20. Mil maneras de matar a un bebé

Te levantas una mañana temprano, con tu estómago en ayunas rugiendo su hambre y su vacío, y de pronto, nada más salir del baño, todo cambia.

Eso, al menos, me pasó a mí.

Lo veía todo con una inocencia recién estrenada, recorría nuestro apartamento desvencijado, poco funcional, repleto de torres de libros y periódicos y revistas atrasadas y era capaz de discernir, aún adormilada por el sueño y la voracidad del que no ha desayunado, que hasta el más mínimo rincón había amanecido cargado de un peligro potencial antes inadvertido.

En el cuarto de baño comencé a notarlo: el antiguo lavabo de porcelana, hasta entonces tan inofensivo, tenía al menos dos esquinas pronunciadas, mal encaradas y capaces de hundirse con saña en la frente menos avisada, y el suelo de la ducha resbalaba por ausencia de pegatinas antideslizantes, y el radiador eléctrico enchufado tras la puerta podría provocar un cortocircuito a causa del vapor de agua.

Siguiendo mi periplo llegué a la cocina con sus cajones a rebosar de cuchillos y tenedores puntiagudos, con esa ventana permanentemente entornada que cualquiera que quisiera abriría sin esfuerzo, con el horno a la altura de las rodillas que quemaba demasiado y el armario de las escobas atestado de productos tóxicos de limpieza que nunca dejábamos bien cerrado, también el escalón traicionero que separaba el salón del resto de la casa, las estanterías que siempre decíamos que íbamos a fijar a la pared por si un día se vencían a nuestro paso, los enchufes de la televisión y la cadena de música al aire, dispuestos a enredarse en los pies o a electrocutar a alguien, el botiquín en una simple cesta de mimbre al alcance de la más inocente mano, el mueble-bar colmado de vasos y botellas de cristal a disposición de quien quisiera emborracharse o cortarse las venas, los abonos en el arcón de la terraza al lado de las plantas seguramente venenosas, la caja de los pendientes de mi mesilla llena de enganches puntiagudos y bolas de colores atractivos como golosinas dispuestas a encajarse en una garganta, las tijeras descansando tranquilas y asesinas sobre el escritorio, la balconada del salón de barrotes tan separados que entre ellos podría colarse un gato para precipitarse al vacío, las bufandas y los fulares del primer cajón de mi cómoda capaces de enrollarse en un cuello y estrangularlo sin perder su suavidad, la colección de estilográficas sobre la mesa del salón con sus plumines como arpones, y las macetas por toda la casa, dentro y fuera, aciagas y nocivas con sus hojas cargadas de alcaloides y opiáceos y flores y bayas tan atractivas como maléficas, tan dañinas como funestas.

Quién me lo iba a decir aquella mañana, cómo iba a saber yo que mi existencia se convertiría en una paranoia constante destinada a ir engordando un poco más cada día hasta volverme perturbada por completo, marcada por el temor al dolor y el miedo a perder aquello que ya, desde ese primer momento, se había convertido en la fuente de todas mis angustias y mis risas, en un ansia infinita.

Así que ese temor, ese instinto de conservación, ese analizarlo todo hasta la saciedad desenmascarando peligros en potencia e ilusiones veladas, ese saberse responsable de algo más que tu propia integridad, era estar embarazada.

* * *

—Me gustaría hablar contigo —solicitó solemnemente Agustín a la hora del desayuno, que se retrasó debido a mi recién nacida obsesión por inspeccionar hasta el último rincón de la cocina en busca de peligros al acecho de la inconsciencia de un niño.

—Como quieras —acepté, esperando mejor ocasión para confirmarle la buena nueva—. ¿Vas a querer tostadas o galletas?

—Lo que prefieras, Teresa, pero ven y, por favor, estate quieta.

Deduje que se trataba de algo serio porque empleó mi nombre en vez del apelativo que ahora tanto me molesta. Ese detalle fue lo que me llevó a ponerme alerta y sentarme nerviosa y atenta esperando una buena noticia en retribución a la que yo le tenía guardada, tal vez el anuncio de un viaje, un regalo inesperado que sin dudar aceptaría porque ahora, acababa de decidirlo, iba a esforzarme por sobreponerme a la apatía y despertar en mí como fuera un nuevo interés por el padre de mi futuro bebé, ese al que había que inventarle un hogar.

—Dime, Agustín.

—No sé si ya te habías dado cuenta, pero… ya no te deseo como antes. No le veo sentido a que sigamos si pienso que ese sentimiento no va a cambiar.

Me quedé con la sonrisa congelada en mi boca entreabierta, colgada de los hilos de voz que no me salían, de alguna respuesta que tendría que sonar madura, responsable y elegante.

—No puede ser. No ahora.

—Sí, tiene que ser ahora. Me iré esta misma tarde. Antes del fin de semana habré dejado el apartamento, pero aunque sea propiedad de mi familia puedes quedarte hasta que encuentres otro lugar, no hay prisa por el momento.

Durante una décima de segundo se me pasó por la cabeza como un fogonazo que se apagó de inmediato la idea de callarme, la tentación de no decirle nada, de no informarle de la situación, de guardarme los cambios y cómo éstos afectarían a mi conducta. Podría intentar con un poco de esfuerzo ser como esas protagonistas de las películas que enmudecen y se sacrifican para no coartar la libertad del otro, para tener a su hijo en secreto sin rendir cuentas a nadie más que a su propia sangre, al fruto de su cuerpo.

Yo no soy de ésas. No soy ninguna heroína desprendida y emotiva, madura y entera. No valgo para el sacrificio, no busco sufrir si no es preciso. Anhelo mimo y cariño, dulzura y respeto. No creo pedir mucho a cambio, eso es todo lo que necesito. Y, he de reconocerlo, no me importa chantajear a quien tenga cerca para obtener la paz que busco, para recibir el mismo amor que creo que merezco.

Así pues, decidí en un instante que no me importaba si Agustín era infeliz y me daba igual si tenía a otra que le esperaba golosa. Lo que debía hacer ahora era permanecer a mi lado no por mí, que tampoco le amaba e incluso desde hacía unos minutos le despreciaba, sino por nuestro futuro hijo. No estaba dispuesta a que creciera partido por la mitad en una casa desestructurada que sembrara su miedo a crecer. Precisamente porque sabía lo que se sentía en un mundo como aquél ése no era el futuro que deseaba para mi bebé. Y por eso no callé:

—No puedes dejarme. Estoy embarazada.

—Y… ¿estás contenta? —fue lo único que acertó a responder tras varios minutos en silencio.

Lo repitió varias veces, como un autómata, mientras recobraba la compostura y aclaraba sus ideas.

—Sí —afirmé sin vacilar, y me quedé mirándole con curiosidad fría y objetiva, calibrando si acaso él constituía uno más de los peligros que había comenzado a detectar mi radar particular de madre en alerta y prevenida. ¿Qué sería lo siguiente? ¿Preguntar si el bebé era suyo? ¿Ofrecerme dinero para ir a una clínica a abortar? ¿Echarse a llorar llevado por la emoción o el pavor ante la carísima máquina de café que yo había decidido, siguiendo mi flamante plan de renunciar a todo vicio nocivo, no volver a utilizar jamás?

Nada ocurrió como esperaba. No hubo ramos de flores ni temblor de manos ni fervor ni llanto desatado, ni tan sólo una sonrisa propiciada por la satisfacción de saberse un semental. Ni siquiera acertó a decidir entre reír o sollozar.

—Me iré de todos modos —declaró con firmeza—. Cuanto antes.

Lo último que oí antes de verle salir escaleras abajo con la chaqueta a medio poner fue que no debía preocuparme, que no me dejaría en la estacada, que se comportaría como un buen padre a pesar de que ya no me amaba pero, debes comprenderlo, Teté: no puedo seguir fingiendo esta situación irreal por más tiempo.

No guardo ningún recuerdo de cómo me vestí o si finalmente desayuné o no, sólo sé que a partir de esa mañana comencé a convertirme en una figura de cera testaruda, pertinaz, egoísta y volcada en sobrevivir. Y que en la redacción, en nuestro círculo de amistades, para su familia y la mía me volví más si cabe una apestada, una muerta en vida.

* * *

—Soy Estrella, ¿puedes venir a mi mesa?

Después de una semana sin noticias de Agustín desde su marcha subí a la sexta planta, donde se ubican las dependencias nobles, ciertamente esperanzada, pues no en vano la que me había convocado era su secretaria. Recuerdo que por el camino, según mi reciente costumbre, me entretuve enumerando los peligros que podían asaltarme y que tenía la obligación de esquivar para mantener a Ari a salvo en su capullo: cables tendidos en el pasillo porque hay conectado un aspirador, cajoneras abiertas que pudieran hacerme tropezar e incluso puertas de ascensor que se cierran aprisionando tu vientre si te despistas. En el antedespacho, su eficiente empleada me salió al paso:

—¿Qué tal te encuentras, Teresa? Ven, estaremos más tranquilas en esta sala.

La seguí dócil preguntándome qué pintaba ella en este encuentro y, de pronto, al descubrirnos allí sentadas las dos, sin señales de Agustín, entendí que él ya no quería volver a saber nada de mí.

—Veo que el jefe no va a venir —afirmé más que pregunté.

—Me ha pedido que hable contigo porque tiene varias cuestiones importantes que plantearte y… —me aclaró con ostensible incomodidad.

—Existen los teléfonos.

—… Él cree que es preferible hacerlo así.

—¿A través de mensajeros? Espero que al menos te pague un buen sueldo —y tras un largo suspiro encaré la cuestión—. ¿Qué es lo que quiere?

—Informarse de cuánto estás. Y también una prueba de paternidad.

Su crudeza me noqueó y, como confundida y agobiada yo tardaba en contestar, volvió a la carga.

—A ver, ¿has ido ya al ginecólogo, Teté?

—No… Sólo tengo una falta.

—Ay, Dios. ¿Y con una única falta aseguras que estás embarazada? —se escandalizó, y con una mezcla de incredulidad e incomprensión me estudió como si fuera una tarada que no distinguiera la diferencia entre sus fantasías y la realidad.

—Tienes que creerme, Estrella, lo noto en mi cuerpo.

* * *

—Estarás contenta —me acusó por tercera vez Ofelia, aquella tarde lejana en aquel elegante hotel, con su cara de hiena, con sus dientes tan afilados en mis recuerdos y sus ojos hundidos y apagados, fríos como los de un pescado congelado—. Todos te toman por una chiflada, dicen que te has inventado un embarazo porque no quieres irte del apartamento de la familia de Agustín y no tienes dónde caerte muerta.

—De eso quería hablarte —respondí esquivando sus dardos envenenados, obviando su insensibilidad, eludiendo bajar al fango de la disputa y las mutuas acusaciones—, quieren que abandone el piso y necesito, necesitamos —rectifiqué— un sitio adonde ir.

—No cuentes conmigo —y paladeó con gusto cada una de esas tres palabras y pude notar cómo disfrutaba—. Y no sigas hablando en plural: no estás embarazada. Lo que estás es trastornada, como tu padre.

Sentí el deseo irrefrenable de abalanzarme sobre ella y golpearla, romper su sonrisa, destrozarla, borrar para siempre esa expresión burlona y dañina de su cara. Deseaba que sufriera lo que yo estaba sufriendo, que sintiera en su pecho el corazón como si fuera el mío y le doliese, que se asomara como un preso aferrado a su ventana y que fueran las piedras de la calle el único paisaje ante su mirada. Sin embargo, el recuerdo de mi nuevo estado me contuvo: no ponerme en peligro, precaución con la esquina de la mesa, más aún con sus uñas como garras, no sea que haya percibido tu ansia por soltarle una bofetada y quiera devolvértela…

—No te atrevas a hablar de mi padre, ni siquiera le menciones. Tú le volviste loco, tú le mataste —fue lo único que pronuncié mientras masticaba mi rabia.

—¿Yo? —su risa venenosa cortó el aire y bailó durante un acorde grotesco con las notas del piano que se propagaban bajo la cúpula dejándome sin aliento, helándome la sangre—. ¿Qué tonterías estás diciendo?, ¿ves como también estás loca? Eres igual de pusilánime, primero te inventas un embarazo y al final acabarás en un psiquiátrico, como él.

—No vine aquí a discutir sino para… —me contuve, apreté los dientes, me humillé—, pedirte un sitio donde vivir los próximos nueve meses.

—Si sólo se trata de eso ya sabes dónde está la puerta. No sacarás nada de mí y tampoco conseguirás hacerte con ninguna de sus propiedades.

—¡Al menos tengo derecho a la legítima!

—Su testamento lo dejó muy claro: en su estado yo era su tutora, la responsable de sus bienes. Por desgracia para ti, no dejó dinero en efectivo, sólo muebles, pinturas, alguna joya horrible y terrenos y fincas, y como seguramente sabrás porque no dudo de que te has informado, si no doy mi consentimiento para su puesta en venta no podrás recibir nada al menos mientras yo viva. Cuánto lo siento, querida: somos coherederas —se carcajeó con saña e inquina.

Me puse en pie con cuidado y, sin despedirme, sin dirigirle una última mirada, me dirigí despacio a la salida, con la cabeza gacha, atenta y concentrada en sortear los obstáculos, en prevenir los riesgos y cualquier acontecimiento susceptible de hacerme más daño: cuidado con los coches al cruzar por los pasos de cebra, cuidado con las motos que invaden las aceras, cuidado con los empujones en el autobús, con los paraguas de puntas afiladas que pocos saben manejar, y cuidado también con los recuerdos que duelen, que zahieren y queman. Cuidado con la familia, con Ofelia que es la mano que empuja para que no saques la cabeza del agujero, y cuidado con pensar en papá con la camisa de fuerza después de la última crisis, después de su última disputa con mamá, la que empezó por mi culpa tras aquella aventura con los elefantes del circo. Ella relató a los agentes que discutieron, que él había intentado agredirla, que le echó las manos al cuello con pretensión de estrangularla, que prometía que la callaría para siempre porque era mala y perversa. Eso fue lo que declaró, pero yo no oí ninguna disputa aquella noche lejana, y luché por pregonarlo aunque nadie quiso dar por válida mi versión que aseguraba que mamá fue la única que amenazó y, violenta, gritó hasta la madrugada. ¿Quién creería a una cría de siete años que volvía de embarcarse junto a él en una descabellada liberación de animales circenses?

A la mañana siguiente aparecieron unos señores con batas blancas y se llevaron a mi dulce padre que se volvió amargo en aquel sanatorio lejano, en un entorno sereno en contacto con la naturaleza, al cuidado de un pequeño huerto, paseando a la orilla del lago cercado por los pinos hasta que decidió terminar de una vez por todas y colgarse del más alto después de un nuevo intento por visitarme que, gracias una vez más a Ofelia, le fue denegado.

Por eso mejor tener cuidado y no alzar la voz para que no me acuse también de haber perdido la razón, para que no acabe con Ari o conmigo, y llegar al apartamento y descansar para intentar buscar una solución más tarde, lejos de ella y su rencor.

Pero lo único que encontré allí fue otra notificación del abogado de Agustín, que seguía sin dar la cara, instándome a dejar el piso.

—¿Cómo puede ser tan inhumano después de decirme que no me metería ninguna prisa? —chillé arrojando la carta sobre la mesa de Estrella.

—Ponte en su lugar —respondió hastiada después de un par de semanas lidiando entre nosotros—, no le has dado ninguna garantía de que tú…

—Ya tengo fecha para la ecografía, la semana que viene se cumplirán dos meses y la fotocopiaré y la pegaré por todas las paredes de esta oficina —aseguré ofuscada—. Que no se me note ni ande vomitando por las esquinas no quiere decir que no esté embarazada.

—¿Y la búsqueda de un nuevo apartamento?

—Estoy en ello —ladré.

—Mira —flaqueó su secretaria—, yo no me he puesto de su parte y no dudo de tu palabra, pero es mejor que hables sólo conmigo a que sigas insistiendo en ponerte en contacto con ellos. Su abogado es un energúmeno sin corazón y el mismo Agustín se está poniendo tremendo. No sé qué apuros le han entrado pero sí te digo que esta situación se ha descontrolado. ¿Has hablado con tu madre como te pedí?

—Me respondió que debía afrontar las consecuencias de haber vivido en pecado sin estar casada. Que lo único que le quedaba hacer por mí era rezar y, de ser cierta la noticia de mi estado, por su «nieto bastardo».

* * *

Llaman por teléfono pero no me levanto. Hoy no estoy para nadie, todos han sido avisados, los miembros del servicio doméstico saben que no deben venir a trabajar ni molestarme en mi sufrimiento y mi descanso; mis pocos amigos también; hasta los pinches de cocina más novatos de mi restaurante y los jardineros del vivero están al tanto.

La consigna es que me dejen tranquila hoy, 15 de octubre. Nadie debe molestarme el día de mi santo. Tengo mucho que conmemorar. Muchos cadáveres que llorar.

Sin embargo, el timbre vuelve a sonar con insistencia y no me deja dormir, ni lamentarme, ni soñar, y empiezo a enojarme. Alguien está perturbando mi paz, me está sacando de mis casillas y de mi luto particular de lágrimas despedidas.

—¿Quién es? —vocifero a la persona que esté al otro lado del hilo.

—Soy Estrella, en una hora llegan los inspectores de Sanidad.

—No lo he olvidado, ¿para eso me molestas?

—Hay más, han avisado de que un alto cargo del ministerio se propone acompañarlos.

Me callo, y en el tiempo que tardo en digerir la noticia pasan ante mi mente una sucesión como una cascada, como un alud vertiginoso y destructor de imágenes y recuerdos: la trituradora de comida del restaurante; los arcones de mi cabaña a rebosar de paquetes de carne congelada; el inspector Esparbel y su compañero llamando con encono a la puerta de mi casa para recabar información acerca del librero y su huida y el coche de Benjamín aparcado a una veintena de metros de mi verja y por todas partes decenas, centenares de sospechas y de policías que no me dicen nada, que parecen evitarme pero, nadie podrá convencerme de lo contrario, me vigilan.

—Teté, ¿sigues ahí?

—Dentro de una hora, no me olvido.

* * *

Nunca me gustó octubre, siempre odié este mes. El viento que me enreda el pelo, la imposibilidad de predecir el clima, el no saber si hará frío o calor y, sobre todo, la horrible vuelta a la rutina, a las tardes que se acaban pronto, a la noche que se te echa encima.

El 15 de octubre de hace cinco años, día de mi onomástica en el que nadie se acordó de felicitarme, salí de trabajar con el cansancio pegado a la espalda, con el agotamiento acumulado de tantas preocupaciones que no me consentían dormir, con la amenaza de un futuro incierto que me apuntalaba las pestañas y la lasitud inherente, por más que negaran mi estado, de las primeras semanas del embarazo.

Sólo quería llegar a casa y quitarme los zapatos cuando introduje la llave en la cerradura y comprobé que ésta ya no giraba. Intenté no enfurecerme, hay que tener cuidado con las emociones fuertes, no es conveniente que suba la tensión, Ari quiere un entorno apacible, crecer en un organismo relajado sin sustos ni sobresaltos…

No pude, cómo no ceder a la ira si Agustín y su abogado no habían respetado el plazo acordado. Y cómo seguir, adónde ir sin ropa, sin enseres, sin comida, si todo estaba dentro y ni siquiera podía entrar para recuperar lo más básico.

Desesperada, hice acopio de todas mis fuerzas y de mis pocas monedas y bajé a la cabina telefónica frente al portal, pasando de la esperanza al desconsuelo, de la seguridad de un hogar a la calle y al relente y la indiferencia de la gente.

Llamé a Agustín, pero a pesar de que nunca le acosé desde nuestro final su número había cambiado.

Llamé a su abogado, pero su teléfono estaba apagado.

Llamé a mi madre y una de sus sirvientas me comunicó con firmeza que no deseaba ponerse al aparato.

Llamé a las puertas de los vecinos, pero ninguna se abrió a pesar de que desde numerosas mirillas me espiaron.

Llamé a Tomás, que estaba de viaje pues trabajaba como viajante de vinos caros.

Llamé a los pocos amigos que me quedaban desde la irrupción de Agustín en mi vida y ninguno supo darme una solución.

Llamé a un cerrajero y le conté una enrevesada historia sobre la pérdida de mis llaves, pero no me creyó.

Llamé a los bomberos, pero no consideraron que mis avatares constituyeran una urgencia suficientemente imperiosa como para echar abajo una puerta.

Llamé a los que hasta ahora había considerado mis suegros, que intentaron hacerme reflexionar acerca del valor de sus derechos y los de sus herederos sobre el apartamento, que me explicaron que de buen grado me acogerían si no fuera porque no creían que esperase un bebé y, además, tampoco querían ofender a Ofelia, la autora estrella de su editorial, la más vendedora, la que les daba de comer.

Nadie se compadeció.

Nadie me prestó un pañuelo ni secó mis lágrimas.

Nadie me prestó un hacha.

Todo parecía tranquilo, paseaba ya poca gente por la calle. Pronto dormirían, malditos, con la preocupación diaria arrojada a un rincón como ropa que se ha usado y descansarían con las ventanas y los párpados cerrados mientras yo, sin rumbo por la calle perdida, sin saber a quién llamar en esa noche sin final, ya no sentía el ruido de mis pasos.

Llorando, a punto de derrumbarme, me acordé de pronto de Estrella. La llamé y me pidió que no me moviera de ahí, que enseguida vendría a por mí. Mientras la esperaba comencé a sentir una pequeña corriente de calor entre las piernas pero, olvidada de mis deberes por un momento, descuidando mi exacerbado instinto de conservación y esas reglas que me había impuesto y escrito a fuego en mi memoria por el bien de Ari y por el de mí misma, no le presté atención.

Agarrándome al respaldo del banco donde aguardaba me levanté y conseguí ponerme de pie antes de ver su rostro preocupado y que murmuraba una retahíla de insultos dedicados a Agustín y a su abogado.

Entonces me desmayé.

Fue después, en el hospital, donde enloquecí.

* * *

Nunca me gustó octubre, siempre odié este mes. El día de hoy es gris y desapacible, el viento me enreda el pelo nada más pisar el sendero de gravilla y los gritos desgarrados de los árboles de mi jardín me persiguen hasta el muro como el llanto exagerado de un coro de plañideras cargado de amenazas, de agonías funestas.

Aún es pronto pero la mañana se adivina áspera y oscura. Abro la cancela del viejo portalón y antes de echar a correr hacia el taxi que me espera me topo con el mismo coche de policía de ayer, con sus luces encendidas para conjurar la negritud del clima y, tras él, una grúa que engancha el vehículo de Benjamín con la inequívoca intención de remolcarlo para sacarlo de aquí.

Hago ademán de subirme al taxi pero de pronto me detengo. Hoy festejo que soy una fiera, una depredadora, un ser maquiavélico y demente que no cede en su hambre ante nadie, que no se deja arrastrar por la cobardía o el temor.

—¿Por fin se lo llevan? —comento a los agentes que dirigen la operación mientras me aparto el cabello de la cara que el aire agita e improviso una máscara de inocente preocupación—. Ya era hora, este barrio está plagado de vehículos abandonados.

—Sí, señorita —me informa cordial un agente con toda la pinta de novato—, pero no porque esté abandonado sino porque pesa sobre él una orden judicial.

—¿Lo han utilizado para cometer algún delito? —me finjo asustada y, qué demonios, en verdad lo estoy.

—No, no se preocupe —sonríe por mi ingenuidad y trata de tranquilizarme—. Se trata de su dueño: ha desaparecido.

—Espero que no sea algún vecino…

—Posiblemente se trate de alguien que se ha dejado llevar por el arrebato de cambiar de vida y lo haya dejado aparcado en el primer sitio que encontró. De todas formas tenemos que investigar todos los cabos.

—Pues tengan suerte con sus pesquisas —asiento con simpatía, abro la puerta del taxi y me despido con la mejor de mis sonrisas.

En cuanto emprendemos la marcha siento cómo me acuna el traqueteo y despacio me adormezco, soñando con el futuro, mecida por la duermevela tras pasar buena parte de la noche en blanco a pesar de que ahora no puedo ceder ante el sopor. Debo permanecer despierta. Tengo mucho en que pensar.

¿Y si nos cierran el restaurante?, me planteo, ¿qué haré si no puedo cocinar? No consigo aparcar la sospecha de que alguien nos haya denunciado, de que esta repentina inspección sanitaria no sea tan casual como dice Estrella o, al menos, como le han contado.

He puesto todo el esmero del que soy capaz en no suscitar reticencias, me repito, soy alguien aparentemente normal, inofensiva, una mujer demasiado ocupada como para dilapidar mi tiempo embarcada en juegos siniestros, con un calendario tan apretado que ni para planear mi venganza encuentro un momento, que la tengo que dejar correr, que se me escapa y no la puedo atrapar y se me hunde y la sepulto entre mis tareas incumplidas.

No me cabe duda: alguien tiene que habernos señalado, rumio en mis adentros llevada por la rabia. ¿Quién puede haber sido?

La competencia: nada les gustaría más que nos cerraran el local.

Un cliente insatisfecho: nuestros precios son excesivos para las cantidades que proporcionamos.

O tal vez mi nuevo rastreador: Germán. No es un tipo de fiar, lo supe tan pronto como le vi. ¿Por qué le permití hurgar en mi privacidad?, me riño una vez más. No tendría que haber olvidado en qué se gana las lentejas, dejarme arrastrar por su sonrisa y su piel curtida bañada en los reflejos de oro de su barba. No debería haber perdido la calma ni permitirle entrar en mi vida.

Y sólo puede haber sido él, no se me ocurre plantear otra opción, ninguna alternativa, ni más persona que busque mi ruina. De pronto se me viene a la mente una pero, supersticiosa e irracional, me da tanto miedo que no la quiero ni contabilizar. Es alguien que me aterroriza tanto como lo hacía mamá y no ignoro que ahora que ella está muerta, de eso estoy plenamente segura, nadie más puede desear con tanta intensidad mi mal, ningún otro puede albergar tan oscuros motivos como para pretender mi caída.

A ver cómo hago para salir indemne, cómo detengo esta sangría con el local lleno de inspectores y la policía tras de mí desde hace días. Si esto es idea del inspector Esparbel, si ha regresado, si ha logrado recomponerse y como antes me hostiga, únicamente me queda una salida: irme de aquí para siempre.

El taxi se detiene ante el restaurante y, pese a que me puede el impulso de gritarle al conductor que no se detenga, que siga adelante y me deje en el vestíbulo de la estación de tren o del aeropuerto, sin maleta ni dinero en efectivo ni plan de huida ni destino conocido, lo cierto es que no habito en el fotograma de ninguna película y ni siquiera yo soy tan egoísta, tan malvada, como para dejar tirados a los dos fieles compañeros que esperan dentro.

Por ese motivo pago la carrera y me bajo con calma y entro en la cocina por la puerta de atrás con mis ojeras y mi desaliento, con mi desaliño y mis labios aún hinchados sin maquillar, y mis vaqueros raídos y en la cara la pena pintada, la inminencia de la ruina inminente, las ganas de llorar.

—Aquí estás —me saluda Tomás, y me sorprende su aparente buen humor, esa sonrisa franca y abierta que no parece guardarme rencor.

—Ven a saludar a este señor tan importante, Teresa —me reclama Estrella, y su calma no me parece natural, incluso en una hembra de sangre fría como ella. Algo ocurre, diría que es fingida.

Obedezco, y me postro dócil y sumisa ante el impasible funcionario y con estupor contemplo su rostro circunspecto y alcanzo a distinguir que éste es uno de esos instantes eternos en que todo pende del capricho de la bolita que rueda y salta sobre esta ruleta injusta que es la vida, rojo-negro, rojo-negro, que juega a ponerlo todo del revés sin avisar y provocará que lo que hemos tardado en levantar tantos años se derrumbe por mi culpa como un castillo de naipes.

Todavía estoy a punto de retroceder, de echar a correr y olvidar para siempre este teatro que no entiendo, pero me vence la inercia de la obediencia, de la fidelidad debida a mis amigos, y avanzo unos pasos hasta acercarme al representante del ministerio y estrecho su mano y escucho cómo me dice entre brumas si me encuentro bien, se me ve mala cara y querría que estuviera muy despierta, pues necesita de mí un par de importantes respuestas.

Accedo, qué más me dará un nuevo interrogatorio. De inmediato echo un vistazo y advierto los rostros preocupados de Estrella y Tomás en tanto que varios hombres con bata blanca —siempre las batas blancas, cuánto me desagradan— y unos maletines repletos de probetas, algodones y frascos llenos de líquidos misteriosos inspeccionan con parsimonia cada esquina de la cocina, de la nevera a la encimera y, al fondo, a través del cristal esmerilado de la puerta que da acceso al comedor, se recortan a contraluz las siluetas de dos agentes uniformados con sus placas brillantes, sus pistolas al cinto y ese aire seguro, imperturbable, que adquieren los policías.

—¿Es usted el chef principal de este local, de Barbantesa? —dispara impasible el alto cargo ministerial enarcando una ceja.

—A estas alturas pensaba que eso ya lo sabía.

—Se trata de que nos lo confirme. Queremos que nos asegure de viva voz que es la máxima responsable de los menús y de todas las recetas y, también, quien da a sus asistentes las instrucciones relevantes sobre cómo prepararlas.

—Sí, yo soy la principal culpable junto con Tomás, el segundo de a bordo, ahí presente y con cara de preocupación.

—¿Puede confirmarnos que los llamados Platos Efímeros son fruto de ideas, composiciones y técnicas de su exclusiva creación?

—Así es —por fin llegamos al meollo de la cuestión. El funcionario, de pelo casi blanco cortado a cepillo, porte austero y gafas metálicas tan frías como su rostro, consulta sus formularios con mesura y me deja a la espera del siguiente golpe, el definitivo, que quisiera evitar pero en cambio resignada, con todo dado ya por perdido, aguardo con los párpados cerrados. Tic.

No me cuesta nada imaginarlo: las frases restallando en mis oídos preguntando por el tipo de carne utilizada y de qué animal se han extraído las piezas, hablándome de las muestras que han conseguido de un plato servido con anterioridad y que han sido analizadas en el laboratorio sin que yo lo supiera… No puedo permanecer quieta, mis manos se disparan, se colocan sobre la mesa y mis dedos, como siempre que estoy nerviosa, como siempre que me abstraigo porque mi mente se entretiene y me aleja de este mundo que no aguanto, comienzan a tamborilear furiosos, desesperados.

—Un momento, por favor, sólo queda una última comprobación —reacciono ante su voz y abro los ojos, tac. Y compruebo que busca con la mirada a los tres funcionarios de batas blancas y éstos levantan sus manos con los pulgares en alto y el rostro de mi interlocutor se distiende y sus facciones se relajan. Ahora es cuando me detienen, lo sé, se sonríe porque me han pillado con las manos en la masa.

—Está bien. Cumpla con su deber —le digo y me rindo ante las evidencias, y no extiendo las manos ante mí para que me coloque las esposas porque este tipo de gestos dramáticos siempre me han dado vergüenza.

—Permítame que le exprese mi enhorabuena. Es usted, doña Teresa Sinde Valverde, máxima responsable de Barbantesa, merecedora del Premio Nacional de Gastronomía.

Tomás y Estrella prorrumpen en carcajadas cargadas de alivio y me miran con expresión satisfecha.

—¿Es esto una broma, se puede saber qué está pasando? —exijo, confundida y casi molesta.

—¡Nos han concedido un premio a la excelencia, Teresa! —gritan a dúo mis dos socios con auténtico entusiasmo.

—Por la originalidad de sus propuestas culinarias y la extraordinaria calidad de las materias primas —corrobora el funcionario embargado al parecer por una impensable emoción—. Desde el ministerio llevamos largo tiempo siguiendo su andadura profesional y sólo precisábamos esta breve inspección sanitaria para confirmarlo. Mi más sincera felicitación: es el mejor cocinero del año.

No sé qué decir, es todo tan esperpéntico que hasta me sorprendo por este golpe de la fortuna. Me dan ganas de reír, de gritar, de insultar a este burócrata bienintencionado, de llamarle estúpido o incluso de besarle, qué más dará si cualquiera de mis acciones será interpretada al revés de mis intenciones. Me apetece salir afuera y respirar, estallar donde nadie me vea y pueda tomarme por loca. Pero ahora todos me observan, esperan una reacción, y que sea la correcta.

—No sé qué decir —y no miento, me muestro sobrepasada por la sorpresa—. Quisiera avisar a todo nuestro equipo, este galardón es suyo también, debemos compartirlo con ellos —planteo.

—¡Y con la prensa! —reacciona Estrella con su incuestionable eficiencia, con su innegable sentido del marketing y la oportunidad.

—Hay que celebrarlo —corrobora Tomás descorchando una botella de champaña que no sé de dónde ha sacado y comenzando a llenar copas para los hombres de bata blanca, para los policías y hasta para el funcionario, de pronto festivo y risueño, tremendamente diferente al hombre de antes, tan adusto y reservado.

—Si me disculpáis, mientras montáis la fiesta voy a salir un momentito: ha sido una impresión demasiado grande. Necesito ventilarme, noto que me falta el aire.

A diferencia del representante del ministerio y sus hombres, que desconocen mi pasado, que no saben qué día es hoy, mis dos compañeros no se sorprenden por mi apresurada huida. No me pasa desapercibido que se sienten tentados de acompañarme pero, al final, les puede la responsabilidad con el negocio que tanto nos ha costado edificar y el temor a mi enfado si no respetan mi hambre de soledad.

Me encamino al exterior sola, siempre sola, como quiero estar, y noto en mi nuca la intensidad de la mirada preocupada de Tomás, que por educación se queda dando conversación al portador de la buena nueva mientras Estrella toquetea su teléfono móvil y medita a qué periodista llamar en primer lugar para anunciar la noticia.

Salgo a la calle una vez más por la puerta de servicio y el primer golpe de viento me estalla en la cara y lo agradezco. Me apoyo en la pared dispuesta a ver pasar el tráfico, a contemplar el esplendor otoñal de los árboles del Retiro que hoy, en una generosa tregua que el Ciprés Calvo ha ordenado que se me conceda, como los 15 de octubre de todos los años, no se ríen de mí, que me ignoran pese a que me conocen desde siempre, que hieráticos y ausentes no cotillean ni se empeñan en entrometerse en mis asuntos porque, ocupados como están con ponerse al tanto de las novedades, ni se inmutan por mi presencia.

El aire me llena los pulmones y comienzo a asumir que tardaré en volver a casa y meterme en mi cama, que esta vez el día será diferente y no sé si es para mejor o peor, si debo sentirme tan triste como estoy o quizás algo más animada para no desentonar, porque todos parecen alegres y me sentiré culpable si me ven llorar.

El ruido de una motocicleta hace que mis instintos se agudicen, que los ojos brillen a su pesar, que se me humedezca la boca y la lengua, juguetona, se relama aún a costa de un cierto dolor que persiste en mis labios que se niegan a cicatrizar. Me yergo, respiro, mi piel se sacude el polvo del dolor, en mi pecho insectos desconocidos reptan y aletean y me preparo, me pongo en guardia mientras el piloto de la moto reduce la marcha, aparca con cuidado sobre la acera y, tras poner el cepo a la rueda, se retira el casco de la cabeza.

—Hola —me saluda sin rodeos.

—Creí que no volvería a verte. Está claro que hoy mi intuición no funciona como debiera.

* * *

Dicen que mi grito sonó como un alarido espantoso en todas las salas del hospital. Dicen que subió desde Urgencias por el hueco de la escalera y planta por planta se extendió por los quirófanos, las habitaciones de los enfermos, las zonas de espera y hasta las dependencias de las enfermeras. Dicen que las flores envueltas en papel celofán que adornaban los pasillos se marchitaron. Dicen que los bebés del nido no pararon en toda la noche de llorar.

En cuanto a mí, sólo sé que Ari era tan pequeña que no me dejaron tenerla ni un segundo, ni siquiera mecerla una única vez, y pese a que rogué para que me la trajeran aunque fuera en un botecito, en un frasco pequeño de cristal para poder llevármela a la casa que en realidad no tenía y contemplarla todos los días, flotando como un hada con sus alas de sangre y sus ojos aún sin párpados en su mar de líquido amniótico o envuelta en formol, como los monstruos, como si no existiera la palabra eternidad, no me dieron permiso. Yo sólo quería estar con ella, cuidarla, echarme a dormir junto a su cuna de tierra cuando decidiera el lugar en el que más a gusto se sintiera, allí donde debería enterrarla.

Opusieron vaguedades acerca de los pesos de los fetos y los tamaños que establecía la Ley para considerarlos viables y permitir que dispusieran de ellos sus familiares. Ari era tan pequeña, tanto, que ni ser se le consideraba siquiera, como si no hubiera existido, como si nunca hubiera sido concebida, como si no existiera. Yo desgrané peticiones, motivos y lamentos sin parar, argumenté hasta quedarme ronca los fundamentos de mi demanda, de mi súplica, hasta de mi vacío al que no quería volver, al que no podía regresar.

Finalmente, terminé por implorar.

Como seguían sin atenderme, como nadie comprendía los motores de mi ansia, las causas de mi necesidad, volví a chillar. Ahí fue cuando los médicos comentaron que no había superado el golpe, que mi reacción era desproporcionada, que algo no funcionaba bien dentro de mi cabeza. Quiénes eran ellos para medir la intensidad de mi aflicción, para calibrar mi pérdida, para pesar la hondura de mi dolor y cronometrar cuánto tardaba en desgarrarse mi pecho y en cicatrizar la angustia en mi voz o la desmesura de mi pena. Sin embargo, continuaban obcecados en que mi recuperación era anormalmente lenta, en que mis ojos no se cerraban ni mis llantos se acallaban, en que sufría demasiado, y se dirigieron a Estrella para saber de algún familiar al que pudieran avisar.

Ahí sí grité de verdad, aterida por el pavor, cuando vi aparecer a mi madre con su falsa amabilidad asomando la nariz tras la puerta de mi blanca habitación, y entonces, pese a que llevaba días negándome, prometiendo ser buena, resistiéndome con toda mi alma ante esa medida de fuerza, no les quedó más remedio que asirme los brazos a la cama con esas inquebrantables, irrompibles correas de cuero.

Ofelia, de común acuerdo con los médicos y tras ponerles al tanto de los antecedentes familiares, sugirió, en cuanto estuve recuperada físicamente, mi traslado al mismo centro psiquiátrico donde terminó por suicidarse mi padre. Ninguno de mis amigos de entonces, ni tampoco Estrella, Tomás o Simón, pudieron hacerle frente para evitarlo. Todos cuantos intentaron detenerla, convencerla de que era una pésima idea, hacerle entender que en mi situación aquello sería mi ruina definitiva, que anticiparía mi trágico final, se toparon con su cerrazón y su impasibilidad como un muro tan blanco y alto como aquel que cercaba a papá, alguien más lúcido y valiente que yo que una tarde decidió colgarse de un árbol cuando asumió que nunca saldría de allí por su propio pie, que jamás iba a lograr escapar.

Nada más ingresar en aquel lugar indagué entre los enfermeros acerca de la localización del pino que eligió para echar a volar libre para siempre de su sombra, para saltar más allá de la espesa tela de rocío y babas que mi madre había tejido para controlarle. Ninguno acertó a darme razón de su situación exacta, quizá mintieron por miedo a mi reacción o realmente había pasado tanto tiempo desde su fatal acrobacia que nadie lo recordaba ya.

La estancia fue larga pero tranquila gracias en parte a que ella, la araña negra y peluda que tenía por madre, nunca acudió a visitarme. Por el día nos encerraban en sus jaulas de cemento para que aprendiéramos del león, por las noches atrapábamos corazones asfixiados y disparos en su honor. Yo contaba elefantes, cocinaba canciones, tejía lechugas en el huerto, plantaba niños pequeños, recolectaba dibujos y lápices de colores que colgaban de los árboles, organizaba circos de hormigas, llevaba la contabilidad de los desbarajustes de los pájaros en el cielo, hacía castillos de tenedores con la cubertería de plástico y fingía ignorar las lágrimas y las risas de los otros enfermos, con sus ojos alerta siempre estudiándome.

Así pasaron las horas, los días, las semanas y los meses hasta que un mandamás, tras consultar al eficaz personal médico que nos sancionaba y drogaba de un modo razonable si nuestro comportamiento era aceptable, decidió que estaba capacitada para reinsertarme en la sociedad. Y en ésas me vi libre una mañana de verano tras jurar olvidarme de Ari, de Agustín y de sus padres, y prometer no mandar más cartas incendiarias; no llamar a nadie a deshora y no rondar sus casas de madrugada ni cruzarme en sus caminos y no molestarles nunca más; ni inventar, ni mentir, y dedicarme solamente a mí.

Cuando dejé atrás el umbral de mi cárcel de pinos portaba en una mano un considerable número de informes que daban cuenta de mi recobrada cordura y en la otra una maleta. Y dentro de ella, sin que nadie lo supiera, escondida con sumo cuidado en un doble fondo, segura y mullida tras el raso, disimulada bajo delicadas prendas de ropa, protegida y a buen recaudo, mi venganza agazapada, y callada, tal y como la había adiestrado durante todo el tiempo que allí había pasado.

—Te quedarás conmigo, en mi casa —me propuso Estrella en cuanto franqueé la puerta de barrotes de la entrada.

—¿Y Ofelia?

—No creo que sea bueno para ti verla. Está muy enferma, se está muriendo.

—Me alegro.

Y sin más acepté esta nueva vuelta del destino y me conformé con la justicia que impartía, y me senté dócil en su automóvil, como me habían enseñado a parecer durante mi estancia, y bajé la ventanilla para sentir el viento en mi rostro sólo cuando mi nueva amiga, que aplanada por el peso de su mala conciencia no sabría en el futuro negarme nada, me lo hubo autorizado.

—¿Qué día de la semana es hoy? —pregunté.

—Miércoles.

—¿Y te han dado permiso en la revista un miércoles para venir a buscarme?

—Ya no pertenezco a su plantilla. Obviamente, tú tampoco —añadió con lógica irrefutable—. Vamos a tener que buscarnos algo, Teresa. Menos mal que contamos con un buen colchón de dinero.

El resto del trayecto lo empleó en ponerme al tanto de los cambios de nuestra situación. Me habló de la dura negociación que llevó en mi nombre con la empresa tras mi ingreso en el pabellón de reposo, de cómo falsificó mi firma y demostró que yo le había otorgado poderes para negociar por mí, de cuánto le costó recabar todas las pruebas médicas necesarias para demostrar que mi aborto fue consecuencia directa del maltrato psicológico con que Agustín me había castigado tras nuestra separación y cómo él usó los medios de la empresa para beneficiarse en asuntos de índole personal.

—No hubo juicio porque gracias al abogado que busqué llegamos a un ventajoso acuerdo. Cada vez que iba a visitarte les aseguraba a todos que te consultaba cada una de las decisiones, sin embargo decidí mantenerte al margen, espero que me perdones —suplicó, aminorando la voz—. No quería entorpecer tu recuperación con este desagradable asunto, sólo procurarte una seguridad monetaria para el futuro, que no volvieses a preocuparte por el dinero.

—¿Y tú, Estrella? ¿Te encuentras bien?

—Ahora sí. No podía seguir respirando ese ambiente infecto después de todo lo que hicieron contigo.

—Entonces… somos libres —concluí, aún abrumada.

—Podemos asociarnos y montar algo, una pequeña publicación, una empresa de promoción cultural… ¿Tienes algún deseo en concreto?

—Me gustaría abrir mi propio restaurante —fantaseé.

—Lo haremos, pero con tiempo. Ahora debes descansar.

Obedecí. Mantuve a raya mi impaciencia y fingí hallarme recompuesta, publiqué el Grimorio, posé con mi mejor cara y vi pintada en las esquinas mi sonrisa en venta, a la luz de los focos, bajo el estruendo de los aplausos, siempre tan enigmática y cargada de secretos y mentiras. Y permití que Estrella se inventara pasajes enteros de mi biografía, y juntas encubrimos mis dos años de internamiento y convalecencia con la invención de viajes por Europa destinados a ampliar estudios culinarios aunque lo que sé lo aprendí en realidad de mi madre y no hay nada más allá de sus técnicas, y del arte de Malvina y del libro de recetas de la abuela y las clases espiadas a escondidas en su escuela de cocina.

Y escuché las ofertas de los directivos de televisión, y no pensé en buscar un local para nuestro negocio hasta después del triste, del lamentable fallecimiento de Ofelia, que se obstinó en dejar el hospital para morir dignamente en su cama, para esperar rodeada de sus cortinas venecianas y sus jarrones de rosas y sus pinturas de marcos dorados a que terminara de consumirla el cáncer que ya asomaba en sus ojos, que ya se le escapaba por cada poro sin que se diera cuenta aquella lejana tarde de nuestra conversación bajo la cúpula del hotel Palace.

Los periódicos se hicieron eco de su desafortunada defunción. Una tarde de domingo en que buena parte del servicio libraba, salió con su bastón a pasear entre los árboles que rodeaban su mansión, tal y como los médicos le recomendaron pese al desagrado que por la naturaleza manifestaba. Nadie sabe cómo, pese a lo debilitada que estaba, fue a parar cerca del estanque. Quién sabe si allí, en la penumbra de un jardín tan extraño, le apeteció acercarse a contemplar el brillo de los peces de colores en su plácido nadar o encontró a Rodolfa, con su cabecita de serpiente tan semejante a la suya y esos ojos oscuros y como muertos que la espiaban bajo las turbias aguas, que trazaban elipses al compás de las hojas, que perseguían enigmas y susurraban secretos y la amenazaban con morir sola.

La encontraron al día siguiente arrodillada en la hierba y con la cabeza metida en el estanque entre nenúfares y lirios, el pelo despeinado y sin su clásico cardado, que ya no podía mantener enhiesto como en sus mejores tiempos, enredado de esporas y alas de libélulas, habitado por las tijeretas, repleto de huevas de insectos y arañas de agua.

La autopsia dictaminó que su muerte se debió a una serie de catastróficas desdichas: el cansancio le causó un vahído y como consecuencia de éste cayó quedando parcialmente sumergida. Murió ahogada. Nadie oyó ni vio nada sospechoso y por fortuna nadie reparó en las huellas pequeñas, femeninas y delicadas, obsesivas y sádicas que ascendían por el exterior de la tapia de la parte trasera de la finca, como tampoco se fijaron los funcionarios del juzgado ni la policía, al ir a levantar el cadáver, en la hierba arrancada al borde del estanque, clara señal de su lucha por salir de él, por librarse de mi abrazo.