22. Gajos tiernos de corazón de joven cocinera en salsa de lágrimas y madreselva

Dejo que corra el agua. Me lavo despacio, morosa, como si los fragores que me esperaran más allá del baño no fueran conmigo porque, realmente, no van conmigo. Estoy tan a gusto que no me acuerdo del asesino escondido tras la cortina, ni de las notas rotas de violín acompañando a las puñaladas, ni del grito de la chica empapada bajo la ducha que tantas pesadillas me causaba cuando niña. Ninguna película más por hoy, me riño, y después, cuando el potente chorro purificador ya no lava ni lastima ni aplaca ni martillea, me quedo sentada sobre el borde de la bañera envuelta en toallas, entre el vapor que como una niebla espesa me cubre y me atrapa, me abriga y me rodea.

Fantaseo con no tener que salir nunca, con quedarme al abrigo del rocío, como una planta de invernadero, pero algo me sobresalta, un estrépito lejano, en la cocina, que rompe la quietud de una mañana como ésta, tan atípica e inusual. Si hoy fuera un día como otro cualquiera pensaría en Alicia, la doncella nueva, que ha vuelto a dejar caer algún plato de la vajilla entre sus dedos de plastilina, o en Estrella decidida a tirar las revistas que acostumbro a almacenar de cualquier modo sobre un aparador, o en algún repartidor que dejara de golpe ante la puerta trasera sus cajas, o incluso en las rudas maneras de uno de los jardineros que contrato ocasionalmente para los trabajos más complicados, esos que si tuviera la fuerza necesaria encararía sin reparo. Pero hoy Je Reste, según mis propios deseos, luce inhóspita y desamparada, y no puedo culpar a nadie si oigo extraños sonidos y, lo peor, tampoco puedo recurrir a alguien para que dé la cara por mí y vaya a averiguar qué es lo que está pasando ahí abajo.

Por un momento, todavía abrigada por la acogedora felpa blanca, acaricio la idea de telefonear a Tomás o a Estrella, estropearles la celebración del premio que nos han concedido y obligarles a venir. Estoy segura de que lo harían sin dudar, pero ni siquiera yo soy tan desalmada para aguarles esa fiesta.

Que se queden tranquilos, me convenzo, seguro que allá abajo no pasa nada, lo más probable es que todo se deba a un golpe de viento que aporrea alguna ventana mal cerrada. Y suspirando y forzándome a reconocer que si no les llamo no es por desprendimiento sino por el pudor de admitir que, una vez más, como siempre, me comporto como una enferma desvalida y no sé vivir sin su ayuda, sin dejar de estropearles la vida para seguir adelante con la mía, me pongo lo primero que encuentro en mi cuarto, un vestido rojo de punto, de manga larga y falda de vuelo dulce y cálido. Debería calzarme, pienso también, y recogerme de algún modo el pelo mojado que todavía gotea, pero pronto desecho esta idea acuciada por la prisa de averiguar qué estará pasando, quién anda por ahí y cómo enfrentarlo.

No lo pienso demasiado, encaro sigilosa la escalera y en mitad del descenso me doy cuenta de que ni siquiera tengo con qué defenderme. Sopeso la posibilidad de regresar a la biblioteca y hacerme con algún objeto contundente, pero cuál, ¿el tomo de una enciclopedia?, ¿el candelabro que descansa sobre mi mesa? Maldiciendo esa estúpida manía de no tener ningún arma en la casa que no sea yo misma, continúo bajando sin permitirme volver a vacilar y llego a la puerta de la cocina con el alma en vilo por más que pretenda mantenerme tranquila. Aguardo un instante con el oído atento y la respiración detenida y me pregunto si no se tratará, como tantas otras veces, de mamá con sus diabluras. No puede ser. Ofelia pasa este día encerrada en su torreón, buena cobarde es para salir en la festividad de Santa Teresa, mucho menos después del bufido que le solté justo antes de entrar en la ducha, que la habrá hecho huir con el rabo entre las piernas. Y, además, ni toda su potencia fantasmal podría alcanzar a producir un estruendo tal.

No. Con una mezcla de determinismo y serenidad asumo que se tratará del mismo lobo solitario que me persiguió a través del parque, y mientras empuño con fuerza el pomo, tan frío como las plantas de mis pies, pálidas y ateridas, me burlo en silencio de mi ilógico comportamiento: tanto huir en la calle, tanto espanto y tanta prisa y ahora, en vez de llamar a la policía desde la seguridad de mi dormitorio, aquí estoy, desprotegida y dispuesta a plantar cara. Será que en mis dominios me atrevo con todo, será que este viejo caserón me infunde valor, reconozco, aunque un valor ciertamente absurdo y tonto.

Aunque no hay que exagerar, tampoco es para tanto. Si me sintiera imbuida por una fuerza especial sería capaz de plantarme de un salto en medio de la estancia y con un grito sobrecogedor acobardar a mi agresor en vez de intentar abrir la puerta tan cautelosamente como puedo para, cuando ya lo he conseguido, aventurarme únicamente a asomar la cabeza.

Al no encontrar a ningún demente con un arma u objeto contundente en la mano logro reunir la valentía necesaria para hacer que a mi cabeza le siga el resto del cuerpo y asombrada, incrédula, me sitúo en la habitación intentando fijarme en todos los detalles para cotejar si algo ha cambiado, qué hay en la cocina que no esté como antes colocado.

La puerta que lleva a la despensa.

Está entreabierta.

Me acerco con mi pecho a punto de estallar y justo antes de decidirme a descender hasta el sótano a rebosar de latas de conserva, cajas de galletas, salazones y muchas otras viandas, algunas incluso deshonrosas para el común de los mortales, me detengo estremecida.

No vas a meterte ahí con las manos vacías, me ordeno, y sabiendo qué debo buscar y cómo usarlo llego en dos zancadas al cajón de los cuchillos y a toda velocidad lo abro y sin mirarlo, sin hacer el mínimo ruido, elijo uno no demasiado grande pero fácil de manejar, con un mango cómodo que se adapta a la palma de mi mano y un filo algo gastado pero, precisamente por eso, fino y bien templado.

Sonrío a medida que salvo los escalones, mis pies son como mariposas blancas que se posan sin mover siquiera el aire, sin que una mota de polvo se alborote, primero el izquierdo, que al apoyarse sobre las desgastadas maderas emite un mínimo cric, y después el derecho que le sigue con su crac. Y así, con ese repiqueteo de crujidos, alcanzo la estancia de paredes de ladrillo desnudo, techo abovedado e infinidad de alacenas y baldas y, nada más situarme en su epicentro, algo se abalanza sobre mí con un chillido.

Grito. Me sobresalto, me siento desfallecer, manoteo como puedo, dando zarpazos al aire, y a punto estoy de hacerme daño con el maldito cuchillo mientras algo peludo y caliente tira de mi pelo y se engancha en mi ropa y rebulle sobre mi cuerpo y lo araña hasta que, al fin, de un salto se planta en el suelo y toma el impulso necesario para huir escaleras arriba como alma que llevara el diablo.

No me voy a quedar en este agujero. Yo también subo corriendo y al llegar a la cocina escucho de nuevo el golpeteo que tanto me desasosegó al salir de la ducha. Es insistente, repetitivo y cada vez más desesperado. Lo provoca Mao abalanzándose contra la puerta cerrada que da al jardín.

A punto estoy, llevada por la ira, de lanzarle el cuchillo, seguro que lograría acertar, pero recapacito: no puedo culpar al bicho, no es más que una madre asustada, la más antigua de las gatas callejeras que pululan por la arboleda y la responsable de la mayoría de los mininos que han nacido aquí, incluso del pequeño vampirillo blanco que hace varias noches mordió la mano de Germán.

Me río aliviada, tal vez excesivamente feliz, como esas histéricas de manual y fotograma que creen que han salvado el pellejo en cuanto descubren que los ruidos que las atemorizan son producidos por su gato sin comprender que, tras ellas, el psicópata espera con el hacha y la babilla del gusto anticipado colgando ya de sus labios e, intentando sosegarme, llamo por su nombre al animal en un tono demasiado elevado al principio y luego, a medida que recobro el dominio de mi pulso y mis sentidos, algo más calmo.

—Tranquila, Mao —le susurro—. No pasa nada, preciosa, ¿cómo has entrado?

Me oigo hablar y me siento ridícula. No suelo acostumbrar a bautizar a mis inquilinos, lo de buscarle un nombre fue cosa de Estrella, se le ocurrió después de que la pobre, pulposa y hambrienta, pasara varios días maullando sin cesar frente a la cocina con un quejido muy similar a un «mao». Ahora, sin embargo, no está para zalamerías. Sigue empeñada en salir a base de cabezazos y, por temor a que se haga daño, cedo a sus deseos y abro la puerta para dejarla ir. Se abalanza al exterior como una exhalación, desaparece fugaz entre la espesura y, justo cuando comienzo a preguntarme extrañada cómo habrá accedido al interior, un nuevo sonido, agudo e inesperado, retumba en el palacete y me sobresalta de tal modo que tengo que sentarme en una silla, respirar hondo y tragarme mi corazón para que baje de la garganta a su sitio natural antes de plantearme siquiera reaccionar.

No es más que el timbre del portón de la calle, al otro lado del muro, donde en ocasiones esperan mis seguidores noche tras noche, como hizo tantos otoños atrás el joven Camilo, entusiasta y paciente, enamorado y radiante pese a sus ropajes oscuros.

Si salgo de ésta he de acordarme de desconectarlo, me prometo, y elucubrando sobre quién podrá ser tan necio como para procurar visitarme este día boicoteado para todos, prohibido para cualquiera que no seamos yo y mi soledad, alcanzo la puerta principal de mi mansión con la intención de salir y atravesar el sendero de gravilla en dirección a la verja.

Sólo puede tratarse de Esparbel o Germán, concluyo resuelta. Cualquiera de los dos necesita saldar cuentas conmigo y ninguno me respeta lo suficiente como para dejarme en paz en mi celebración anual de la misantropía.

Sin embargo, no logro contener un nuevo grito, uno más, al toparme inesperadamente con un hombre de espaldas en el porche de la entrada que pisotea con saña el felpudo donde irónicamente se lee un cordial «Bienvenido» y se vuelve con rapidez al oír mi alarido apenas contenido.

—No se asuste, por favor —es Lirón, sonriente en el zaguán, esgrimiendo una afabilidad que se pretende beatífica y tranquilizadora.

—No tendría que estar usted aquí —logro balbucir con desconfianza—. El timbre que oí era el del portón de la calle. ¿Cómo ha podido acceder a mi jardín?

—La cancela estaba abierta —me explica con inocencia—, y como tardaba en abrir me he permitido empujarla y entrar, luego he seguido el camino y subido hasta aquí. Discúlpeme si he obrado de forma incorrecta.

Y ante su azoramiento me apresuro a absolverle a pesar de que podría ser mentira todo lo que me ha relatado, de que bajo sus maneras educadas se esconda el verdadero hombre del hacha o la sierra mecánica que estaba esperando.

—Entre, no se apure —le absuelvo magnánima—. No entiendo cómo he podido dejar mal cerrada la puerta de la calle, es la primera vez que me pasa.

—Creo que la he interrumpido cuando iba a prepararse la comida —deduce.

Le miro sin entender y de pronto lo comprendo: todavía llevo en la mano el cuchillo afilado. Lo he estado apretando con tanta fuerza que había llegado a sentirlo, como termina por pasarme siempre, como una extensión de mi mano.

—La comida. Sí, claro —mi instinto me sugiere que no olvide que estoy hablando con un policía. He de procurar ser coherente y justificar mis actos. Sobre todo los que, como ahora, puedan resultar extraños.

Decido abandonar el cuchillo sobre la consola situada junto a la puerta. Sobre ella pende un gran espejo que, al hacer incidir la luz sobre su hoja de acero, provoca un curioso juego de reflejos que termina por alcanzar al rostro del agente, inusualmente preocupado, incluso diría que inquieto.

—Siento molestarla. Se preguntará a qué he venido —reitera al advertir mi mirada—. Después de todo nos hemos visto esta misma mañana.

—Lo cierto es que sí —admito, y como no me gustaría que se quedara más tiempo del necesario, como pretendo seguir sola para rumiar mis lamentos ahora que sé que mi único acechador en esta casa es, además de Ofelia, otra madre, gatuna pero tan desquiciada como ella, corto los prolegómenos y le invito a tomar asiento.

—No quiero andarme con rodeos, el que el inspector Esparbel haya perdido los nervios no implica que dejemos de considerarla sospechosa.

—Creí que con la detención del librero y la aprehensión de los libros robados todo se había resuelto —le sigo el juego, improvisando una expresión candorosa y sorprendida.

—En realidad no —baja la cabeza evitando enfrentarse a mis ojos—. Tenemos los libros pero… el librero sigue sin aparecer. Si le dijimos lo contrario fue para comprobar su reacción. Se le ocurrió a él.

—Esparbel, cómo no lo he podido imaginar —y en una actuación digna de premio me cruzo de brazos como si estuviera muy ofendida.

—Está obsesionado con usted —vaya novedad— y le culpa de la desaparición de su hijo y de todas las demás.

Debo intervenir antes de que comience a desgranar un rosario de nombres que, aunque no quiera, me terminará abrumando, porque lo que él no sabe es que todavía faltan más, que hay datos que desconoce, desaparecidos que tarde o temprano pugnarán por ocupar su lugar, experimentos que hice antes de empezar a cocinar para Barbantesa y otras piezas tan frescas que aún nadie las ha echado de menos, como mi presa más reciente y sabrosa, el joven pintor cuya ausencia aún no se ha hecho notar.

Ahora me muestro no como una anfitriona agraviada cruzada de brazos sino como la damita joven e indefensa que se pone nerviosa porque un perturbado, un inspector déspota que abusa de su poder, la acusa sin pruebas, la vigila y la cerca. Me abrazo como si tuviera frío, me encojo levemente y mis ojos imploran clemencia, que deje de hablar y se apiade de mí, que no continúe, que se detenga.

—Es un demente —alego—, y no tengo nada que ver con sus absurdas teorías. La ausencia de Agustín ya se indagó en su momento y se demostró que yo era inocente. Y en cuanto a lo de Camilo, reconozco que perder a su único hijo fue una desgracia, pero acusarme a mí no deja de ser más que un desvarío.

—No tanto —me interrumpe cortante—. Por mucho que ahora creamos que ha perdido el juicio, su investigación fue exhaustiva e impecable. Logró demostrar a través de la correspondencia del chico que era miembro de esa tribu urbana que la venera a usted como a una sacerdotisa. Camilo tenía su cuarto empapelado de fotografías suyas —se acerca mucho más a mí, para que no me quepa ninguna duda— y había comentado que esperaba ansioso asistir a una firma de libros que usted dio precisamente la tarde en que él desapareció.

—Ni siquiera sé si llegó a acudir.

—Fue acompañado por dos amigos que se marcharon después de que les dedicara sus ejemplares. Pero Camilo se quedó a la espera de que finalizara el acto… —afirma como un reproche, avanzando todavía un poco más, acortando tanto la distancia entre nosotros que me obliga a retroceder.

—Lo siento, sigo sin recordar a ese chico.

—Como a todos. Dirá que no llegan a llamar a su puerta, pero comen en su restaurante, la siguen, la admiran, coinciden en sus intervenciones televisivas… —enumera con un rictus huraño—. Se acercan a los muros de su residencia aunque nunca pasamos de ahí y, sin embargo, año tras año algún miembro de su corte de adoradores se evapora y, qué coincidencia, cuando lo investigamos su rastro siempre finaliza aquí.

Se apasiona a medida que se explaya y, sin llegar a mostrarse agresivo ni violento, va aproximándose más y más obligándome a retroceder tanto que mi espalda topa contra la pared justo al lado del armario donde cuelgo mis abrigos, y los de las visitas, el mismo que esta mañana no he cerrado del todo con mi atolondramiento y mis prisas.

—No entiendo qué insinúa —murmuro amilanada porque ignoro a qué obedece tanto resentimiento—. ¿Está diciéndome que sostiene las teorías de su compañero Esparbel, alguien que ha estado años de baja por una depresión que ha llegado a alterar su salud mental?

—Usted le hizo enloquecer. Era un buen policía, honesto, íntegro, con una hoja de servicios inmaculada, y le ha destrozado la vida. Disfrutó de verdad ensañándose con él, ¿a que sí? Primero Camilo y después, de carambola, su madre —apoya ambos brazos a los lados de mi cabeza. Estoy rodeada, cercada, intimidada por su repentina frialdad.

—Si nunca ha encontrado una prueba concluyente para llevarme ante un juez será por algo —me resisto, y al tiempo reparo en una de las prendas colgadas del armario, una cazadora de hombre que destaca entre mis abrigos y gabardinas, la que olvidó Benjamín la noche en que le recibí y que yo, en un despiste inaceptable de mis rutinas, acuciada por el deseo de llegar aquella madrugada al horno y homenajearle, olvidé recoger y quemar junto a todo lo demás.

—El único error de Néstor fue cruzarse en su camino —continúa con su discurso.

—¿También usted me va a acusar sin pruebas, agente? —alego, inquieta por esta situación inesperada, por la cazadora de la que me es imposible apartar la mirada, porque algo he de hacer para que no llegue nunca a encontrarla.

—¿Qué pruebas? —ríe sereno de pronto, escéptico pero sin alejar sus manos de la pared, junto a mi cabeza—, todas las pistas y testimonios acaban aquí y se pierden en el mismo lugar: en el camino que termina entre sus piernas.

Vale.

Ahora soy yo la que sonríe dotada de una súbita seguridad. Se han ido el miedo y la confusión, se han evaporado de un plumazo las prevenciones y el no saber qué hacer o pensar. No tengo dudas de lo que busca ni cómo sacarlo de aquí y adónde llevarlo para que todo, por fin, pueda finalizar.

Antes estaba encogida, ahora me yergo.

Antes temía enfrentarme a sus ojos, ahora los encaro con osadía y relajo mi actitud y mis miembros antes tensos, y frunzo mis labios entreabiertos antes lívidos y temblorosos para acariciarle con el rumor de mi voz.

—Me deja asombrada, señor… —vacilo, no sé si llamarle Lirón, ignoro si es un mote o de verdad su apellido.

—Subinspector Luis Eleazar.

—Estoy atónita, subinspector.

—No me diga —se inclina más hacia mí.

—Creía que quería interrogarme, incluso detenerme. Intuyo que no es así.

—¿Qué le hace pensarlo? —se hace el duro, pero no cambia de posición. Espero que no sea tan hipócrita como para negarlo, eso no me facilitaría las cosas.

—Que todavía no haya sacado las esposas —le provoco.

—Aún puedo hacerlo —entrecierra los ojos, me escruta sin cambiar su expresión, sostengo su mirada decidida a no ceder, a no doblegarme ni bajarla. Finalmente venzo, es él quien la desvía al tiempo que emite un bufido que resuena y sube por la escalera como una melodía amarga.

Suspiro. Él lo oirá y lo tomará como una rendición, pero no es más que alivio. El momento de tensión ha pasado. Ya es mío.

Debería abalanzarse sobre mí o seguir insinuándose con frases cargadas con dobles sentidos destinadas a alimentar el juego, pero no lo hace. Su atención se centra ahora en el armario entreabierto, constato alarmada, y sé que debo actuar, devolver la pelota, recuperar su deseo y su interés.

—A mí me gustaría —cuchicheo.

—¿El qué? —pregunta distraído, aún con la vista fija en el interior del ropero.

—Que usara las esposas —ataco, lamentándome de tener que prescindir de la sutileza, y alzando mis muñecas me sujeto a sus brazos mientras enredo despacio una de mis piernas en torno a la suya y deslizo calmosa mi pie desnudo a lo largo de su pantorrilla, lo introduzco por el bajo del pantalón y noto cómo un escalofrío le recorre de arriba abajo. Espero que sea debido a la excitación, imploro para mis adentros, y no al contacto helado de mi piel contra su cuerpo.

Reacciona, por fin prescindimos de las palabras y sus manos apresan mi rostro para besarme furioso en los labios, apasionado, perdido. Sus miembros delgados, fibrosos, todavía con apetecibles vestigios juveniles, se aprietan contra mí y pretenden alzarme del suelo obligándome a rodear con mis piernas su cintura. Me enternece el detalle, río sofocada con mis manos entrelazadas alrededor de su cuello en tanto masculla un juramento en mi boca, sin dejar de besarme, porque perdemos el equilibrio, nos escoramos y a punto estamos de caer. Finalmente logra estabilizarnos haciéndome apoyar la espalda contra la pared, sólo que ya no es la pared porque ha terminado por meternos dentro del armario. Y no. Eso sí que no.

Comienzo a revolverme preocupada, él continúa febril y vehemente vaciando en mi boca todos sus tormentos, su encono y su desazón, y me acomoda entre las prendas de ropa procurando que mi espalda quede abrigada y mullida y sus manos guían las mías para enseñarlas a colgarse de la barra que sostiene las perchas. No sería mala idea, admito, pero quizás otro día. No hoy con la cazadora de Benjamín acariciando con una de sus mangas mi nuca, no hoy con su tacto suave como sus labios sobre mí mezclándose con la premura y la respiración entrecortada de un policía aprisionado entre mis muslos.

—Vámonos de aquí —suplico por segunda vez en este día.

—No —musita—. Estar enterrados en el armario me excita.

—Puedo enseñarte otros lugares de la casa todavía más interesantes —prometo enredando mis dedos en los caracolillos de su pelo.

Mi plan pasa por guiarle hasta el salón de fumar. Me gusta su comodidad, el contraste entre la decoración de la estancia y las sencillas líneas de sus muebles modernos, los altos techos taraceados de los que penden antiguas lámparas cuajadas de cristales rojos, naranjas y azules, las luces y sombras que los fanales de celosía generan sobre los perfiles de mis víctimas antes de descubrir que si me ofrezco a ellos es sólo porque busco cobrarme una nueva pieza, como haré con este agente, como hice con tantos, satisfecha de verlos sucumbir.

En cuanto traspasamos el umbral de esa habitación, cogidos de la mano y con esa expresión embobada de novios que pretenden solazarse por primera vez en una cama mientras están ausentes sus padres, él emite un silbido de admiración debido a los mil haces de colores que generan los tibios rayos del sol sobre los vidrios ahora que los ventanales, con los estores alzados, se iluminan en todo su esplendor. Por ellos, nada más que por ellos y su fulgor, la escena es distinta a la noche en que traje aquí a mi joven regidor por más que, como buen animal de costumbres, como experimentada cazadora fiel a sus rituales, mis gestos sean los mismos: enciendo la cadena de música y la melodía se dispersa por el salón y ofrezco a mi invitado aflojarle el nudo de la corbata para liberarle al fin, le digo, de los lazos que le atan. Acepta. Cariñosa, levanto el cuello de su camisa para terminar de quitársela y después, como una esposa sumisa, me encargo también de despojarle de la chaqueta que, diligente, poso con cuidado sobre el respaldo de un sillón, bien a la vista, en tanto anoto en mi memoria el recordatorio de deshacerme después de ella para que no ocurra como con la cazadora del armario del recibidor. Lirón me observa complacido, le gusta que le sirvan. No repara en mi ceño fruncido cuando caigo en la cuenta de que sigue puesto el mismo disco que, en su noche, oyera Benjamín.

—¿Qué te gustaría beber? —le pregunto encaminándome al mueble-bar.

—Sabes que no puedo, estoy de servicio.

—¿Y en qué consiste tu misión? —inquiero picara y coqueta, apartándolo con mi brazo para imponer una cierta distancia entre nosotros que me permita recorrer con mi dedo el trayecto que las correas de cuero de su sobaquera, con su pistola dormida en su interior, trazan sobre su pecho.

—En proteger a la dama.

—¿De veras? Yo creía que tu objetivo al venir aquí era acusarla —bromeo, y procuro parecer despreocupada porque no quiero arruinar este momento decadente de libertinaje y olvido pero, por dentro, no puedo dejar de recordar el rencor, el odio de sus ojos y cómo profería amenazas y cargos contra mí que de pronto, como por arte de magia o de sexo, se volvieron deseo y ardor.

Estoy segura de que sigue considerándome sospechosa, también de que le atraigo porque piensa que soy una asesina o, al menos, una mujer peligrosa. El riesgo le tienta. Es lo que le excita, lo que le aviva y le gobierna. Qué estúpido acercándose a la llama que derretirá toda su cera sin que se dé cuenta, tan soberbio como todos, tan arrogante como para pensar que soy capaz de matar pero a él le voy a respetar.

Incapaz de adivinar mis pensamientos, me atrae hacia él ciñéndome por la cintura, se sienta en el sofá y me obliga suavemente a recostarme sobre él, no con avaricia, como si quisiera poseerme o devorarme, sino con mimo, como si únicamente pretendiera arrullarme. En un momento como éste de intimidad, con el cantante muerto proclamando que amor se escribe con llanto, es difícil no permanecer callado. Sin embargo, me molesta el silencio que atrae a la comprensión, a la intimidad y a las confidencias. Por eso huyo de él y lo rompo con preguntas vanas y tontas.

—¿Por qué te apodaron Lirón?

—Los compañeros decían que siempre parecía a punto de dormirme o recién despertado, pero no soy un perezoso, sólo un tipo sereno —después de una pausa, con uno de sus dedos envolviéndose como un bigudí en un mechón de mi pelo, contraataca—. Y tu casa, ¿por qué se llama así?

Es la señal, se abre la veda, llega la hora de volver a escribir en el diario amargo de mi desencanto.

—Se trata de una historia curiosa —y me enrosco tanto como puedo en él, me acurruco contra su pecho y comienzo a aflojar las cinchas de cuero despacio, perezosa, sin prisa, mientras me explayo—: Je Reste significa «Me quedo». Alude a la imposibilidad de los miembros de mi estirpe de vivir lejos de aquí. Todos regresamos, aunque tengamos que arruinar nuestra carrera o renunciar a formar en otro lugar una familia. Según la leyenda, esta mansión es como la morada originaria de sus almas en pena y sus espectros, el lugar que les ancla, la tumba donde únicamente pueden descansar. Por eso, aunque yo sea la última de mi linaje, aunque todos los que me precedieron hayan muerto, de algún modo siguen vagando por aquí. Es como si esta casona maldita nos arruinara la existencia impidiéndonos marcharnos y, después, nos obligara a resucitar para regresar siempre a ella. En ocasiones me pregunto qué tipo de atrocidades cometería el antepasado que nos cargó con esta condena.

—Seguro que era un libertino —me provoca Lirón acariciando mis piernas, levantando centímetro a centímetro la falda de mi vestido.

Me coloco a horcajadas sobre él y entre risas finjo escandalizarme al palpar algo duro cerca de su entrepierna:

—Subinspector, ¿lleva un arma encima o es que se alegra de verme? —entono con mi sempiterna ronquera y ojos de perdida, con la ceja elevada y escéptica y el halo de perdición que no advierte pero corona a toda mujer fatal.

Me ríe la gracia, se revuelve y mete la mano en el bolsillo de su pantalón para sacar un walkie-talkie que deja cerca, sobre la mesita.

—Así estoy comunicado —me ilustra, y cuando estoy a punto de inclinarme sobre él para terminar de desabrochar al fin las malditas correas y alejar la pistola de su pecho, un ruido lejano y amortiguado hace que se sobresalte y alce alerta la cabeza—. Creí que estábamos solos.

—Y lo estamos. Hoy el servicio tiene el día libre, no hay nadie en todo el palacete. Sólo tú, yo y una gata enloquecida que no para de maullar y darse cabezazos contra las puertas.

—¿El ruido que acabamos de oír proviene de allí?

—No, viene de la otra ala, puede que esté intentando acceder por alguna ventana entreabierta —aclaro despreocupada—. La salita de té, por ejemplo, tiene frágiles vidrieras que…

—¿Dónde está? —se interesa.

—Ya estuviste en ella, es el lugar donde me interrogaste con Esparbel.

Lo que me faltaba, uno de los escenarios favoritos de mamá, el horrible gabinete atestado de pinturas elegidas expresamente por ella para impresionar a las visitas y el motivo por el que Estrella y yo decidimos, aquella mañana, conducir allí a los policías. Ahora sólo queda que Ofelia haya roto su costumbre de ignorarme el día de mi sacrosanta onomástica y se haya atrevido a volver a salir de su torre para ir a felicitarme y entregarme su regalo envenenado y, de paso, cotillear y mover los cuadros para asustar al amante de turno o hundirme la vida acusándome otra vez.

—Indícame cómo llegar hasta allí. No hay tiempo que perder.

—¿A qué viene este cambio repentino? —me alarmo.

Lirón me aparta sin demasiados miramientos y se levanta veloz, con sus músculos en tensión y recupera el walkie con una mano mientras con la otra abre el cierre de la funda de su arma sin llegar a sacarla.

—Hay algo que no te he contado, Teresa —comienza a revelarme al tiempo que se dirige hacia el pasillo comprobando que no hay nadie, agachándose al pasar ante la ventana y amparándose después en el marco de la puerta mientras me indica con una señal de su cabeza que permanezca tumbada tras el sofá, a salvo de cualquier peligro que pudiera acecharme—. Cuando trasladaba a Esparbel a su casa éste estaba muy alterado, no cesaba de proferir blasfemias y amenazas contra ti y a mitad de camino abrió la puerta del coche y escapó a la carrera. He dado aviso a la comisaría pero todavía no hemos logrado dar con él.

—¿Y ahora me lo cuentas? —rujo.

—No es sólo eso: cabe la posibilidad de que en algún momento vaya a por ti, puede incluso que se le haya pasado por la cabeza acercarse hasta aquí —me contempla circunspecto y agitado.

—No sé por qué no me extraña, entraba dentro del guión —protesto enfurecida haciendo caso omiso a sus aspavientos que me piden prudencia, dispuesta a abalanzarme sobre él, qué más me da ya todo, para rajarle la cara con mis uñas, para morderle y arrancarle los ojos que hace un minuto me admiraban libidinosos—. ¿Qué es lo que pretendías, seducirme mientras yo me jugaba la vida? ¿Y cuándo ibas a informarme, cuando tuviéramos a tu compañero encima de nosotros?

—Déjame que te explique, que Esparbel pueda estar aquí no es más que una remota posibilidad —intenta justificarse mientras con gestos me ruega que me calme y no grite, que le obedezca y me comporte como una chica sumisa—, y además para qué asustarte si con mi presencia estabas más que protegida.

—¿Protegida contigo desnudo sobre mí? Bonita manera de defenderme —comento cínica y airada en tanto se encamina por el pasillo—. ¿Y ahora adónde vas? ¿Pretendes dejarme sola? —bramo ofendida.

—Quédate ahí, voy a echar un vistazo —me ordena.

Y se marcha pasillo adelante y la última visión que tengo de él me lo muestra con la pistola en alto, mirándome antes de irse para alertarme de nuevo sobre su compañero, enloquecido y muy peligroso, que va armado y quiere mi muerte.

* * *

Este amor apasionado anda todo alborotado por volver, voy camino a la locura, y aunque todo me tortura, sé querer. Lo dejamos hace tiempo, pero se llegó el momento de perder. Tú tenías mucha razón, le hago caso al corazón y me muero por volver.

No es Esparbel el que recita sino el cantante muerto que continúa a lo suyo, con sus rancheras rotas y amargas mientras yo, rota y amarga, me reconcomo por dentro.

Sé que debería actuar con lógica y apagar el equipo de música, que la voz aguardentosa me impide escuchar qué está sucediendo si es que algo ocurre más allá del miedo que nos atenaza y nos obliga a actuar como insensatos a toda razón, demasiado nerviosos por ruidos sin mayores consecuencias que seguro que causa una gata obcecada. Sin embargo, no me muevo de mi sitio, no me atrevo a hacerlo y ese lamento que habla de volver a tus brazos otra vez, tan triste, tan profético, no deja de sonar, estoy paralizada y la voz sigue cantando y asegurándome que no se da por vencida, llegaré hasta donde estés, me dice, yo sé perder, yo sé perder, quiero volver, volver, volver.

No puedo quedarme aquí, decido, no soy una presa. No quiero serlo. Me levanto, el frío del suelo me estremece y salgo al pasillo arrimándome a las paredes, como si pudieran ampararme y ocultarme, y echando de menos, quién me creería, a Ofelia, que por una vez podría ser tan amable de ayudarme, de hacerse presente y prevenirme sobre quién ronda mi casa, quién me persigue y me acosa y me acecha además de ella. La maldigo, y también a Lirón, que me ha dejado sola, cuando oigo el sonido de un disparo.

Algunos animales salvajes se quedan paralizados cuando, en mitad de la noche, al cruzar las carreteras que atraviesan sus campos, los faros de un coche les sorprenden y les ciegan, les hipnotizan y les impiden reaccionar y, al final, los atropellan. Muy pocos, más listos o cobardes, echan a correr poniéndose a salvo del peligro.

Yo no soy de ésos.

A la carrera, sin pensar y sin aliento, con el pavor brincando en mi pecho, me dirijo al lugar de donde provino el estruendo que ha hecho tambalear los cimientos de Je Reste. Llego al recodo del pasillo que se abre a la salita de té y bajo el dintel de su puerta que no llegó a traspasar me topo con el cuerpo de Lirón.

Sangra. Tiene un boquete en el pecho y absurdamente reparo en que del agujero, negro y sin fondo, sale una columnita de humo como de chimenea de casita de muñecas. Soy estúpida. No debo dejarme impresionar, me digo, has visto muchos muertos antes y ni siquiera sabes si éste lo está, sólo alcanzas a advertir sus labios entreabiertos y sus ojos cerrados, su mano crispada en torno al walkie y en la otra, ¿dónde demonios está?, falta su pistola.

Me agacho, parece que está caliente pero no llego a distinguir si su corazón sigue latiendo o acaba de dejar de hacerlo, busco el arma tanteando bajo su cuerpo que consigo ladear con gran esfuerzo. No aparece, pero escucho un rumor lejano que me altera, que me asusta aunque no llego a identificarlo y me levanto de un salto dispuesta a no perder más tiempo, a echar un último vistazo al interior de la salita para comprobar que no hay nadie dentro, sólo el cuadro de Sorolla torcido y, ante el ventanal que da al jardín, una mesita auxiliar volcada, con sus finas patas de madera encarando el techo, quebradas y rotas como las de una araña muerta.

Estoy obligada a emprender una loca carrera hacia el vestíbulo, con sus altos espejos y la consola junto a la puerta y sobre ella el cuchillo que dejé a la espera. Necesito algo con que defenderme, repito, sea quien sea no me cogerá desprevenida.

Paso sobre el cuerpo de Lirón para volver a encarar el pasillo y, cuando llevo recorrida la mitad, reconozco de pronto las notas que conforman el murmullo lejano que me asustó y que me alcanzan ahora más altas, más nítidas, con metáforas que llegan más cercanas puede que por la acústica singular de esta planta. Son los acordes de una nueva ranchera que sigue llamándome con un código secreto que sólo mi perseguidor conoce, o por qué si no éste decidió subir adrede el volumen, para que yo las oiga y las entienda. Me dicen que no tiene trono ni reina, ni nadie que le comprenda, pero sigue siendo el rey.

Me detengo, aunque no debería hacerlo. De pronto, con un imperdonable retardo, quién sabe si espoleada por algún fragmento de la canción, comprendo dónde podría estar la pistola que antes no encontré y entre imprecaciones reniego de mi cortedad porque no la vi, porque fui tan imbécil que la pasé por alto y ahora no puedo perder el tiempo ni desandar mis pasos para recuperarla, y me pregunto mientras vuelvo a iniciar la carrera cómo pudo ser que Lirón y Esparbel terminaran forcejeando ante el ventanal, junto a la mesita volcada. ¿Qué estaba buscando allí su oponente? ¿Cómo pudo ser tan ingenuo Lirón como para bajar la guardia y prestarse a hablar y acercarse tanto como para que pudiera desarmarle?

Le insulto entre dientes sin reducir la velocidad de mis pasos, absurdo, imbécil, confiado. Por eso yo sigo viva y él está muerto, concluyo dolida y empeñada contra todo en salir adelante, en ganar, en resistir. Porque yo, a diferencia del agente Lirón, siempre espero lo peor del ser humano.

* * *

La amplitud desahogada del recibidor se abre ante mí bañada con la dorada luz de la primera hora de la tarde y, si no fuera por esta situación desesperada, me detendría orgullosa a admirar esta claridad serena y clásica, tan sumamente antigua y aristocrática, que dota todo de una paz inusual, como si el mundo fuera perfecto y la vida un regalo y yo mereciera residir aquí feliz para siempre rodeada de amor y tranquilidad. Pero no es así, me recuerdo, y sin detenerme a nada más que a seguir los dictados de mi instinto frenético guiado por el pánico me abalanzo sobre la consola para recuperar el cuchillo arrepintiéndome porque antes, cuando fui a por él a la cocina, algún ridículo tipo de pudor me llevó a rechazar aquellos de filos más amplios.

Me aferro ahora como hombre al agua al pomo de la puerta y forcejeo para abrirla con el frenesí desesperado del que no quiere morir ahogado. Sólo podré ponerme a salvo si salgo de esta estancia y de esta casa, y la idea martillea en mi cabeza insistente y me golpea las paredes del cerebro con el ritmo desaforado de un tambor que suena tan acelerado y atemorizado como los latidos de mi corazón.

Al fin lo consigo tras maniobrar temblorosa unos segundos que me parecen una eternidad, piso la gravilla del jardín, la siento bajo la fina piel de las plantas de mis pies y no se me ocurre reparar en que este detalle retardará mi marcha, en que es impensable escapar así, descalza como una doncella mitológica perseguida por los perros del Infierno, indefensa y sola con un triste cuchillo en la mano, tan frágil e inconsciente como para no percatarse de que no resistiría un combate cuerpo a cuerpo frente a un hombre cegado por la locura y la rabia.

Desconcertada, yo también cegada pero por el inesperado sol que esta mañana se ocultaba, miro a mi alrededor desorientada, deteniéndome por un instante a pensar. Entonces lo escucho. Es el llanto de un niño, de un bebé muy pequeño solo en este bosque, muy adentro en la espesura, tal vez junto al estanque o al muro, allá al fondo, por donde ascienden las madreselvas. No puede ser, me dice la razón, estás nerviosa, has sufrido mucha presión, tienes alucinaciones sonoras, no es verdad lo que estás oyendo.

Pero lo es. Ahora lo escucho con nitidez, a veces se detiene y luego continúa con sus lamentos. Una nueva pausa, quizá para tomar aire, y de nuevo los quejidos que rasgan el aire, que llegan acompasados y desesperados, desvalidos y perdidos y que me atraen, me llaman, me llevan como los cantos de una sirena o de Ari, quién sabe, perdida en su mar de recuerdos y líquido amniótico, dormida en olas de formol, acunada por el vaivén de mis pesadillas y sueños.

Pero no es un sueño, es real, e imprudente, hechizada, voy siguiendo el rastro de esas lágrimas y sus lloros y camino sobre la hierba mojada, cuajada de agujas y musgo, de rocío y hiedras que corren por el suelo y se enredan en mis piernas deteniéndome de vez en cuando a apartar una rama baja que se atraviesa a mi paso o los brazos de algún arbusto que se enganchan a propósito en mi vestido para impedir que siga avanzando.

Todos me gritan al unísono: No vayas, no sigas, y yo me empeño en no escucharlos.

El llanto del bebé suena más alto que sus voces de niebla y humo, nada podría impedirme acudir a su llamada, ir a su encuentro como una autómata con los brazos extendidos esperando recogerlo y arrullarlo, cantarle una nana, envolverlo entre hojas de fresa y telas de araña.

Hasta que calla.

Y es cuando echo de nuevo a correr.

Llego junto al muro completamente exhausta, la luz tibia del sol, vencida ya toda amenaza de tormenta, se refleja ahora en el encalado blanco y, como en una bucólica escena campestre, sólo puedo distinguir el zumbar de las abejas recolectoras sobre los búcaros amarillos de la madreselva. Quisiera hacerlas callar, tumbarme sobre la tierra, apoyar la oreja para oír al bebé que busco, oculto a mi vista, tan pequeño que podría estar en cualquier lugar. Mi primer impulso es alzar la voz y hablarle, no sé por qué, posiblemente llevada por el deseo de calmarle, de tranquilizarle si es que llega a saber lo que es el miedo.

Desde el pie de la tapia me llega el rumor amortiguado y agónico, como el estertor final de un pez fuera del agua justo cuando ya están a punto de secarse por completo sus branquias. Me dirijo hacia allí tan rápido como puedo y, a medida que me acerco, percibo horrorizada cómo se hace más y más grande y nítida la mancha.

Ahí está, rojo sobre blanco, como una flor de contornos imprecisos y caprichosos, como una explosión de grana sobre la nieve, como un clavel reventón en la pechera de una novia inmaculada. Y, justo delante de la tapia, no muy lejos de donde ha caído, apenas medio metro más allá pues ésa es la corta distancia que ha conseguido arrastrarse, yace el animalillo destripado, con los ojos casi fuera de sus cuencas que, a pesar de todo, aún boquea.

El gatito albo que mordió aquella noche a Germán ya no lo es, vuelve a estar cubierto de un vivísimo escarlata debido en esta ocasión al color de su propia sangre. No me ve, pero me huele, alza casi imperceptiblemente el hocico rosa hacia mí y, movida por la compasión, me agacho junto a él dispuesta a consolarle, a acabar con su sufrimiento tan rápido como pueda, usando por una vez el cuchillo para un fin noble, dándole la oportunidad de dignificarse.

No olvido que quien lo estrelló contra el muro con rabia y lo pisoteó pleno de furor debe de andar cerca y sé, porque un chivato dentro de mi cabeza me lo avisa, que debería alzarme y esconderme sin perder tiempo, sin dejar que mi compasión me pierda y me exponga llevándome a la ruina, aunque algunos sentimientos son más fuertes, más suicidas que nosotros mismos, y me concentro en musitar palabras de consuelo al felino olvidándome por un instante de escuchar más allá de mis lamentos hasta que, cuando quiero darme cuenta, alguien se acerca por detrás y con violencia me agarra, me fuerza a levantarme, me arrastra tirando de mi melena.

—Ya te tengo donde quería. Y ahora vamos —gruñe Esparbel surgido de la espesura de los árboles situados a mi espalda que le servían de escondrijo, donde me ha esperado una eternidad con odio y desprecio y, al percatarse de que todavía me aferro al cuchillo, se detiene para pisar mi mano compeliéndome a soltarlo y a apartarlo de un puntapié lanzándolo bien lejos—. Tenemos que llegar a la caseta de piedra antes que ellos.

No me atrevo a preguntar a quién se refiere y, de todos modos, aunque quisiera hablar tampoco podría hacerlo. La muñeca me duele demasiado, también el cuero cabelludo y, además, me atenaza el miedo. Intento incorporarme pero no me lo permite, me quiere derribada, sometida, prefiere la lentitud de tener que ir remolcándome a cambio del disfrute de saberme humillada, con las rodillas desolladas y las uñas rotas de tanto luchar desesperadas por aferrarme a la hierba, a las raíces, a las piedras que con esmero coloqué al pie de los árboles para recordar las tumbas, a lo que sea con tal de que no alcance su destino, de que no me lleve allí donde pretende, de que no siga tirando de mí con el cañón de su pistola en mi sien. Comienzo a gemir, primero quedamente, luego cada vez más alto. Aquí abajo el aire es más frío y, entre el follaje denso que ahora atravesamos, casi no penetra el sol. Seguimos avanzando y, al comprobar que no me maltrata ni golpea, que tampoco parece molestarle que emita sonidos, termino por decidirme a gritar sordamente y con mi voz ronca de loba aúllo desesperada buscando un asidero, reclamando que alguien me saque de este atolladero en el que no quiero participar.

Sigue ignorándome, indiferente a todo lo que no sea su decisión y su pensamiento y, sin detenerse a mirarme, como quien apalea a un perro, levanta su brazo cuando mis bramidos se han hecho a su parecer demasiado molestos y descarga sin miramientos un golpe con la culata de la pistola. Acierta en la boca, de nuevo mi labio revienta como una granada madura pisoteada y, entre las lágrimas que sin querer se desbordan y el sabor metálico de mi sangre que cae sobre mi cuello, alcanzo a percibir, más allá del dolor punzante, por encima del pavor que entorpece mis pasos y sin embargo agudiza mis otros sentidos, una sensación desconocida y peligrosa contra la que lucho sabiendo que debo resistirme por más que tire de mí con firmeza insidiosa: el alivio.

Salimos a una zona más despejada, sorteamos en nuestro recorrido fragmentos perdidos del laberinto de boj y me observan rostros de estatuas desfiguradas y desmembradas a las que ya nadie se encarama. A todas debería suplicarles auxilio, clamar un poco de compasión, pero dudo que tenga sentido. Me dejo ir, ya no opongo resistencia, he descubierto que es más fácil así, y a pesar de que he comprendido que vamos hacia la caseta de piedra y nada bueno me espera dentro porque todos, a la larga, preferimos matar a cubierto, decido que ya no vale la pena gritar ni patalear, no porque mi mejor arma sea la pasividad sino porque no me importa, porque deseo que todo acabe, que mis pesadillas encuentren un final, que alguien me detenga de una vez, que tenga piedad de mí y me haga despertar.

Alcanzamos, casi sin que me haya dado cuenta entre el dolor y mis pensamientos, las inmediaciones de la caseta. Estamos ante la puerta. Esparbel le da una patada rabiosa y no consigue moverla ni desencajarla, ni siquiera hacer una pequeña muesca.

—Dame la llave —y me obliga a incorporarme, mareada y pálida.

—No la tengo —respondo escupiendo saliva mezclada con sangre y cerrando los ojos a la espera del nuevo golpe, del previsible arranque de furia que se manifestará en una nueva tunda que, sin embargo, no llega a comenzar.

—¿No la llevabas esta mañana en una cadenita colgada al cuello? —vocifera en cambio, y con este detalle me doy cuenta de que en todo momento me estuvo observando con su lupa de aumento.

—La dejé en el baño. Lirón llamó al timbre cuando estaba duchándome y no tuve tiempo de ponérmela, ni siquiera de calzarme.

—Siempre fue un hijo de puta inoportuno —masculla por lo bajo, y a continuación me da un empujón para que me quite de delante—. Aparta —y sin contemplación descerraja un tiro en la cerradura de hierro, que salta y cede de inmediato a su nuevo empellón.

Debido a la potencia del proyectil, que todavía hace humear la cerradura desencajada, la puerta oscila indecisa hasta quedar entreabierta permitiéndonos vislumbrar parte de la mesa metálica donde corto mis piezas, brillante en la penumbra, atrayente y perversa, tan inmaculadamente limpia que genera más escalofríos que si estuviera mancillada por goterones de sangre o restos de alguna de mis presas. De inmediato nos arrulla el ronroneo, semejante al zumbido de un millón de cigarras eléctricas, de los arcones frigoríficos tan parecidos a féretros de acero, perfectamente alineados como tumbas sin finalidad ni morador en un panteón desierto. Tras ellos, al fondo, nos observa el ojo sin rostro del horno, con su oscura boca siempre abierta y rodeada de los antiguos ladrillos oscurecidos y ahumados como dientes picados que nos llaman y se ríen pues han visto asada tanta carne, han sido usados por tantas manos para fines tan diversos que saben que, pase lo que pase, ellos permanecerán incólumes mientras nosotros nos pudrimos y perdemos.

Aún aturdida por el ruido del disparo, olvidada de que hace poco todo me daba igual y prefería sucumbir a seguir viviendo, algo se rebela en mi interior y la cuerda que tensa mis nervios se rompe y estallo, y me revuelvo, y aunque me sujeta con rudeza con su mano como una garra atenazando mi brazo, le golpeo con mis puños, tiro con vigor e intento escapar, morder, arañar, patalear como una niña rebelde, como una víctima que no quiere serlo, como una fiera enloquecida que no quiere entrar en la jaula, porque puede que tenga que morir, pero nunca en la cueva de mis tormentos.

Esparbel pierde la paciencia y me abofetea de nuevo. Dos golpes secos y sonoros que cortan el aire y me noquean por un momento. Pese a todo, sigo resistiéndome, ya casi sin fuerzas pero dispuesta a agarrarme con uñas y dientes si hace falta al marco de la puerta.

—Está bien —acepta—. No pasa nada, podemos hacerlo aquí fuera.

Zarandeándome me coloca, como si fuera una muñeca, debajo del dintel, se aleja unos pasos andando de espaldas, sin perderme ni un segundo de vista, y se sitúa frente a mí apuntándome con su pistola. Sin que yo sepa aún lo que se propone hurga en el bolsillo de su gabardina hasta dar con lo que buscaba. Extrae la libreta roja, mi libreta roja, manoseada y con las esquinas dobladas, mancillada y tan asustada como yo, y con gesto despectivo y brusco la lanza a mis pies.

—Cógela —exige—. Has de tenerla en la mano.

—¿Por qué? —confusa me atrevo al fin a hablar. No entiendo cuál es su plan, no sé qué pretende ni a qué se refiere.

—Deben encontrarte rodeada de pruebas.

—¿Quiénes?

—Los policías que vendrán. Lirón tuvo tiempo de avisarlos. No pueden tardar.

Sigo sin entender. Qué más darán las pruebas que pretenda mostrar si ahora el que empuña el arma, el aspirante a criminal, es él.

—Pero tú me estás apuntando… Y has matado a Lirón… Cuando aparezcan no querrán detenerme a mí sino a ti —escupo por mi boca dolorida sabiendo que digo una obviedad y él, más lúcido y sereno, ciego de ira pero con un objetivo concreto, ya debe de haber reparado en ello.

—Te confundes. No vivirás para verlos llegar —y ahora es cuando sus labios se retuercen en una sonrisa enloquecida—. Antes te ejecutaré como mereces, no permitiré que esa carita de no haber roto nunca un plato convenza a ningún juez.

—Entonces te convertirás en un ser despreciable, como yo.

—No, seré un justiciero. Declararé que disparaste a Lirón cuando descubrió tu diario, sí, me ha dado tiempo a leer algunos pasajes mientras tonteabais —y se ufana al percibir mi gesto de sorpresa—, y después que pretendiste acabar conmigo, pero logré arrebatarte el arma y disparar… Será todo en legítima defensa.

—Nadie creerá tu versión.

—Cuando lean el contenido de esa libreta y lo que guardas en los congeladores de esta caseta tendrán que hacerlo.

Pasan por mi cabeza infinidad de pensamientos que se pisan y se enzarzan unos con otros en una madeja imperfecta de cabos sueltos y pruebas erradas, pero creo que no serviría de mucho advertírselo. Está demasiado convencido de que su ansiado triunfo está por llegar y no tardará apenas nada en celebrarlo.

Cierro los ojos a la espera del impacto de bala en el corazón, del borbotear alborotado del pecho, de ir quedándome poco a poco sin pensamientos a medida que se apaga la luz y se ahogan los deseos y me falla la voz que clama día y noche en mi cerebro. Me abandono, me resigno a mi final, al ansiado adiós, y acierto a escuchar ya sin rabia ni encono cómo en la distancia, allá arriba, tras la ventana del torreón, mamá se carcajea triunfal y vocifera orgullosa, se deja llevar por el júbilo de su victoria y no disimula su odio ni su rencor ni finge una pizca de lástima porque nunca me quiso, porque sus pasos siempre los guio el desamor. De pronto un rumor levísimo, sólo perceptible para mí, me hace aguzar el oído a mi pesar y prestar atención a lo que no soy yo ni a los latidos que alientan mi interior. Es el murmullo de los árboles ansiosos y preocupados. Me piden que aguante, que tenga fuerzas, me prometen que todo acabará pronto, me ruegan que no me deje vencer, que guarde un mínimo aliento, que atesore al menos la fuerza de un estertor. Abro los ojos, tic, y distingo un resplandor desconocido tras Esparbel, que ríe orgulloso de su plan maestro para encajar pistas falsas, de su resistencia que le ha hecho sobreponerse a todo el mal que genero, más allá de la vida y de la muerte pues no se conforma con acabar conmigo, quiere mi memoria rota, mi nombre por los suelos, la ruina de mis negocios y la quema de mis libros para que no hechicen a ningún otro doncel impresionable, para que no enloquezcan a ningún joven puro e inocente como a su hijo Camilo.

—Suéltala —exige de pronto una voz firme y serena. Tac.

Es Germán, mordiendo las palabras, con los ojos en llamas. Esparbel se abalanza sobre mí con una rapidez de reflejos inesperada y consigue rodear con su brazo mi cuello para mantenerme pegada a él y usarme como escudo defensivo y, por si no fuera suficiente, apretar el cañón de su arma contra mi sien.

—No pienso renunciar a ella. Coge ese cuaderno rojo y verás qué clase de monstruo es. Sólo tienes que leer una página al azar —tic.

—Seguro que hay explicación para todo. Déjala marchar —tac.

—Te dije que no valía la pena luchar por una perra como ésta. No me obligues a meterte en esto a ti también, bastante me dolió tener que acabar con mi compañero dentro de esa casa embrujada —vomita desgranando su sarta de locuras y excusas que en esta situación, conmigo rota y apaleada y él empuñando un arma, no parecen tener ninguna credibilidad.

—Baja esa pistola o terminarás por hacernos daño a todos —vuelve a insistir Germán. Tic.

—¡Coge la libreta!, ¿no quieres conocer la verdad? —Esparbel intenta ponerlo de su lado. Su empeño es que le crean, lleva tanto oyendo decir que se ha vuelto loco que, aunque lo esté, es más importante para él demostrar sus acusaciones que mantenerse a salvo, recibir un tiro, matar o morir matando, por eso aparta los ojos de su oponente y sin soltarme del todo, no en vano soy su más preciado tesoro, se hace a un lado y baja el brazo que empuña su pistola para señalar con el cañón el cuaderno de tapas rojas tirado en el suelo.

Es el gesto que esperaba Germán, que percibe cómo el cuerpo de mi captor queda al descubierto. De repente enseña su mano hasta ahora oculta a la espalda y descubro que también sujeta un arma que dispara raudo y sin pensar, como cuando apunta con su cámara hacia un objetivo que pretende inmortalizar, una, dos, tres veces sin molestarse en esquivar las balas que a su vez, mientras hinca las rodillas y cae sobre la tierra, acierta a devolverle con desigual resultado Esparbel.

A lo lejos distingo la algarabía de las sirenas y el crujido de las botas de Germán que se acerca presuroso sobre las hojas caídas del otoño y, ahora sí, el borboteo en el pecho de Esparbel, como si fuera un pez empeñado en respirar fuera del agua, y allá, a lo lejos, los árboles que me piden que abra los ojos, que me reclaman que mire de frente a sus troncos y a sus ramas empeñadas en no callar para mantenerme despierta.

Luego me desvanezco.

Tac.

* * *

Los hechos y las pruebas confirman que todo parece bastante claro. Que Germán encontró la pistola de Lirón bajo la mesita caída de la salita de té, que disparó a Esparbel en defensa propia cuando éste amenazaba mi vida porque había enloquecido y vivía obsesionado conmigo, que yo no soy más que una víctima envuelta por mantas y vendas, bajo los efectos de un shock, aferrada a mi libreta roja y empeñada en insistir en que alguien, quien sea, cierre de una maldita vez la puerta de mi caseta de piedra.

—Tus amigos ya vienen desde el restaurante. No tardarán —anuncia Germán sentándose a mi lado en la camilla de la ambulancia.

—Entonces sácame de aquí.

Su expresión le delata. Calla unos segundos. Piensa. Finalmente habla:

—No sé si podremos hacerlo. Acabo de matar a un hombre.

Entiendo, está pensando en médicos y forenses, en jueces que ordenan levantar cadáveres y necesitan tomar declaraciones, en fiscales que hacen acusaciones, en policías que sacan fotos y recogen huellas, en amigos que quieren explicaciones, y consolamos, que ya se acercan para abrazarnos.

—Claro que podemos —afirmo—. Mi mano se curará en unos días y tú sólo tienes un rasguño en la pierna, la bala apenas te ha rozado. Qué nos impide marcharnos.

Duda, mira al suelo. Puedo oír cómo su cerebro da vueltas a la idea de irnos.

—¿Lo harías, Teresa? —pregunta levantando esas pestañas castañas que brillan con la luz—. ¿Sin arrepentimiento, sin temor?

—Sí, sin arrepentimiento, sin temor —y añado—: Por cierto, ¿nunca te he hablado de mis cuentas en bancos suizos?

Sonriendo me lleva de la mano, como a una niña que no sabe andar sola o a una novia a la que espera una sorpresa, a la que se quiere impresionar, y me hace cruzar Je Reste levantando cintas de plástico de la policía que acotan zonas y prohíben pasar, intentando no pisar el trazo de tiza que contornea el perfil de un cuerpo muerto recién retirado, esquivando flashes e inspectores con batas blancas que se agachan y recogen balas, que se abstraen delante de goterones de sangre y nos solicitan de manera brusca que dejemos de entorpecer su labor tan importante, tan fundamental.

Llegamos a la cancela y ahí está su moto, como el corcel de un príncipe. Monta decidido y me tiende una mano, así de fácil. Sin más.

Vacilo sólo una vez. Miro atrás, a mi palacio abierto de par en par, sin su misterio bajo la luz del día, sin sus secretos porque ahora, tan lleno de investigadores y policías, parece una caja de música antigua con su mecanismo estropeado, y tomo al fin su palma temerosa de tocarle porque, quizá, podría devorarle. Venciendo mis impulsos me siento a horcajadas en el sillín y, como puedo, me agarro con un solo brazo a su cintura. Obedezco, me olvido de quién soy y de mis deberes, de todas las obligaciones y los desagravios que me impuse como una condena, como un castigo, y me aferro a él dispuesta a intentar ser otra, mucho más limpia, indudablemente más sana, difícilmente mejor persona.

Cuando me acoplo a su cuerpo y froto mi cara contra la piel gastada de su cazadora, tan acogedora, noto que algo en el bolsillo trasero de mis tejanos se me clava. Saco una colorida postal arrugada con noticias de un viejo amante que cogí del buzón esta mañana al salir de casa. Ensimismada, abstraída como siempre que me sumo en mis pensamientos y la estrujo y aprieto sin cesar en un movimiento mecánico, continuo, perpetuo, parecido a mi obsesión por encender y apagar frenética las luces de la casa sin reparar en mi gesto, sólo por el placer de sentir el interruptor que sube y baja, con un tictac parecido al del reloj de mi padre, obediente al poder de mis dedos.

—¿Qué haces? —pregunta Germán al notar mis extraños movimientos.

—Es una de mis manías —contesto, y arrugo con fuerza el pequeño trozo de cartón y lo lanzo al suelo convencida de que ése es su lugar, el oscuro pozo sin fondo de una particular tierra de Nunca Jamás de la que nunca debió regresar.

Germán arranca y yo entierro mi rostro en su nuca descubierta, fragante y cálida, dispuesta a darme un respiro, a probar suerte con una cara nueva, a, como él dice, dejarme llevar.

A fin de cuentas no tengo nada que perder: Estrella y Tomás lo entenderán y se encargarán de todo en mi ausencia, recogerán la libreta roja que acabo de abandonar sobre la mesa de la cocina, regarán los árboles y las plantas con cuidado de esquivar las carnívoras y estoy segura de que tarde o temprano descubrirán el mejor modo de alimentar a los gatos que pululan por el jardín. Incluso dudo que se sorprendan cuando, al abrir las ventanas y airear mi casa, den en el piso más alto, en el torreón, con un cuarto clausurado, vetado, sin llave en el ojo de la cerradura oxidada que hace tanto que no se abre. Por mucho que intenten escuchar, aunque lleguen a pegar la oreja a la puerta, no oirán los débiles golpes, los frágiles aullidos, los imperceptibles rasguños que con sus dedos de hueso insiste en repetir en la madera la incorpórea Ofelia, arañando una y otra vez, sin posibilidad alguna de huida, derrotada y castigada en esa tumba sin bendecir, negada a la posibilidad que tanto ansiaba de purgar sus penas y sus pecados durmiendo en tierra consagrada.

Sonrío, lucho contra las ganas de reír a carcajadas imaginando sus caras cuando la encuentren, su sorpresa al descubrir que siempre ha estado allí, sus cábalas para averiguar cómo la saqué yo sola del cementerio y la trasladé a su atalaya condenándola, atándola así para siempre a su casa, a un Je Reste por el que puede vagar con la libertad de un espíritu pero que nunca podrá abandonar con su cuerpo abyecto.

Y en cuanto a mi hambre, finalmente estoy tranquila. Creo que la podré dominar. En todo caso sé que si me acucia, no importa dónde me encuentre, siempre puedo volver a cazar.