplaba atónito, escondido tras las sombras de su alcoba, temeroso del momento en que el amo decidiera ir en busca de su hermano Domingo. Pero no sucedió tal cosa. Después de un rato, que se le hizo eterno, Sauto entró en las habitaciones principales de la casa. Sólo dos personas hubieran podido acercarse a él en una circunstancia como aquella, doña Juana Petra y el administrador de su hacienda, pero el temor los mantenía lejos, cobijados en la incertidumbre de las causas que habían provocado su ira.
Horas después supieron con alivio que la bravata venía, no de la infidelidad de las personas en que tenía depositada su confianza, sino de la decisión del Conde de Casa de Loja de edificar un convento de monjas en uno de los principales accesos a la ciudad. Aquel altercado enfrentó definitivamente a Balthasar de Sauto con la población de criollos ricos que dominaba la esfera política y buscaba la forma de dominar también la económica. El enclave donde estaba previsto edificar el santísimo recinto, en el que se recluirían de por vida algunas de las hijas más acaudaladas de la ciudad, cerraba una de las principales entradas al tráfico de arrieros y comerciantes, y sin lugar a dudas devaluaba las propiedades que Sauto poseía en torno a aquel específico lugar. Denunció a Casa de Loja y encontró enfrente a todo el Cabildo español.
La primera reunión se celebró en la sala del estrado de la casa de don Francisco de Landeta y Urtusaustegui. Las razones que llevaron hasta allí aquella tarde de verano a los hombres más influyentes de la ciudad tenían que ver con la necesidad de una revisión de las leyes que regían los obrajes. Sin embargo, nadie se extrañó por la ausencia de don Balthasar de Sauto, propietario de hasta tres haciendas, miles de reses y más telares que ninguno de los presentes.
En compañía de sus mujeres, que fumaban sentadas sobre cojines de colores, los hombres conversaban de pie mientras bebían e intercambiaban opiniones. No hubo un discurso ni una votación, tampoco se alzaron las voces de forma pública, pero al final de la tarde, cuando las personas más ricas de la villa, que formaban una sólida red de familiares criollos bajo los nombres de La Canal, Lanzagorta y Landeta, abandonaron la casa del Conde de Loja, tenían un enemigo común y un único objetivo: cerrar el obraje de Sauto.