17. La clave de la excelencia: mantener el secreto de las recetas
—¡Qué asco! ¿Me puedes decir qué es eso? —Estrella señala con un dedo tembloroso un cúmulo de vísceras ensangrentadas que dejé sobre la encimera. La de ayer fue una noche agitada, lo que explica mi descuido. Aun así, he de ofrecerle un pretexto que suene coherente, que no desencadene más investigaciones ni temblores de piernas.
—A veces pareces tonta. Qué va a ser, ¿no lo ves? Un corazón —aclaro al fin—. Después de que acabara la fiesta estuve trabajando y…
—No me digas más: te quedaste hasta las tantas haciendo experimentos de casquería en tu caseta de los horrores y has olvidado recoger los restos de ese pobre animal despiezado.
—Yo no lo habría explicado mejor.
—Pues si no te molesta, te rogaría que los apartaras de mi vista cuanto antes —aconseja muy seria calándose sus gafas de leer y abriendo el periódico—. No me apetece desayunar ante este espectáculo de entrañas y sangre.
Obediente, dispuesta a no seguir tentando mi suerte, guardo el corazón en un recipiente que deposito en la nevera. Los restantes pedazos de carne, por el contrario, terminan en la trituradora sin clemencia.
—Ya está, mira qué fácil ha sido —anuncio antes de sentarme para que no le quede ninguna duda de que he cumplido sus deseos y no vuelva a hacerme levantar por alguna otra pega, algún otro capricho.
—Lo que no entiendo es por qué me pareció tan pequeño —reflexiona—. Siempre creí que los corazones de cerdo eran mayores que los nuestros…
—Puede que se tratara de un cerdo mezquino, sin apenas corazón —bromeo sin compasión—. No alcanza más que para tres o cuatro raciones, así que creo que voy a descartarlo. Menos mal que también reservé los sesos…
—Tú sabrás… —contesta indiferente, embebida en su diario—. Oye, fíjate en esto, ¿no es la librería del centro donde fuiste a firmar el otro día?
Alzo los ojos de mi sempiterna taza de café e intento interpretar las manchas blancas, grises y negras de la fotografía.
—Sí, ¿qué dice?
—Es una noticia sobre un robo, al parecer vaciaron la caja fuerte con la recaudación del fin de semana y también se llevaron unos valiosos ejemplares que iban a mostrarse en una próxima exposición.
—Ya lo sabía, el director de la sucursal era un viejo conocido mío y me lo comentó. Según él, el robo no tenía tanta importancia como sus jefes querían darle.
—Claro, como que ahora se descubre que es el único imputado. Te leo: «El máximo responsable de la librería, una de las decanas y más reconocidas del país, y reputado experto y coleccionista de volúmenes antiguos, ha desaparecido tras ser interrogado por la policía. Los investigadores, que no pudieron demostrar su implicación en el robo a pesar de que desde el primer momento lo consideraron el principal sospechoso, han determinado a raíz de su huida que todo parece obedecer a un plan urdido con el fin de hacerse con estos apreciados ejemplares».
—No puedo creerlo, conmigo fue encantador y tan atento… —hay que ver, cuando me lo propongo, lo bien que puedo fingir mi asombro.
—Menos mal que no se te ocurrió enseñarle el palacete, si ese pájaro llega a descubrir tu biblioteca, capaz hubiera sido de hacerte cualquier cosa con tal de hincarle el pico —me río, qué otra cosa puedo hacer, Estrella despliega en ocasiones una clarividencia que me haría tiritar si no fuera porque sé que, de tan estricta y cuadriculada como es, jamás seguirá a sus instintos ni dará pábulo a sus presentimientos.
—Eres tremenda —le recrimino en tanto dejo la taza en el fregadero, aún manchado por goterones y restos del trabajo de anoche—, hay que ver con qué contundencia emites tus juicios. ¿Qué te hace pensar que, de habérmelo traído, no hubiera sido capaz de defenderme y quitármelo de encima?
—Eso lo sé perfectamente, lo que me preocupa es justo lo contrario —y una sombra nubla su cara—: Saber que, por más pretendientes que te salgan, te muestras decidida a no caer en brazos de ninguno con tal de no dejarte querer.
Para que no aprecie el efecto que causan en mí sus palabras, me aliso lentamente la falda hasta comprobar que está impecable, que ni una sola mota de polvo empaña sus reflejos tornasolados ni una arruga estropea su tacto suave. Sólo cuando he conseguido controlar este rictus amargo me animo a seguir hablando:
—Menudo concepto tienes de mí. Me pintas como a una solterona incapaz de llevarse un colín a la boca y, mira, a lo mejor cualquier día de éstos te encuentras con una sorpresa y descubres que soy una amazona que cada noche sale a cazar a un incauto para comérselo vivito y coleando justo aquí, en esta cocina en la que estamos.
—¡Y yo que lo viera! —exclama Estrella con una carcajada que, tan pronto como se extingue, deja paso a sus preguntas como balas perfectamente calibradas para dar en la diana—. ¿Cómo es que estás arreglada, ya te vas?
—Quiero llegar pronto a Barbantesa. El especial de hoy requiere mucha preparación y he de salir temprano, porque esta noche he quedado con Simón —y mientras le doy cuentas de mis horarios y movimientos me acerco al refrigerador y rescato de su interior el recipiente de cristal con los sesos del consejero delegado que tendrán el honor de ser el ingrediente central de mi Plato Efímero, tan esperado como seguramente aclamado.
No puedo dejar de contemplar las regiones de su cerebro y reparar en el lóbulo parietal, el que rige las emociones. Con sólo un vistazo comprendo su modo de ser, mientras reparo en el gran tamaño de la parte destinada a amasar dinero, a quebrar empresas por su ineptitud, a despedir a empleados con hijos pequeños y, en definitiva, a hundir a los demás. Diría por mi experiencia como anatomista que está mucho más desarrollada que la zona asociada a la compasión, a la generosidad y a la bondad, claramente atrofiada.
—Te llevas parte del trabajo hecho de casa, por lo que veo —observa con la vista puesta en el recipiente que sostengo—. ¿De dónde sacas tanta carne fresca para tus ensayos? Sé que no la traes del restaurante, pero aquí siempre tienes los arcones llenos.
—¿Y desde cuándo te interesas tanto por mi vida? —replico ya cansada y contrariada—. Para tu información, hago con frecuencia pedidos a nuestros proveedores. De madrugada, cuando los camiones salen cargados del matadero rumbo al mercado central de abastos, pasan antes por aquí y descargan las piezas más frescas, las sacrificadas en el ultimo turno. Son los privilegios de ser una cocinera famosa que sale en televisión. Después de mis «ensayos», y ya que casi siempre suelen sobrarme varias partes del animal, acostumbro a congelarlo para no desperdiciarlo y que no digas que no soy ahorrativa. ¿Satisfecha? Si no te fías puedes hacer unas llamadas a los transportistas y comprobarlo por ti misma.
No acierto a determinar su grado de satisfacción ante mis explicaciones y me escaman estas continuas peticiones de información con que me agobia últimamente. Está demasiado preocupada por los detalles de mi rutina, por lo que hago por las noches en, como ella la llama con burla, «la caseta de los horrores». Es posible que precisamente por eso decida justo ahora que lo mejor es una buena huida a tiempo y, poniéndome la ligera gabardina doblada con esmero sobre el respaldo de la silla y terminando de abotonarme el cuello de la etérea blusa de corte Victoriano, me encamine hacia la puerta con paso firme y el tarro con los sesos debidamente empaquetado y bien sujeto por mis frías, gélidas manos.
—Teresa, no me has dicho cómo has bautizado al especial de hoy —me recuerda cuando estoy a punto de marcharme, desesperada ya por salir de aquí.
—«Sesos de consejero delegado con espinas de rosa y clavos a la grasa de cerdo sobre lecho de cardos».
—Hija, mira que les pones nombres raros. Tienes a los críticos gastronómicos rompiéndose la cabeza intentando dilucidar a quién van dedicados los títulos de cada día. Ya he oído todo tipo de teorías: que estás realizando una lista de enemigos a los que simbólicamente sacrificas; que son una metáfora sobre el viciado panorama cultural… En fin, qué más da, este del consejero delegado pinta bien. Si me queda tiempo para cenar en Barbantesa no dudaré en probarlo.
No sé si contestarle o despedirme por fin, centrarme en mis cosas y no en su vigilancia que me acosa y me cerca cada vez un poco más, cuando me sobresalta el timbre estridente de la puerta, tanto que a punto estoy de dejar caer el paquete con los sesos al suelo.
—¿Has hecho otro encargo al vivero? —comenta Estrella.
—No, y tampoco espero a nadie —no consigo disimular mi extrañeza y, quizá por su reflejo, las dos nos miramos inquietas.
—Ya voy yo a abrir —dispone en plan sargento—, pero por si acaso no te vayas muy lejos, espera aquí a ver de qué se trata.
—Tengo prisa, atiende tú a quien sea —objeto, y sin obedecerla me aferro al picaporte para salir por la puerta de atrás, como una vulgar ratera, cuando una doncella asustada irrumpe en la cocina para anunciarnos que afuera hay dos personas que me reclaman.
—¿Y no han dicho quiénes son? —inquiero con curiosidad.
—Sí, son de la policía.
* * *
Cuando entro a la antigua salita de té de mamá, tan a rebosar de arte y magnificencia, por más que me haga una idea aproximada de quién me aguarda, no puedo reprimir mi sorpresa. Y menos mal que he logrado que no me acompañe Estrella, empeñada en apuntarse a la reunión y a quien finalmente disuadí con argumentos tan contundentes como que la visita tendrá que ver con el librero fugado y que, por mucho que piense que soy una incapaz, me basto yo sola para atender a los agentes.
Rígidos y sin sentarse, como dos chiquillos embarrados recién llegados del parque temerosos de manchar cualquier superficie sobre la que osaran apoyarse, me topo con los dos policías que interrogaron al librero anarquista en su local, el mismo que, hay que ver lo que son las coincidencias, tanto disfrutó hace unas cuantas noches en este mismo salón.
El mayor, tan hosco como la tarde de nuestro encuentro en la librería, no deja de pasearse por la estancia con un rictus áspero y las manos a la espalda. El joven, en cambio, se mantiene en una esquina de la alfombra, con los brazos pegados a su costado y los ojos entrecerrados, no sé si a causa del asombro que le causan las antigüedades y excentricidades que cuelgan de las paredes o, precisamente, por el hastío que le provoca tanto arte concentrado en un mismo lugar.
—Buenos días, inspector Esparbel. Cuánto ha pasado desde nuestro último encuentro.
Intento mostrarme segura y tranquila, hasta me permito ironizar sobre mi relación con el de mayor edad, a quien conozco desde hace mucho, mucho tiempo atrás, mientras les invito a tomar asiento. El joven lo hace de inmediato y escoge el mullido sofá para recostarse, hundirse y enterrarse rodeado de cojines. El otro agente, en cambio, sin preocuparse de arrugar su gabardina, se sienta en el brazo de un butacón de manera que su posición quede ligeramente elevada y pueda observarme, planear sobre mi cabeza como un gavilán sobre una paloma, tan fácil de cazar en cielo abierto.
—Lamentamos aparecer sin avisar —su recia expresión me recuerda que es tan incapaz de lamentar como de reír o disfrutar, pues ya no está dotado para abrigar sentimiento alguno—, pero la desaparición de su amigo el librero ha conferido un giro a nuestra investigación que nos obliga a actuar con urgencia y sin demasiada contemplación.
Como si alguna vez hubiera tenido miramientos, me digo, y aunque sé que debería responder con una pregunta que aludiera a mi posición como interrogada, preocuparme por saber si soy testigo o imputada, prefiero no entrar aún en el tema: antes necesito respirar de un modo discreto, que no se percate de que me falta el aliento.
—Veo que de nuevo tiene un compañero, inspector —y señalo al mozo que, acomodado en su blando, dulcísimo lecho, parece de un momento a otro echarse a dormitar—. Creía que por su cargo podía desempeñar su labor en solitario.
—No es más que un centinela —explica de mal humor—. Está ahí para vigilarme, por si se me vuelve a ir la cabeza.
—Qué sincero. Le admiro.
—La sinceridad es un bien escaso. Me ahorraría mucho trabajo en mi profesión si todas las personas lo fueran.
Sé que el estoque se dirige contra mí pero hago como si no me diera cuenta. No voy a desmoronarme ante sus trampas por mucho que las disfrace. No, no caeré tan pronto, al menos si puedo evitarlo, y redoblo mis esfuerzos por fingir que soy cortés, que me interesa su vida y su bienestar, que no oculto nada, que estoy serena.
—Y su familia, ¿qué tal se encuentra? —inquiero, y sé que pincho en hueso.
Ahora es él quien se resiente. Aprieta la mandíbula, cierra los puños sobre sus rodillas y traga saliva revelándome con la tensión de sus facciones, más rígidas de lo habitual, que he dado de lleno, justo donde más lastima, en el vientre al descubierto, sin la protección de corazas ni costillas. Y es que por más que mi pregunta pueda parecer inofensiva no lo es en absoluto. Nadie, de aquellos que le tratamos y sufrimos en su momento, pudo mantenerse al margen de la desgracia personal que primero le agrió el carácter y que finalmente, después de que hubiéramos dejado de frecuentarnos, terminó por llevarle al hundimiento.
—Como siempre —masculla entre dientes, y algo en su voz rota me hace adivinar que miente, que bajo su apariencia de control y normalidad nada ha dejado de ir mal en su vida. Sus pozos son los mismos y, por mucho que se haya reinventado, no puede olvidar los horrores pasados.
—Me alegro —miento yo también.
—Y bien, ya que estamos todos felices y nos hemos puesto al día, ¿qué le parece si le hago unas preguntas? —propone vomitando las palabras como si le diera un subidón de glucosa tras tanta corrección y cursilería.
—Estaré encantada de colaborar —acepto imperturbable—. Aunque como no me ha leído mis derechos, entiendo que no me comprometerá lo que aquí declare.
—Estoy haciéndome mayor pero no olvido el procedimiento —ladra, y consulta algunas notas en su libreta antes de empezar a atacar—. ¿Es cierto, como afirman varios testigos, que salió de la librería acompañada de nuestro investigado?
—Así es —confirmo escueta.
En situaciones de tensión suelo acudir a las normas de cortesía. La buena educación ha sido siempre una excelente excusa para calmarme, para permitirme ganar unos instantes y hacer acopio de mi sangre fría, de modo que alzo mi mano y, recreándome en el gesto, sabiendo que es una provocación, que se alterará aún más por este nuevo pasatiempo, aviso a la doncella agitando una campanilla con un cierto regocijo por el petulante alarde de ostentación.
—¿Qué desea la señora? —es Alicia, que asoma la cabeza y al toparse con la desasosegante presencia de Esparbel palidece y tiembla como una hoja.
Yo, flemática, consciente de que su aparición prolongará la espera a mis respuestas, me vuelvo solícita hacia los dos policías:
—¿Han desayunado, puedo ofrecerles algo? Tenemos café recién hecho y también zumo, o si prefieren un té…
—A mí me gustaría uno con leche, gracias —acepta el joven custodio antes de volver a sumirse en la callada contemplación del lienzo que ocupa una de las paredes del salón—. ¿Es auténtica esa pintura?
—¿El Sorolla? Claro que sí —respondo con naturalidad—. Tengo uno más en otro salón, puedo mostrárselo luego si lo desea.
—No hemos venido de visita turística —corta su compañero de mala manera.
—Como desee —argumento con parsimonia, intentando mantener mi sonrisa a toda costa porque sé que, como los chacales hambrientos, como las rapaces más belicosas, este perro viejo es capaz de oler mi recelo y cebarse en él llevado sólo por la fuerza de su instinto más fiero.
—¿A qué hora salieron de la librería? —continúa mordiendo.
—A la misma en que ustedes la abandonaron —informo aunque, precavida, quisiera negarlo todo, declarar que en cuanto llegamos a la calle nos separamos, nos despedimos con dos besos y partimos en direcciones opuestas, cada uno por su lado. No lo hago. Yo también soy cazadora y sé que intentar engañarle sería una pésima idea porque tiene la trampa dispuesta, a la espera de aprisionarme.
—¿Adónde se dirigieron? —continúa, molesto porque apenas me explayo.
—A tomar una copa por los viejos tiempos, como habrán declarado los empleados que nos vieron salir —como con Germán, me puede la curiosidad y el vértigo de saber hasta dónde han llegado sus pesquisas, cuánto me ha investigado.
—En efecto, desde que supo que usted iría a firmar ejemplares el sospechoso se dedicó a pregonar que la conocía de tiempos pasados, incluso llegó a sugerir que hubo entre ustedes un cierto contacto…
Sonrío para dar a entender que nada de cuanto insinúa me afecta, muevo la cabeza con condescendencia y suspiro procurando demostrar indiferencia. Aguardan mi respuesta mientras yo, elegante y discreta por fuera, saboreo en mi interior el recuerdo de la caída en desgracia del librero, sus súplicas y sus ruegos tendido en el suelo encharcado, y me relamo por no haberme planteado ni por un instante atenderlos.
—Nos conocíamos desde hace años —revelo al fin—, pero las cosas nunca fueron más allá de un leve cortejo juvenil.
—Entonces ¿por qué se marchó con él?
—Porque estaba abatido tras su interrogatorio —le reprocho—. No sé con qué le amenazaría, pero lo dejó roto y sin anclajes, aterrado y a la deriva.
—Nosotros no amenazamos, señorita —puntualiza Esparbel.
—Pero presionan. Y asustan.
—Ése es nuestro trabajo, y sólo lo hacemos con quienes creemos que albergan motivos para tener miedo. ¿Lo tiene usted?
—En absoluto.
—Pues debería sentirse inquieta por la suerte de su amigo.
—Si relacionan su desaparición con el robo de esos valiosos libros, lo lógico es pensar que ha huido al estrecharse el cerco policial. ¿Por qué debo preocuparme? Estará disfrutando en una playa tropical rodeado de nativas.
—Es como si se lo hubiera tragado la tierra. No tenemos constancia de que subiera a bordo de ningún avión o barco, tampoco solicitó ningún visado, no se despidió de sus conocidos, ni siquiera hizo las maletas. Seguro que esta historia le suena. No es la primera vez que le ocurre algo parecido a quien está cerca de usted.
Debería saltar de ira, sonrojarme, incluso gritarle y abofetearle, pero soy más sofisticada y cerebral de lo que piensa, y para demostrárselo levanto una mirada tan clara y tan franca, tan libre de toda sospecha en mi rostro angelical de piel candorosa y sin mácula que, desalentado, comprende que aquí no le queda más por hacer pues es incapaz de lograr que pierda el control y ya ni siquiera lo consigue mencionándome sin decir su nombre a Agustín.
Parece a punto de levantarse, disculparse por las molestias y marcharse, cuando surge Alicia tras la puerta con una pesada bandeja.
—Mi café, qué bien —exclama el joven policía, que se incorpora dispuesto a disfrutarlo tras un rato contando musarañas.
Alicia deposita su cargamento sobre una mesita auxiliar, la que está más cerca del ventanal que da al jardín, la misma sobre la que acostumbro a dejar mis cosas y en la que reposa ahora, brillante y roja, mi libreta de los secretos. Como es una recién llegada a esta casa no tiene ni idea de su valor, ni de qué hacer con ella ni dónde colocarla tras acomodar allí su bandeja y disponer el servicio y servir el café con las mejores maneras, tal y como le exige Estrella. Sostiene la libreta, duda un momento y al final me la tiende deferente esperando que la acepte y me haga cargo de sus entrañas de papel llenas de misterios que han de permanecer a cubierto. Rígida la recojo y, como sería de mal tono levantarme ahora y salir de la habitación, sacarla como sea de esta estancia y de la vigilancia de Esparbel, guardarla con llave, encerrarla bajo mil candados como debí haber hecho hace tiempo, la abandono sobre un cojín a mi lado, fingiéndome despreocupada.
Nadie parece darle importancia a este gesto excepto yo, que debería disimular y actuar con naturalidad, olvidarme del peligro y de la inverosímil posibilidad de que cualquiera de los dos agentes se atreva a extender una mano curiosa y tomarla, abrirla y leerla. Es totalmente impensable, me repito y, sin embargo, tan sumamente fácil hacerlo que no puedo dejar de temer, preocuparme, mirarla y remirarla y comprobar que sigue ahí, llamativa, confiada, durmiendo con su bomba de relojería dentro a punto de estallar.
Cuando por fin Alicia, tan deseosa de agradar y complacer, entrega la taza a mi acosador, que la acepta renuente pese a su negativa anterior, no puedo evitar que se me escape un suspiro de alivio que resulta atronador. Con presteza sus ojos inquisitivos, sumamente perceptivos, se posan en mí y dudan, y sospechan, y no saben qué deben buscar pero husmean, intuyen. Recelan.
De nuevo en suspenso vuelve a cubrirnos el silencio mientras Alicia, por fin, me acerca una taza de café también a mí. Mientras la recojo con una sonrisa falsa de agradecimiento puedo palpar la expectación de Esparbel por comprobar si me delatan trémulas las manos, si me tiembla el pulso, si se me derrama el líquido por culpa de un nerviosismo que debería sentir porque así funciona este juego.
Buena soy yo. Me perseguirán, me acosarán, querrán meter las narices en mis armarios pero, por mucho que crean que me conocen, no saben con quién están tratando. No deberían olvidar cómo me gano la vida, que a medio camino entre la magia y la precisión, sin olvidar la pasión, sin perder el control, irradio felicidad y maestría con un cuchillo entre las manos.
—¿Seguimos con sus preguntas ahora que ya están servidos? —propongo osada y provocadora a mi enemigo mientras revuelvo con soltura el café en la taza.
—¿Adónde fueron después de salir del local de copas? —embiste el inspector.
—Nos marchamos cada uno por su lado —ahora sí, miento con descaro.
—El vigilante de un garaje ha declarado que les vio entrar en él, pagar el ticket y dirigirse al segundo sótano —por primera vez sus facciones muestran una evidente satisfacción.
—Fue muy galante y me acercó hasta mi barrio, pero no me dejó en la puerta de mi casa sino a varias manzanas de distancia. Me explicó que no quería desviarse más de su ruta y así es como terminó nuestro encuentro.
—¿Y cómo podemos saber que no llegó a entrar aquí con usted y no pasaron la noche juntos? —interpela suspicaz.
—Tendrán que fiarse de mi palabra. Como comprenderán —compongo un mohín coqueto y divertido—, no soporté su asedio durante tantos años como para caer en sus brazos precisamente ahora que se le acusa de un delito.
—No le recomendaría mentir. Podríamos seguir su rastro hasta esta mansión y buscar sus huellas dactilares, pelos, incluso su semen —ya llegó el momento de tirarse el farol.
—Podría, inspector Esparbel —acepto con un matiz apacible y susurrante en mi voz—, pero para eso necesitaría una orden judicial, y dudo que vaya a lograrla ahora cuando no la ha conseguido en ninguna ocasión anterior.
—A lo mejor hemos estado trabajando este tiempo con una hipótesis equivocada —reconoce de pronto cambiando el juego—. Tal vez el librero tuviera un cómplice, una amiga de gustos caros interesada por el coleccionismo de libros, con relaciones con marchantes de arte y un palacete como éste, lleno de antigüedades. Es posible incluso que le alentara a sustraer los volúmenes desaparecidos.
—También pudiera ser que el librero actuase en solitario y, una vez conseguido el dinero, se quitase de en medio para disfrutar su botín sin sobresaltos —le sugiero.
—O que su amiga, una vez en su poder esos valiosos ejemplares, lo asesinase sólo por el puro placer de verle morir, para a continuación despedazar su cuerpo y hacerlo desaparecer —y le centellea la mirada mientras habla y me clava vehemente, enardecido, sus pupilas exaltadas.
Tras el último asalto de este duelo, el más bronco, el más revelador, nos quedamos callados, abstraídos en nuestros pensamientos, manteniendo nuestras poses y las máscaras que nos colocamos al comienzo de la partida. Él la del poli con instinto y sin pruebas y yo la de la sospechosa lista que se hace la ingenua. Me esfuerzo por mostrarme impertérrita y creo que lo consigo con relativa facilidad hasta que oigo, detrás de la pared, justo tras el cuadro de Sorolla, la risa macabra de mamá. Ha estado todo este tiempo aquí con la oreja puesta, disfrutando como una bellaca con la escena. A pesar de la furia que me provoca debo contenerme, no puedo permitirle adivinar cuánto me altera y mucho menos llamar la atención de los agentes hacia la pintura que zarandea débilmente y que ahora, asumiendo sus nulas aptitudes fantasmales, araña y golpea con sus puños invisibles de espectro chapucero.
—¿No le han dicho nunca que tiene una imaginación portentosa? —le adulo para que vuelque su atención en mí e ignore a esta Ofelia burda y artera—. Podría ser un excelente guionista, incluso un más que aceptable autor policíaco. Ya le veo presentando su novela en la próxima Semana Negra.
—Ríase, pero aún no me ha dicho qué le parece mi historia.
—No vale la pena, ninguna de sus teorías se puede demostrar.
—¿Qué tendrían que demostrar? —pregunta Estrella haciendo una entrada triunfal.
—Las suposiciones del señor inspector y su compañero —le informo rápida para ponerla en situación antes de que le dé un ataque de nervios, vencida por la impresión de volver a ver a Esparbel, y se desplome sobre cualquier sillón—, ¿le recuerdas? Nos frecuentaba en el pasado con cierta asiduidad.
—Cómo no… —balbucea estudiándole con atención, asombrada por su deterioro, por lo mucho que ha envejecido desde que con inmenso alivio lo perdimos de vista y se alejó, creíamos que para siempre, de nuestras vidas.
Y es que Esparbel, es evidente, ya no es el mismo de antes sino algo así como una versión maltratada de otro que algún día, mucho, muchísimo tiempo atrás, fue. Le recuerdo altivo, cínico y con un tipo especial de fuerza interior, de potencia masculina, de confianza interior, que le pertrechaba contra las múltiples e impensables invectivas de su oficio. No ha perdido ese porte marcial de militar de otros tiempos y una elegancia desaliñada que sigue estando ahí pero de diferente manera. Las manos firmes y armónicas de pianista de jazz se crispan ahora como garras; el pelo negro de raya al medio lustroso y sano, envidia de sus compañeros calvos, se ha vuelto de un gris sombrío entreverado de canas tan llamativas como mal cortadas; la mandíbula cuadrada, los pómulos bien altos, se oscurecen a causa de una barba que le aporta un toque macilento de dandy venido a menos, de ser acabado y resentido cuyos labios finos y bien perfilados muestran esta mañana un talante cruel y extrañamente despiadado en su austeridad, reflejada también en la gabardina arrugada que, como una sotana, no se quita de encima; en la corbata torcida sobre el cuello ya no tan blanco de su camisa; en los zapatos que ya no brillan y, sobre todo, en sus ojos. Esos ojos rojos que antes eran fieros.
Cuando era niña, semanas después de la muerte de papá, apareció por el barrio un perro abandonado. Era un pastor alemán impresionante y de pelo muy oscuro, tanto que a la gente que se lo cruzaba le daba miedo. Yo creía, cuando lo contemplaba parado en la acera al pie de nuestra verja, que era una especie de vigía, un ángel de la guarda enviado por papá para cuidarme y espantar de nuestra casa cualquier atisbo de mal que quisiera entrar.
Una mañana, un malnacido aficionado a la caza mayor reparó en su existencia y se propuso llevárselo por delante, no a fuerza de palos o golpes, no enfrentándose a él abiertamente sino por placer, por aplacar el vicio y quitar el polvo de su anquilosada escopeta.
Erró el tiro y entendió como una humillación que el perro siguiera paseándose por la zona. Fue entonces cuando se tomó la molestia de llamar a los funcionarios de la perrera municipal. Recuerdo la tarde en que lo apresaron y la mirada del animal a través de las rejas de la furgoneta. Antes era orgullosa y segura, la que vislumbré mientras el vehículo arrancaba estaba confusa y vencida. Eran ojos hueros de esperanza, de quien ha descubierto que los humanos son propensos a lastimar y a hacer daño. Que nadie es de fiar.
Eran ojos de perro apaleado.
Los mismos con que ahora nos mira Esparbel.
—Un placer —articula en dirección a Estrella tras un largo silencio, y es evidente que no lo siente en absoluto. No creo que guarde muy buenos recuerdos suyos y, en cierto modo, le comprendo. Si para mí es como una profesora atenta a la que es difícil engañar, a la que se ama y que te resguarda pero ante la que estás obligada a rendir cuentas, para él debió de ser una fiera que, con tal de defenderme, con tal de mantener intacto el espeso muro de calidez y protección con que me velaba, interpuso en su camino mil y una trabas.
Como en un partido de tenis, mi atención péndula de uno a otro analizando detalles, caídas de párpados, tics y respiraciones que me den a entender qué pasará ahora, quién va a sacar la bola, quién ladrará, quien morderá primero.
Es ella la que comienza. Toma aire, alza el mentón y, procurando no mostrarse muy arisca ni demasiado seca, intentando por todos los medios averiguar qué ocurre sin por ello dejar de guardar las formas ni desencadenar otra vez el antiguo reino del terror, formula la típica pregunta vacía de contenido y plena de educación:
—Veo que está usted estupendo, ¿y su esposa, cómo se encuentra?
Si se interesa es porque llegó a conocerla. A medida que se intensificó la obsesión de Néstor Esparbel por el caso de la desaparición de Agustín nos molestamos en averiguar quién era, de dónde procedía, y dimos con la extraña coincidencia de que ambas habían asistido al mismo colegio de niñas. Casualidades de la vida, tan cruel que ahora las unía y las separaba a la vez en bandos enfrentados pero con idéntica vocación sufriente, y es que las dos tenían por quién preocuparse. Una, por su marido, que perdía a pasos agigantados el prestigio y la credibilidad y vigilaba mi puerta como un alma en pena; la otra, por su amiga, a la que no se cansaba de empujar para que levantara al fin la cabeza y publicara su primer libro de cocina, y presentara un programa de televisión, y abriera incluso un restaurante y, de una vez por todas, se recompusiera hasta lograr, al menos en apariencia, parecer entera. Por eso precisamente, por esa lejana conexión infantil, por esa cercanía adulta de mujeres amantes e inquietas que temen que cada noche lleguen o no enteros a casa aquellos a los que esperan, la respuesta de Esparbel deja a Estrella tan sonada, tan confundida e inquieta.
—Falleció hace un año. Se cortó las venas.
Mi socia abre los ojos, boquea, lo contempla.
Sé que siente pena.
Sé que la noticia ha calado hasta dentro del fondo de su alma.
Y yo sé que él es el enemigo y que una corriente de antipatía los enfrenta, pero no puedo dejar de sentirme como la protagonista de una novela de Jane Austen, como una de esas comadres inglesas dispuestas a confabularse y conjurarse para encontrarle marido a cualquiera, a la joven huérfana, a la desolada viuda, a la digna y rígida solterona que no sabe lo que es sentir la barba incipiente de un hombre arañando tu piel por las mañanas, que merece vivir, gozar, gemir, que la fuerza de una embestida te altere y descoloque por dentro. Sin darme cuenta de lo peligroso y arriesgado de la situación, o siendo perfectamente consciente de ello pero ignorándolo porque, con franqueza, dudo que la cosa pueda ir a peor, me sorprendo a mí misma pensando cómo hacer para organizarles una cita que los una ahora que sus caminos están expeditos de terceras personas, que los haga felices por fin y los entretenga y me dejen así a mi aire con mis vicios y mis problemas.
—No tenía ni la menor idea, Néstor. Lo siento sinceramente… —Estrella lo lamenta de verdad, se queda tan triste y sorprendida que no se le ocurre qué más decir aparte de la verdad—: ¿Y qué nuevas le traen por aquí?
—Como imagino que su socia le habrá comentado, hace pocos días coincidimos de manera fortuita en una librería —le explica pausado con forzada amabilidad—. El caso es que nuestro investigado es el director de ese establecimiento, casualmente un antiguo conocido de Teresa, y ahora, a raíz de su fuga, hemos creído conveniente interrogarla.
—¿En calidad de qué?
—De testigo. Aunque ciertas revelaciones recientes nos llevan a plantearnos si no estará involucrada de algún modo en la desaparición de esos valiosos ejemplares robados… —insinúa maliciosamente Esparbel.
Estrella salta como un resorte, como era de suponer.
—¿Qué está sugiriendo, la acusa de receptación? ¡Qué barbaridad! —su entrecejo se llena de arrugas y saca las uñas y enseña los dientes y estricta y severa le exige una acusación formal.
—No podemos formularla aún, carecemos de pruebas, pero no tardaremos en encontrarlas. Además, también ha desaparecido el librero y… —hace una pausa teatrera que anticipa la traca final, la frase que nadie se ha atrevido a pronunciar y que gracias a él está a punto de reventar, de explotar y salpicarnos con su pus repleto de asco y espanto— no debemos olvidar sus antecedentes.
Ahora, pienso resignada, es cuando se enzarzarán como lo que son, un perro de presa hambriento de sangre, incapaz de abandonar su rastro por mucho que pasen los años, y una férrea guardiana dispuesta a todo con tal de conservar intacta la estabilidad de su hogar.
Debería intervenir, responder, quitar hierro a sus veladas afirmaciones, a las insinuaciones falaces que aluden sin citarlo a nuestro pasado. Pero no lo hago porque estoy ausente y fascinada, concentrada en observar cómo la libreta roja comienza a temblequear y mover levemente sus páginas sin corrientes de aire que la empujen, sin puertas que batan ni ventanas abiertas que la agiten.
Ofelia, con todo el empuje de su odio, con la fuerza que le otorgan la maldad y la venganza y el deseo de mi ruina, de su triunfo, de su despecho, se empeña en sacudirla, y removerla, en hacerla caer del cojín en donde la posé para que ahora quede a los pies de Esparbel abierta por la página más comprometedora, aquella que sea definitivamente, para su regocijo eterno, mi condena.
Espero, con los ojos fijos en las tapas rojas, como congelada en el espacio y el tiempo, sin atreverme a estirar un brazo y atrapar la batahola de papeles y hojas sueltas que caerán en cuanto inicie el vuelo cruzando la estancia como una paloma atrapada entre cristales, asustada y loca. Contengo la respiración, no me decido a hablar ni a moverme, no les escucho siquiera mientras intento descifrar la potencia ectoplasmática de Ofelia. La libreta parece vibrar, está a punto de alzarse y despegar, de elevarse por los aires e improvisar una acrobacia destinada a arrastrarla hasta el regazo del inspector, posiblemente el ser al que más temo. Transcurre un segundo eterno, dos, tres, oigo a lo lejos, muy muy lejos, el tictac del reloj del pasillo, tan antiguo y solemne, y también el golpeteo rítmico contra la ventana, ensordecedor hasta el punto de convertirse en estruendo, de las ramas y las copas de los árboles que se llaman entre sí, se avisan y despiertan, que aúllan y jalean y, anhelantes, esperan.
—Teté, estás pálida, ¿te encuentras bien? —es Estrella, que me contempla dispuesta a llamar al servicio, a hacerme un boca a boca, a echar a los policías a patadas, abofetearme, llevarme a urgencias, lo que sea con tal de hacerme reaccionar—. Ya ve lo que ha conseguido, inspector —se vuelve hacia él y poseída por la furia le desgrana un rosario de preguntas boqueando sin aire, sin descanso, sin pararse a pensar—: ¿Por qué ha tenido que volver?, ¿por qué se empeña en hostigarla? ¿Quiere regresar al pasado, destrozar su vida, derribarla y pisarla con sus amenazas y sus sospechas hasta que esta vez, para que usted se quede en paz, Teté no se vuelva a levantar?
—Cálmese —le pide templado, como si nada pudiera lastimarle, pero sin embargo con un leve matiz de preocupación en la voz, como si no quisiera causarle ningún mal, como si estuviera cansado del previsible e inevitable daño colateral que nuestro enfrentamiento provoca a los demás.
—¡Que me calme! ¿Y cómo quiere que lo haga si después de tantos años vuelve a acusarla de una desaparición? Entérese —advierte tras inspirar y recuperar su energía y su decisión—: Teresa no tiene antecedentes, no es responsable de lo que sea que le haya sucedido a Agustín, como nunca pudo demostrar en aquellos años y, mucho menos, nada tiene que ver con la huida de ese librero ladrón. Y si no está conforme presente pruebas, pida nuevas órdenes judiciales, reabra el caso si sus superiores se lo permiten, que lo dudo, y para que ella pueda defenderse, si hace el favor, formule una acusación.
Esparbel la escruta, la analiza. Sentado, parece por un instante como encogerse ante su presencia y la fortaleza que emana. De pronto, como si un recuerdo doloroso le llenara de sal los ojos, reprime un tic involuntario, asiente y casi de un salto se yergue como si un escorpión le picara.
—Nos vamos. Levanta, Lirón —ordena al agente que le acompaña.
Éste obedece y bostezando se incorpora despacio, como un bebé que acabara de terminar la siesta, que se permite el lujo de reír y gandulear sin la más mínima conciencia de lo que le espera, sin oír los gritos de mamá tras el Sorolla, sus protestas y sus quejas, sus súplicas para que no se marchen, el ruido de sus uñas arañando las paredes, el rechinar de sus dientes de aire y niebla cuando comprende que no conseguirá retenerlos, que se marcharán sin atender a sus ruegos y, con toda probabilidad, nunca volverá a tenerlos tan cerca y a la vez tan lejos.
Estrella y yo, agotadas tras el combate, les permitimos que estrechen nuestras manos lánguidas y muertas. Mi socia, mi baluarte, mi defensa, contempla desde el centro del salón cómo les ofrezco acompañarles a la salida y como una excepción decide permanecer en su sitio, inmóvil y grosera. Ellos aceptan mi ofrecimiento sumisos, vencidos al menos por ahora, se dejan guiar por salones y pasillos y, tras despedirse de mí y agradecer «mi disposición a colaborar» —frase que el inspector pronuncia cargada de sarcasmo, clavando sus ojos en los míos con la promesa de regresar porque los dos sabemos que no me ha olvidado, que errante en las sombras me busca y me nombra—, se alejan por el sendero de gravilla acompañados por el rumor de las hojas alborotadas que se mueven aunque no haya viento, que ya no se molestan en disimular su ansiedad, hasta traspasar el portón que da a la calle para finalmente salir.
Sé que debo regresar, que tengo muchas tareas que hacer dentro, pero no todavía. Permanezco unos segundos inmóvil en el quicio de la puerta contemplando cómo caminan por la acera, cómo se dirigen a su coche oficial y, justo antes de llegar a él, se detienen para examinar otro automóvil estacionado a una veintena de metros del suyo y a todas luces abandonado, cargado con varias multas de aparcamiento y ya cubierto de polvo, ramas secas y excrementos de pájaro. Dan un par de vueltas a su alrededor y, escamados, sacan sus libretas para anotar sus datos, el modelo, el color y su número de matrícula.
Mantengo mi sonrisa por si acaso les da por volver la vista atrás, pero por dentro siento cómo se me va la vida. No quiero moverme para no trastabillar, para no volver a meter la pata, para no levantar aún más sospechas.
El coche que ha llamado su atención, como no podía ser de otra manera porque hoy no es mi día de suerte, porque tenía que ser así, es el de mi querido Benjamín.
* * *
—Cierra la puerta —ordena Estrella en cuanto regreso a la salita de té.
Me esfuerzo una vez más por parecer dueña de mí misma, pero creo que no lo consigo porque mi mano, alterada, buscando algo que hacer, un apoyo al que asirse, un juego al que agarrarse, se cierra en torno a un bolígrafo olvidado sobre la mesita de café, donde vuelve a reposar mi libreta roja, e involuntariamente, como un niño al que le da por jugar con un interruptor, me entretengo pulsando el mecanismo automático que esconde y despliega su punta de metal, clic-clac una vez, clic-clac otra más hasta que ella se decida a hablar, clic-clac rezando para que no oiga los pasos de mamá que ya llega, clic-clac porque ya está cerca, clic-clac porque de un momento a otro se va a poner a gritar. Clic-clac. Clic-clac.
—¿Quieres dejar de una vez de juguetear con ese bolígrafo? Me estás poniendo nerviosa —grita.
Y asustada porque sé cómo se altera cuando se enfada, porque en el fondo soy como una hermana pequeña temerosa de un castigo que sabe que se avecina, porque le tengo demasiado respeto, obedezco.
—Tenemos que hablar —anuncia de nuevo preocupada, circunspecta, casi amenazante—. Vas a contarme qué es todo eso del encuentro con Esparbel en la librería y por qué no me lo dijiste antes y, sobre todo, vas a explicarme qué ocultas en esta libreta roja que tanto temías que él viera, de la que no podías apartar tu mirada.
La recoge, ya está en sus manos. Al agitarla ante mis ojos, por entre el aire que se escapa de sus páginas al abrirse levemente, percibo un aullido creciente que me atemoriza y me hiela. Desde dentro, solazándose porque se sabe triunfadora, vengativa, risueña, me llega la risa macabra de mamá.