19. Menudencias de joven artista con rebozado de galletas maría, acompañadas de palomitas de patatas fritas y salsa de refresco de naranja
—Pero… ¿estás contenta?
La frase de Agustín resuena en mi cabeza con ecos lejanos de desconfianza, terror y sorpresa, y despierto sobresaltada con la imagen de sus manos aferradas a las sábanas y los nudillos blancos y los labios desencajados y entreabiertos.
Mi pecho está agitado, mis rodillas tiemblan. Mientras me levanto para buscar una manta que me proteja de la humedad que se cuela desde el jardín por las ventanas entreabiertas, me recuerdo precavida que he de pedir a Estrella que compre más edredones para mañana, porque todos los de esta casa no serán suficientes para hacer retroceder la gelidez que sé que me aguarda.
Regreso a la cama, me concentro y cuento ovejas, o cuchillos, o latidos de un corazón que se enciende y se apaga gracias al esfuerzo de mis párpados cerrados que, de nuevo, pesan. Pero no duermo. Sé que es imposible, que no lo conseguiré porque Agustín se aparece una noche más ante mí con su sonrisa de dientes de hiena que refulge en la oscuridad y me pregunta lo mismo, vigilia tras vigilia, sin dejarme descansar:
¿Estás contenta?
Sé que no hay nada que hacer, busco una chaqueta y, poniéndomela sobre el camisón, bajo a la cocina y desde allí salgo y cruzo el jardín para entrar en mi exclusiva, en mi tenebrosa sala de trabajo en la que con un interesante quehacer entretendré el insomnio de esta madrugada: idear un Plato Efímero que se adecúe al sabor del joven artista hambriento de fama, sediento de éxito, cuyo regusto todavía siento, si cierro los ojos, en el velo del paladar y en la punta de la lengua al recordar sus manos y sus caricias, su avaricia de mi cuerpo, su fulgor, el olor de su cuello y la fuerza que brevemente me contagió y me hizo sentir viva y llena. Creo que la vainilla, la nuez moscada y la cayena le sentarán bien, y que no le vendría mal un ligero rebozado, puede que con un toque dulce que me haga regresar a esas tardes eternas de sábado, a las sesiones de cine a las cuatro con la boca llena de palomitas de maíz. Está claro, concluyo: será una receta decididamente infantil.
Me pongo manos a la obra convencida de que, en el fondo, le encantaría envolverse en la crujiente mezcla de galletas maría y pipas de calabaza antes de ser freído, y apostaría todo mi prestigio como cocinera a que, con ron o sin él, le volvía loco el refresco de naranja que utilizaré para, tras reducirlo a fuego lento y mezclarlo con jarabe de mandarina, preparar una salsa que le acompañe y que contraste con las palomitas de patatas fritas infladas y saladas que me encargaré de elaborar en cuanto llegue a Barbantesa.
Haré un homenaje a su talento, vivirá su día más triunfal, aquel en el que fue admirado por los mejores críticos, encumbrado a la gloria por sus papilas ávidas de innovadoras sensaciones y originales experiencias gustativas presentadas bajo títulos largos, pretenciosos y herméticos que evoquen mucho y no digan demasiado, que no les permitan adivinar qué están saboreando. Será alabado, será deglutido y aplaudido y merecerá los elogios de todos cuantos le ennoblecieron como la más brillante promesa, como la gran esperanza blanca en un panorama adocenado para luego, poco a poco, irle olvidando, dejándole caer con suavidad, muy despacio, porque prefirieron correr detrás de valores más frescos y osados y, sobre todo, recién bautizados.
Me siento a gusto, me congratula portarme bien, hacer justicia con aquellos que me han dado tanto sin esperar más de mí que un mísero beso o hacerse partícipes de los placeres de mi cuerpo. Y es ahora cuando me reconozco como chef de verdad, catalizando sensaciones, dando protagonismo a las materias primas, dignificando las carnes y las vidas que serán nuestro sustento a diferencia de esas otras que cocinamos por compromiso, porque hay que aprovechar los cortes antes de que se echen a perder, porque después del placer de la caza se nos exige darle un sentido a las piezas cobradas y buscar pétalos de rosa para introducirlos en un cerebro y martirizarlo con clavos y cocerlo a fuego muy lento regándolo después con espiritosos para que la salsa empañe la falta de sabor del seso, y preparar una gelatina con más pétalos de esas mismas rosas ya sin espinas para adornar y acompañar lo que por sí solo no tendría valor, aquello que no nos comeríamos si supiéramos de qué clase de animal proviene, un ejemplar enjuto y desabrido, desaborío y seco.
* * *
Me bajo del taxi cargada de recipientes a rebosar de carne y en cuanto me acerco al aparcacoches percibo en su rostro que el mío debe de estar horriblemente macilento a consecuencia de mi incapacidad para conciliar el sueño.
Qué se le va a hacer, suspiro para mis adentros, y me interno en las profundidades de la cocina dispuesta a solicitar que se pelen patatas, se desmiguen galletas, se cuaje una salsa espesa con litros de refresco de naranja y se consiga que el de hoy sea el día en que el joven artista se erija en mito devorado por bacantes dispuestas a apropiarse de su talento con el mismo entusiasmo con que él juró adueñarse de nuestro mundo.
Apenas me da tiempo a dejar sobre la mesa los tarros llenos de menudencias cuando oigo que suena imperioso el teléfono de pared de la cocina que, después de haberlo descolgado y tras asentir en silencio, un cocinero me acerca.
—¿Llegaste bien a casa, cielito? ¿Qué tal pasaste la noche?
Mientras intento no liarme con el cable kilométrico que amenaza con ahorcarme escucho el saludo de Simón que, con toda probabilidad, se siente culpable por haberme abandonado.
—Fatal. He vuelto a soñar.
—¿Con tu padre? —intuyo la urgencia, la preocupación latente en su voz.
—No, con Agustín.
—Déjalo, mi vida, no debes seguir preocupándote por alguien que no es nadie.
Lo que no le confieso es que también aparecía Ari en mi pesadilla. Hay determinados detalles que son menos peligrosos si no los revelo, si me los callo, si me los guardo para mí sola y nadie intenta forzarme a sacarlos afuera, y ése es el motivo por el que, con la excusa de empezar a trabajar, hago el intento de colgar.
—Simón, estoy ocupada, otro día te llamo y me cuentas qué tal acabó tu fiesta.
—¿Y por qué no mañana? Lo tengo libre —me sugiere con tono pícaro.
—No podrá ser. ¿No recuerdas qué día es?
Al otro lado del hilo se hace una pausa larga, eterna.
—Ya comprendo —dice al fin—. No importa, mi vida, hablamos pasado.
No veo a Tomás ni a Estrella, es lógico pensar que él no haya aparecido aún y, en cuanto a ella, sé que debía ir al banco a primera hora, de modo que motivada y dispuesta a aprovechar la oportunidad de trabajar sin interrupciones comienzo, con la ayuda de otro pinche, a moler y tamizar para el rebozo las migas de galleta que mezclaré con el pan rallado aderezado con canela, vainilla y nuez moscada, en tanto en una olla de barro se espesa y toma cuerpo y olor la salsa de naranja que acompañará a la receta.
Me concentro tanto entre mis cucharas de palo y mis patatas a punto de estallar sobre el aceite que hierve para convertirse en palomitas, que comienzo a recordar al joven artista y su boca picante y gruesa frunciéndose desdeñosa al comentar el extraño nombre de mi palacete, enarcando luego una ceja incrédula al oírme decir que se debe a la triste historia de una joven doncella que sirvió en la casa y se enamoró, siglos atrás, de uno de mis antepasados, un señorito caprichoso y mimado que la poseyó pero nunca la llegó a amar. La muchacha se suicidó, como era de suponer, y su espíritu vaga por la casa desde entonces atormentando a todos los varones de mi estirpe, lo que tal vez sea uno de los motivos por los que, en las últimas generaciones, sólo lo hayamos heredado mujeres.
—Quién sabe qué sucedería si viviera aquí un hombre —le relaté—. Seguro que el fantasma terminaría hostigándolo hasta que se suicidase también, hasta que muriera en el jardín colgado de cualquier árbol.
—Invítame a quedarme y daré la vuelta a esta historia —recuerdo que respondió, seguro de su atractivo, osado y seductor—. Pintaré en el torreón, ese que tiene una luz encendida, y desde allí invocaré al alma en pena de la doncella hasta que también termine acostándome con ella.
Me río ahora rememorando su bravuconería, esa chulería pendenciera que no se borró de su rostro ni cuando se agotó la gasolina de su bólido. —«Voy flojo de pasta, nena. Estoy esperando a que los ladrones de la galería me paguen unos cuadros míos que han vendido hace meses»— y nos vimos obligados a aparcar en el primer hueco que encontramos y a caminar hasta la parada de un autobús nocturno que nos dejó en mi barrio y al que subimos agarrados como dos adolescentes por más que cuando lo fuimos no nos hubiera interesado conocernos, sobándonos como dos perdidos hambrientos de sexo en los asientos traseros del vehículo abarrotado, saltando sobre las aceras, abrazándonos a las farolas, riendo quedo como niños que buscan jugar sin alborotar, echando carreras sin soltarnos, él con el preciado tesoro de una botella de champaña robada de la fiesta mal envuelta con su chaqueta y yo con mis zapatos de tacón en la mano. Sí, era un caradura embriagador y suculento, un desvergonzado, un tornado apetitoso y arrebatador de fanfarronería perdida tan pronto como comprobó que no controlaba la situación, que no era el invasor de mis dominios, el elemento perturbador en mi fábula de princesa dormida necesitada de vida real, de un varón de verdad, porque el cuento funcionaba justamente al revés y quien debía someterse, y obedecer, y dejarse morder y consumirse era él.
Me deleito en silencio con el recuerdo de sus manos crispadas, de esos dedos que tanto prometían, que tanto talento acumulaban y que terminaron aferrándose inútiles, débiles, vencidos, a un cuello, el mío, que no pudo llegar a oprimir como hice yo con el suyo, doblegados por el poder de mi voluntad, sometidos por la intensidad de mi beso, y tan entretenida estoy recordando mi combate de ayer y la noche que pasé junto a él que no me percato de la llegada discreta y silenciosa de Tomás, que me nota feliz y concentrada y que, aunque sabe que debería interesarse por mí, reñirme por lo que le he ocultado respecto a Esparbel, prefiere dejarme cocinar tranquila con el ardor de una mujer poseída por su don.
Más tarde se presentará Estrella, y en la cocina superpoblada de hormigas con delantal que preparan lo necesario para servir medio centenar de comidas se cruzará una mirada preocupada con Tomás y decidirá, ante la seña disuasoria de él, vigilarme discreta desde lejos, no olvidarse de pasar en algún momento por mi lado para comprobar qué tal nos está saliendo el invento.
Creen que no me doy cuenta pero sí que los advierto, les veo de reojo observarme con el gesto arrugado porque saben que mi bestia negra ha vuelto, y que la temo y, sobre todo, cuál es mi temperamento en estas fechas señaladas por mí en el calendario. Es esto último lo que les impide dar un paso y preguntarme qué tal me siento, si he dormido al menos unas horas o cómo he amanecido.
Yo, entretanto, sigo cocinando ajena a su preocupación y, por qué no, también a las mías, a las dudas que me comprimen y zarandean, a Germán y su actitud y sus secretos y su rebeldía que no se deja domar, y a la irrupción en mi casa de un inspector de policía hambriento de odio, sediento de mi caída. Centrada en dar lo mejor de mí, en controlar hasta el último detalle, me muevo entre cazuelas y cuchillos indiferente y activa porque precisamente a eso he venido, a no pensar, a no recordar, a no tener presente todo lo que debo olvidar y las cadenas que me obligan a seguir y respirar en este absurdo mundo de los vivos.
En cuanto las raciones están listas y comienza a llenarse de clientes el local me arranco el delantal y salgo a atenderlos con un fervor tal que hasta pareciera que se me fuera la cordura en ello. No me permito una pausa siquiera para beber un vaso de agua porque no olvido el riesgo que corro si me relajo y me siento: el de volver a caer, el de perderme en mis sueños, y por eso de repente son más de las cinco y no quedan apenas clientes que hayan prolongado su sobremesa y me encuentro, exhausta, sola y sudando, contemplando la nada con la mirada febril de los desesperados.
—Me voy, estoy agotada —anuncio al traspasar la puerta batiente de la cocina en donde sólo permanecen algunos jóvenes limpiaplatos y mis dos socios que se toman un té acodados en la encimera.
—Cómo no lo vas a estar si no has parado ni un minuto. Tanta actividad no es buena. Y tampoco tantos quebraderos de cabeza —me recrimina Estrella, y no puede resistirse a añadir por más que una mirada reprobadora de Tomás intente hacerla desistir—: No sé cómo se te ha ocurrido venir a trabajar hoy después de lo que ha pasado con Esparbel.
—Lo hago para olvidar.
—Eso no evita que nos preocupemos —interviene Tomás, y sé que está al tanto, que ya le han informado de los detalles de la visita, de mi ofuscación cuando se marcharon y de lo sumamente arisca, más incluso de lo normal cuando se acerca esta fecha, que desde entonces me he mostrado.
—Quedaos tranquilos, mañana no haré ninguna estupidez —intento detenerles antes de que se ofrezcan a acompañarme a Je Reste o a llevar a cabo cualquier otra idea igual de cargante.
—Si quieres puedo llevarte a casa y pasar la noche en alguno de los cuartos de invitados —sugiere Estrella como si me leyera el pensamiento y le importaran un comino mis deseos.
—Muy amable por tu parte, pero no —deniego, molesta por este ramalazo de compasión que ni es habitual ni encaja en su comportamiento.
En el mismo instante en que termino de pronunciar la frase, Tomás comienza a proponer otro plan igual de absurdo, hasta es posible que más descabellado.
—Puedes venir a nuestra casa, Sonia y yo estaremos encantados…
—Lo único que quiero es refugiarme en mi dormitorio, descansar hasta reventar y después quedarme todo el día de mañana en la cama, sin agobios ni todo este cariño vuestro que agradezco, pero me aplasta.
Estoy absolutamente segura de que no respetarán mi voluntad, de que me dejarán marchar pero en cuanto llegue mi teléfono no parará de sonar. Ahora sólo necesito dormir, cuando amanezca ya me detendré a pensar cómo afrontar el dolor, cómo vencer la turbación y sobreponerme a las lágrimas y seguir adelante a pesar del sufrimiento que traerá el nuevo día, ese que por más que se sucedan los años nunca deja de repetirse en el calendario.
Imagino que algo leen en mi expresión contundente, supongo que la inamovible determinación de llevar a cabo mi solitario plan, porque ambos acceden y permiten que me marche con un escueto «Como quieras».
Desconfiando de la facilidad con que he conseguido no dejarme consolar, apresurada y decidida a no quedarme en este lugar ni un segundo más, me hago con mi gabardina y salgo dispuesta a internarme en esa mansión maldita a la que llamo hogar, cerrar la puerta a mis espaldas y durante un día entero no abrírsela a nadie por mucho que el mundo se obligue a gemir y retumbar.
* * *
Es una conjura para no dejarme estar sola.
Los árboles de mi jardín se comban a mi paso y se doblan sobre mí, casi se me atraviesan en el camino de gravilla como si no quisieran que entrara en casa, como si se negaran a que durmiera esta noche con la única compañía de mi sombra. Por fortuna, sus raíces los anclan al suelo y no pueden perseguirme por más que arañen los muros con sus ramas esqueléticas o curioseen a través de las ventanas con sus copas agitadas mecidas por el desconsuelo. No conseguirán invadir mi pena, no serán capaces de robarme estos momentos ni aliviarme del peso de mis recuerdos.
Quiero sufrir.
Quiero sentir el suplicio de nuevo.
Quiero saber que estoy viva gracias a mi calvario y a todas las personas que me importaron un día: los muertos.
Voy dejando a mis espaldas el rastro de mi ropa tirada por el suelo como si fuera el sendero de piedrecitas blancas del cuento. Subo por la escalinata de piedra y, a medida que asciendo, abandono mis máscaras quitándome más y más prendas, despojándome de vendas y ataduras en cada esquina que me sale al encuentro. Sin ropa interior llego al vestidor, con el vello de los brazos y los muslos erizado como un animal al acecho y el ombligo de mi vientre plano como un ojo que espiara cualquier asomo de mal en cada recoveco, mis miembros tan enjutos y espigados como los de una gacela, los pezones alerta como los cuernos de un caracol al viento y mi piel pálida como el lomo de una zorra ártica, hasta que me envuelvo en una bata como una camisa de fuerza que me acompañará en mi deambular hasta la biblioteca para desconectar la pantalla encendida con la inacabable repetición de animales en perpetua huida, de bestias feroces que los persiguen para darles caza, del eterno dilema entre la víctima y el depredador que hoy no me entretiene ni me recrea, que no alberga ningún sentido, que no me hace compañía siquiera. Hoy debo afrontar la realidad sin pasatiempos ni distracciones. Debo ser yo y no buscar excusas, y enfurecerme, y llorar sin trampas ni condiciones.
Apago las luces que descubro a mi paso y a oscuras alcanzo mi cuarto y me tumbo en la cama y, como una maldición que me atrapa año tras año, soy consciente de todos y cada uno de los nervios de mi cuerpo, del frío de mi tacto y de sus huecos que nadie cubre ni acaricia, que jamás volverán a estar colmados.
Hace años que duermo sola, ya no recuerdo el peso del abrazo de un hombre en una cama junto a mí, dándome calor, rodeando con sus manos mi cintura o aferrado como un bebé consentido a mis pechos. Y es que ninguno de mis amantes ocasionales me ha complacido lo bastante como para plantearme ni por un instante la posibilidad de que puedan acompañarme en mi lecho. Aunque también influye, claro, el hecho de que no logren sobrevivir el tiempo suficiente. Hago memoria y llego a la lacerante conclusión de que el último varón que pernoctó a mi lado, que se atrevió a cerrar los ojos y dejarse ir, a dormir desprotegido a pesar de tenerme cerca, fue Agustín, aquel muchacho insolente al que todos llamaban Tiny, el seductor de sonrisa perfecta y aplastante seguridad que dirigía una revista igual que si jugase una partida de póquer, el tirano disfrazado de conquistador fascinado por lo grave de mi voz y mi cara inocente. El saboreador de hembras que poco a poco dejó de quererme sin que me diera cuenta, el héroe cuyo fuego se fue apagando a medida que yo crecía, y le cuestionaba, y le planteaba retos y dudas, y me volvía más mujer y menos niña.
Cómo fui tan estúpida, cómo me confié y le permití custodiar mi sueño a él, egoísta y vanidoso, prepotente e inmaduro, galante y superficial, cómo pude acabar oprimida por el peso de sus manos y sus besos que me aplastaban como si fueran de hierro. No me reconozco en esa Teté cursi y cobarde de antes, la misma inepta que se subió a su coche una tarde de lluvia sólo porque sabía que eso iba a molestar a Ofelia —la gran dama que le humillaba y se reía de las notas manuscritas mal redactadas que en su flamante puesto de director le enviaba desde su despacho—, la misma niña tonta que proclamaba que ese idiota le caía mal y, a pesar de todo, terminó por dejarse querer porque no tenía tanta experiencia como creía, porque fui fatua y presuntuosa, porque un día pensé que no estaba mal acostarse con él y reírse de su vanidad y de la estricta estrechez de miras de mi madre, que no había experimentado un orgasmo en su vida, que no sabía lo que era un instante de placer y se ponía verde de envidia cuando me veía regresar despeinada de madrugada, justo antes de que asomaran las primeras luces del alba.
Cómo puedo pretender parecer coherente al explicar que terminé conviviendo con ese hombre y por él rompí con todo, y fui expulsada de mi dormitorio de la infancia y de mi casa, repudiada por mi progenitora y odiada por mis compañeros de trabajo cuando, para colmo, no estaba enamorada, nunca le llegué a querer.
Tal vez era eso lo que buscaba, una excusa para insultar a Ofelia, para enfrentarme a ella con todas las consecuencias. Lo que no pude prever —porque ya lo he dicho pero no está de más repetirlo: me comporté como una ilusa, como una rematada ingenua— era que me fuera a salir tan absolutamente mal la jugada. Y es que ni siquiera la dicha de verla histérica, tan alterada y descompuesta, compensaba las molestias que a la postre me ocasionaba.
Porque resultó que el amor de Agustín no era eterno, porque se aburrió al cabo del tiempo y le pudo la rutina y el tedio en cuanto comprendió que ya era suya, que había domado a la fiera y conseguido el trofeo que era mi sumisión y mi cuerpo. Qué querrán aprehender los hombres que no logramos conservar, que nos lleva a perderlos y que extermina todo atisbo de afecto y compasión; qué provoca su rechazo y su daño; por qué se vuelven intransigentes con nuestros defectos. De pronto dejamos de hacerles gracia y los despistes que antes les divertían les parecen torpezas inadmisibles, y nuestra risa se vuelve pesadez y nuestras caricias costumbres y nuestra piel, aquella que antes les parecía perfecta, deja de ser imán para sus dedos.
Al menos Agustín, y eso debo reconocerlo, tuvo el detalle de decirme que no me deseaba cuando me sentía más guapa que nunca, más completa, más llena. Sólo que a partir de entonces, como atada por un hechizo, como víctima de una condena, comencé a volverme fea. Nadie se dio cuenta pero yo lo sabía, tenía la íntima convicción de que lo era. La corrupción de mi alma, la transformación de mi dicha, la pérdida de mi belleza sólo la percibí yo. Iba por dentro, pero por fuera seguía siendo igual y, tal y como me ocurre ahora, nadie se percató.
—No estoy preparado para algo así —murmuró con la cabeza gacha, sin atreverse a mirarme a la cara—. Pero tú no te preocupes, Teté, yo me ocuparé de todo, no te faltará de nada. Fíate de mi palabra, no tengas miedo.
Y juro que en ese instante no lo tenía. Acepté sus promesas serviles, sus frases entrecortadas, la suavidad, la poquedad, hasta diría que la dulzura con que desgranó sus excusas improvisadas. Lo acepté con serenidad, con elegancia, con madurez. Incluso pretendí sin conseguirlo esbozar una sonrisa para que no sufriera, para que se quedara tranquilo. Sería fuerte. Resistiría. Qué iba a hacer, contra qué iba a luchar si no me pretendía ni deseaba.
Le permití que me besara por última vez, pero en la frente, dijo él, a modo de despedida, y ya no se atrevió más a tocar mis manos, ni siquiera a acariciar mi pelo, y aguardé con paciencia a que recogiera su ropa y se llevara todas sus pertenencias. Lo sobrellevé con indiferencia, procurando que no me afectara cada vez que pasaba por casa a llevarse una nueva caja repleta de chismes, una evidencia más de lo que había sido nuestra convivencia.
Únicamente le pedí, asumiendo que el apartamento que pertenecía a su familia no era adecuado para mí por mucho que insistiera en que quien tenía la obligación de marcharse era él ya que me abandonaba, que me concediera un plazo razonable para dejarlo. En cuanto pudiera le devolvería las llaves pero, por favor, dame tiempo para hablar antes con mi madre o encontrar un lugar mejor.
—No te preocupes, es lo mínimo que puedo hacer —se ofreció complaciente y comprensivo, todo un señor.
* * *
—Estarás contenta —fue lo único que acertó a soltarme Ofelia cuando la llamé para proponerle un encuentro en algún lugar neutral.
En cuanto colgué me arrepentí de haber telefoneado, pero no podía dar marcha atrás, el mal ya estaba hecho y debía ser valiente y hasta razonablemente positiva: ahora tenía asuntos que solucionar y mi prioridad se cifraba en obtener su ayuda por más que sólo hubiera conseguido arrancarle aquella lacónica frase, esas dos palabras que, cuando era una niña, siempre precedían a la riña que estaba por llegar: «Estarás contenta», exclamaba esperándome en el umbral de la puerta con esa mueca mezcla de asco y reprobación y, quizás, un ligero atisbo de satisfacción porque una vez más se cumplían sus profecías y yo había resultado ser el fracaso que ella preveía, y mientras entraba en casa preparándome para el castigo que a mi juicio no merecía, intuía que, además del correctivo y el sermón, aquella frase entrañaba la promesa de la humillación y durante semanas, a veces hasta meses, sistemáticamente se me recordaría lo poco que valía, lo predecible que resultaba mi mal comportamiento habida cuenta de quién era yo hija, del desastre que fue en vida mi padre y de que, como a él, me aguardaba un funesto destino. La más absoluta de las ruinas.
Esperaba que al reunimos en su territorio, bajo la cúpula de ese majestuoso hotel, uno de sus rincones preferidos, coartada y comedida por la presencia de numerosas conocidas que frecuentaban aquella cafetería, se refrenase a la hora de echarme en cara la lista de reproches que guardaba para mí desde hacía tanto tiempo. No le gustaba cómo era, no me había educado en la indecencia ni en la falta de respeto, no me perdonaba nada de lo que había hecho. Mis actos para ella eran una desventurada sucesión de errores con resultados funestos: irme a vivir con un hombre sin estar casada, que éste fuera además mi jefe y nuestra relación comprometiera la publicación de sus recetas en la revista, y ser feliz, y existir, escribir libros de cocina sin su consentimiento en los que caricaturizaba su negocio y sus consejos…
Si no fuera porque, por la cuenta que me traía, pretendía arreglar lo nuestro o cuando menos aliviar la carga de rencores que nos había separado durante tres años, que provocó nuestra ruptura y también nuestro silencio, no hubiera logrado contener la explosión de mi risa. Era todavía más mojigata, más absurda y antigua y estrecha de miras de lo que recordaba.
Al menos no se me pasó por la cabeza ofrecerle dos besos al verla, ni siquiera abrazarla al comprobar que me brindaba, soltándome ya de entrada su famosa reprimenda, aquel glacial recibimiento. Con todo, sí tuve tiempo para reparar, antes de que se sentara al otro extremo de la mesa de café que nos separaba y refrenaría nuestros impulsos de tirarnos de los pelos, en cuán desmejorada estaba.
—Estarás contenta.
—Has adelgazado mucho, mamá, ¿te encuentras bien?
—Perfectamente —y pese a que llevábamos mil días con sus noches sin hablarnos, en ese encuentro forzado y tenso no me dedicó ni una sonrisa. Tampoco la más mínima compasión ni, por supuesto, asomo alguno de generosidad.
El mismo gesto avinagrado de siempre, el cardado perfecto y la barbilla rígida, apretadas las mandíbulas a punto de empezar a ladrar, de soltarme la reprimenda reservada desde mi escandaloso motín, desde el día de mi rebelión. Bajo las capas de seriedad y censura y altivez la adivinaba satisfecha. Se congratulaba pensando que no tenía ni idea del vapuleo que me aguardaba, ella llevaba años esperando este reencuentro y no pensaba reprimirse, nada la podría frenar:
—Estarás contenta —repitió una segunda vez. Y aunque su frase era la esperada, Ofelia no era la misma. Su piel estaba más amarillenta y sus manos temblorosas, las venas marcadas, más profundas las ojeras, marchitos los labios y seca su vitalidad, hasta menos sonoras sus palabras.
—Sí, lo estoy —proclamé serena, y pudo ver en el brillo de mi pelo, en mi boca carnosa, en la extraña vivacidad que desprendía mi rostro terso y redondo, que era cierto. Nadie podría hundirme, no retrocedería un paso, no me vencerían su resentimiento ni su odio a pesar de que no obtuviera su apoyo, de que no me permitiera instalarme en su palacete, ni siquiera en el pabellón de invitados, de que no supiera adónde ir o estuviera a punto de ser desahuciada.
Estaba sola y perdida. Estaba sola y asustada. Estaba sola y desvalida y descorazonada y aterrada. Pero era fuerte y allí abajo, muy adentro, en el fondo de mi interior, sentía nacer una ilusión nueva, notaba cómo crecía la esperanza. En verdad estaba sola, pero liberada.
Fue entonces cuando comprendimos lo poco que pintábamos las dos juntas allí, que ninguna cambiaría y no había salida posible para ese rencor que nunca se terminaría, que permanecería siempre entre nosotras obstinado y cerril. Ésa fue la primera vez —pero no la última— en que presencié cómo Ofelia se quedaba sin habla.
Despierto riendo y me asombro por ser capaz de hacerlo, ha debido de ser el recuerdo de mi madre, de sus facciones desencajadas al verme llegar, de su placer que tan poco le duraría al comprender que iba a arrastrarme, que tenía intención de rebajarme o suplicar. Se me hace raro, para la noche de hoy y el día de mañana había previsto llorar e, incluso, llegué a anotarlo en mi agenda: no ir al trabajo, estar en cama gimoteando, hacer examen de conciencia, sufrir hasta reventar…
Habrá sido el sueño que me juega esta mala pasada, concluyo, y sentada en la cama continúo disfrutando acordándome de Ofelia y su plan siniestro para someterme de nuevo, para devolverme al redil, para humillarme como creía que debía y conseguir al fin que aprendiera la lección de cómo han de comportarse las señoritas de buena familia. Lástima que le saliera el tiro por la culata, lástima que buscara el ocaso de los demás cuando no percibía que quien tenía una fecha de caducidad, inapelable y señalada, era ella.
¿Cómo pude ser tan necia y tan osada al pensar que podía contar con su mano tendida?, me recrimino y hasta me avergüenzo mientras me levanto y descalza me dirijo para beber un vaso de agua al cuarto de baño, ¿cómo se me ocurrió citarme con mi madre para intentar convencerla? ¿Cómo me expuse de ese modo imprudente a su inquina y a su aversión y le regalé la oportunidad de escupírmelo ante mis ojos? Nunca pretendí recuperar su amor o su respeto. Fue todo por necesidad, me digo. Y porque supongo que en eso consiste el sacrificio, añado luego. ¿Puede haber espejismo más grande que el creerte rodeada de gente sin darte cuenta de que estás llorando en medio de un desierto?
Al menos tuve la oportunidad de enfrentarme a lo que era y asumirlo, pude decirle adiós para siempre según sus reglas, elegantes las dos en un establecimiento de tanto prestigio, tan rígidas y educadas como dominadas por el rencor y la incomprensión, tan corteses como para jurarnos que nunca más volveríamos a hablarnos y, sin embargo, darnos un beso en la mejilla al despedirnos.
Suena el teléfono y sobresaltada lo cojo con rapidez sin reparar en lo que hago, olvidada de que me había prometido a mí misma alejarme del mundanal ruido hasta que acabara el día de mañana, permanecer sola en mi dormitorio sin nada que hacer más que digerir mi pena y mi rabia.
—Soy Estrella —informa al otro lado del hilo—. Sé que hemos quedado en no molestarte pero Tomás y yo creemos que debemos avisarte. Acaban de notificarnos del Ministerio de Sanidad y Consumo que mañana se va a presentar uno de sus inspectores en Barbantesa. Requieren que tú, como primera cocinera y cabeza visible del negocio, estés presente. Les he explicado tu situación pero son inflexibles, no puedes faltar.
—¿Por qué a nosotros? ¿Y por qué con tanta premura?
—Por lo que he podido averiguar es una inspección rutinaria y el procedimiento es el usual; si avisan con un día de antelación es para que no intentemos arreglar en unas horas aquello que estuviera mal. Pero no hay de qué preocuparse, lo tenemos todo en regla.
—Si exigen que esté allí, haré ese esfuerzo.
—En cuanto todo acabe te devolveré a casa en mi coche —asegura, dispuesta a demostrarme su agradecimiento—. Una última cosa: al parecer también acudirán con un par de agentes de policía, aseguran que en otros locales a veces la situación se pone tensa al descubrir cualquier fallo y quieren evitar problemas.
Trago saliva antes de soltar la frase que ronda mi cabeza desde que cometí la torpeza de descolgar el auricular:
—Estrella, ¿queda algún resto del Plato Efímero de hoy?
—Absolutamente nada, se terminó prontísimo.
—Cuánto me alegro —suspiro aliviada sin que intuya mis temores.
—Como los días anteriores, a duras penas alcanzó para unos cuantos comensales durante la cena —exclama satisfecha.
—Pues anuncia al personal que mañana no habrá plato especial, ya sabéis que en ese día nunca puedo cocinar. Y una última cosa: asegúrate de que antes de cerrar esta noche un pinche procese sin falta todas las sobras de comida en el triturador de basura; que no quede ni un gramo de carne ni de verduras ni salsas ni congelados en los frigoríficos que no sea lo que recibamos mañana a primera hora de los proveedores.
—No puedo estar más de acuerdo, ahora mismo daré la orden. Y oye, Teté… ¿Seguro que no quieres que me pase un ratito por tu…?
—No me llames Teté. Todos los años te preocupas y nunca me ha ocurrido nada. Sólo quiero pasar un día alejada del mundo, sólo uno, y para colmo esta vez no lo voy a conseguir. A media mañana me tendrás allí.
Y antes de que pueda añadir algo más corto la comunicación con una indigesta mezcla de alivio y preocupación, aunque no sé cuál de las dos en mayor proporción.
Tendría que salir a dar una vuelta por el jardín, así me tranquilizaría y conseguiría que esta inquietud inesperada se calmara. Qué esperan encontrar los de Sanidad, y lo más importante, por qué ahora, casualmente con el inspector Esparbel pisando mis talones con sus sospechas y sus preguntas indiscretas.
Cálmate, me ordeno. Los restos de sangre, los cuchillos afilados, los ganchos para colgar carne, las picadoras, las trituradoras, las planchas y los fogones a rebosar de indicios son normales en una cocina como la nuestra. No hay nada que no debiera estar en ella. No son forenses ni investigadores criminales, son simples funcionarios que examinarán la salubridad de las instalaciones, de las cámaras frigoríficas, del baño. Nadie buscará huellas, nadie echa en falta a nadie y no tienen nada por lo que interesarse más allá de la calidad de nuestros ingredientes y la limpieza e higiene de Barbantesa.
No debo obsesionarme. No he de pensar tanto. No albergo nada que ocultar.
No me atraparán.
No hay que darle tantas vueltas o acabaré como papá.
Mejor me quedaré dentro de casa, decido de pronto, no se me ha perdido nada en el jardín. Si salgo será peor, los árboles se reirán de mis miedos y en vez de ayudarme, de animarme, me hundirán más todavía en la desdicha. Mejor me meto en mi cama y me entierro entre sábanas y me olvido de lo que ocurre a mi alrededor, de las nubes oscuras que se ciernen y las negras sombras que reptan y trepan al pie de mis cabezales y se mofan de mi cobardía. Sí, mejor dormir como si no estuviera en peligro, como si no me asustara soñar ni a la noche de hoy la persiguieran las densas tinieblas del día de mañana.
Creo que me he quedado dormida, sí, será eso, y sin embargo algo me ha despertado. El rumor de los árboles del jardín alborotados. ¿Qué hora es?, ¿las tres, las cuatro?
Algo aturdida, medio confundida por mi sueño profundo sin pesadillas ni recuerdos, por el paréntesis de consuelo que supone cerrar los párpados y dejarse ir sin angustias ni desvelos, me incorporo de la cama y aguzo el oído. Los gatos maúllan y parece que arañasen algo, se pelean y suben a los árboles y corren frenéticos por el sendero de gravilla persiguiendo a los murciélagos que sobrevuelan el lugar donde Germán y yo mantuvimos nuestro único encuentro. No hay duda de que pasa algo.
Un rugido como un trueno surca la quietud de esta noche tranquila sólo alterada por el insólito fragor de las batallas felinas, sin borrachos en las aceras o prostitutas arrimadas a las farolas, sin parejas de estudiantes con hambre de sexo que, sin dinero para una pensión, ansían restregarse dentro de un coche de segunda o tercera mano sin temor a ser molestados a estas horas en que el mundo está callado y no suena el tráfico, apenas el débil golpeteo de los pasos de luz de los muñecos de los semáforos. El ruido me alerta y, sorprendida, extrañamente lúcida, me doy cuenta de que lo reconozco: es el bramido ensordecedor de una motocicleta.
De un salto bajo de la cama, corro hacia la biblioteca y, sin encender ninguna lámpara, la cruzo en un par de zancadas hasta pegar la nariz en los ventanales bañados por el rocío que se abren al balcón a la espera de descubrir quién origina ese estruendo y poder confirmar mis sospechas. Apenas diviso a lo lejos, sobre la calzada, la luz de un faro que se aleja por la carretera.
Comprendo, dejándome caer de rodillas sobre el parqué todavía con las manos sobre el cristal, que sólo puede ser Germán. No existen las casualidades, no debe de tratarse de nadie más. Si repaso con cuidado la lista de amigos y conocidos no recuerdo ninguno que alardee de una moto tan potente y ruidosa y sepa dónde vivo ni, eso es importante, esté dispuesto a vigilarme o espiarme o acecharme de madrugada tras mi verja.
No debí invitarle a venir.
No debí dejarle escapar.
Cómo pude olvidar quién era, perder los papeles, bajar la guardia.
Ahora tendré que hacer algo, quitármelo de encima de algún modo, ocuparme de él. Es fotógrafo, trabaja para la prensa. Sabe demasiado. Es peligroso.
¿Qué otra cosa podía hacer a estas horas bajo las farolas rotas que se ríen con sus blancos dientes mellados de mi angustia y mi desgracia?
Es un cazador, lo supe desde el principio, dejé que me engañara con esa tranquila apostura suya y sus maneras suaves pero rotundas, me avine a hacer un trato y luego, todo por mi culpa, después de acceder aquí dentro y averiguar tanto sobre mí, acabó por huir. Ahora anda libre por ahí y se acerca demasiado y rompe las reglas y pone en peligro mi negocio, mi manera de subsistir, mi vivienda.
Debo tomar medidas, y pronto. No puedo dejar que me cace como a uno de esos fenómenos de feria que persigue con su cámara. No soy un bicho que observar a través de la lente de ninguno de sus objetivos.
Y mientras Ofelia se burla de mí y se ríe a carcajadas desde el pasillo y celebra mi miedo brincando sobre las alfombras, colgándose de las cortinas, encendiendo y apagando las lámparas a un tiempo y aplaudiendo alborozada como una posesa porque tu final se acerca, se acabarán tus noches y tendrás merecido castigo como lo tuvo tu padre en su día, decido que no, que no puedo ser su presa.
Caerá bajo mi abrazo pues soy yo quien ordena y manda. No la que huye, no la que teme, no la que tiembla.
Soy la depredadora, me repito a mí misma, soy la que decide la vida de los seres y el destino de los que atrapa.