El suelo de la ermita de San Nicolás de Bari seguía siendo de tierra, una tierra fría y suelta, buena para la labranza, demasiado húmeda y fértil para los muertos y los sudarios. El río tenía la culpa de aquello; cercano, se filtraba por debajo de los cimientos del templo y pudría los cuerpos enterrados en el lecho santo de esta tierra vizcaína, con una rapidez asombrosa, en un convite de insectos ávidos, hambrientos. No era aquí donde correspondía yacer a este muerto, en el hueco abierto de la sepultura de su mujer. Ella sí, Juana de Arechederra, pertenecía a este lugar y yacería en él el descanso eterno cuando tuviera Dios a bien disponer su hora. Aún era joven. El que había muerto era su marido, y aunque pertenecía a San Román de Oquendo, las circunstancias, y un extraño empeño de la vida por separarle de la sepultura debida, lo arrojaron bajo la tierra del vecino valle de Gordejuela, de donde era ella.
Juana de Arechederra y Chivarria había parido ocho hijos en beneficio de aquel matrimonio que sus padres se empeñaron en celebrar un lejano día de verano de 1719. Lo recordaba bien, fue en esta misma ermita de Zaldu, en la que hoy enterraban al hombre que un ambicioso contrato le impuso para recorrer junto a él el camino de la vida que entonces comenzaba, al lado de los 45 gastados años de un viudo con nueve hijos a sus espaldas.
Ignacio Aldama había muerto el 29 de septiembre, de madrugada, y por esos azares extraños que tiene la vida le llegó la hora en la casa troncal de los Arechederra, en el valle de Gordejuela. Juana, su viuda, decidió que sería esa tierra y no otra la que habría de otorgarle el descanso eterno. Corría el año 1749 y coincidió su sepelio, al día siguiente, con la correspondencia más abundante que hasta la fecha se había recibido desde la Nueva España.
El caserío de los Aldama se asomaba al camino desde la colina que lo ensalzaba. Era un solar de prestigio, infanzón, en el ascenso a San Román de Oquendo. Los 75 años bien cumplidos de aquel hombre dejaban a la postre tantos hijos que en un tiempo se vio obligado a construir añadidos a la casa principal para poder albergarlos a todos. Ahora ya no vivían muchos allí, pero este día estaban con él; no los diecisiete que llevaron con orgullo su apellido por el mundo, pero sí aquellos que mantenían cercana su hacienda y casa.
Se había casado en primeras nupcias con una joven del pueblo con buena dote y vientre, que le llenó el hogar de hijos, hasta nueve, antes de morir. Pero el luto por la pérdida no era algo que entretuviera a Ignacio Aldama. Enseguida encontró éste moza apropiada para compartir el lecho y atender la prole.
La casa solariega de los Arechederra adornaba con su inusual altura la cuadrilla de Zaldu, en el valle de Gordejuela. Era un solar con cierta notoriedad, un nombre que sonaba cercano al de los Villanueva, padrinos y benefactores, señores de elevado rango con los que siempre mantuvieron buenas relaciones. Allí buscó y encontró a su segunda mujer: Juana de Arechederra, una joven sin muchas gracias que cuando parió el octavo hijo se cruzó de piernas para siempre. En el noveno había muerto su antecesora; no tentaría a la suerte. Por más ruegos y amenazas que lanzó el viejo Aldama, la puerta de aquella alcoba se le cerró a cal y canto, obligándole a acomodarse en un viejo catre al lado de los vástagos solteros.
El sepelio se celebró con las puertas de la ermita abiertas de par en par, para no excluir a los que no cabían ya en el interior del templo. No se veían entierros tan concurridos salvo en aquellas ocasiones en que el muerto era cura o señor de señores. No era exactamente el caso de éste, quién, sin sufrir grandes estrecheces o necesidades, en esta vida había sido, sobre todas las cosas, padre.
Los grandes ausentes aquel día fueron Domingo y Juan, hijos de su segundo matrimonio, que habían iniciado años atrás su particular carrera de Indias. El primero se había instalado ya México, allá en la Nueva España, mientras que Juan nunca se decidió a dejar Cádiz, aquellos enormes barcos parecían intimidarle. Aldama había pasado los últimos meses de su vida documentando la limpieza de sangre, nobleza e hidalguía que por ley natural de su fuero, nombre y casa infanzona les correspondía. El extenso legajo elaborado, justificado y atestiguado por numerosos vecinos y parientes era, a día de su muerte, un hecho que había logrado enviar a sus destinos, allí donde residían sus hijos emigrados.
El enterramiento sacó a los feligreses del templo para dejar sitio a quienes manipulaban el hueco en el que descansaría eternamente el cuerpo de Ignacio Aldama. El anteúltimo responso por su alma alejó a la viuda y a sus hijas de San Nicolás de Bari, mientras que el resto de los presentes discutían sin mucho criterio un extraño rumor acerca de la correspondencia que había llegado aquella misma tarde.
—¿Una saca? Estás exagerando hombre, ¡no puede ser tanto!
—¿Quién dijo una saca? Eso es una patraña, ni aunque se hubieran puesto de acuerdo, no hay tantos de los nuestros en la Nueva España.
—Haberlos sí los habrá, pero no todos están dispuestos…
—Os digo que era una saca. ¡Apostad si no me creéis!
—¡No! Nada de apuestas, no empecemos que os conozco. Cómo es posible que sin haberse enfriado aún el cuerpo de Aldama ya estéis con envites. Si llega a oídos del alcalde se va a armar una gorda.
La reprimenda era propiedad de don Francisco de Ugarte, cura beneficiado de las iglesias del valle de Oquendo. Aún así, los parroquianos no se quedaron tranquilos, quitándose la palabra en un último intento por descubrir la verdad de aquella saca de la que tanto alardeaba Juan de Mendieta.
—Padre, usted ha de saber cómo está eso de la correspondencia, ¿es tanta como dicen?, ¿tanto como una saca llena hasta los topes, como asegura Mendi?
—Calma, dejad ya la discusión. En verdad si debe ser más de la que ha llegado en ocasiones anteriores, pero nada de sacas, eso es exagerar, y mucho. El que espere noticias de tierras lejanas que se pase mañana por la iglesia, después del oficio repartiré lo que tenga entre los bienaventurados.
—¿Habrá también algo para el Concejo, padre?
—Cierto es que no he tenido tiempo de revisar lo que me han traído, pero si algo urgente hubiera yo me encargo de que llegue a las manos debidas. Y ahora, mejor retiraros a vuestras casas, descansad y dejad descansar al muerto, que ha de andar a tientas con tanto revuelo.
—¿A tientas, ése? No diga, padre, que ése donde puso el ojo puso la bala.
Los ojos como platos se le pusieron a don Francisco, pero eso no impidió, más bien alentó la sonora carcajada con la que todos los presentes aplaudían la ocurrencia.
—¡Un respeto!
—Si padre, usted perdone, lo he dicho sin pensar…
Era imposible, el coro de risas ahogadas contagió incluso al cura, que se alejó con prisa por la calzada tratando de disimular su propio ahogo. Aún debía pasar por la iglesia de Santa María, y subir después a San Román a acompañar con un último responso a la familia del difunto.
El último hijo varón de éste no tardó en ponerse a la altura del párroco y caminar a su lado. El campo se volvía amarillento, ocre, jaspeado durante el otoño, y de eso hablaron, también de Juana, y de los hijos que aún quedaban en casa, hasta que mencionaron a Domingo de Aldama. Desde que embarcó para la Nueva España, el joven José Ignacio aguardaba ansioso la llamada que dirigiera sus pasos en la misma dirección. Por eso estaba allí, porque no podía esperar a mañana para saber si había o no entre aquella correspondencia una carta de su hermano que cambiara definitivamente el rumbo de su vida.
Don Francisco de Ugarte quiso mostrarse intransigente, pero de nada le sirvió. Antes incluso de llegar al molino de Olabeaga terminó cediendo y ofreciendo un trato de favor a aquel muchacho que acababa de enterrar a su padre.
—Está bien. Vayamos a comprobar si hay algo de tu hermano entre las misivas que han llegado.
A partir de ahí, el camino hasta Unza fue una estrepitosa carrera que los 17 años de José Ignacio impusieron al maduro beneficiado, que arrastraba la sotana mientras se empapaba de sudor.
Eran varios los caminos que subían empinados hacia San Román, desde donde la iglesia dominaba el horizonte. Por uno de ellos, escarpado en la montaña, corría José Ignacio, sin aliento por las prisas. Sujeto en una mano, un pergamino estrecho y largo, impregnado de tinta, se arrugaba y alisaba por la fuerza del viento que exigía la carrera.
… y para ello providenciaré el remitirle por la conducta más segura otros cien pesos fuertes, para que pueda facultar a mi hermano José Ignacio a que inicie viaje a estas tierras donde yo le estaré esperando. Deseo que su venida sea con brevedad, porque para él guardo un buen trabajo como mi ayudante en el obraje de don Balthasar de Sauto. Como usted bien sabe, la prosperidad del negocio de telares que su vecino de usted ha desarrollado en estas tierras es grande y…
Sonreía. Por fin tenía entre sus manos el futuro esperado. Inició nuevamente la carrera en dirección a casa, cruzó por bosques y arroyos, dejando atrás el campo de Escoriaza, buscando con la vista la torre de la parroquia asomar tras las copas de los árboles. Eran las mejores letras que había leído nunca, las mejor escritas, las que sonaban como versos cantados. Su mente se mostraba ágil y confusa a la vez, los pensamientos se desataban como un torbellino de ideas precipitadas en mitad de esa marcha estrepitosa, de las pocas que le quedaban ya por trazar hacia la cima de la montaña, hacia la casa troncal de los Aldama.
Don Francisco, incapaz de detenerle, se había quedado un rato más en la sacristía, revisando el resto de cartas, sus destinatarios y remitentes. Ciertamente, algunas de aquellas misivas llegaban con meses de retraso. Abrió las dos que se dirigían a su persona, y enseguida hizo recuento de los pesos fuertes que sumaban los donativos. Satisfecha la primera curiosidad, cerró con llave el arca con todos los documentos dentro y encauzó la vía en dirección a San Román, algo más descansado y feliz de viajar sin las prisas del joven a su lado, que a buen seguro ya estaba con un trozo de pan entre los dientes. Sintió que se le arrugaban las tripas y apresuró un poco el paso, recordando que le esperaba mesa opulenta en casa del finado.
Viuda e hijos recibieron durante toda la tarde a vecinos y familiares, soportando una velada ruidosa y casi festiva que las buenas temperaturas y noticias de Indias alargaron hasta bien entrada la noche.
—¿Y dices que Domingo ha reclamado a su hermano José Ignacio para que vaya a trabajar con él en el obraje de Sauto? Pues eso sí que es una buena oportunidad para el chico, señal de que al otro le va bien. ¿Y no habrá dispuesto también algún peso para ésta su parroquia? Temo que el próximo invierno caiga más nieve y nos eche el tejado abajo.
—¿El tejado, don Francisco? Pero, yo creía que había quedado completamente nuevo después del derrumbamiento del veintinueve.
—Sí, sí, hija, si bien está, es más por prevenir…
Catalina buscó en su cabeza cualquier excusa con la que alejarse del cura.
—Perdóneme, padre, voy a atender a ama, que ha de estar exhausta a estas horas.
—Ve, hija, ve, y no te olvides de preguntar por lo nuestro, que estoy seguro de que tu hermano no se ha olvidado de los donativos que le encomendé.
Las conversaciones en la casa de los Aldama aquella tarde noche versaron más sobre la Nueva España que sobre el fallecido. No es que se hubieran olvidado tan pronto del padre, abuelo, tío y vecino, es que la vida se volvía un poco más esperanzada cuando había noticias del otro lado. Después todo volvía a ser como antes, como siempre había sido en estas latitudes: trabajoso, frío y más bien escaso.
Esa misma madrugada, antes del amanecer, se volvió a oír por todo el valle el repique de campanas sonando a muerto. Las de Santa María, contagiadas por las de Lartundo, Otaola y Zaldu, dirigían aquella orquesta fúnebre que anunciaba un nuevo fallecimiento. Cosme se estremeció en el catre y sintió el vacío que había dejado Maricruz a su lado. Estaba levantada, con Fabián en brazos y el pequeño Luis gateando a sus pies. Desde el hueco abierto de la ventana observaba la casa de enfrente, extrañamente iluminada a esa hora, y temió por la vieja Marina.
Hizo sonar la aldaba con prudencia, temiendo quebrantar el descanso de las sombras, y enseguida apareció ante ella Domeca, la hija de la vieja Marina, sorprendida por la llamada.
—Maricruz, ¿ocurre algo en tu casa?, ¿hay alguien enfermo?
—¡No!, yo… —titubeó, sin entender muy bien lo que le preguntaban—. Pensé que pasaba algo aquí, no sé, al oír tantas campanas y ver velas encendidas… Perdóname si te he asustado.
—Oh, no es aquí, Maricruz, no suenan por nosotros los badajos. Acaba de llegar mi hermano del monte, de las ollas, y nos ha contado que repican por el hijo de mi sobrina, la de Arechavala, la que se casó con el primogénito de los Abasolo. La pobre criatura apenas ha aguantado una semana en este mundo. Dicen que Ana María está como loca, que no reacciona.
—No me extraña, Domeca. ¡Qué desgracia! Entonces, doña Marina está bien —quiso asegurarse Maricruz antes de volver a su casa.
—Sí, está bien. Más viva y despierta que cualquiera de nosotras. ¿Quieres pasar a saludarla?
Maricruz sintió el brazo de Domeca sobre el hombro invitándole a entrar hasta la habitación donde su madre, Marina de Sauto, llevaba postrada años, sin poder abandonar la cama, casi tan vieja como ella. Las recibió contenta, y enseguida, a la menor oportunidad que se le presentó, retomó los tiempos antiguos, volviendo una y otra vez a aquellos malditos años en que perdió a tantos que quiso volverse loca.
—Mira hija —comenzó la anciana—, por esas mismas escaleras que has subido tú ahora bajé yo una noche a toda prisa. Sí, a recoger a mi hermano, que del golpe que se dio al caer tenía la cabeza abierta por el medio, igual que una nuez. La sangre ya se escapaba por el portal de la casa cuando yo llegué a donde él estaba.
—Por Dios, ama, ¡otra vez está usted con lo mismo!
—¿Esta que está aquí no es Maricruz de Olabarrieta?
—Sí, señora Marina, la misma —contestó la recién llegada.
—¿Y no has venido a visitarme a mí, hija?
—¡Claro! Continúe, siga contándome.
Domeca hizo un gesto de cansancio a Maricruz antes de salir de la alcoba en dirección a la cocina, mientras la voz de la anciana se alzaba de nuevo.
—Qué te voy a contar, hija, aquello fue espantoso. Solos estábamos entonces mi hermano y yo en este caserío. Yo aún sin casar, mis padres fallecidos, que Dios los guarde, y los otros hermanos cada uno por un lado, algunos casados y otros viajando por tierras castellanas. Quise morir con él. Me pasé toda la noche a su lado, en las mismas escaleras, sujetándole el cráneo para que no se le esparcieran los sesos por el suelo.
—Pero su hermano tenía un hijo, ¿no es cierto, doña Marina? —Maricruz ya sabía lo que tenía que preguntar para que la historia siguiera su curso. Conocía bien aquel suceso, y otros que asolaron a la familia Sauto en esos años. Durante mucho tiempo, en la sepultura que estos poseían en Santa María, en Unza, las ceras ardieron una detrás de otra.
—Sí, tenía un hijo: Balthasar de Sauto y Villachica. El pobre perdió a su madre con sólo siete años. Era una muchacha tan endeble, siempre se lo dije a mi hermano, mira que esa moza no tiene buen color, pero nada, ya se sabe, para él no había otra como aquella. Y ahí que se le muere, tan joven como era, y le deja con un hijo que no había quién gobernara, un demonio de crío.
—Cuénteme qué fue de él.
—Pues que mi hermano, que era muy burro, y más que se volvió después de enviudar, lo mandó a las Indias. Doce años tenía cuando le hice el traje nuevo. Parecía cualquier cosa, todavía lo estoy viendo, ahí mismo donde tú estás, vestido de estreno. Recuerdo que se fue llorando de aquí. Se giraba y me miraba con una tristeza el pobre crío. Por más que insistí para que no lo alejara, y nada, él erre que erre. Yo creo que le recordaba demasiado a ella, no lo soportaba, apenas hablaba con él, ni se preocupaba de lo que necesitaba. Gracias a mí no se murió de hambre después de faltar su madre.
—Fueron años duros, doña Marina.
—Aquellos y los anteriores, y los que luego llegaron. La vida puede ser muy cruel, hija, muy cruel. Después de todo lo que luchó mi pobre hermano en esta vida, y mira para qué, para acabar muriéndose así, de una mala caída por las escaleras de su propia casa. Aún recuerdo como si fuera hoy el pleito que mantuvo con Antonio de Larrea por los reales que le correspondían a su hijo. Años duró aquello, y muchos le acusaron por pedir lo que no era suyo, pero él llevaba toda la razón, y estaba empeñado en enviar al pequeño Balthasar a la Nueva España. Y mira si lo consiguió que allí sigue, y dicen que con muy buena hacienda.
—Mucha ha de ser, doña Marina. Y aquí, en nuestro valle, también tiene buena posición, que este año le han nombrado nada menos que alcalde. Todavía el otro día lo recordaba don Francisco desde el púlpito.
—Ese cura algo esperará que le caiga de aquellas tierras. ¿Y dices que es alcalde?
—Sí, alcalde honorífico. Dicen que allá, en la Nueva España, posee tierras y empresas de ganado y lana, y que no alcanza a conocer el total de los caudales que atesora.
—Y pensar que le hice aquel traje con las telas que guardaba para mi ajuar. El muy desagradecido nunca mandó un real a esta casa; aunque no le culpo, era tan niño el pobre, y daba tanta lástima verle partir, ver cómo se resistía.
Unas horas más tarde, en la cima del monte Otaola, la comitiva, encabezada por un padre que llevaba en brazos el cuerpo inerte de su hijo, comenzaba un largo descenso hasta la iglesia principal del valle. A su lado, una muchacha con los ojos hundidos no dejaba de mirar el envoltorio de blanco lino, aquel trozo de vida que, irremediablemente y sin sentido, había perdido para siempre. Llegaron a Santa María, en la cuadrilla de Unza, en Oquendo, a primera hora de la tarde, cuando todo estaba dispuesto para el enterramiento. Como era costumbre, las casas del valle permanecían reunidas en el pórtico, esperando al cortejo fúnebre, que avanzó en silencio por el interior del templo para ofrecer un breve rezo por aquel alma que apenas había tenido tiempo para acomodarse en el regazo de su joven madre.
Al salir al exterior la tarde ya tenía luna. Dentro quedaban encendidas las velas sobre la sepultura de la familia Abasolo, en la segunda fila frente al evangelio. Ana María lloraba en brazos de hermanas y madre, mientras Bernardo trataba impaciente de alejarla de aquel tumulto de pesares. Quería regresar a casa cuanto antes y empezar a vivir como si nada de aquello hubiera ocurrido, al fin y al cabo no era cosa de tanto, en muchas casas morían hijos que después se olvidaban.