21. Sabor de amor
Qué incoherentes son los periodistas, pienso mientras el viento azota mi melena. Llegarán en tropel a la puerta del restaurante dispuestos a felicitarme por el galardón, a hacerse eco de mi medalla y convertirme en diosa de los fogones del mismo modo que hace menos de una semana me arrastraban por el lodo tras ser golpeada por aquel energúmeno o unos pocos años atrás, en fecha similar a ésta, reclamaban una investigación por la muerte de Ofelia.
Y, sin embargo, nunca se percataron de la más que misteriosa desaparición de Agustín. Ahí, con toda probabilidad, sí debieron de existir testigos. Perfectamente podría haberme visto entrar en su portal cualquier transeúnte o algún vecino indiscreto a través de su mirilla pudo recrearse en mi espera silenciosa durante horas en la escalera, y en el juego de seducción que desplegué en el descansillo cuando él apareció, y en el asalto con nocturnidad y alevosía para que me dejara atravesar su puerta. Pero nadie dijo nada y no creo que a estas alturas de mi vida sienta esa ausencia suya como una amenaza por la que pagar o rendir cuentas.
—Qué incoherentes sois los periodistas —digo al fin—. Imaginaba que no te atreverías a regresar por aquí.
—He venido a felicitarte.
—Me han concedido el premio hace sólo tres minutos. ¿Ya ha llegado la noticia a tu agencia?
—Me refería a tu santo. Hoy es Santa Teresa —aclara Germán.
—Nunca lo celebro —su rostro se ensombrece tras mi respuesta y no me importa. Hoy me apetece ser cruel, me obliga la sangre, me lo pide el cuerpo y él no merece mi compasión, no después de estrechar en torno a mí su cerco—. Sé que me vigilas, anoche oí tu moto al pie de mi tapia. No es la primera vez que la siento.
—Intentaba ser amable —insiste, evitando responder a mi acusación, y no consigo adivinar qué esconde tras su rostro que pretende mantener inescrutable.
—Al principio creí que te atraía; después de lo que sucedió en mi jardín, que te repugnaba. ¿Qué quieres ahora de mí, seguir hostigándome hasta darme caza?
—Ojalá no fuera así, pero te busco. No puedo negarlo.
—Me dijiste que era extraña. ¿Por eso me acosas, porque soy el espécimen exótico a quien fotografiar, quieres atraparme e intentas que baje la guardia?
—Soy un perseguidor, me siento incapaz de dejar de acechar. Antes que el amor o la amistad está el hambre por disparar mi cámara —confiesa con dolor y con asco, con avidez y recelo, sin poder escapar de ninguno de esos sentimientos.
Me desarma, no sé qué responder. Decido esperar a que algo interceda y nos obligue a romper el muro en que se está convirtiendo nuestro silencio.
Providencialmente, o tal vez no, un taxi se detiene ante nosotros en la calzada. Nos giramos hacia el conductor dispuestos a sacarle de su error porque no le hemos llamado, pero no llegamos a articular palabra porque tras él aparca otro coche gris, sucio y desvencijado, sus puertas se abren y de su interior descienden dos agentes de policía que, por supuesto, reconozco de inmediato.
—Fíjese bien, ¿es ésta? —Esparbel se acerca a mí señalándome con el gesto fiero de un inquisidor y alzando la voz para dirigirse al taxista, que me examina con atención.
—No sé qué decirle… De lejos lo parecía, pero ahora no puedo asegurarlo.
—A ver, obsérvela con calma, no tenemos prisa —insiste acosándole e ignorándonos por completo mientras Lirón, consciente de nuestra confusión y, para mi asombro, por una vez despierto, me informa:
—Perdone las molestias, se ha denunciado la desaparición del consejero delegado de una conocida editorial y una de las pistas nos ha traído hasta usted. Hemos localizado a este conductor que afirma haberle dejado durante la noche en que se perdió su rastro ante un palacete que, según su descripción, concuerda con el suyo.
—No soy la única persona de la ciudad que vive en uno —alego, plena de candor y serenidad—. ¿Acaso no le dieron a este señor la dirección de destino?
—Es una lástima, pero no. Al parecer el cliente no tenía claro el lugar exacto y, dada la hora intempestiva, solicitó al taxista que diera un rodeo por el barrio para ver si alguno permanecía con la luz encendida —me explica Lirón cargado de paciencia—. Estuvieron circulando sin rumbo fijo hasta que le ordenó detenerse ante una mansión con un jardín muy frondoso, pero como la calle estaba oscura no pudo ver cuál era su número, aunque todo nos indica que puede tratarse de Je Reste. Acabamos de pasar con él por delante y afirma haberla reconocido.
—Le entiendo, no es un lugar que se olvide fácilmente —interviene irónico Germán.
—Aun así —interrumpo, por lo que puedan seguir insinuando—, sigo sin comprender qué tiene que ver conmigo. Ni siquiera sé a quién se refieren, escribo libros de cocina y conozco a la mayoría de los editores del sector. ¿Eso me hace sospechosa? —les recrimino, amable y sonriente en mi pose de damita inocente.
—Tenemos la confirmación de que él y una de sus empleadas mantuvieron con usted hace poco una comida de trabajo en su restaurante.
—¡No puede ser cierto! —me sorprendo, o al menos intento aparentarlo—. ¿Está diciéndome que se trata de él?
—Dejémonos ya de tanta comedia —Esparbel corta mi pamema y aborta el show de mi disgusto—. ¿Qué nos cuentas, Manolo, se trata o no de ella la mujer que viste a través del retrovisor cuando te marchabas?
Manolo, el taxista, no me quita el ojo de encima, y llega a incomodarme de tan fijamente como me mira hasta el punto de que, en tanto emite su veredicto, yo contengo el aliento sintiendo que me fallan las piernas y me falta el aire y mis mejillas pierden su color.
—¡Esto es inadmisible! —protesta Germán—. Están haciéndola pasar por una rueda de reconocimiento ilegal.
—Qué reconocimiento ni qué niño muerto —Esparbel esquiva la acusación con su voz cavernosa que revela sombras que acusan, que envían mensajes velados que sólo yo sé interpretar—. Entiendo sus ganas de hacerse el héroe y protegerla, pero esto es pura rutina.
No sé qué hacer.
Los cuatro hombres me cercan y vigilan, cada uno a su modo, me contemplan de hito en hito esperando encontrar en mí un rastro, una culpa, un temor o una cobardía que requiera su protección o aliente sus sospechas. Debería reaccionar, no lo ignoro, pero me vence la ruina, la perdición me acecha, me ganan las ganas de dejar de luchar, de acostarme y dormir en una cama limpia o en una celda sucia, qué más da, y ocuparme de soñar con lo perdido sin detenerme a valorar lo que los demás puedan pensar de mí.
Por eso dejo que me analicen, que me reflejen sus ocho pupilas negras, y laxa, pasiva, aturdida, me dedico a esperar. A ver de qué lado cae la moneda.
—Oiga, usted es la de la tele, ¿a que sí? —pregunta al fin el taxista.
—Eso me temo —admito con hastío.
—Por eso su cara me resultaba tan familiar… —y deja entrever una sonrisa.
—¿Y no será porque la otra noche la viste recibir en la puerta de su casa a tu pasajero? —sugiere con viveza Esparbel.
—Ahora que lo pienso no puede ser esa mujer —confiesa Manolo—. Estoy seguro. Aunque tenga el mismo color de pelo, la misma altura y sea igual de delgada, la que yo vi tenía otro porte, cuando abrió los brazos para recibir a mi cliente era como un murciélago gigante desplegando las alas y envolviéndolo por completo. Y sus facciones también eran diferentes, parecía crispada, con los ojos fuera de las órbitas, daba verdadero miedo. Cómo va a ser usted ésa —y se vuelve a los agentes para confiarles saleroso—: A mi señora le encanta su programa y tiene todos sus libros de cocina. Ya verán cuando se lo cuente…
—Anda, Manolo, tira para adelante, que buena nos la lías —se rinde Lirón, y con su mano traza un gesto para ordenarle que suba a su taxi y se largue.
Pero el buen señor se demora y no se marcha hasta que le he firmado un autógrafo para su santa y me ha plantado dos sonoros besos en cada moflete mientras los demás aguardan ofuscados y silenciosos. Por fin se despide con un encogimiento de hombros mezcla de disculpa y desdén que, creo entender, dedica a los policías.
Tras verlo arrancar y desaparecer me vuelvo hacia los hombres que me rodean. Uno menos, ahora sólo quedan tres. Germán, bien asentado al suelo con sus piernas abiertas, los puños en las caderas y una expresión inquieta sombreada por sus espesas cejas, parece todavía dispuesto a batirse en duelo por mí, al menos mientras Esparbel permanezca aquí y me fulmine con ese rictus que le cambia la cara, una mueca lóbrega, rencorosa y enconada que su compañero no percibe.
—Asunto resuelto —exclamo burlona mientras recupero el resuello—. ¿Desean alguna otra cosa los agentes? ¿Una nueva acusación que formular?
Es Lirón quien, en vista del enojo de su superior, da cuenta de las novedades:
—También queríamos comunicarle que efectivos de la Guardia Civil, que desde hace meses seguían los pasos de una importante banda de traficantes de arte, han accedido esta madrugada al interior de un chalet que mantenían bajo vigilancia y han encontrado los libros sustraídos por su amigo el librero. Según los primeros interrogatorios, los vendió con miras a obtener un cuantioso botín y fugarse al extranjero.
—Gracias, saber que en algún sitio continúa vivito y coleando me quita un peso de encima —proclamo con fervor y sin aludir a lo torticero de esta falta deliberada de información mantenida en secreto, justo cuando el testimonio que creían tener contra mí ha caído por su propio peso y no les queda otra baza ni medida de presión. Me tienta la idea de recriminarles su descarada manipulación, pero me callo, lo que quiero es que se marchen de mi vista bien pronto y librarme de su acoso.
—Sí, es todo un alivio —responde para mi sorpresa Esparbel, y por su regocijo sé que guarda un as en la manga, que tiene algo más que añadir. Y que me va a doler—. Tenerlo detenido es una garantía de que no volverá a fugarse y, mejor todavía, de que a partir de ahora nadie va a pretender hacerle daño.
La frase, dicha con ese tono asquerosamente retador, con esa contundente seguridad, cae sobre mí como una bomba de fragmentación. Nada de lo que declara puede ser cierto, pero me inquieta saber que espera de mí una reacción, que me provoca, que me pincha como a una bestia a la que quiere hacer salir de su agujero. Le estudio con detenimiento, mi némesis deja asomar la dentadura entre sus labios resecos y quebrados en algo parecido a la sonrisa de un cocodrilo, distingo las venillas rojas que surcan sus córneas y los colmillos amarillos, más afilados aún que los míos, y me estremezco buscando una salida.
No la encuentro, de modo que hablo sin pensar, encomendándome al demonio que me guía:
—Vaya, y yo que creía que no quedaba nada de él después de haber servido en Barbantesa las «Milhojas de librero anarquista». Qué lástima que se acabaran y ya no puedan probarlas.
Germán suelta, sin poder evitarlo, una carcajada sonora y profunda, sorprendido por mi respuesta inesperada que no sé si a los otros llega realmente a hacerles gracia; Lirón frunce el ceño y me mira con reprobación, diría que incluso con suspicacia, y Esparbel se limita a sacar las manos de los bolsillos para efectuar un aplauso burlón que encara con desgana.
—Ja, ja, ja. Muy ocurrente. Supongo que se refiere a uno de sus tan cacareados «Platos Efímeros», esa bazofia de diseño por la que cobra una millonada a esos esnobs. Búrlese de nosotros, pero sepa que no se nos ha pasado por alto que los nombres de esos platos son curiosamente proféticos. Un día de éstos vamos a tener que ira su restaurante a investigarlo.
—¿También? —le provoca Germán, harto de tanta ironía cargada de amenazas—. Lo que deberían hacer es dejar de molestar a los ciudadanos honrados y no inculparlos con pruebas falsas o intimidando a los testigos, como ya se ha visto que han hecho con ese pobre taxista.
Esparbel, que acaba de cruzar con Lirón la señal convenida para iniciar la retirada, que apenas había comenzado a moverse tan despacio como una estatua que hubiera conseguido romper el hechizo que la mantenía presa, sometida a mi vigilancia, encadenada a mi ruina, se torna ahora rápido y ágil, peligrosamente dispuesto a devolver la pelota, a golpear donde más duele y sacar de su error a Germán, cansado de este ignorante defensor, de su pose de inútil caballero de la dama sospechosa y embozada que resulto ser yo.
Él mejor que nadie sabe hasta qué punto estoy envuelta bajo capas y capas de apariencias falsas. Por eso, decidido quizás a salvarle, comienza a escupir su sarta de razones y palabras:
—Voy a seguir vigilándola hasta que un día pueda apresarla —afirma serio y obstinado, como un cruzado o un fanático—. Tú, en cambio, deberías largarte, aún estás a tiempo. No tendrías que fiarte de su pose de niña buena, te chupará la sangre y la vida…
—Inspector Esparbel, no siga por ese camino —le reprende iracundo Lirón, dotado de una repentina e impensada autoridad—. Piense en el marrón en que nos mete. No olvide que continuamos siendo policías.
—Coge tu moto y márchate —continúa éste lanzando su perorata a Germán, sin obedecer a nadie más que a su odio y a sus certezas—. Aunque estés hechizado todavía te queda una oportunidad para escapar. Te la estoy ofreciendo.
—Inspector, cállese y venga al coche —insiste su compañero, apelando a su responsabilidad y a su cargo—. No me obligue a dar parte y que vuelvan a apartarle del servicio.
—¡Déjame en paz, Lirón, la cosa no va contigo! —masculla girándose por un instante antes de continuar ametrallándonos con su retahíla de advertencias y maldiciones—. No soy un demente, es sólo que no consigo encontrar pruebas —afirma desesperado—. Todos los hombres que se han acercado a ella terminaron por desaparecer: su antigua pareja; el joven regidor de televisión que aparcó su coche a pocos metros de su casa; el directivo de esa editorial y seguro que más que desconocemos y se nos escapan.
—Eso no son más que suposiciones —intenta hacerle comprender Germán.
—¿Y qué me dice de los testigos, eh? ¡No puedo inventármelos! Siempre declaran que la última persona que los vio con vida fue ella. ¡Ocurrió con todos! Y también con Camilo. Es una bestia devorahombres sedienta de sangre, una aberración de la naturaleza.
—Inspector, es la última vez que se lo digo: si no se aviene a entrar en el coche me veré en la obligación de informar por radio a la central —amenaza su guardián como último recurso, tirando enfurecido de la gabardina arrugada de su compañero de la que ya nadie se preocupa, que ninguna mano primorosa de mujer plancha por las noches, e introduciéndolo a la fuerza en el vehículo policial hecho un guiñapo, congestionado y nervioso, murmurando palabras tan inconexas como las que farfulla Lirón para hacernos comprender el trauma reciente que le supuso el fallecimiento de su esposa y regresar al trabajo tras tanto tiempo en el dique seco y tener la mala, malísima suerte de toparse conmigo otra vez.
El automóvil arranca brusco, como un caballo desbocado que ninguno de sus ocupantes fuera capaz de dominar. Dos más eliminados, ahora sólo queda Germán que, como yo, contempla noqueado y absorto cómo se alejan, dispuestos a desaparecer y dejarme descansar al menos otro día más.
No podemos apartar la vista de su estela. Siguen resonando en nuestros oídos los ataques, los llantos cargados de promesas de venganza, del juramento de no olvidar y perseguirme hasta darme caza y, cuando me enfrento ante Germán, tardo un segundo en comprender que son sus ojos los que me miran y no los de Camilo en su día, años atrás, que hace ya tiempo creí haber olvidado, esos ojos estrellados de tan brillantes, ardientes y entregados, asombrosamente iguales a los de su padre pero sin asomo de rencor ni sufrimiento, limpios y honestos, sin trazas de haber conocido la corrupción, sin haber probado los sinsabores de la vida a pesar del disfraz con que cubría su cuerpo tierno, del rímel y la pintura que subrayaban de negro sus párpados y que no consiguieron empañar el fulgor de las lágrimas fervorosas con que me tendió su ejemplar y me rogó una dedicatoria y después, si no me importunaba, un minuto nada más, para hacernos una foto y estrechar la mano de su ídolo, de la suma sacerdotisa de la cocina sangrienta a la que después se atrevería, con esa osadía e ingenuidad de la juventud, a invitar a una bebida y, si se lo permitía, charlar un ratito nada más.
—Mi padre es policía —me confesó, cándido y atrayente, ajeno a su encanto, dispuesto a todo con tal de agradar—. No está contento con cómo soy y mucho menos con cómo me visto. Sé que se avergüenza de mí y no me reconoce como hijo suyo, por eso me siento tan identificado con lo que relatas en tus libros. Dejas entrever secretos tan íntimos que el que sepa leer entre líneas podría tener acceso directo a tu corazón. Eres muy valiente —afirmaba, henchido de admiración.
—El valiente eres tú, yo no tengo un padre inspector. Aunque también mi madre me hizo la vida imposible durante mi adolescencia. De hecho, todavía lo sigue haciendo: en ocasiones puedo percibir a su fantasma vagando por los pasillos de mi casa. Sé que si lo contase me tomarían por una tarada, pero tú me das confianza —reconocí con fingida complicidad.
—Pero yo ya no soy un adolescente, sino un hombre —matizó altanero—. Ni siquiera me parezco a esos seguidores tuyos que se visten de negro para impresionar —afirmó, sin darse cuenta de que todos dicen lo mismo—. Soy como tú, auténtico, y ahora que te tengo tan cerca hasta podré negar ese estúpido rumor que difunden sin pensar.
—¿Qué rumor? —pregunté intrigada, desoyendo sus galanterías.
—El que sostiene que tu piel es tan blanca porque eres un vampiro.
—Qué tontería. ¿A ti te lo parezco? —reí desconcertada—. ¿Y en qué se basan?
—En tu palidez, como ya te he dicho, y en que nunca usas el ajo como ingrediente en tus recetas y en que en las entrevistas has declarado que tienes insomnio y trabajas mejor por la noche… Si quieres sigo.
—Pero yo salgo por el día, aunque no tan temprano como debería, lo admito.
—Y has reconocido que no te miras en los espejos.
—Eso no significa que no pueda reflejarme en ellos. Lo único que falta es que digan que duermo en un ataúd.
—Muchos defienden que tu mansión, en cierto modo, ya lo es.
—¿Je Reste? Eso no lo consiento, vas a venir ahora mismo a visitarla para que luego cuentes a todos que es una falacia —me hice la ofendida, pero sin perder de vista mi trampa que acababa de ser tendida—. Siempre que tu padre te dé permiso, claro está —le provoco.
—Yo entro y salgo de mi casa cuando quiero, tengo ya casi dieciocho. Qué me importa a mí lo que diga el temible inspector Esparbel —proclama rebelde y crecido.
—Entonces estás seguro de querer venir…
—No hay nada que desee más que conocer tu palacete, en ocasiones he esperado ante su puerta y te he espiado tras la reja esperando verte —admite con expectación de mitómano enardecido, de pobre campesino de cuento que sueña en sus noches de invierno con casitas de chocolate y bastones de caramelo.
—Te interesará saber de dónde viene su nombre —respondo mientras pido la cuenta—. Es una vieja historia que tiene que ver con damas melancólicas y desgraciadas, bebés rotos y esperanzas truncadas.
* * *
—Teresa, mírame, prométeme que olvidarás esto —me grita Germán a mi lado—. No es más que un pobre desequilibrado que ha perdido el juicio, deja de estremecerte o te tendré que abrazar —y termina cumpliendo su amenaza en la calle semidesierta, dándome calor con su cuerpo, protegiéndome y cuidándome como lo que es aunque se empeñe en negarlo: todo un caballero.
—Llévame a mi casa, por favor —le pido con una mueca cansada mientras caigo en la cuenta de lo comprometido de la situación pero con alivio reparo en el hecho de que no podrá fotografiarme porque está tan implicado como yo en esto.
—No entraré, ni siquiera pondré un pie en tu jardín —rechaza con rapidez aflojando su abrazo—. Es un lugar perverso, no quiero volver allí.
—Estoy agotada, Germán, no puedo pensar en ir ahora a ningún otro lugar —suspiro hastiada.
—Es por todo eso que haces. Te destroza. Olvídalo y ven conmigo. Yo te cuidaré.
—¿A qué te refieres? —me revuelvo inquieta, sintiéndome de pronto presa.
—A esos platos con nombres siniestros. Casi parece que son ciertos.
—Justo ahora que acabo de recibir un premio… ¿Tan terribles son para ti?
—Sí —y se separa de mí y sus ojos tranquilos me taladran, me atraviesan, y cedo al sentimiento que vengo acariciando desde hace tiempo y admito para mis adentros que necesito un pecho en el que apoyarme y reconstruirme, del que alimentarme para abandonar esta locura de vida y volver a empezar.
—Siempre he querido escribir una novela —le revelo esperanzada, creyéndome de verdad que puedo hacerlo.
—Parece un oficio tranquilo.
—He empezado con un diario, para practicar. Pensaba guardarlo en un cajón cuando llegase al final. Es sólo para mí, como un compendio de la lista de infamias que me enfurecen cada día, de los recuerdos que surgen, de los estímulos que me motivan.
—No te pega llevar un diario.
—Lo sé. Nunca he sido de esas que siguen un recuento estricto de su cotidianía, siempre he preferido vivir a contarlo y, de pronto, me encuentro escribiéndolo, sin saber por qué.
Le miento, claro. Aunque no se lo digo sé perfectamente por qué ha nacido la libreta de tapas rojas plagada de tachones y resentimiento, por qué empecé mi confesión en ella y por qué debo acabar ahora mi historia, en este preciso momento, cuando está a punto de caer el telón.
Es mi lucha, el único camino que he encontrado para que de algún modo se haga justicia. No he conseguido dar con otra forma de hallarla. Deben repararse las afrentas y yo sólo sé cocinar y escribir. Paso ante un parque y veo a esos niños que juegan y sólo puedo pensar en mi Ari y en los cuentos que le contaría, el del giraluna que dormía de día huyendo del sol, que giraba la cara y miraba de frente a la luna, el de la luna más bruja que bruja que teje una tela que vuela y se va, la luna más loca que loca borracha de anises y erizos de mar, el del corazón de tiza pintado en la pared con su nombre y el mío escritos dentro y cómo soñé vivir con ella y cómo me lo impidieron. No sé hacer nada más, sólo sé cocinar y escribir, y no encontré a nadie que quisiera escucharme y me di cuenta de que no sería capaz de dormir hasta que hiciera algo de la única manera que puedo asumir. Ya les he dicho que soy una gran artista. Una gran artista jamás es pobre. Poseemos algo sobre lo que los demás no saben nada y por eso nunca estamos perdidas, siempre tenemos una salida. Yo sólo sé cocinar y escribir, y por eso tengo la caseta de piedra en el jardín y he llenado mi diario de pesadillas, de noches oscuras, de seres atormentados retorcidos y siniestros, tanto como yo.
De qué otra manera asumirlo, cómo levantar la cara y seguir adelante, cómo logran algunos superarlo y seguir respirando, seguir luchando, continuar viviendo.
Sólo sé cocinar y escribir, despiezar un animal irracional o racional, hacer que sangre, darle utilidad gracias al fuego para que su muerte tenga un sentido, para que pueda alimentar a alguien con su cuerpo. Es mi forma de poner en orden el mundo a pesar de que no esté actuando según el proceder más correcto.
—Tendría que pasar una última vez por mi casa —vuelvo a sugerir temerosa de hacerlo.
—¿Qué hay tan importante para que me convenzas de que te acompañe? —y advierto que, tenso, Germán se pone en guardia de nuevo.
—Querría recoger mi libreta roja, es mi diario. Sin mí se encontrará perdida y abandonada, sola sobre la mesa de la salita de té. Y también dejar una nota de despedida para Estrella y Tomás, coger algo de ropa, cerrar algunas puertas y dejar abiertas otras…
—Tu cartera debe de estar a rebosar de tarjetas de crédito, y seguro que tus amigos cuentan con copias de todas tus llaves. No hay nada que te impida huir conmigo ahora.
—He de ir, de verdad —me reitero nerviosa, y me molesta el sonido de mi voz confusa, pequeña, desarmada.
—Entonces no puedo llevarte. No me gusta en lo que te conviertes cuando pisas esa casa. Cuando estás en ella pareces percibir y sentir cosas que los demás no vemos ni oímos, como si vivieras en una realidad aparte.
—No es la casa sino yo. Soy así de pérfida —no puedo creer lo que estoy diciendo, esta súplica enmascarada, esta sinceridad rota, esta realidad descarnada incapaz de mentirle, que quisiera gritar y detenerle, rogarle que no se vaya.
—Prefiero no creerte. De todas formas ya te he dicho que no entraré en Je Reste —rechaza con un cierto dolor obcecado en la mirada.
—Me podrías pasar a recoger después. Te esperaría ante mi verja con la maleta preparada —propongo a la desesperada.
—Tal vez otro día —Germán se cierra en banda, se comporta como un niño cansado del juego.
—¿Ya no quieres rescatarme? —y ahora soy yo quien se siente como una niña que acaba de perder su globo en el cielo, que ve incrédula cómo vuela y siente rodar las lágrimas por sus mejillas y se avergüenza de ellas, de llorar por algo tan banal, de saberse tan débil y tan expuesta.
—Se ha roto la magia, Teresa, ha pasado el momento —sentencia con voz de piedra—. Una chica tan lista como tú debería haberse dado cuenta.
—No pensé que fueras tan cruel —acuso dolida, con el corazón roto a mis pies bañados de cristales, temerosos de que les arañen las esquirlas y sorprendidos de que pudiera existir dentro de mi pecho, tan cerca y sin embargo tan lejos de ellos, tan solo y tan frío allá arriba, donde se destripan y se cuecen los sentimientos.
—Ni yo que te mostraras tan terca.
Dudo. Me decido. Le miro una vez más, la última. El suelo cruje bajo mis pies cuando doy media vuelta y emprendo el camino sola, pisando hojas secas que, como yo, en silencio para que nadie más se percate, también lloran. Noto que se abate ese espíritu que fui.
* * *
No me llama ni hace ademán de retenerme. Vaya fiasco de héroe. Estoy rabiosa y, para colmo, tengo frío. Llevo un rato caminando y ya no suspiro ni me lamento. Estoy que muerdo, me llevan las furias y los vientos, me siento rugir por dentro.
Por qué no me he decidido a regresar en taxi es una pregunta que, aterida, yo también me hago y ni mis más oscuros demonios saben responder. Por qué no tuve el detalle de despedirme de mis amigos y hui de la celebración del premio es, en cambio, fácil de comprender y no oculta ningún misterio: no tengo el cuerpo para fiestas. Ni el alma, ni mucho menos la cabeza.
Hoy sigue siendo la festividad de Santa Teresa por más que el reconocimiento y la fama y ese recuerdo de lo que pudo ser amor y al final no fue más que rechazo y ruinas funestas llamen a mi puerta. Hoy debo esconderme, rumiar mis desgracias sin celebraciones ni alharacas, sin príncipes valientes de pacotilla que al final se asustan, que se rompen igual que los demás juguetes, tan vacíos por dentro como todos los hombres que me molesté en destripar y que ahora provocan mi risa amarga si me paro a recordarlos, con corazones tan pequeños como grandes eran sus deseos y sus ansias, y pegajosos sus besos, y embarradas sus manos.
Por eso me voy a casa. Allí nadie puede lastimarme más que mis propios errores y los monstruos que en ella y en mí habitan, conocidos y, por tanto, no tan aterradores. Por eso busco mi guarida. Por eso me desespero por llegar sin que nadie más que mis pies me conduzca. Nada de motoristas y mucho menos taxistas caza-autógrafos. Ahora comprendo que es mi instinto de supervivencia, mi afán de individualidad el que los rechaza. Ya estoy escarmentada. No quiero asumir el deber de entablar conversaciones banales, temer dejar más pistas, atender a miradas y preguntas indiscretas y, al final, tener que refrenar mi ira y mi hambre para no paladear, morder, devorar, lamer a un nuevo don nadie.
A fin de cuentas, mi restaurante no está tan lejos de Je Reste como para no poder ir andando. Si no suelo hacerlo es porque siempre voy cargada y con prisas, corriendo de un lado para otro con paquetes de carne envasada o en tarros. Y también porque, como decía mi madre, las mujeres de nuestro linaje no nos manchamos los zapatos caminando por las aceras.
Yo sí lo hacía, y disfrutaba con los paseos cruzando este parque del Retiro como lo estoy haciendo y, de tan tonta, de tan ingenua, ni me enteraba de los murmullos de la hierba a mi paso, de los avisos que se cruzaban los árboles que rebasaba, de las novedades encriptadas que el ahora Ciprés Calvo, sin ningún disimulo, sin aguardar siquiera a que acabe de dejarlo atrás, como un periodista temeroso de que le roben una exclusiva, hace rato que proclama.
Pero en la actualidad todo es diferente, y ésa es la más importante de las razones que me obligan a seguir las órdenes de Ofelia que todavía resuenan en mi cabeza sobre no pisar la calle, mezclarme con la gente y exponerme a sufrir algún percance. Desde la televisión y el restaurante y mi salto a la fama, y sobre todo después de las noticias en las páginas de sucesos cortesía de Germán, ya no soy anónima. Por eso, porque ya no resulto indiferente a los demás, recurro a los taxis y me niego a pasear como antes solía, indiferente a alguna cabeza vuelta de vez en cuando, a un poco de jaleo a mis espaldas, a los susurros y los ojos que me escrutaban. Ahora se despiertan mis recelos porque sé que me vigilan, y por eso prefiero encerrarme entre las paredes de chapa de un automóvil, por eso las aceras me están vetadas, por eso ya nunca podré bajar la guardia.
Tirando del hilo de mis pensamientos, sorprendida constato hasta qué punto está despoblada esta zona del parque a esta hora de la mañana. No se divisa a nadie en el Parterre a pesar de que ya no es tan temprano. Será el viento, me digo, irascible y molesto en esta jornada desapacible, y en cuanto alcanzo a concluir esta reflexión siento su azote en la cara y me arrepiento, por enésima vez, de no haberlo pensado bien antes de iniciar esta marcha atolondrada y me reconcomo pensando que cuando llegue, incluso antes de franquear la cancela del portalón de la entrada, ya estarán los habitantes de mi jardín informados de mi desolación y mi triunfo, de mi premio y mi desengaño.
Por qué me empeño en regresar como si sus muros pudieran refugiarme, como si ése no fuera el culmen de los castigos que sufro día a día con independencia de haberlos o no merecido. Tenía razón Camilo: esa mansión es mi ataúd y yo soy su vampiro. Siempre necesito volver a ella, como si no pudiera descansar en ningún otro sitio.
Me río.
No sé de qué.
De lo estúpida que soy, de que me estoy muriendo de frío.
El viento pretende zarandearme y algunas hojas parecen kamikazes que caen desde lo alto y se enredan en mi pelo como insectos ilusos empeñados en asustarme. Decido salir pronto de esta zona abierta antes de que las fuertes rachas me obliguen a volar. Apuro el paso. Me topo con el monumento en honor a Benavente, con la estatua de la musa que alza la imponente máscara del teatro que se burla o se apena con su cara de bruja y siempre me desconcierta. Al menos me consuela saber que ella está más expuesta que yo a la furia de los elementos y, fiel a mi empeño de no oír las mofas del árbol centenario, el maldito jefe de los cotillas que se carcajea de mi obstinación por pasear precisamente hoy y me agradece que le dé tiempo con mi lento avance a difundir el rechazo de Germán para ponerlo en boca de todos antes de que consiga alcanzar el amparo de mi hogar.
Subo precipitada la escalinata que salva el desnivel del terreno y asumo que debo parar para recuperarme del esfuerzo. No ha sido tanto, pero algo alborota en mi pecho y casi no puedo respirar por más que el viento intente metérseme a la fuerza en las entrañas. Me detengo un instante, apoyada contra uno de los jarrones grises que flanquean el mirador desde donde se abarca la vista del Parterre, y entonces llega a mí. En los cánticos que entonan las copas de las araucarias, en los dibujos de las ondas que la brisa traza en el agua de los estanques, hasta en las vetas blancas y negras del mármol que me cobija. En mil voces acompasadas todos me lo gritan, me lo soplan, aúllan y sé que llegarían incluso a arañarme con sus tallos, a grabarlo en sus cortezas aun a riesgo de que su savia se desangrara, a escribir su SOS en el suelo y en las nubes para que me enterara:
Hay alguien más, alguien que me espía en la distancia.
Incrédula y confundida, obtusa y atolondrada, mi reacción inmediata es encogerme tras el búcaro de piedra para intentar distinguir a mi persecutor sin ser observada.
Vano intento.
Mi corazón late acelerado y me obligo a domeñarlo.
Conserva la calma, Teresa, me digo, no te fíes de nadie ni de nada. Vuélvete y fíjate bien, escudriña los troncos negros de los árboles, las sombras que se alargan detrás de los cipreses, los huecos ocultos tras las fuentes y los muretes.
No lo distingo pero sé que está ahí. No es una ilusión ni una manía. Hay alguien más, mi instinto de cazadora me lo confirma. Alguien que permanece oculto y alerta procurando no hacer ruido, que aguarda mi próximo movimiento para ponerse también en camino.
Mis manos se aferran al jarrón, congelado y obsceno, mis dedos se sorprenden al perfilar sus formas y me detengo a estudiarlo: las tallas sobre la piedra muestran una orgía demoníaca, con hombres y mujeres desnudos cuyos brazos y piernas se enredan bajo las asas, dos cabezas de chivo de cuernos retorcidos y expresión siniestra.
Tengo que irme ya. Ahora. Todo son malos presagios, no puedo quedarme aquí, estática, a la espera de lo que venga.
Comienzo a andar apresurada, con la cabeza gacha pendiente del suelo enfrentándose al vendaval, los ojos fijos en el camino para no resbalar y el oído bien atento por lo que pueda pasar.
El paseo que me lleva hasta la Fuente de la Alcachofa parece desolado y, sin reflexionar, dejándome llevar por el temor a ser atacada en un espacio abierto, huyo del centro y busco protección en una de las veredas cercadas por árboles que corren paralelas a cada lado. Gran error. Así no lograré despistar a mi perseguidor y le ofrezco, a cambio, la posibilidad de acorralarme sin que nadie se percate ni dé la voz de alarma, lo que por otra parte puede ocurrir en cualquier momento.
Cómo es que está todo tan vacío, me pregunto. Por más que el cielo amenace con desplomarse sobre mí no puedo estar sola, igual que en una de esas absurdas películas de terror plagadas de lugares comunes de las que no puedes evitar reírte pero que, en el fondo, te asustan tanto como lo estoy ahora, demudada y acosada, temerosa de alguien cuyos pesados zapatos hacen crujir la arenilla del camino tras de mí, un ser cuya respiración percibo porque me llega amplificada por el eco de la ventolera, cargada de ansiedad e ira, de hambre y presteza.
Quisiera creer que es Germán, y me siento tentada a detenerme y esperarle, a desandar mis pasos y consumir la distancia que nos separa hasta dar con sus brazos. Pero algo me obliga a continuar, un egoísmo que no está dispuesto a ceder, que le pide que me alcance si efectivamente es él, que corra, que me persiga, que me demuestre si merezco la pena y la carrera.
Y también está ahí, por debajo, una vocecita que desconocía que pudiera oír, una llamada a la prudencia como una campanilla que repica sin cesar y me empuja a seguir adelante, un poco más rápido, acongojada y alerta, y que redobla feliz en el mismo instante en que alcanzo la fuente y giro a la izquierda y encaro el Paseo del Estanque siempre atestado de echadores de cartas, de paseadores de perros, de vendedores ambulantes que ofrecen collares y mimos de dientes castañeteantes que me dirían adiós, adiós, y a los que por primera vez respondería alegre de encontrármelos, de las garantías de seguir entera que me brindarían si estuvieran aquí. Pero hoy no hay nadie, no veo una sola alma y desprotegida e impresionada, con la sensación de estar obligada a habitar una de mis horribles pesadillas, dejo atrás la vergüenza que a fin de cuentas nadie va a contemplar y echo a correr despavorida, observada sólo por las carpas gigantes que sobresalen del agua y me miran asombradas en mi carrera sin fin hasta que alcanzo, patinando por culpa de las hojas enfangadas que pueblan el suelo, el pasadizo subterráneo que me hará salir de este parque maldito y al que nunca debí venir.
No me detengo a pensar en el recelo que siempre han despertado en mí los túneles, no reparo en que su entrada es como una boca que engulle y succiona, que desprende sucios vapores de humedad y orines que me golpean en la cara como el aliento fétido y sulfuroso de un gusano del Averno, sólo me preocupa escapar, procurar no respirar mientras esté dentro y atravesarlo lo más rápido posible.
Desde que lo conozco nunca he llegado a encontrarlo iluminado, como si alguien con aviesas intenciones se molestara en romper cada noche a pedradas los neones del techo, como si atracadores o violadores me vigilaran escondidos entre las curvas del recorrido angosto dispuestos a saltar sobre mí y, de una vez por todas, darme mi merecido. Pero no quiero fijarme en eso y procuro controlar mi paranoia porque no falta apenas nada para salir, porque ya veo la luz ahí fuera y sólo me queda salvar los cartones y los colchones para saltar a la acera que se abre ante mí, que protectora y acogedora me espera y que súbitamente no puedo alcanzar porque algo me traba el pie impidiéndome avanzar. Lo busco en la semipenumbra preguntándome confusa qué sucede ahí abajo, qué habré pisado, y la veo: es una mano.
Chillo, tiemblo, jadeo, me siento morir y con saña y terror la pisoteo con mi otro pie sin saber lo que hago ni lo que parezco. Al principio esa extremidad sucia y huesuda, grande como las zarpas de los ogros de los cuentos, me agarra con más fuerza y se aferra a mí con rabia sin aflojar y, por más que tire con ansia, no me libera. Por fin, y a medida que mi histeria y mis pisotones se acrecientan, dolorida comprende que es mejor ceder, dejar escapar a la presa que soy y que prorrumpe gritando en la calle, absurda y ridícula, cobardemente nerviosa, tan desorientada que ni atiende a la voz del mendigo que ahora, a lo lejos y erguido sobre los cartones que antes le cobijaban, la amonesta por la inhumanidad de no querer compensar con una mísera moneda todos los taconazos y puntapiés que ha recibido.
No le escucho porque estoy fuera y comienzo a ser otra, no ya la débil y la niña, no la asustadiza e indefensa. Intento caminar, ir despacio, recuperar el ritmo de mi pulso y olvidar lo pasado, atrás queda el parque y el estremecimiento, las sombras y los pordioseros, los árboles indiscretos y los lobos sin rostro al acecho. Ante mí, la cúpula neobizantina de la iglesia de San Manuel y San Benito me saluda con sus tejas cobrizas como escamas de un pez brillando al sol y la panza de su ábside cubierta por florituras y vidrieras, parece sonreírme con sus arcos ojivales y sus cristalitos de colores mientras la rodeo y no sé por qué, quién iba a decirlo, me da ánimos y me sosiega y hago el intento de acariciarla al pasar como quien pretende atusar con sus dedos el lomo de un león dormido, de tocarla por un instinto supersticioso como quien busca desesperado la madera ante un mal augurio, temiendo perderla de vista, alejarme de su protección y su belleza. Sigo avanzando y durante un momento me abochorna recordarme, y me niego a mí misma porque no era yo esa que hace apenas unos minutos corría despavorida, espantada por una sombra fantasmal que seguro que nunca existió más que en mi imaginación. La Teresa de verdad es la de ahora, la que camina erguida y firme y sonríe a las maniquíes de los escaparates que la ven pasar garbosa y soberbia; la que agita la melena al viento algo más tenue en esta zona, probablemente domado o agotado de tanto soplar por entre coches y personas difíciles de impresionar; la que se deja llevar por el ritmo aliviado de sus tacones hasta que los comercios se acaban y las calles rebosantes de consumidores que luchan con sus bolsas y sus paraguas se van quedando vacías y los viandantes comienzan a escasear a tal punto que cuando traspaso los confines de mi barrio, en una zona residencial que de tan selecta parece deshabitada, comprendo que se ha convertido en un paraje inhóspito y turbador que no ofrece más que facilidades para que vuelva a asaltarme el miedo y la desazón al doblar cualquier esquina.
Aguzo el oído, aprieto el ritmo de mi marcha, busco en vano macizos y setos que me soplen si ven lo que yo no veo, si saben si ha vuelto quien camina tras de mí y quién es ese que sigue mi rastro como un animal en celo.
No necesito que nadie me lo confirme, estoy segura de que sigue ahí. Alcanzo a distinguir con claridad, ahora que ya no hay tumultos ni bocinas, el ruido de sus pisadas, pero sus reflejos son más rápidos que los míos y prevé mis movimientos y logra anticiparse —como aquella tarde en Barbantesa en que escuché a Germán hablar por teléfono— y adivinar cuándo voy a girarme y dónde intentaré sorprenderle dándome la vuelta para escrutar entre la neblina sus facciones y descubrir su identidad.
Huyo, a qué negarlo. De repente soy consciente de mi debilidad y comprendo que no tengo valor, que de todo se ocupan siempre los demás por mí y nunca he acertado a hacer algo a derechas más que procurar rodearme de gente que me sirviera. Para qué engañarme, soy igual que Ofelia, tan inútil y tan vana como ella. Por eso corro sin atreverme a mirar atrás, por eso me fijo con ansiedad en cada rama y cada hoja esperando que me atiendan y se dignen a hablarme.
Pero ninguna se presta a ayudarme, y mis vecinos no pasean porque aquí todos se mueven en automóvil y no hay ni un alma más allá de los muros y las verjas y hasta los árboles parecen volver sus caras hacia el interior de las mansiones en vez de a la calle y no me ven pasar, y no puedo esperar auxilio ni caridad porque no hay quien se moleste en preocuparse por lo que sucede afuera, por lo que les pueda ocurrir a los demás más allá de los cristales de sus ventanas siempre cerradas, sordas y ciegas.
Y él lo sabe, sabe que estoy sola y no tengo a quién recurrir, que no voy a gritar ni a perder la compostura, que tendría que estar segura de quién va tras de mí y me falta arrojo o me sobra vergüenza para dejarme llevar por el pánico y permitir que se caiga esta fachada de mujer fría y serena construida con tanta paciencia.
Así que me limito a continuar a pesar del temblor y la fiebre y la incertidumbre y la falta de aire y de sangre y de glóbulos que alimenten mis venas, y me impaciento echando la cuenta de cuántas manzanas faltan para llegar, rezando por dentro sin recordar cómo se hace para vencer esta angustia sin nombre que me sobrecoge y me acecha, que se divierte a mi costa y juega con mi cordura, que apunta y nunca dispara porque se divierte más si me atemoriza pero no acierta.
Me siento frágil y perdida, soy vulnerable, y débil y seguramente boba. Por eso miro por encima de mi hombro con los ojos a punto de salírseme de las órbitas. No tengo fuerza para enfrentarme a un hombre yo sola, no así si no es en mi territorio, si no llevo la voz cantante, sin un plan establecido ni el conocimiento de todos los escondrijos y secretos del campo de batalla. Yo siempre he luchado dentro de mis dominios, nunca he intentado un asalto si no jugaba el partido en casa.
Para actuar tengo que creerme lo que hago, he de transformarme y verme en mi papel, necesito su vulnerabilidad y su sorpresa, el factor de poder que me da atacarlos cuando están desguarnecidos y no albergan el más leve atisbo de sospecha, cuando sólo yo sé qué ocurrirá después.
Aquí sólo soy una víctima, una mujercita perseguida, desorientada y perdida, ya no fuerte ni altiva ni cazadora, únicamente yo con el viento en la cara y el corazón en la boca, el pelo en los ojos, las manos crispadas y, tras de mí, esa imperturbable sombra.
De pronto respiro.
Ahí está Je Reste. La diviso con alivio, erguida en todo su poderío, en cuanto rebaso el último recodo, tan al alcance de mis ojos que hasta acierto a distinguir los maullidos de los gatos entretenidos en sus juegos, embebidos en la caza de los pajarillos, enfrascados en la contemplación de las libélulas que se elevarán para huir de ellos cada vez más alto, tanto como para alcanzar la torre desde la que seguro me divisa ya Ofelia, asomada a su atalaya y complacida de verme sufrir.
Sin aminorar la marcha hurgo en mi bolso procurando no perder de vista el muro, mi nuevo objetivo, y cuando doy con las llaves me esfuerzo por sacarlas discretamente. Al fin lo consigo y las encierro con fuerza en mi puño, aferrándome a ellas como a un salvoconducto. Hago bien, me digo ignorando el ridículo. Deben estar dispuestas para entrar limpiamente en la cerradura, sin vacilaciones ni caídas tontas de última hora que obligan a agacharse a la heroína y enfrentarse a la fiera de rodillas, como pasa siempre en las películas. Mis amigos de musgo y clorofila, mis azotes de tallos y raíces, me vislumbran a lo lejos y la selva en pleno que es mi jardín me llama y me anima y todos me ruegan que apure más todavía, que siga adelante, que no mire nunca atrás. Corre, venga, me gritan, entra y estarás a salvo, ya nada, ni siquiera él, te podrá lastimar.
Les creo, o al menos quiero hacerlo, y comienzo a sonreír como un náufrago que divisara en el horizonte una isla sin reparar en la terrible ironía de quién era, o al menos quién me creía, hace apenas unas horas, justo al salir de mi residencia. Esa Teresa que se sentía una tigresa, osada y feroz, poderosa y segura. Inconsciente. Inepta.
Faltan ya sólo unos metros. Me atrevo a correr y mientras mi corazón golpea con su tambor descontrolado dentro de la caja de mis costillas me esfuerzo por escuchar si detrás de mí siguen los pasos todavía y si, peor aún, se han atrevido también a apresurarse para no perder mi estela. No logro hacerlo, un tic tac me despista, me desorienta y lo maldigo durante esos tres o cuatro segundos en que tardo en darme cuenta de que es mi mano la que lo origina golpeteando sin acertar a meter la llave en la cerradura hasta que me riño y me obligo a respirar hondo y hacer un nuevo intento más calmada, lo poco que pueda pero con un mínimo de tiento. Entra. Abro. Empujo el portalón y como un torbellino soy capaz de cerrarla tras de mí y, sintiendo que las piernas me fallan, apoyar mis hombros contra ella como para cerciorarme de que lo he hecho con absoluta y total certeza.
Los árboles ríen, no sé si felices porque al fin y al cabo algo me aprecian o, más posiblemente, porque se burlan de mi pavor. No me importa ni me voy a entretener reprochándoselo. No quiero permanecer aquí, no estoy segura todavía, tengo que entrar en casa, ese hombre sigue ahí afuera, lo sé, parado en algún lugar de la acera, y no estoy dispuesta a quedarme aguardando a que él mueva su próxima pieza.
No, señor, ahora estoy en mi terreno. Ahora marco yo las reglas.
Una carrera más intentando que, por favor, las suelas de mis zapatos no me hagan perder el equilibrio sobre los cantos blancos de la gravilla, y otra vez la prueba de acertar con la llave en la cerradura de la puerta, algo que consigo con relativa facilidad porque me da seguridad tener la cancela de la finca bien asegurada a mis espaldas. Abro. Entro. De nuevo mis hombros apoyados, ahora contra la madera, y de pronto pararse a respirar, y reír como una idiota, y percatarme de que estoy tiritando y dejarme ir poco a poco hasta doblar por completo mis piernas y terminar en cuclillas, todavía con el bombóm del corazón a mil en mis oídos y las ganas de bailar feliz, sin sentido ni motivo, por los pasillos.
Pero no. No por el momento. Primero asegurarse, cerrar con furor los pestillos y cerrojos maldiciendo para mis adentros esa rebeldía de empeñarme en rechazar instalar una alarma, lamentando que hoy no haya nadie más en la mansión porque fui yo, nada más que yo, la que se impuso pasar el día de Santa Teresa sola, y prescindir del servicio, y descolgar los teléfonos para no recibir llamadas y rumiar mi pena en soledad, sin testigos de mi derrumbe y mi dolor.
Riñéndome vuelvo a correr y me abalanzo escaleras arriba sin detenerme hasta llegar a la biblioteca, que atravieso al galope en dirección a la balaustrada. Allí por fin me paro, con el cuerpo medio echado sobre el vacío de tanto como me esfuerzo por divisar la acera, más allá de la verja, escrutando los confines de mi mundo como un vigía perdido en el océano que ansiara divisar la tierra. Y no. No veo a nadie. Y la calle parece tan vacía, tan limpia, tan inocente y honesta que no puedo menos que abochornarme por mi actitud y amonestarme por ser tan pusilánime, y justificarme diciéndome que ha sido una jornada intensa a pesar de lo poco que aún ha transcurrido de ella, que las emociones y las sorpresas han sido muchas, y también los palos, y los malos sueños y el cansancio y la tensión y el desamor y los nervios me han llevado a este estado de estulticia profunda, de asquerosa debilidad bajo la que me juro que no me volveré a precipitar. Aquí estoy segura. Je Reste es mi prisión y mi condena, pero también mi salvavidas, aquello que me protege y me cuida de lo que me pueda dañar fuera.
En cuanto lo pienso percibo que se acerca mi guardiana. Ofelia se arrastra por el pasillo y sé que viene a molestarme, a importunarme con sus burlas y sus chanzas, a llamarme cobarde y floja y debilucha y hasta piltrafa, como hacía cuando era una niña tímida, solitaria y escuálida.
Eso sí que no, no estoy ahora para monsergas. Irritable y airada avanzo por la galería que conduce a mi dormitorio quitándome la ropa y dejándola tirada de cualquier modo, por no perder la costumbre, y empujo la puerta del baño desnuda e indolente, apática y agotada, resuelta a meterme en la ducha y no tener que soportar sus reproches que sé que no me alcanzarán bajo las gotas de agua que, como el ruido de la lluvia al caer, se llevarán todo lo malo y me limpiarán del polvo y la caminata, del terror y del absurdo que ya no podrá ser porque al fin estoy a salvo, en mi tumba, en su casa, y cualquiera que se atreva a entrar en ella tendrá antes que lidiar con Ofelia.
A fin de cuentas mamá, con su histeria desatada, su suspicacia y su voz cargada de reproches que sin cesar clama venganza, es la mejor alarma.