18. Sesos de consejero delegado con espinas de rosa y clavos a la grasa de cerdo sobre lecho de cardos

No es fácil encargarse de la cocina de un restaurante de moda y compaginarlo con la familia, con las obligaciones particulares, con el dentista o el psiquiatra y, en definitiva, con la propia vida. Mucho menos si, además, debes dar cuentas a un agente de la autoridad repentinamente reaparecido tras largos años, demente y obsesivo, interesado en todo lo que hago o digo y, algo totalmente imprevisto, a los propios compañeros y socios, tan suspicaces de buenas a primeras, tan temerosos y prestos a sospechar, vigilar y cuidar y reconcomerse por dentro como ahora se muestra Estrella por fuera.

Cuando decidí abrir Barbantesa tuve claro que no podría hacerlo sola. Comprendí que me vería obligada a delegar y, por mi particular carácter cargado de manías y normas ridículas, esas personas deberían ser de la máxima confianza, cercanas, amigas y, en definitiva, las únicas dispuestas a aguantar, más por amor que por hambre de fama o dinero, mi abrumadora carga de filias y fobias.

Sin embargo, nunca preví que terminarían convirtiéndose de algún modo en mi familia y ello me obligaría a amar y perdonar, a ofrecer explicaciones y a alejar sospechas, y a mentir y prometer y a jurar y perjurar que no hay nada importante en esa libreta roja, te doy mi palabra, no sé por qué me quedé embobada mirando para ella, tal vez por temor a enfrentarme a los ojos del inspector, no lo puedo explicar con claridad pero en sus páginas no hay nada, de verdad, más que recetas y pensamientos y ese tipo de cosas absurdas, curiosas o ingeniosas que recorto de los periódicos y guardo entre sus hojas. Sí, ya sé que no dejo de repetir que no deseo volver a publicar, tienes razón, pero eso no quita para que siga escribiendo a mi aire, para que apunte mis recetas y continúe creando, como hago con los Platos Efímeros, porque eso no me está prohibido, ¿verdad? ¿Me das permiso?

Después de mi discurso, de mi alegato sensiblero y tramposo, tan chantajista como embustero, Estrella terminó por aceptar mis excusas, a ver qué remedio. No sólo eso, tanta pena le di que conseguí que, renuente pero complaciente, me relevara hoy en la atención de los clientes en el restaurante para intentar, con su apoyo y el de Tomás, espoleada por ambos que quieren que salga a la calle, que me ventile, que ría, que olvide y descubra de nuevo la diversión, llegar a tiempo a mi compromiso con Simón.

Pese a todo, calculo que será complicado. El día se ha torcido desde el principio y, después de esta visita intempestiva de la policía, el consejero delegado, influido por el gusto de ponerme las cosas difíciles, se ha mostrado eficazmente pesado hasta para ser elaborado y, en su lucha por resistirse incluso más allá del fin de sus energías y sus días, me ha dificultado su preparación hasta el punto de no dejarme salir de los pucheros en toda la mañana. Los sesos, por lo habitual, son arduos y complicados de preparar ya que necesitan una cocción previa con independencia de la técnica que posteriormente les vayamos a aplicar. Además, antes de empezar a cocinarlos deben haber sido desangrados minuciosamente, para lo cual se ponen a remojo en agua tibia que hemos de cambiar con frecuencia a medida que el órgano vaya soltando sangre y, en último lugar, debemos retirar la telilla que los cubre. Este procedimiento finalizará al menos una hora antes de que nos dispongamos a hervirlos en una cacerola junto con cebolla, zanahoria, vino blanco y especias al gusto al menos durante quince o veinte minutos según su tamaño, luego se escurrirán y taparán con cuidado para que se conserven blancos hasta la hora de guisarlos.

Para la receta efímera de hoy, una vez cocido el seso decido adornarlo con clavos y hojas de rosas, preferiblemente rojas. Los primeros se insertarán de manera simétrica en toda su superficie procurando que ocupen las intersecciones naturales de la propia vianda; en cuanto a los pétalos, se enrollarán y se introducirán también, alternándolos con los clavos de olor, entre las protuberancias y meandros del órgano. Después se preparará una gelatina aromatizada con comino, tomillo y unas gotas de Madeira a la que añadiremos estambres de la flor troceados, se cubrirá con ella el seso y se dejará enfriar. Aprovecharemos este tiempo para preparar una salsa no muy espesa con la manteca de cerdo, aceitunas negras y los cardos previamente cocidos. Finalmente, para servirlo, cortaremos lonchas del seso como si se tratara de un fiambre exquisito y completaremos el emplatado con una generosa cantidad de salsa y un par de tallos de rosa con sus espinas colocados sobre la carne a modo de decoración.

Se trata de una propuesta espectacular en su presentación y estoy segura de que a su protagonista le encantaría saber que pretendo acompañarlo con un vino de fama contrastada, un Nicolas Joly Clos de la Coulée de Serrant, cosecha del 2004, sabroso y ácido, que intentará contrastar, por lo goloso y fresco, con la pesadez del propio consejero delegado. Sus notas de melocotón, viña y ciruela amarilla, sus toques a cera de abeja y un fondo de piel de naranja crearán el contrapunto perfecto a la receta, tan extremadamente laboriosa en su preparación que, como vaticiné esta mañana cuando hablé con Estrella, no consigo dejarlo todo listo hasta última hora de la tarde, lo que nos obligará a presentar el especial en el turno de noche y, a mí, a perderme las reacciones que provoque en los clientes.

Temerosa de que hayan llegado ya los primeros y pueda toparme con algún asiduo que se empeñe en darme conversación, acongojada por el interrogatorio de esta mañana y por la incómoda sensación de que me será imposible zafarme de una vigilancia que ya no sé si es real o inventada, salgo de la cocina por la puerta trasera y alcanzo al fin la calle con la intención de coger un taxi pese a que ninguno se da por enterado.

Me paro desalentada ante la pared en la que Tomás me apoyó tras el puñetazo traidor que lastimó mis labios y, al parecer, también la memoria o la moral, porque recuerdo el suceso y me da por sentirme sola, extrañamente desamparada aunque a lo mejor esté siendo observada y alguien anote con esmero mis pasos y, justo ahora, este desánimo que me marca la cara. Tan cansada que ya me da todo igual. Que me investiguen, que me acusen, que me detengan o me encierren en un centro penitenciario. Quisiera permanecer aquí el resto de la noche, dispuesta a ver aparecer a Germán en su moto y a permitirle que se meta conmigo, que me vapulee el ánimo, que me interrogue o me ponga en mi sitio.

Pero no va a venir, lo sé. Temo que anoche provoqué su fuga definitiva y, por más que fuera justo eso lo que pretendía, ahora me doy cuenta de que su ausencia, no acierto a entender el porqué, pesa y lastima.

Suspiro, aún sin moverme, y un viandante se asusta al oírme. Tal vez me ha confundido con alguna cariátide cansada de la carga de sus obligaciones, de la servidumbre que soporta y que no parece aligerarse nunca hasta hacer que se plantee dejarlo todo y volver a reinventarse o, más probablemente, desaparecer.

—Nena, ¿te encuentras bien? —se preocupa una voz de hombre que, para mi desilusión, para mi roto corazón duro y amargo, no reconozco. Es un taxista que, con el antebrazo apoyado en la ventanilla bajada, me escruta con descaro.

—¿Está libre? —respondo incorporándome.

—Todo tuyo. Oye, ¿no eres la de la tele? —me suelta a bocajarro nada más acomodarme en el asiento trasero, y sus ojillos que brillan a través del retrovisor me hacen intuir que la carrera será de las charlatanas, que se atreverá a solicitar que le revele indiscreciones de mis invitados mientras yo, muerta de cansancio, echo balones fuera y pruebo a hacerme la dormida sin resultado, primero hasta mi casa y después, ya que le ruego que me espere aparcado en doble fila mientras me arreglo, hasta el dichoso lugar de la recepción a la que me comprometí a acudir por más que ahora, a decir verdad, me esté arrepintiendo a pasos agigantados.

Cuando salgo de Je Reste unos minutos más tarde, arreglada y dispuesta a olvidar mis agobios, los artículos sensacionalistas de la prensa, a Esparbel y su regreso, me topo nada más abrir el portalón de la verja con el ocaso iluminado por las luces rojas y azules de un coche policial estacionado junto al utilitario de Benjamín. Un agente uniformado habla por su radio mientras su compañera inspecciona con una linterna el interior del vehículo abandonado.

Si tuviera arrestos, si me quedaran ganas de provocar o valentía o un poco de esta inconsciencia suicida mía de la que hace sólo unos días me solía jactar, me dirigiría a ellos para saber qué sucede, qué buscan, si han dado con algún indicio que les haga sospechar o si es la suya una comprobación habitual, una práctica marcada por la rutina. Pero estoy agotada, y tensa, y me puede el desasosiego y quiero irme lejos, olvidarlo todo, no pensar en quién soy. Huir.

Les saludo con un conciso movimiento de cabeza, entro en el taxi que me aguarda y le dicto con urgencia la dirección enfadada por mi pasividad y mi falta de iniciativa. Soy realista, sé que con esta evasión no soluciono nada, que lo único que hago es recular y esconder la cabeza bajo el ala y volver a interpretar a esa Teté débil y dócil que nunca he dejado de ser, la cría que prefiere el mundo de la imaginación y sus juegos y evita preocuparse de lo que vendrá después, de mamá arisca esperando en la puerta, de papá encogiéndose de hombros con su sonrisa apagada.

Deseo suplicarle al conductor que me saque pronto de aquí, que me lleve raudo a la fiesta como si su automóvil fuera la calabaza encantada de una fábula, como si pudiera envolverme en un sortilegio que me entretenga y me haga reír olvidada de los agravios y los temores, cómoda y dulcemente vencida, dispuesta a disfrutar de un rato libre de rémoras y espectros al menos hasta que despunte el día o cante un gallo atolondrado y rompa el sortilegio que me mantiene libre, joven y feliz, como en los cuentos.

* * *

—¡Mi amor, ya creí que no vendrías! —Simón aguarda en la calle y está desesperado. Nada más poner un pie en el adoquinado lo noto en su acento, que se pone más mexicano cuanto más se ataca de los nervios.

—Lo siento, me ha sido imposible llegar antes. Demasiado trabajo.

Intento esbozar una sonrisa esplendorosa que enarbolo a modo de escudo con la esperanza de que me ayude a calmar su enfado y, al parecer, lo consigo: tras hacer un rápido examen de mi vestido, del ligero mantón que a toda prisa me he echado sobre los hombros y del suave tono Captive que resalta la voluptuosidad de mis labios partidos y quejicosos, me da el visto bueno y, apresurado, me coge del brazo y tira de mí con ansia por traspasar la barrera que forman las azafatas de la organización.

Avanzamos como dos estrellas de cine por la alfombra roja que cubre el paseo bordeado por rocalla y palmeras y sonrío cegada por los flashes, jugando a ser una princesa maldita, secretamente aliviada por haber escogido un vestido que resalta mi figura etérea, creyéndome por un instante una reina de la noche, la consorte de algún playboy o la muñeca favorita de una niña de cabecita un tanto hueca. Sin embargo, no puedo sustraerme a todo lo vivido hoy, al vértigo del inquisidor que invadió mi hogar, al enfado de Estrella y a las amenazadoras artimañas de mi Ofelia, y sus jubilosos vaticinios de que por fin me van a capturar, y se me ocurre que detrás de esta maraña de cámaras que disparan sin saber que no lo lograrán, que nunca me inmortalizarán, pueda estar agazapado Germán con su mano agujereada, mirándome a través de su objetivo como un marino que avistara en un mar encrespado a una sirena o un asesino a sueldo que tuviera a su próxima víctima en el punto de mira de su rifle. Nerviosa de pronto, repentinamente recelosa, me detengo obligando a Simón a pararse confundido a mi lado, casi dando un traspiés, y escruto a los simples mortales que nos contemplan y tienen prohibido pisar esta alfombra y sin embargo nos admiran, envidian o incluso odian, a todos los que trabajan mientras nosotros disfrutamos y que, por suerte o por desgracia, no podrán seguir el camino de baldosas que da acceso a nuestro paraíso particular lleno también de brujas, príncipes y hadas.

Hay cámaras de todo tipo, las pequeñas de los fotógrafos y las enormes de televisión, hay periodistas y guardias de seguridad y camareras en minifalda que nos esperan con copas de champaña, pero no está Germán y sí, en cambio, allá a lo lejos, tras las vallas, el gentío y los focos, media docena de agentes uniformados que nos controlan, vigilantes y atentos, y no puedo dejar de pararme para fijarme, para averiguar qué hacen, para intentar adivinar por qué están aquí, si por meras razones de salvaguardia de algún político o exclusivamente por mí, porque sus compañeros han destapado esta mañana el frasco de las esencias y la sospecha se cierne ya en todo el Cuerpo sobre mi persona, sobre esta sombra que soy yo que se jactaba de su inmunidad y ahora casi no acierta a caminar.

—¡Vamos! —me grita Simón con ilusión, y echa a andar reproduciendo con sus andares el paseíllo de un matador—. Ya están todos dentro, somos los últimos.

No me queda más remedio que dejarme llevar una vez más, permitirle que tire de mí y me arrastre con mis nuevos zapatos de tacón y mi felicidad pintada en la cara como una máscara que no refleja las turbulencias de mi interior, mi angustia y este espanto que llevo de incógnito mientras intento sosegar a mi amigo recordándole que es mejor llegar tarde, pues la entrada a última hora de las divas causa más revuelo que la aparición temprana. No creo que me escuche: en cuanto pisamos la inmensa nave en la que se celebra la fiesta un par de colegas de su gremio se le acercan para, cargados con el bagaje que les otorga su innegable buen gusto, comenzar a destripar y juzgar como tres brujas en torno a un caldero la reforma y decoración del espacio que nos acoge.

Estamos en lo que otrora fue el antiguo frigorífico del matadero, cuyas instalaciones se acondicionaron para adecuarlas a lo que ahora es una atípica sala de exposiciones, un espacio dantesco, surreal y desangelado que no consigue abandonar su imagen gélida y desamparada. Ahora mismo nos encontramos ante un muro repleto de graffitis que a Simón, exaltado como está por la presencia de famosos del corazón y modelos de pasarela que nunca se sabe bien qué hacen en este tipo de fiestas, le parecen el culmen de la originalidad en tanto que a mí, bastante más escéptica, no dejan de recordarme al descampado que había detrás de mi colegio, ese en el que jugaban los chicos del barrio. No es que no los considere arte, a lo que me refiero es a que logran reproducir esta sensación de provisionalidad que me inspira todo el local: casi se diría que puedo sentirme como muchas de mis piezas empaquetadas dentro de sus arcones de hielo, como todos mis amantes ocasionales encerrados en su cajita fría de los recuerdos, como la carne fresca que espera su gloria en algún paladar que la saboree sin miedo, sin saber a quién perteneció ese lomo, esa espalda o esos sesos, qué destino habrían corrido de no haber sucumbido a mi ansia depredadora y a mi cuchillo perverso.

Abandonadas sus comadres, mi excitado amigo y yo, menos entusiasmada, algo más congelada, deambulamos por entre la gente, nos hacemos con un par de copas y saludamos con algún ademán que a veces no pasa de un alzamiento de cejas, raramente con una franca sonrisa; nos acercamos también, como es obligado, a presentar nuestros respetos a los anfitriones, los máximos directivos de una nueva empresa de alimentos dietéticos que intentan darse a conocer en el mercado, y departimos con ellos y sus esposas y hasta nos dejamos retratar en esas absurdas fotografías de grupo que al día siguiente aparecerán en las revistas. Yo siempre acabo situada en el centro de la instantánea, no en vano soy la cara famosa, Simón a veces consigue colocarse a mi lado, otras es zarandeado y empujado hasta quedar fuera de plano y las más es pillado mirando al suelo o abriendo la boca de un palmo.

Huimos en cuanto podemos con la excusa de que aspiramos a tomar el pulso de la fiesta y, por no faltar a nuestra palabra, nos internamos en ella y descubrimos que, como ovejas de un rebaño racista que separara a las blancas de las negras, como alumnos de diferentes edades que se polarizan y agrupan en las cuatro esquinas del patio del recreo sin mezclarse, aquí también los diferentes sectores artísticos han decidido montar distintas fiestas dentro de la propia fiesta, como esa clase de gente que por cada noche apuesta, personas que beben y brindan y bailan canciones de viernes que ni conocen, que les hacen parecer al ritmo de la música jóvenes y bellos por un momento para una vez fuera de los focos y la ropa de estreno, ante el lienzo del espejo por la mañana, con la cara gris frente a la luz azulada de la bombilla que pende del techo, sin saberlo, sin quererlo, volver a ser tan vulgares otra vez.

Simón, como un traidor, da por iniciado un conato de fuga alegando que otro amigo, un estilista, ha quedado con él en la otra punta del pabellón y debe marcharse para encontrárselo, pero no debes preocuparte, querida, seguro que aquí estarás bien, y sin que pueda impedirlo consigue desaparecer entre la barrera de danzantes para dejarme tirada, perdida y desorientada. Me planteo seriamente si irme ya cuando una mano atenta sujeta mi brazo y me detiene en mi huida. Es mi editor de toda la vida que, cómo no, también ha acudido a la llamada. Le reprocho su asistencia gritando, porque la música no deja de sonar muy alta. Parece mentira en él, tan selecto, tan elitista, dejarse ver por aquí, con toda esta fauna.

—A ver quién es el listo que se pierde esto —se desahoga en mi oído con ese humor socarrón suyo tan hiriente, tan abierto. Sin embargo no tarda en comenzar con esa cantinela suya para mí ya consabida de dar lástima porque es el precio de la independencia, tú bien lo sabes, Teresa, que ir por libre está penado y todo el mundo me ningunea o me relega porque no tengo padrino ni el apoyo de una gran corporación de medios de comunicación. Estoy tentada a dar por fin esa media vuelta que antes no concluí y largarme ya mismo con el sol con el que muere la tarde, cuando me frena—: Venga, Teté, no me dejes ahora, ¿cuándo vas a escribir otro libro que consiga vender un millón de ejemplares y nos haga ganar una montaña de dinero a los dos? —ruega con un deje gangoso que demuestra, como temía, que ha bebido más de la cuenta.

—Creo que nunca. Y no me llames Teté.

—No me digas eso, que me partes en dos el pecho —suplica con ese aire suyo avergonzado y descarado a un tiempo—. Por cierto, a ver si me invitas un día a tu palacete, que en todos estos años aún no he tenido el placer de conocerlo.

—No va a poder ser. Me caes demasiado bien, lo siento.

Tras despedirme con alivio y afecto, diviso a lo lejos, apoyado contra un muro, a un viejo conocido de mis épocas de malquerida en la revista cultural. Le recuerdo como ese tipo siempre dispuesto a fumarse el último cigarro, a asaltar la joyería y robar el mejor collar, el de más quilates, el más caro. Sigue tan reconocible como antes aunque, claro, ya no tan delgado.

Me refiero al joven artista que estaba destinado desde su nacimiento a comerse el mundo, ahora un cuasiadolescente que ha rebasado con creces la treintena pero que, sin que le importe, al menos en apariencia, sigue siendo más chulo que nadie porque él, sólo él, ha conseguido salir del barrio donde creció y llevar por bandera la mala leche de sus orígenes humildes, y las rodillas desolladas y los mocos aún colgando tras el último sopapo que se dio con el más bruto del patio.

Es una lástima que no lo advierta, que no sea capaz de verse a sí mismo en toda su grandeza y su miseria, tal y como ahora yo lo contemplo, y siga sin darse cuenta de que en el fondo, o ni siquiera tan adentro, es tan torpe y tan inexperto como cualquiera porque, a la postre, no deja de ser un artista con su ego de pintor que busca a toda costa el éxito, con su aura de joven promesa eterna, con sus manos oliendo a barniz y a óleos, a pinceles y a trementina.

El joven artista que iba a devorar al sistema viene, como muchos otros compañeros de juerga, de ser destacado en las críticas de una muestra colectiva en la que ha brillado otro creador más enchufado que él y tiene el aire en la mirada como de perrillo al que acaban de echar de casa pero que, inasequible al desaliento, no deja de arañar la puerta insistiendo una y otra vez, gimiendo lastimero, a veces suplicando tanto y tan sentidamente que, finalmente, consigue que le dejen entrar para acurrucarse a los pies del amo, cerca de la chimenea, calentándose con el fuego de la gloria pero sin alcanzar siquiera a tocarla con las manos.

Lo que no revela el artista joven y arrabalero es que de tanto poner su mejor cara se le está olvidando su honestidad primigenia, y reconocerse, y buscarse dentro para dibujarse después y sacarlo fuera. Y es que, día a día, se le empiezan a borrar los conceptos: confunde los confines de su barrio con un ático de trescientos metros cuadrados en el Centro, se figura a sí mismo como el arrojado antihéroe sin rostro de sus grabados y está convencido de que, como con sus retratos, puede manejar a su antojo la realidad. Como si llevara unas gafas desenfocadas, al joven artista se le nubla la vista y pierde el sentido de la orientación, se le tuercen los bordes de los marcos, las patas de los caballetes, y no logra recordar el nombre de sus amigos de la infancia pero sí, palabra por palabra, un reportaje que le hicieron para un conocido dominical.

A estas alturas ya todos a su alrededor se han dado cuenta, y por eso ha llegado a mis oídos, me lo han soplado los manteles de Barbantesa, lo comentan los centros de mesa que siempre se enteran de las conversaciones, hasta lo susurran los cubiertos que manejan como dardos los críticos de arte: ya nadie cree que pueda comerse el mundo, anda descentrado y padece delirios de grandeza sobre su propia personalidad y su posición en las bienales, en las muestras locales de las cajas de ahorros, en el panorama del arte nacional. Pero nadie se compadece lo suficiente como para decírselo y, por ahora, este leve cambio en su categoría aún es demasiado sutil, demasiado incipiente como para que él se haya percatado. Por eso apura lo efímero de su atolondrado periplo vital y artístico, feliz e irresponsable, más ocupado en representar su papel, en mantener su pose que en preocuparse por ese hálito de talento o sangre que se le escapa por la punta de los dedos, que terminará por dejarle, sorprendido y confuso, sin aliento ni oportunidades.

Lo cierto es que el joven artista que un día pretendió merendarse el universo no está del todo mal. Es posible que se deba a mi desesperación, que el deseo surja de mi hambre o de la angustia que poco a poco comienza a invadirme estos días y me vuelve más voraz, más desesperada y triste que nunca, pero no consigo dejar de mirarle. Refulge con luz propia en esta noche y destaca entre los demás quizá por joven, quizá porque aún no sabe llevar con soltura la corbata o se ríe en un volumen inoportunamente alto, insultantemente franco. Las demás damas instaladas en esta esquina de la fiesta lo admiran con gula, con la atención que se presta a lo desconocido, con la curiosidad que se le otorga a lo exótico y sé que les parece, como puedo leer en sus pupilas brillantes y atentas, como he oído en algún comentario perdido, varonil y bestial. No con ese salvajismo inocente de los indígenas sin alfabetizar, no con esa simplicidad ingenua que te hace acogerlos en tu seno y educarlos hasta enseñarles paso a paso la A, la M, la O y la R y cómo practicarlo, sino con esa fuerza bruta de los que conocen las convenciones sociales y se las saltan porque se niegan a vivir acorde a ellas y se tornan irresistibles por atreverse a ponerse el mundo por montera.

Todas le contemplan, le admiran y buscan frases desesperadas, presentaciones vanas, soluciones manidas y más o menos recatadas, más o menos justificadas para acercarse a él, para llegar a su esquina pero no las encuentran porque no tienen mis recursos ni mi pasado, algo de lo que yo ya me he percatado.

Entretenida de pronto, acuciada por la adrenalina que da la caza y la competición, hallando alicientes insospechados en este lugar que hasta hace nada se me hacía insoportable por aburrido, decido que ahora el tiempo ya no pesa para mí y no me duele malgastarlo. Por eso le permito que beba, que se divierta a voces, que se acerque y se aleje, que baile y se maree al son de una música de indudable modernidad y cuestionable gusto que adensa al aire ya viciado de la velada. Yo, mientras tanto, sin carabina ni coartada, le observo coquetear con las modelos y hasta con las hijas de los directivos que no dejan pasar la ocasión de vestirse de gala para codearse con la crème de la crème y paladeo complacida, morosa, el amable dulzor de su derrota. Porque al final yo triunfaré y él caerá. Vendrá a mí. Lo sé.

Es cuestión de aguantar y esperar. Con mi flema imperturbable, con la sangre fría, con la seguridad suficiente, con la precisa calma antes de la tempestad.

Sabe que le aguardo, que no me marcho porque le deseo, y nos cruzamos guiños desde diferentes lados de la abarrotada sala, y deambulamos pero sin perdernos y por mucho que nos movamos o hablemos o alternemos siempre sabemos, al final, dónde está el otro. Lo veo tan presuntuoso, tan envanecido por la conquista inminente, que hasta me da ternura y un poco de pena saber cómo va a acabar todo, que se deslizará al final entre mis brazos vencido y deshecho como agua sucia que busca el sumidero.

Con un gesto me revela desde lejos que es mi noche de suerte, que ya ha decidido, que de todas se queda conmigo y, sin decir una palabra, sólo por medio del lenguaje corporal y lo que nuestros ojos nos permiten mostrar, me ordena que salgamos ya, que me esperará fuera, pero que lo hagamos por separado. Asiento imperceptiblemente, refinada y discreta, como una autómata dispuesta a obedecerle. Cuando, de camino a la salida, paso por su lado intentando disimular, le veo tal y como es de verdad, sin el furor y el disfraz del cortejo, y sé que es un caradura, un prepotente engreído instalado en la mentira, un hipócrita que se describe como superviviente de la droga que en los suburbios ha perdido a toda una generación mientras, para mantener el ritmo, para preservar su aura de maldito, consume a espuertas en los bares de moda toda la nieve que le pongan delante siempre y cuando el gasto no corra por su cuenta.

Me alejo desencantada por la facilidad con que he capturado a la presa y me despido de mis falsas amistades, tan divinas como selectas, que se plantean dónde continuarán la fiesta. Atrás quedan el director de museo contemporáneo que saca tabaco de liar con dedos torpes y rostro abotargado, los dos periodistas que se pelean por llevarse a su cama al último y casi púber actor revelación, el audaz fotógrafo de países en guerra que clama por la abolición de la pobreza pero porta un peluco de muchos miles de euros en la muñeca y la prestigiosa arquitecta que ya sólo hace encargos para estados en donde las dictaduras que gobiernan amordazan a la prensa para que no puedan criticar sus fastuosos proyectos de inservible vocación esteta. Yo abandono el recinto y me recreo en los olores de esta hora de la noche. La calle aún tiene prendido en el asfalto un resto persistente de aroma del verano y me siento libre y anhelante, emocionada por la incredulidad y el temor que degustaré en los ojos de mi próximo trofeo, por el olor de su miedo de macho atrapado, esa sospecha instintiva y desvalida del inocente que no intuye aún lo que le espera.

El aire pesa por la contaminación, un barrendero riega los jardines al borde de los cuales espera mi príncipe de novela montado en su corcel con forma de deportivo y yo me acerco dando saltitos con mis zapatos de cristal sobre la calzada mojada y me gusta y río como una niña pequeña que aún no se ha cansado de jugar. Hace que me sienta nueva.

Ahora mismo soy razonablemente feliz, mi lengua baila y se mece en mi boca al compás de mis pasos de tacones embarrados. Monto en la carroza con una sonrisa cándida y provocadora a un tiempo e informo al jinete enamorado que me aguarda impaciente de cuál es nuestro destino. Arranca de inmediato, se salta algunos semáforos y por momentos me dedica miradas de deseo mientras su mano de joven artista talentoso se adueña de mi rodilla, y palpa más arriba del borde de mis medias, y fisgona y descarada asciende por mi muslo con rumbo hacia mi vergüenza. La fabulosa promesa del arte se confunde, cree que se está llevando el gran premio pero la historia funciona al revés. Ignorante de su futuro, susurra en mi oído alguna perversión que espera muy pronto hacer cierta entre las sábanas y alaba mi voz ronca que le excita por las promesas que anticipa y besuquea mi cuello dejando en mi piel un tenue olor a ron y tequila. Busca mi boca y la encuentra, «hoy tus labios son burdeles», recita con la esperanza de que me asombre la capacidad evocadora de su genio, y yo acepto el cumplido como si nunca hubiera escuchado tal canción y simulo estar complacida y halagada procurando que no perciba mi rechazo, la desilusión de oír las palabras y las notas mancilladas y sucias, desvaídas y rotas nada más salir de su garganta.

—Dicen de ti que vas a comerte el mundo, ¿es eso cierto? —le sonsaco entre besos y bocados, ronroneando como una gata zalamera complacida por las caricias de su amo.

—Totalmente —me asegura—, pero antes voy a comerte a ti.

Sonrío de nuevo y en el auto que nos conducirá a mi casa y a mi cama y a mi horno y a mi restaurante y a mi mesa sé que no acierta a entender la ironía que encierra esa aseveración, hasta qué punto aberrante y cruel, aunque en un sentido opuesto al esperado, su premonición puede llegar a ser cierta.