Domingo Narciso ocupaba un camastro estrecho y frío al lado de otros jóvenes y hombres que llenaban el suelo de aquel viejo buque español. La humedad, el intenso frío y la sensación de mareo le embriagaban el cuerpo desde hacía días. Se sentía débil y triste, y sólo el recuerdo de la casa de Zubiete le mantenía vivo en el umbral de la conciencia al que había llegado.
La lumbre encendida, el sabor de las castañas asadas, la voz de ama, la sonrisa de Manuela, la pequeña Manuela. Si se concentraba podía oír su llanto con claridad, y verla correr tras él por el puente, llamándole, gritando que no se fuera, que no la dejara, que se moriría de pena. Era entonces, con la imagen de esa cara tan querida, cuando un inquietante escalofrío recorría de punta a punta su columna vertebral, evitando que las lágrimas que se le agolpaban en la cuenca de los ojos resbalaran finalmente por sus mejillas.
Un hondo dolor por lo que amaba se manifestaba en la mirada de la pequeña de los Allende. En ella se reflejaba todo menos la resignación. Anhelaba la calma de conformarse a medida que se alejaba, cada día un tramo más, cada vez más lejos, y también más cerca, cada vez más confuso, más mareado y, quizá, hambriento. Su mente sabía jugar con los recuerdos, acercándole despacio, tanto que había aprendido a esperarlo, el susurro alegre de aquella risa de niña, sus manos temblorosas descubriendo las letras que él le enseñaba en largas tardes de abrigo, su porte altivo y elegante, sus torpes ademanes de chica grande. Todo el paisaje verde del valle en sus ojos, destellos de una luz intensa que no había vuelto a ver. Agua fresca, árboles, animales, y gentes conocidas y semejantes se dibujaban en su pensamiento con una nitidez desmedida, mientras aquel navío avanzaba contra corriente, luchando en su propósito frente al viento y las olas.
Se sentía mareado. Casi desde el principio de la travesía, desde que se le hizo consciente aquel mar de agua bajo los pies sustituyendo la serena y tan bien conocida tierra firme. Había otros muchos como él, incapaces de alzarse, de incorporar la cabeza si no era para expulsar una bilis amarga que sus cuerpos exhaustos fabricaban a un ritmo más lento del que deseaban. Fueron jornadas difíciles. Domingo vivió momentos de desesperación en los que llegó a pensar que no aguantaría. No soportaba el sudor frío sobre la piel, el viento cálido del sur que lo embadurnaba con su brisa salada, los gritos de los hombres del mar, el cacareo de las gallinas y otras aves coreando a ovejas y cabras, de día y de noche, sin más alimento que la sucia sopa que en ocasiones alguien le acercaba y él rechazaba con una nueva arcada.
Hacía tiempo que había dejado Gordejuela para emprender aquel largo viaje. La idea sobrevoló su imaginación juvenil en varias ocasiones, pero nunca creyó que los sueños se cumplirían. Por eso se sintió feliz cuando supo de aquella carta, un pliego escrito con elegancia, releído una y mil veces, que alteró de forma inesperada la sosegada vida de Zubiete.
Fue una noche clara y templada de diciembre, cuando María y Antonio, con sus hijos reunidos a la mesa, expusieron los próximos acontecimientos sin preámbulos ni adornos, asumiendo el hecho de que la noticia era de interés para todos los miembros de la casa: Domingo Narciso partirá en unas semanas hacia la Nueva España. Lo dijeron así, sin detenerse, en la voz del padre y el asentimiento de María. Y todos, sin excepción, se mostraron felices con la buena nueva, con aquel reclamo hecho por un pariente de Arracico, don Pedro de la Puente, para que Domingo Narciso acudiera a su servicio y ayuda en su casa y hacienda de San Miguel el Grande. En ningún momento dudaron de la disposición del hijo. Aquella era una oportunidad para él y para los Allende, una inversión a largo plazo, una garantía de éxito para quien emprendía viaje y también para los que se quedaban, padres y hermanos, conservando y acrecentando la sucesión del linaje.
Durante algo más de un mes la vida de la familia se convirtió en un sin fin de idas y venidas. Lo más urgente era formalizar los trámites necesarios para el embarque rumbo a aquella tierra lejana, todos los documentos que atestiguaban su limpieza de sangre, su hidalguía vizcaína y el requerimiento desde Indias. Todos ellos salvoconductos que le permitirían inscribirse en la Casa de Contratación y poder comprar un pasaje para el primer navío con destino a la Nueva España.
Se intensificaron los recados y las reuniones en casa de su tío y su abuelo, escribanos reales del valle, que se entregaron a la labor, tantas veces repetida con otros jóvenes del pueblo, de disponer lo necesario para que no hubiera ningún impedimento legal que quebrara las intenciones del joven Allende por tomar tierra en el otro lado del mundo.
Tuvo que partir solo. Aquel año no había nadie en el valle que emprendiera viaje, como en muchas otras ocasiones en que la aventura podía ser compartida rumbo a Cádiz. Domingo Narciso salió de Gordejuela por los senderos que se adentraban en el valle de Oquendo, cruzando las angostas tierras de Ayala hasta llegar a la ciudad de Orduña, y de ahí a los reinos de Castilla. Apenas barajaba más información que el nombre de algunas ciudades por las que debía transitar y la orientación, siempre hacia el sur.
Con él llevaba, además de los reales necesarios para cubrir los gastos del primer viaje, una carta de pago en su favor otorgada por su padre, Antonio de Allende, en la que dejaba constancia de haber entregado ya una cierta suma de dinero a Juan de Zamudio, vecino de Cádiz, para adornos y vestidos para Domingo Narciso de Allende, y más dinero con que sacar el pasaje y enviarlo a la partida de Indias. La suma correspondía a la legítima y al adelanto que Castaños y Cenarro, mayordomo de la iglesia de Molinar, le había facilitado por la compra de la próxima cosecha de txakoli.
Y así, mientras se ultimaban los detalles, en la casa de Zubiete los ánimos jubilosos del principio se fueron tornando en pesadumbre y tristeza conforme se aproximaba el momento de la despedida. En primavera Domingo Narciso debía estar en el puerto gaditano, listo para embarcar en el primer navío que zarpara rumbo a aquellas tierras lejanas.
Desde entonces, desde que dejó su hermoso verde valle, una sensación de vacío ocupaba su interior. Todo había sucedido demasiado de prisa. Los dos últimos días los vivió alternando la euforia y la tristeza, según mirara hacia la montaña y el camino real, o hacia la cara triste de Manuela y el semblante serio de ama, cada vez más callada, más pálida, ocultando el llanto de su mirada clara.
Cuando por fin llegó la diligencia era muy de mañana, una niebla blanquecina envolvía las aguas del Ibalzibar en su curso lento y firme hacia el mar de Vizcaya, desperezándose así un nuevo día en el valle de Gordejuela. De aquella dirección llegaba el carro en el que había de subirse para empezar a alejarse. Al ocupar su asiento, en el estrecho tramo de madera dispuesto a tal fin, algo se encogió en su interior. Sabía que no regresaría, nadie lo hacía. La aventura comenzaba con el sabor amargo de aquella única y definitiva despedida. A su espalda, Manuela gritaba su nombre, se deshacía en lágrimas mientras cruzaba el puente envuelto por la niebla espesa de la mañana. Su figura, apenas cubierta por una camisa larga de lino blanco y una manta arrebujada sobre el pecho, se iba haciendo diminuta, se perdía, se quedaba anclada a la tierra, sobre las aguas sinuosas y frías del río.
Después de días sin probar bocado consiguió incorporarse y levantar por fin la jarra de agua que alguien le había dejado cerca de la cara. Recuperó el aliento un instante y se reclinó de nuevo sobre la madera húmeda del suelo. Ya no sentía el movimiento del oleaje dentro del estómago con tanta furia, y el sudor frío que insistentemente emanaba por los poros de su piel había cedido aceptando la calidez de la brisa que se filtraba por las rendijas del viejo navío; le parecía imposible poder respirar mientras descubría las sombras dibujadas por los rayos de un sol lejano.
Tan sólo unas horas después se tambaleaba sobre sus propias piernas buscando el equilibrio perdido hacía varias jornadas. Aquellos primeros instantes de consciencia quiso pasarlos al aire libre. Apenas recordaba la división de la embarcación, las estancias que ocupaban unos y otros, el camino recorrido hasta el catre donde había permanecido inmóvil durante casi una semana. Una vez erguido, deambuló entre cuerpos tan mareados como él. El espacio era extraño a sus ojos. Finalmente, encontró una escalera estrecha que anunciaba un cielo amplio cargado de oxígeno limpio. Alcanzó la cubierta del buque con una agradecida sonrisa que se fue tornando en sorpresa e impresión conforme descubría el mundo vivo y caótico que se había apoderado del barco.
Había aves enjauladas, y ovejas. Le sorprendieron un par de cerdos ruidosos caminando entre marinos rudos y malolientes que no dejaban de gritarse unos a otros y reír a carcajadas, mostrando indiferentes los huecos de sus dientes ausentes. Se apreciaba un orden extraño, fuera de todo sentido, pero orden al fin, que adjudicaba un espacio a cada hombre y a cada animal, como si cada quién supiese de antemano qué hacer y dónde colocarse.
Al principio se sintió perdido en aquel pintoresco caos. Avanzó lentamente, observando cada movimiento, cada gesto y actitud. Un joven, más bien un niño, fregaba el suelo mientras otro de edad similar guisaba algo en un fuego cubierto. Se sentó en un rincón, sobre un trozo de madera astillada en el que poder reposar el mareo que amenazaba con regresar a su estómago, y allí permaneció hasta que el cielo se cubrió de negro, en una noche fría que le devolvió al camastro abandonado apenas unas horas antes.
El sueño lo arrastró de regreso a Zubiete, donde su casa, la casa de los Allende, no era la misma de siempre, no tenía luz, no había ventanas, y llovía dentro de la propia alcoba. Estaba solo. El viejo y oscuro caserío de piedra lo recibía frío y ajeno, sin fuego, sin lumbre en el hogar, con las cenizas muertas, sin rescoldos ni crepitar. Nunca faltaron brasas allí, no conseguía entender cómo habían dejado apagar el fuego, cómo ama, aita, Joseph o sus hermanas lo habían dejado morir. Intentó encenderlo de nuevo pero no lo logró, falló una y mil veces, se sintió agotado y desesperado. Y entonces un golpe seco le despertó. Sudaba, y una angustia nueva le abrazaba la garganta. Necesitó un instante para reponerse, para saber dónde se encontraba, qué hacía en ese espacio nauseabundo que le era extraño pero no ajeno.
Aquella mañana almorzó por primera vez desde que salió de Cádiz, apenas una abreviada ración de bizcocho blanco mojado en un caldo espeso con sabor a ave de corral. Y también entabló conversación con algunos pasajeros, que al igual que él no sabían muy bien qué hacer y cómo moverse sin caer sorprendidos por un golpe de la embarcación, o acabar remojados por una ola ruidosa y grande que sobrepasaba sin avisar los límites menos elevados de la nave. Supo que habían superado un mar que los marinos llamaban Las Yeguas, y recordó haber oído decir que hasta el más veterano de aquellos bravos hombres se revolvía en sus entrañas con el balanceo del navío sobre estas aguas. La esperanza llegó con el aviso del próximo arribo en las Islas Afortunadas. En un par de jornadas más estarían nuevamente frente a puerto, donde los esperaban para reponer las despensas de agua y leña.
Domingo Narciso sentía que las fuerzas perdidas volvían lentamente, regresaban a sus jóvenes músculos alentando paseos, conversaciones y divertidos ejercicios de equilibrio para no ceder al balanceo del suelo que pisaba. Un equilibrio que también se ajustaba, cada vez con más éxito, a los sentimientos de alegre incertidumbre por lo que le aguardaba y de honda tristeza por las añoranzas que apenas comenzaban. El sonido del agua y el tintineo del velamen se fueron haciendo cada vez más presentes, y más agradables a sus oídos. Empezaba a disfrutar observando aquel caos, tratando de comprender lo inexplicable del funcionamiento de aquella turba de marinos que resolvían la faena diaria con chocante agilidad.
De vez en cuando traía a su mente los días vividos en Cádiz. Sevilla había sido para él la gran ciudad. Antes tuvo que viajar por tierra castellana durante interminables días de sol sin sombra, en los que no se detenía más tiempo del necesario, lo justo para reponer fuerzas y poder rehacer la marcha. Algunas posadas en el camino, diligencias o carretas esperadas durante días en pueblos desconocidos, palabras nuevas, otros olores y sabores, distintos colores y diferentes tierras. Se había sentido cansado, desorientado, confundido y nervioso, una inquietud que no conocía se instaló en su cuerpo mientras atravesaba los reinos españoles. Sólo ahora, con el crujir de las arboladuras y el rechinar lento de los cables, parecía disiparse. Por aquellos caminos no vio más horizonte que una larga y extensa tierra llana, alimentada por un sol que crecía día a día, que se agrandaba y se esparcía por la roja arcilla de la que brotaban los árboles más pequeños, más redondos y más oscuros que nunca habían visto sus ojos.
A veces surgía una aldea en mitad del paisaje, un pueblo o una villa cruzada por ríos y arroyos de aguas tibias, en la que se detenía durante un día o varios para reponer fuerzas mientras esperaba el siguiente carro de pasajeros que le llevara un poco más lejos del valle verde, más lejos del norte, más cerca del sur y del final del viaje.
Se encontró con buenas gentes que le indicaron veredas y le anunciaron cuidados y peligros. Hizo algunos compañeros de travesía, caminó durante días enteros con ellos y otros en completa soledad, conoció pastores de rebaños tan grandes que superaban con creces los que poblaban los caseríos de Gordejuela y Oquendo.
Y por fin llegó a Cádiz con todos sus documentos y algunos reales aún en la bolsa atada a la cintura, a buen recaudo tras la faja y el calzón. El forro de la chupa o las albarcas habían sido también buenos para dividir y esconder los caudales con que presentarse ante ese tal Zamudio. La carta de pago firmada por Antonio de Allende fue suficiente para que se le abrieran definitivamente las puertas a la tierra de Indias.
Fue la ciudad de Sevilla la que más lo impresionó, sus calles estrechas y embarradas, las pequeñas casas pegadas unas a otras, sus gentes alborotadas, risueñas, que mostraban su particular ajetreo en el no hacer nada. Allí, en un lugar que llamaban el arrabal de Triana, se acomodó durante tres días, que le parecieron los más cortos de su corta vida. El mesón pertenecía a una familia que descendía de la tierra de Álava, Arrieta se llamaban, y aunque había transcurrido más de un siglo desde que se instalara el primer Arrieta en este lugar, sus descendientes, que poco tenían ya que ver con aquel, acogían en la misma posada a los paisanos que arribaban a esta ciudad extraña, cada vez en más número, para embarcarse rumbo a las Colonias de Ultramar.
Sevilla no dormía. Eso fue quizá lo que más sorprendió al joven Allende. La ciudad se mantenía despierta también de noche, y lo mismo ocurriría en Cádiz. Las gentes de estas latitudes no se retiraban hasta muy entrada la madrugada. Las calles seguían iluminadas, transitadas y alborotadas. Había mujeres, muchas mujeres, de noche y de día, en cualquier calle o portal, y niños, niños de todas las edades, circulando a su libre albedrío, correteando, gritando y cantando. Unas y otros sembraban del mismo modo las calles de abandono y pobreza.
Tres días después el curso del Guadalquivir le fue acercando al último tramo de tierra que pisaría antes de sentir el balanceo del agua bajo los pies. Cádiz era una ciudad tanto o más bulliciosa y extravagante que Sevilla: la Casa de Contratación, el pago del pasaje, la indumentaria y los enseres que necesitaría para el viaje, otros pasajeros que subirían junto a él al navío rumbo al puerto de Veracruz, los marinos que iban llegando de todas partes para hacerse un sitio en las labores de la embarcación, los grumetes y niños que se enrolaban sin dilación a las órdenes de desconocidos. Prisas, carreras, últimas disposiciones para zarpar en la fecha prevista con todo lo necesario para un viaje que podría llegar a durar dos largos meses.
Pasó las últimas horas observando el llenado de las despensas del viejo barco. Parecía imposible que aquel buque de madera, por grande que se mostraba a los ojos de cualquiera, pudiera soportar un cargamento de tal magnitud. Sin embargo, cupo, y sólo cuando todas aquellas telas, ceras, papel, aceites y especias, reses y aves, agua y leña; cuando todo lo inimaginable a sus ojos estaba ya dentro, llegó el turno de los pasajeros, que se fueron acomodando al interior, según indicaciones expresas, en espacios comunes, sobre catres sueltos que ocupaban todo el suelo. Allí, falto de espacio y oxígeno, sin poder reponerse en varios días, sufrió Domingo Narciso la indisposición que le mantuvo al margen hasta casi alcanzar puerto en las Islas Afortunadas.
El atraque, apenas dos breves jornadas de quietud, sirvió para rellenar las cubas de agua y el almacén de madera. Unos y otros, la embarcación y sus habitantes, retomaron fuerzas y equilibrio para comenzar un nuevo periplo que les llevaría por el mar de Las Damas hasta las Antillas, con los vientos alisios soplando de popa.
Sin embargo, pese a que el inicio se había anunciado prometedor, conforme avanzaban los días el viaje se fue volviendo monótono, insípido e insalubre. Un hastío hasta entonces impensable se apoderó de todos ellos, también de los marinos, que dejaron de faenar con el apremio de días pasados. Los naipes y los dados ocupaban buena parte de la jornada, mientras el casco avanzaba lento, sin sobresaltos ni balanceos.
Aquella quietud instalada dentro y fuera del navío, aquella interminable y lánguida travesía que parecía no tener fin, iba apoderándose del ánimo y la paciencia de todos ellos. El calor resultaba sofocante, por momentos insoportable, en un espacio tan reducido en el que se empezaban a estorbar sin llegar a tocarse.
Por la noche, cuando Domingo Narciso regresaba al interior buscando su sucio y estrecho camastro, el olor nauseabundo de aquel agujero oscuro se incorporaba irremediablemente a su paladar y no lo abandonaba hasta el día siguiente, con un desayuno a base de duro bizcocho, que hacía las veces de pan, disuelto en un caldo de vino agrio.
Era un muchacho alto, moreno, de espalda y manos grandes, que apenas sobrepasaba los quince años. La barba asomaba oscura y se anunciaba espesa en el rostro aún inocente de aquel Allende. El pelo le caía suelto sobre los hombros y, aunque a primera vista podía parecer un joven rudo, los ojos verdes, casi trasparentes, suavizaban hasta lo inexplicable sus rasgos.
Pasaba los días sentado sobre la cubierta del buque, mirando la espuma del agua, su movimiento inagotable, sintiendo el leve balanceo y saboreando la sal que le cubría el rostro, las manos, las vestimentas. Le sorprendía el olor, su sabor, el color blanquecino que habían adquirido el suelo y los aparejos de trabajo, las muchísimas cuerdas, telas y cosas extrañas que había por cualquier parte.
Todo le sabía, le llevaba a aquello, al salitre que el mar despedía en su particular pelea contra la embarcación en que navegaban. También la comida, las sopas con sabor rancio que le ofrecían y en las que deshacía el duro bizcocho blanco, amargo, y el bacalao, salado y pegajoso, que horas después continuaba separando de su reseco paladar. Los días en que le servían carne, casi siempre conservada en salazón, no lograba diferenciarla del sabor del resto de alimentos, a la postre tocino y bacalao. Eso era todo tras un mes de viaje. Las frutas y verduras se habían convertido en un recuerdo lejano de aquellas primeras jornadas en que zarparon del último puerto, al igual que el sabor de gallinas y otras aves de corral, que perecieron la mayor parte de ellas con el primer balanceo. Aún quedaba algún cerdo por sacrificar y una docena de viejas ovejas. Nada más. El resto, raciones en salazón. Hasta el agua dulce empezaba a saber asquerosamente mal. Había tardado muy poco tiempo en dejar de ser el bien más preciado para transformarse en un líquido putrefacto y nauseabundo al que sólo se acercaban aquellos que no podían soportar la sed del mar. La maldita sed del mar, porque no había otra sed como aquella, otra angustia reseca y amarga como la que entonces sentía en la boca, en los ojos, en la piel. Nada se podía parecer a la falta de agua dulce y cristalina, de agua que corría por las cuencas de ríos ágiles, de caudales amplios saltando por las abruptas grietas de la tierra.
A veces le pedían ayuda con algún ramal, para sujetar con fuerza un cabo o asir un mástil mientras otros estiraban por aquí y anudaban por allá. Le llamaban a viva voz ¡vizcaíno!, y él se ponía a la orden sin más espera. Cuando no sabía qué otra cosa hacer volvía a sentarse en alguna esquina a mirar y sentir cómo la sal iba formando costra sobre su cuerpo; se había metido dentro de sus ropas y se le había pegado a la piel con tanta insistencia como a la saliva espesa que le llenaba la boca.
Entonces, cuando creía que ya no podría aguantarlo más, aquel muchacho tan flaco y pálido aparecía con su cubo de agua y un cazo ofreciendo un trago a todos los que se iba encontrando. Domingo procuraba evitar el olor pestilente del mineral corrompido y bebía con vehemencia mientras sus sentidos se refugiaban en las aguas del río que corrían frente a casa, los saltos y las presas del Ibalzibar.
Aquel mismo grumete se le acercó un atardecer, mientras arrebujaba en torno a su cuerpo una vieja manta.
—Hola, mi nombre es Rodrigo, ¿y el tuyo?
La pregunta le cogió por sorpresa, y al levantar la vista vio al chico del cubo que se sentaba frente a él extendiendo una mano llena de galletas. Mientras cogía uno de aquellos ásperos bizcochos le contestó:
—Domingo Narciso de Allende y Ayerdi.
—¡Vizcaíno! —más que una pregunta fue una afirmación que Domingo corroboró.
—Así es.
Se quedaron en silencio, contemplando la línea que el sol dibujaba sobre el horizonte para esconderse tras él. Con la negrura de la noche ya anunciándose Rodrigo se levantó.
—Regreso al trinquete, tengo que alimentar el fuego.
—Agur —le despidió.
El joven castellano reapareció ante su mirada atónita la mañana siguiente. Corría, agitaba enardecido sus espigados brazos tras una rata peluda que escapaba despavorida por el suelo de la cubierta sin reflejos para divisar un escondrijo a tiempo. La extravagante escena le hizo recuperar las carcajadas olvidadas en los rincones donde se había instalado la añoranza. El roedor patinaba, tropezaba y corría sin lograr orientarse mientras Rodrigo le seguía de cerca, blandiendo en el aire un enorme cazo, acompañándose de gritos enloquecidos, hasta que el inmundo animal cayó preso dentro del cucharón un segundo antes de salir volando por los aires y acabar sumergiéndose en el mar. Sólo entonces alzó la vista y dedicó una mirada triunfal a todos los presentes, que aplaudían y vitoreaban al improvisado cazador.
En los últimos días el navío se había convertido en un gran nido de ratas y cucarachas. Resultaba difícil caminar sin encontrarse alguno de estos indeseables seres vivos royendo y afilando dientes. Aunque todos trataban de pisar o patear a los intrusos, nada se podía hacer ante una plaga que se adueñaba de la embarcación, anidando entre las legumbres y la leña, las salazones y el agua. Solían abundar cuando las reservas comenzaban a hacerse más necesarias, más vitales y racionadas, y la suciedad se incrustaba en cada esquina y en cada morador que transitaba sobre las balanceantes tablas saladas. Entonces proliferaban éstas y otras plagas, aprovechando las fuerzas diezmadas, el hastío y la falta de agua dulce y clara con que poder, al menos, refrescarse la garganta.
Esa noche Domingo Narciso no pudo dormir. La quietud era tal que no se oía otra cosa que el respirar profundo y ronco de los habitantes del mugriento buque que se mecía silencioso sobre el mar. Se irguió despacio, y tras tomar conciencia de la luz con que contaba se decidió a subir a cubierta. Las temblorosas llamas de un par de lámparas alejadas varios metros entre sí dibujaban sombras cruzadas de los largos mástiles vestidos con su blanco velamen.
En medio de aquel oscuro y desconocido mundo, la tierra que había dejado tras de sí se abría paso, cada vez con menos violencia, para llenarle el pensamiento. Rodrigo se aproximó a él ofreciéndole una mano rebosante de migas de galleta dulce y seca.
—¿En qué piensas, vizcaíno?
—En mi patria.
—Ha de ser una tierra hermosa esa tuya que te tiene tan entristecido.
—Sí, es buena tierra. No he vuelto a ver montañas como aquellas desde que salí de mi valle.
—¿Quién te espera en la Nueva España?
—Un pariente de mi madre que me requirió para que fuera a ayudarle en la administración de su hacienda. Vive en un lugar que llaman San Miguel el Grande, hay muchos vecinos de mi pueblo afincados allí. ¿Lo conoces?
—No, no lo conozco, pero puede ser por el camino de los arrieros en dirección a Jalapa, es el más transitado por los que venís del norte. Yo únicamente he estado en el puerto de Veracruz el tiempo que tardamos en preparar el viaje de retorno. La última vez fueron varios meses, y te aseguro que sienta bien aquella tierra. Si no fuera por el clima, tan sofocante y húmedo que a veces te hace perder el seso.
—¿Para tanto es?
Y Rodrigo hizo un gesto que afirmaba el exceso de calor y el bochorno que les iba a descomponer apenas se acercaran a puerto, y continuó hablando.
—Allí todo es de muchos colores a un mismo tiempo, sobre todo en las mujeres, que se visten con trajes muy alegres, son muy morenas y casi siempre están riendo. Los mercados son de lo mejor que he visto, llenitos de gente que parece feliz esperando durante días a que arriben los navíos españoles con todas sus mercancías.
Domingo veía los ojos del grumete cada vez más abiertos, más entusiasmados, hasta sentirse él también arrastrado hacia la colorida tierra que le describía. Escuchaba atento la atropellada narración queriendo creer que el final del viaje estaba cerca.
—Me imagino que tu pariente habrá mandado por ti, porque si no es así yo podría mostrarte lo que te hablo —se ofreció Rodrigo, con la esperanza de poder compartir algunas jornadas en tierra firme.
—No estoy seguro, pero tampoco tendré mucho tiempo que perder, parecía urgente la carta que envió a casa y ya llevo meses de viaje. Sólo quiero llegar para empezar a trabajar.
—Bueno, dicen que toda la Nueva España es así, muy colorida y con mucho bullicio. Ya tendrás oportunidad de conocerlo.
Sonreían mientras se levantaban del suelo y avanzaban en dirección a sus sucios y estrechos camastros. Una breve mirada les sirvió de despedida sabiendo que en escasas horas volverían a encontrarse frente al mismo horizonte de agua.
Domingo Narciso vagabundeó entre decenas de cuerpos dormidos. Todos estaban exhaustos por el calor y la infrahumana disposición de aquel habitáculo en el que apenas cabían extendidos de forma ordenada, unos al lado de otros. Se sintió abrumado una noche más por la falta de aire, de espacio, de intimidad incluso para pensar. No era fácil conciliar el sueño entre tantos otros como él, cansados de un viaje que parecía no acabar nunca.
Los marinos, a diferencia de los pasajeros, dormían en hamacas que colgaban en el entrepuente, telas suspendidas en el aire, de colores ya perdidos, que se disponían en ordenadas filas y que de día se retiraban, arrinconándolas contra la pared. Desde que sintió el corretear nocturno de las ratas por la madera anhelaba poder ocupar una hamaca volante de aquellas que no tocaban el suelo, manteniendo alejados a los roedores, cada vez más grandes y asquerosos, de sus apreciadas orejas.
El insistente desvelo de la noche lo empujó por segunda vez a cubierta. Allí, bajo un manto de estrellas, acurrucado entre cuerdas y envuelto en la vieja manta pensó en Manuela, en su risa alegre y sonora, en las muchas veces que sus hermanas y ama reprendían el descaro de sus carcajadas. Ahora las traía a su cabeza desde la lejana tierra vasca para que lo guarecieran del frío que sentía, de la soledad que le helaba el alma.
Fue su primera noche. Al despertar supo que ya no volvería a dormir en el interior del buque, elegiría el raso bajo las estrellas, cada vez más cálidas y templadas, que iluminaban la quietud lánguida de aquel mar de Las Damas. Pronto descubrió que no era el único, al amanecer otros como él se desperezaban por los rincones, estirando brazos y piernas, formando largas colas para alcanzar cuanto antes las malolientes letrinas. El uso comunitario de aquellas maderas con agujeros las había convertido en un espacio despreciable, siempre húmedo y repugnante, donde cadáveres de insectos, bichos y objetos difíciles de identificar se acumulaban en el transcurso de la noche. Resultaba insoportable acudir a aquel lugar a cumplir con unas necesidades que, en el mejor de los casos, se habían vuelto poco corrientes o inexistentes gracias a una alimentación excesivamente salada y a la considerable escasez de agua potable.
Según iban pasando las jornadas las diferencias que antes saltaban a la vista entre unos hombres y otros, los ajetreados marinos y los pasajeros que vagabundeaban ociosos, se iban disipando. En aquellas filas largas de personas esperando su turno, apenas les distinguían las cicatrices y las bocas desdentadas de los marinos más veteranos. Todos empezaban a oler igual, a inmundicia salada, a sequedad, al cúmulo de jornadas enteras transpirando por los poros el salitre que respiraban en el aire, que resecaba su paladar y se pegaba a su piel como una fina capa de cal.
Domingo Narciso se sentía abatido por aquella quietud, maloliente calma. Sin embargo, cada vez con mayor interés, contagiado por el resto, esperaba la tarde para ver aparecer a las silenciosas señoras que cubrían una muy pequeña parte del pasaje. Como si fueran damas de la corte en aquel vergel de suciedad humana, las cuatro mujeres que ocupaban un espacio privilegiado en las estancias de popa, caminaban con prudencia hacia proa tras los hábitos santos del capellán encargado de los oficios religiosos. Ver a aquellas damas, intocables, avanzar despacio con sus largas ropas, arrastrando mugre y agua, seguidas por un séquito de criadas y sirvientas, que igualmente se asemejaban a elevadas señoras dada la inmundicia que les rodeaba, extasiaba a tripulantes y pasajeros en lo que llamaban entre ellos la hora del ángelus. Todos los habitantes de aquel singular universo marino se retiraban formando paseíllo hasta que el ministro rogaba silencio y comenzaba a oficiar el rezo. Entonces, los hombres, que ya habían cumplido con sus obligaciones religiosas bien de mañana, se sumaban a la nueva ofrenda con fingida devoción, para entregarse, en miradas y gestos escondidos, a las señoras que milagrosamente los acompañaban.
Domingo nunca tuvo más contacto con ellas que aquel que le proporcionaba la oración del atardecer. Las altas damas se cuidaban mucho de dejarse ver, y sólo algún grumete y pajes más inocentes acudían a su reclamo y cubrían sus encargos. Por supuesto, mediaban criadas que alguna vez aparecían brevemente, provocando tras de sí un tremendo alboroto que se alargaba durante horas. Por ellas florecían las apuestas, que de forma irremediable crecían tras los dados o los naipes.
A lo largo de aquellos días de harto hastío, el cotilleo y los rumores se apoderaron de los hombres del navío. El alto honor de las señoras, y el cuidado que les dispensaban general, maestre, escribano y capellán, las protegía de cualquier intento de asalto. Pero no parecía ocurrir lo mismo con alguna de sus sirvientas, que según las bocas mugrientas de los hombres de mar, ofrecían favores por no pocos reales.
Después de semanas de total calma el viento apareció sin avisar, como el prólogo de un suceso que se anuncia, sonando igual que cien ruedas de molino corriendo colina abajo. Y tras largas jornadas sometidos a su violencia, se desató una lluvia tormentosa, intensa, incansable, que duró dos largos días con sus implacables noches. Las primeras gotas les volvieron locos de alborozo y, agradeciendo la tupida lluvia del Caribe, se expusieron peligrosamente a su rigor. La intensidad del agua que iba cayendo del cielo se sumaba a la que entraba por las fisuras de la vieja madera desde un repentino mar embravecido. Achicarla fue una dura labor a la que se sumaron todos sin excepción. Las Antillas están cerca, se decían unos a otros, pronto veremos puerto. Y así sucedió. La tormenta se fue como había llegado, sin anunciarse, despejando el cielo y descubriendo ante ellos la tierra exuberante de la isla Dominica. Se encontraban ya en la segunda y última escala de la larga travesía a Indias.