Como tantos otros antes que él, Bernardo de Abasolo esperaba impaciente en el pórtico de la iglesia. Vestido con traje nuevo, aguardaba el momento en que hiciera su aparición en la plaza el carro con el arreo tirado por una engalanada pareja de mulas. Era el día de su matrimonio. Al fin se concretaban sus expectativas, la pretendida joven de los Arechavala de Gordejuela cumpliría hoy con el contrato matrimonial apalabrado entre ambas familias para unir casas y linajes.
La firma y la ceremonia, por este inquebrantable orden, estaban por celebrarse aquel segundo viernes de diciembre de 1748 en San Juan de Molinar. Escribano, cura y demás testigos espantaban el frío de la dura helada caminando animosos frente a la puerta de la iglesia. Bernardo, el más impaciente de todos, se mantenía firme junto a la mesa dispuesta con los documentos del contrato; el semblante impasible, el gesto frío.
El linaje de los Abasolo había ocupado un espacio privilegiado entre las familias más antiguas del valle de Oquendo. El caserío, al abrigo de las altas montañas de Ayala, fue construido en tiempos remotos por alguno de los miembros originarios de aquella saga de rudos hombres de campo. Parcos en palabras y en relaciones con los otros hogares, guardaban aún el aire de grandeza de épocas mejores en que formaron parte del privilegiado grupo de familias principales.
Hoy su hacienda se encontraba diezmada, pero no los miembros de la estirpe, que conservaban su reserva a mezclarse con los más humildes del pueblo. Mantenían, pese a todo, su sepultura en la segunda fila de la iglesia de Santa María, en Unza, y continuaban dirigiendo la vida en aquel lejano lugar de Otaola, salpicado apenas por media docena de rudimentarias edificaciones y una pequeña ermita dedicada a San Sebastián.
El primogénito, Bernardo, hacía honor a su apellido comportándose como el incuestionable heredero, aunque no fuera tan elevado el privilegio. Resultaba altanero y no se le conocían amigos, pero contaba con el respaldo de la vieja hacienda de los Abasolo para garantizarse un matrimonio adecuado.
Ana María de Arechavala, como se llamaba la novia, no había cumplido aún los veinte años. Era una joven reservada, silenciosa y de buenos modales. Bernardo puso sus ojos en ella meses atrás, cuando la casualidad le llevó a comer en la hospedería de Ramón de Arechavala. Tomó la decisión de desposarla en cuanto supo de la dote con que sería beneficiada. Enseguida ató los cabos del contrato con el padre de ésta, y también los del noviazgo. La joven no volvería a servir mesas ni a mostrarse en público, no si se casaba con Bernardo de Abasolo. La obligaron a permanecer en casa, salvaguardando su honestidad y decencia, hasta el día del matrimonio, y sólo la misa, y en compañía de su madre, permitía a Ana María ver la calle. Aquel contrato la dejó al margen de cualquier celebración que no fuera la del recato.
Aún así, se sentía dichosa por su buena fortuna. Era la mayor de cinco hermanas y muy probablemente la única de todas ellas que se casaría con un heredero. Quizá también la única en tomar estado. En los últimos años cada vez más mujeres se veían avocadas a una madurez solitaria, al cuidado de padres, hermanos y sobrinos, a falta de marido e hijos propios. Las minas, el ejército, y sobre todo la larga carrera de Indias alejaban a los posibles candidatos varones de una vida junto a ellas.
Al fin consiguieron uncir los animales. El carro asomaba rebosante, alegre, colorido al frente de la casa, esperando que se iniciara la marcha de un momento a otro. Madre e hija habían pasado parte de la noche cubriendo las ruedas y los travesaños con lanas de colores, ramas y flores. Era un buen arreo, en el que no faltaban telas, vestidos, jubones, sudario, un arcón de madera de nogal y hasta un par de gallinas. Se había estipulado que otros muebles y alhajas se le harían llegar al matrimonio a la casa de Oquendo una vez firmado el contrato, tales como una cama vestida según la costumbre de la época y algún adorno que acompañaba a la legítima materna. La paterna, los 400 reales de vellón con que Iñigo se había comprometido con la contraparte, se entregarían por plazos durante los próximos dos años.
Salieron despacio, rodeando la casa. La novia, de estreno, lucía hermosa y alegre. Durante meses había tejido la lana con que coser cada puntada de aquellas prendas que estrenaba. Las dos basquiñas, una sobre otra, abultando y coloreando sus pasos, le hacían sentirse nueva y diferente frente al resto de la comitiva. Por debajo la saya y por encima el delantal en el que tantas horas de sueño había perdido, apurando cada hilo hasta lograr el encaje deseado. Todo era nuevo para aquel día salvo los zapatos, que formaban parte de una herencia de generaciones. Habían pertenecido a su abuela, a su madre y por fin a ella. Sentía la presión que ejercían sobre sus pies como una alegre penitencia que volvía sus andares más cuidados, más elegantes. La chambra que ceñía su joven cintura tampoco era nueva, pero sí lo era el pañuelo de fino lino blanco con que cubría su negra cabellera, por primera vez y para el resto de su vida.
Era el día de su matrimonio. A partir de ahora tendría casa propia, marido y gobierno. Su madre reconocía la ilusión en sus ojos y se sentía feliz. Las hermanas y otras jóvenes solteras revoloteaban en torno a ella, celebrando su buena fortuna y anunciando próximos herederos. Tomar estado y que el elegido fuera un primogénito, propietario de casa y hacienda, suponía un golpe de suerte para cualquiera de ellas.
Al llegar al centro de la plaza, la esperada prometida buscó hasta encontrar la mirada de Bernardo. Apenas se habían conocido en alguna reunión familiar, y más recientemente con motivo de la última feria de San Andrés, momento en el que pudieron intercambiar algunas palabras sin ninguna intimidad. En esa ocasión la novia reconoció en el que sería su marido a un joven taciturno y poco atractivo, y aún así mantuvo viva la ilusión por el nuevo orden de cosas que se le presentaba. En San Juan de Molinar se encontró de nuevo con los ojos de aquel hombre que iba a acompañarla el resto de su vida y quiso ver en él una expresión amable y sincera esperando por ella.
Una vez alcanzado el pórtico, novia y comitiva ocuparon su lugar en torno a la mesa en que se hallaba dispuesto el escribano, bajo la mirada severa de los Abasolo. Sobre aquel trozo de madera vieja se extendieron los documentos, se leyeron obligaciones y deberes, y los que sabían plasmaron su firma. El aire gélido que se filtraba por las gruesas ropas que los cubrían les hacía apresurar el paso en los trámites, codiciando el interior de la iglesia, que sin embargo tampoco les ofrecería mayor cobijo. El templo resultaba un lugar muy frío en los meses más severos del año, ni las capas ni los mantones utilizados como prendas de más abrigo lograban su cometido. La continua ventilación del edificio entumecía a los feligreses, que aguardaban estoicamente el final de la misa para correr de nuevo al exterior, intentando encontrar una gota de sangre sin helar en las venas.
Cuando salieron era ya mediodía y un tímido sol les saludó queriendo celebrar con ellos, pero el hielo no cedió a su tibio anhelo. Ramón de Arechavala abrió de par en par las puertas de la hospedería y animó a todos los presentes a guarecerse del intenso frío. Allí, en la taberna, donde con motivo de la celebración también acudieron las mujeres, las jarras de vino pasaron de mano en mano durante largo rato. Los sonidos de una pandereta amenizaban las conversaciones, que continuamente hacían referencia a los novios, alabando un nuevo lazo de unión entre ambos valles, el de Gordejuela y el de Oquendo. Ambas familias compartieron previsiones de futuro, acordaron fechas y finalmente se despidieron. Ana María salió por la puerta de la que había sido hasta entonces su casa con una sonrisa, mirando a su madre y hermanas, sintiéndose dichosa y bien dispuesta a comenzar su nueva andadura. Poco después ningún Abasolo permanecía en Gordejuela. La impasible oscuridad de otra noche que se anunciaba también helada fue despejando de almas la hospedería y los senderos del verde valle.
El carro tirado por las mulas, con el arreo intacto, avanzaba, aunque despacio, por los caminos de la montaña en dirección a Oquendo. La novia, callada, seguía las pisadas de Bernardo arropada por algunas de aquellas mujeres que no había visto nunca antes en su vida, y que, según parecía, pertenecían a la casa y el linaje de Abasolo. Había sentido el aguijón de la nostalgia antes incluso de dejar la calzada real, y aunque trataba de disimular, la sonrisa desapareció por completo de su rostro al descubrirse sola entre extraños. Sentía frío, un frío helador que traspasaba albarcas y polainas, y que la lana del nuevo vestido no era capaz de alejar de su piel. Bernardo no se dirigía a ella salvo para animarle el paso, apurando la marcha antes de que el cielo se volviera del todo negro. Ana María trataba de avanzar a duras penas por el barro, haciendo un gran esfuerzo por no aminorar el paso de los demás, pero el desánimo se había apoderado de ella y un temor inconfesable a lo que tendría que suceder aquella noche le restaba resuello.
Llegaron al caserío por una vereda escarpada que se ensanchaba en la vaguada de un riachuelo, casi en la misma cima de la montaña. Aquel lugar, abierto en mitad de la apretada espesura que dibujaban la noche y el castañar, perfilaba un paisaje mágico gracias a las velas que permanecían encendidas alumbrando la entrada de cada casa. La tenue luz se reflejaba oscilante en el agua que se deslizaba silenciosa entre piedras y hierba. En el portal más grande, el que se abría al centro de la fachada más solemne, intuyó Ana María que esperaban las generaciones mayores. Al descubrirla, tras las mulas, se arremolinaron en torno a ella, acercaron velas, la reconocieron y seguidamente la invitaron a entrar la primera. Aquel recibimiento, a todas luces amistoso, logró impregnar algo de confianza y calor a la escarchada novia, que enseguida ocupó un lugar de honor junto a la lumbre de su nuevo hogar.
Celebraron la unión con cánticos y txakoli. Alguien había preparado comida abundante, una buena mesa con carne, verduras y queso. En mitad de aquella fiesta, entre padres, hermanos y vecinos que no conocía, la joven novia pretendió disipar las sombras que la acechaban, hasta que las brasas cedieron y todos se retiraron a un justo descanso.
En aquella noche de diciembre, a las puertas de la Navidad de 1748, Ana María de Arechavala había dejado atrás todo lo que conocía para empezar la vida nueva. Al desatar el corpiño con que ceñía cintura y pecho, el delantal y la basquiña, al desprenderse del pañuelo, la saya y la chambra, y sentir el lino ya flojo de la camisa blanca envolviendo su cuerpo, un escalofrío se apoderó de su interior y no la abandonó hasta mucho tiempo después, cuando supo de su incipiente preñez.
Las campanas de San Sebastián repicaban insistentes llamando a los feligreses a la oración de la mañana. Se había despertado temprano, todavía de noche, en aquella cama fría y vacía. Oyó a Bernardo cerrar la puerta tras de sí, y se sintió aliviada con la intimidad en la que quedaba la alcoba. No supo calcular el tiempo que estuvo allí quieta, despierta, sin saber cómo actuar, hasta que algo la empujó a levantarse, vestirse y asomarse a la cocina. Las mujeres la esperaban ansiosas; sintió las prisas en sus miradas mientras tomaba el tazón de sopa caliente que le animaron a apurar. Las campanas seguían sonando cuando descendían presurosas las escaleras de la fachada.
La ermita era pequeña, diminuta si la comparaba con la iglesia de San Juan. En su interior descubrió la espalda de Bernardo junto al resto de hombres, a la derecha. Ellas pasaron por el centro y se situaron en la primera línea frente al altar. Escuchó la puerta cerrarse a su espalda y la voz del cura se alzó dando paso al oficio.
Una vez fuera varias mujeres que no conocía se acercaron a ella, se presentaron reseñando sus casas y nombres, la felicitaron y desearon que le llegara pronto la bendición de un hijo. Bernardo no se dirigió a ella, ni la buscó con la mirada, sencillamente había desaparecido. Pero no se comportaría igual al día siguiente, después de escuchar misa mayor en la iglesia de Santa María, en Oquendo, donde la tomó del brazo y la mostró a varias familias, hombres incluidos. Aquella mañana conoció a los Unzaga y a los Aldama; supo de Marina de Sauto, y compartió conversación con Maricruz Olabarrieta; los hermanos Alday, solteros aún pese a sus más de cincuenta años, no dudaron en preguntar por las hermanas de la recién casada haciendo reír a todos los presentes, incluso al propio Bernardo. Aprendió por indicación de su marido a quién debía saludar y con quiénes no intercambiar más que un gesto rápido, le aleccionó sobre cada apellido y casa, sobre propiedades y propietarios, y todo lo decía con una dulce autoridad que no dejaba de sorprenderla.
Aquel primer domingo regresaron tarde, el sendero hacia Otaola se perdía en una montaña quebradiza y rugosa, inclinada sobre sí misma, áspera y fatigosa. El ascenso revivió los dolores ya adormecidos en las piernas de la joven, que trataba de no perder el paso sin lograrlo. Sufría temiendo que Bernardo se enfadara, le gritara e incluso que la dejara allí, sola en mitad del monte, sin conocer los caminos. Sin embargo, eso no ocurrió más que en su imaginación, porque Bernardo se mostró paciente y hasta la invitó a sentarse en un par de ocasiones, aprovechando un tronco o una piedra en un ribazo. Rieron juntos por primera vez aquella mañana, y Ana María lo recordaría siempre, porque no tuvo muchas oportunidades después de sentirle tan cercano y relajado.
La casa de los Abasolo sí era la más grande, pero también era rudimentaria, básica en su ornamento. Las viejas vigas se habían doblegado al peso de los años dándole un aspecto endeble y poco seguro, tanto que amenazaba con caerse en cualquier momento. La puerta principal, la que daba entrada a la cuadra donde se guardaban aperos y animales, era un espacio abierto en la piedra de la fachada que antiguamente debió lucir un excelente arco. Por él se filtraba la única claridad con la que se podía contar en el interior. Sin llegar a traspasar el umbral, en la misma fachada, una escalera ascendía por la pared, al aire libre, hasta llegar a otro agujero en la piedra que anunciaba el paso al espacio de la vivienda. Sólo tres rendijas de madera completaban la imagen principal de aquel caserón frío, oscuro y desalentador a los ojos de la recién casada. El camarote se adivinaba bajo las tejas como lo que era, un espacio amplio, húmedo y lóbrego, destinado a conservar la cosecha para todo el año y por el que un adulto sólo podía caminar encorvado.
La imagen del hogar de los Abasolo, que su mente había ilustrado como un lugar solemne y regio durante todo el tiempo que duró el noviazgo, le parecía una estafa, el mayor de los engaños. ¿Y aquí han de nacer mis hijos?, se preguntó decepcionada mientras ascendía por los peldaños que sobresalían de la pared principal de la casa. Cuando alcanzaron la cocina ya estaban todos sentados. Comieron deprisa y Bernardo se fue el primero, Ana María lo pudo ver alejarse por la orilla del riachuelo. Recogió las sobras que los perros no habían querido llevarse y salió tras ellos, dejando al resto en torno a la luz de la lumbre. Quiso recorrer de nuevo la alcoba que había ocupado junto a su marido las dos noches anteriores. Sintió su amplitud desalentadora. La escasa claridad, que se filtraba por una apertura en la piedra, envolvía en tonos grises la cama apoyada en la pared. A sus pies halló el arcón que formaba parte de su dote. Imaginó a Bernardo con aquel cajón de madera pegado a la espalda subiendo por las ridículas escaleras que adornaban la fachada, y se lo agradeció en silencio. Abrió las correas de cuero que lo cerraban, levantó la cubierta y creyó ver, a través de las telas y puntadas de las ropas que guardaba, el ajetreo y la vida de la hospedería, a sus hermanas faenando en la cocina, a su madre y a su padre, la plaza y la iglesia de Molinar. Dejó caer la tapa y salió corriendo de la habitación. Fuera nadie la había echado en falta. Se incorporó al círculo y no dijo nada.