16. Estrategias para manejar el exceso de familiaridad en los comensales, huéspedes y agasajados
La fiesta toca a su fin, quedan apenas un par de compañeros amodorrados en los sofás a los que Estrella pretende echar de malas maneras y, amparada por las sombras del pasillo, tras focos y cámaras de grabación y grandes cajas metálicas, otra pareja enzarzada en su peculiar combate cuerpo a cuerpo.
—Vengo a despedirme —anuncia una voz a mi espalda.
No necesito volverme para reconocerle del mismo modo que no precisé localizarlo desde que acabó su inesperada exhibición. Como si presintiera mi vigilancia, como si supiera que permanecía pendiente de sus movimientos, departió amigablemente con unos y otros sin alejarse demasiado ni acercarse a la guionista morena que, desencantada, terminó por marcharse sola hace menos de una hora.
—Te acompaño a la puerta, Germán.
Echamos a caminar en silencio por el jardín hasta la verja de la entrada. La noche ha ido avanzando y, pese a que no acierto a explicarme cómo ni por qué, se ha diluido mi enfado. No quiero discutir ni meterme en fangos de acusaciones, traiciones y desconfianzas que ya ni recuerdo por qué empezaron. Afuera ha comenzado a refrescar como si por fin el clima se hubiera convencido de que en estas fechas debe ser otoñal, y nuestros pasos suenan como un arrastrar de cadenas sobre la gravilla. Antes de llegar al portalón me desvío unos metros del camino y me paro al pie de uno de mis árboles guardianes, un sauce que quisiera estar junto al estanque y llora buscando el agua. Yo, egoísta, hago oídos sordos a sus quejas, apoyo mi espalda en su tronco y expectante aunque pretendiéndome soberbia, un tanto inquisitiva, me encaro con él.
—¿Y bien?
—Rodeada de tus amigos no pareces la misma del restaurante, ni la que habla ante la cámara, ni siquiera la de la solapa de tus libros.
—¿Eso cómo debo interpretarlo?
—Ni idea. Pero me encantaría averiguar qué diferencia a la mujer que acabo de ver reír ahí dentro de la cocinera glacial y distante que aparece en la televisión —elucubra reflexivo.
—Supongo que lo mismo que separa al fotógrafo divertido que baila con mi equipo del amoral cazador de imágenes que vendería una foto de su padre muerto antes de que se la roben sus compañeros.
—Todos guardamos más de una cara —reconoce—. De hecho, esta es la mejor que tengo.
Quiero frenarme, hacer una pausa ante una taza de café para meditar estas frases y poder llegar a una conclusión, adivinar quién es este hombre que se yergue ante mí y decidir qué debo hacer con él, qué merece, si mi ira o mi perdón. Pero ahora no puedo detenerme, no es el momento, no hay café ni tranquilidad ni soledad para meditar cómoda y placentera mientras no se vaya el par de empleados borrachuzos que haciendo penosas eses llegan a la acera y se paran desorientados a discutir si coger o no un taxi. De qué serviría tomar una decisión, de nada me vale concluir que no voy a dejarle marchar, acercarme a él sinuosa y decirle que me muero de ganas por saborearlo, no permitirle respirar, degustarlo, lamerlo, comérmelo al fin, si todavía quedan testigos que me impiden saciar mi sed, convertirlo en mi sustento.
No, resuelvo. Así no. Pero siempre puedo intentar ganar tiempo.
—Todos los chefs necesitan pasar por un vía crucis para alcanzar la genialidad —comienzo a enredarlo con mi cuento—. Yo antes tenía sueños, y un hogar donde guisar, e inventar recetas era una diversión que, no sé cómo, se ha convertido en una obligación que a veces me angustia y me pesa como una losa. Sin embargo no puedo dejar de hacerlo, ni de sentirme en deuda porque me cambió la vida y, en una circunstancia concreta, me ayudó cuando decidí volverme implacable y, de una vez por todas, triunfar. Ese día comprendí que debía empezar desde cero y apuntar a lo más alto, conseguir tanto dinero como para pasar el resto de mis días sin preocuparme.
—¿Y el capital de tu familia?
—Nunca he querido tocarlo. Abrí Barbantesa gracias a los derechos de mis libros, lo que me permitió montar el negocio sin excesos pero también sin hipotecarme.
—Pero vives en una casa heredada —objeta.
—Este lugar va mucho más allá. Ofelia no edificó este palacete, sólo lo ocupó un tiempo, una temporada larga para una persona pero corta para esas piedras y estos árboles que se plantaron hace siglos. Me trasladé aquí para recuperar mi esencia y todo lo bueno y malo de mis recuerdos y mi sangre. Y no me arrepiento. Además —añado—, mantengo Je Reste en pie a costa de mi oficio y de mi esfuerzo. El capital de mi madre está a buen recaudo en un banco, intacto y bien lejos de mí, tal y como hubiera deseado.
—¿Puedo saber qué problemas tenías con ella?
—Todos —y en cuanto lo escupo siento un enorme alivio a pesar de que esté hablando demasiado, de que sin entender el motivo me esté confesando precisamente con él, un carroñero de la prensa del corazón tan gozosamente vivo y, curiosamente, ahora tan muerto—. Lo que soy y lo que tengo tuvo su origen en una única obsesión: provocarla, superarla, demostrar que podía salir adelante sin su ayuda y alcanzar cotas que ella no conquistaría jamás.
—Qué triste.
—Es patético. Mis recetarios son tan extraños sólo para diferenciarse de los suyos, y si decidí aceptar la oferta de la productora como presentadora fue, sobre todo, porque era atrevido. Ofelia, con esos aires de dama decimonónica, nunca tuvo valor para dar la cara en público —sonrío—. Y, por supuesto, abrir el restaurante también obedeció a mis deseos de ofenderla.
—No te entiendo.
—Para cocinar hay que poseer una valentía casi suicida; para escribir libros de cocina, no —expongo con una cierta exasperación, como si me hicieran perder la paciencia sus preguntas que me demuestran que no capta la mitad de la mitad de los conceptos que le revelo—. No aguanto a esas autoras que no se manchan las manos, señoritas remilgadas con perlas al cuello que alardean de sus hallazgos culinarios cuando realmente no les gusta cocinar y, por no saber, ni siquiera serían capaces de reconocer sus alimentos si los vieran triscando por el campo, que no pueden acercarse a una ternera viva o a un cordero lechal y localizar en su lomo el lugar donde aguarda el redondo a la espera del delgado cuchillo que penetre en la carne sin despertar a la piel, como entra una piedra que atraviesa el agua.
—Tu madre era de ésas —aventura.
—Sin duda. Yo al menos reconozco mis víveres cuando me cruzo con ellos. Es algo que todos, no ya los profesionales del ramo sino cualquiera que se alimente del cuerpo de otros, deberíamos ser capaces de hacer. Pasar por todas las fases del proceso, aprender a seguir el rastro de los animales que pretendemos ingerir, cazarlos, degollarlos y desollarlos en el matadero o en la cocina y luego al fin prepararlos para ser consumidos y, por qué no decirlo, devorados. Así aprenderíamos el valor real de llevarse una vida por delante para convertirla en manjar por más que digan que la gula es pecado.
—¿De ahí viene el nombre de tu programa, Pecados y bocados?
—Mi madre solía repetir: «Todo lo que es pecado surge de un bocado», una frase muy de colegio de monjas que se refiere a la manzana de Eva, aunque dotar a la comida de cualidades malditas y generadoras de tentaciones ha pervivido en numerosos cuentos, desde Caperucita a los pasteles alucinógenos del País de las Maravillas o la propia manzana envenenada de Blancanieves. La comida siempre ha sido pecado, lo es ahora para las anoréxicas o las bulímicas y, ya que según Ofelia yo era la más grande pecadora que hubiera conocido, no deja de ser una provocación que dedique mi existencia a hacer caer a los demás en la tentación ideando recetas o enseñando a mis lectores y seguidores cómo prepararlas.
—Y cocinando en tu restaurante Barbantesa.
—Sí, eso también. Mi madre estará reconcomiéndose al ver en qué he convertido su preciada escuela —confieso orgullosa sin ocultar el placer malsano que me proporciona burlarme de su fantasma, bailar sobre su tumba, haber profanado el negocio que perfeccionó durante largos años para transformarlo en uno de esos restaurantes caros de tendencias modernas que tanto odiaba.
Germán paladea mis palabras o tal vez mi actitud pendenciera.
—Quién iba a decir que una muñequita de porcelana como tú esconde tanta pasión dentro —sentencia.
Debería saltar con mi genio presto y a la defensiva como la fiera agresiva que soy, la que no consigue calmar su pecho agitado, zarandeado por la fuerza de mis argumentos, por la dolorosa contundencia de esta sinceridad que nunca libero más allá de mi libreta. Pero sin embargo río. Y me sorprendo por haberlo hecho. ¿Por qué no me defiendo ni ataco?, ¿tal vez porque entre los dos no hay asedio ni posesión ni acoso?, ¿porque no busca vencer ninguna resistencia ni acabar en mi lecho, sólo descubrir los extraños mecanismos que marcan mis actos?
Despacio, sin prisas, mi buen humor remite y quedo agotada y vencida, algo dolorida, con el estómago contraído por las agujetas que me ha provocado tanta risa y por las barbaridades que no querría reconocer que he proferido. Cuando voy a invitarle a pasar de nuevo pensando que ya veré cómo librarme de la pareja que todavía permanece entrelazada dentro porque esto no puede quedarse así ni él escaparse ahora con la información que ha obtenido, porque lo que he confesado carecería de sentido si no fuera porque estoy segura de que no podrá repetirlo en ningún sitio, oímos un extraño chillido que parece brotar de las raíces del sauce, a ras de suelo, incluso del centro mismo de la Tierra.
—¿Qué demonios ha sido eso? —se sobresalta de nuevo.
Es gracioso ver a un tipo como él, que presume de experimentado y curtido, alterado por algo tan banal como un maullido. Me obligo a sofocar a duras penas mi regocijo y le explico:
—Hay una camada de gatitos. Por la noche pueden llegar a alterarte los nervios. Suenan igual que el llanto de un recién nacido.
No sabía que tuvieras gatos. Podrías hacer como los restaurantes chinos y darles una salida cocinándolos.
—No son míos, son de la calle. ¿No lo pone en tus informes? —le pico, y a pesar de que acaba de hincar la rodilla en la hierba intentando dar por entre los mil vericuetos de las raíces con el animal, puedo oír su bufido por respuesta—. Yo sólo les permito vivir aquí, mantienen el terreno libre de ratones. Tampoco quiero domesticarlos, no valgo para tener a nadie que dependa de mí. Mucho menos para guisarlos. Se me ocurren alternativas mejores.
—¡Ya eres mío! —exclama satisfecho Germán, y se incorpora con las rodillas sucias de hierba y, en una de sus manazas, una bola de pelo blanca y roja—. ¿Qué te ha pasado?, ¿estás sangrando? —susurra preocupado al felino, que patea en el aire y maúlla desesperado como si intentara contarle que una gamberra con un sentido del humor macabro estuvo jugando a teñirlo con vino tinto.
Por si acaso se le ocurre acusarme, antes de que pueda señalarme con su zarpa traidora me anticipo y, haciéndome la experta, intento arrebatárselo para fingir que le examino por más que luche por quedarse enganchado con sus zarpitas a su camisa de hilo.
—No lo parece. Se habrá manchado de pintura o algo parecido.
—¿Quién ha sido el desalmado que se ha ensañado contigo, pequeñito? —susurra poniéndoselo justo delante de la nariz y haciéndole unos arrumacos tan cursis que a punto están de derribar su propio mito.
El gato me mira y se piensa si denunciarme o no. Tras unos instantes de duda le puede, como a todos, el instinto, que le lleva a propinar una dentellada en el pulpejo de la mano a su supuesto salvador. Germán suelta su propio grito sobresaltado y dolorido e intenta infructuosamente sacárselo de encima. No lo consigue, el gatito blanco y rojo se obstina en engancharse a su carne y su sucio pelaje, ahora sí, comienza a teñirse lentamente del escarlata de la sangre.
—¡Maldito bicho, me ha mordido!
Finalmente logra zafarse de la cría, que se escabulle entre los setos densos y sombríos. La mano le sangra abundantemente y en la piel lacerada puede apreciarse con claridad el rastro de los cuatro pequeños colmillos como la doble marca de un vampiro.
—No es nada —le tranquilizo—, esto se arregla con unas tiritas.
—¿Que no es nada?, ¿este lugar qué es, el Jardín Sangriento? —brama enojado—. ¡Estos gatos son antropófagos! ¿Se puede saber qué les das de comer?
—Sobras.
—Pues no les eches más, por favor. Muy bucólico y romántico tu parque encantado, pero está lleno de criaturas extrañas —refunfuña—. Que si tortugas que me espían, que si gatitos que chillan bajo tierra como si acabaras de enterrar a un niño y luego te atacan a la mínima que los acaricias…
—Déjame ver la herida, no será para tanto.
—¡No me toques con esas manos frías! —protesta enrabietado, y se aparta de mí como si al tocarme le fuera a dar un calambre.
—Eres un desagradecido —y para que no pueda librarse, para que se sienta en deuda conmigo, ahora que está ofuscado y con la guardia baja, con la mandíbula tensa por la impresión o el susto o el dolor, tiro de su brazo para encaminarnos hacia el sendero de gravilla que conduce a la casa—. Vamos adentro, te haré las curas y prepararé algo caliente para que no tengas mal cuerpo.
—Déjalo —se resiste—. Es tarde y mañana debo levantarme temprano.
—Mañana es festivo —rebato. Como no da indicios de ceder, cambio sobre la marcha mi plan—. Al menos deja que te cure. Como no lo limpiemos pronto se te va a infectar ese mordisco.
Para no parecer un maniático, para que no piense que me tiene miedo, para no hacer el ridículo echándose a correr hacia la acera se detiene y, ligeramente reticente, como si temiera el contacto de mis dedos, me permite por fin examinar la palma de su mano a la luz de los fanales que iluminan el sendero.
Vaya desgarrón para un gato tan pequeño, la sangre brota incesante, tibia y curiosa asoma, baja por su muñeca y escapa presurosa empapando los puños de su cazadora mientras me describe, blanco como un folio en blanco, que desde siempre le ha tenido fobia. Tal vez por eso intento con rapidez limpiarla con un pañuelo de papel. No lo consigo y, ante mi inutilidad para contenerla y temerosa de que en un instante Germán se desmaye, opto por una arriesgada decisión, la de acercar mi boca sedienta a su piel para con mis labios y mi lengua sorber por completo ese zumo rojo y brillante de la vida que se desliza sigiloso, que no deja de aflorar, que no deseo que pare, que por favor no se detenga.
Es entonces cuando se produce la descarga. He oído hablar en muchas ocasiones de su existencia pero, debo confesarlo, hasta este mismo instante nunca creí que fuera más que una leyenda. Sé que se asusta por esas chispas que no vemos pero sentimos, por ese latigazo eléctrico que nos atolondra y nos sobrecoge como si un rayo nos hubiera atravesado y fulminado. Quiere apartarse, escaparse, no percibir mi tacto, este frío que le cala los huesos, que le eriza la piel, que le hace temblar como si fuera la primera vez.
Le entiendo. Yo también me estremezco y esta sensación me confunde y me nubla los ojos como con un velo. En los demás encuentros —o tal vez debiera decir forcejeos— no he sido así, no me importaba el después ni qué pensaran o sintieran porque no eran al fin y al cabo más que reos de mi pasión, prisioneros de mi obsesión, esclavos de su carne. Y sin embargo ahora, en medio de este abandonarse, del dejarse ir por una sensación nueva, difusa, a la que no termino de acostumbrarme, me obligo a abrir los ojos y escudriñarlo, no con la prevención de otras ocasiones en que si me preocupaba era por pura cautela, para prever sus movimientos, su desesperada lucha por llevar la iniciativa y no perder esa libertad o ese afán de dominación que nunca les concedía.
Lo que me interesa es averiguar si Germán disfruta tanto como yo, si le desconcierta esta misma conmoción, si se le encoge el alma abandonándose a mi abrazo, tan expuesto, tan indefenso como lo siento.
Le contemplo. Los ojos entrecerrados, la cabeza echada hacia atrás, la vena de su cuello latiendo desaforada y en el rostro esa expresión que no sé interpretar, que lo mismo parece dolor o placer o las dos cosas a un tiempo.
—No… Espera —suplica.
Me gustaría dar marcha atrás, parar para satisfacer sus deseos, pero no estoy en disposición de hacerlo. Me invade la ansiedad por estrecharlo entre mis brazos y verle desfallecer sin importarme nada más que disfrutarlo hasta el amanecer y, pese a todo, obedezco a la razón y le doy un respiro y aguardo sin llegar a soltarle, y aunque otras veces en este preciso instante suelo regodearme de mi autoridad, ahora no puedo más que aguardar en suspenso, casi resignada a su lucha inminente por retroceder, por huir. Por sobrevivir.
—Así no —murmura en cambio, y sin hacer amago de escabullirse, con el rostro sombrío y los ojos entrecerrados, me obliga a incorporarme y me sujeta por los hombros y me apoya contra el tronco del mismo árbol en el que antes nos cobijamos, del sauce donde se refugian para dormitar los gatos.
Me roza el bufido de su aliento entrecortado. Va a golpearme, pienso, y cierro con fuerza los párpados y lo veo por un segundo todo rojo dentro de mi cabeza a la espera de la bofetada seca y sin compasión que atravesará mi cara como un trallazo.
Pero no llega. No hay mano ni golpe ni caricia, sólo una boca húmeda y ávida que me busca con tanta ansia como antes la mía libaba su herida. Y hay codicia, y prisa, y urgencia y voracidad y egoísmo y el exigente, tirano intento de dominar, de poseer, de someter y controlar en su beso, con su lengua, en su saliva, que al contacto con la mía se funde y me quema.
Intento hablar pero no puedo y yo también me pierdo y pierdo la noción del tiempo mientras arden en llamas nuestros abrazos y se llevan entre cenizas las sombras de mi pasado y la culpa de nuestro deseo y las palabras que llevan veneno y que ya no decimos hasta que de pronto, inesperadamente, se detiene y con vergüenza, con un pudor que no sabía que escondía, me atrevo despacio, expectante, a levantar la mirada y descubrirlo frente a mí calibrándome y sonriendo, relamiéndose, mordiéndose los labios y saboreando en ellos el rastro de los míos manchados aún con su sangre o tal vez se trate de la mía, pues todavía sufren y persisten en su hinchazón y es posible que, sin saberlo, también esté deshaciéndome en mi propia herida.
Quiero moverme, avanzar hacia él, colgarme de su cuello y obligarle a que me obedezca. He de ser yo, tengo que ser yo, como siempre, quien dicte las reglas. Sin ellas estoy perdida, no sabría qué hacer ni cómo seguir ni cómo terminar, no me quedaría más remedio que dejarme ir. No me lo permite. Más rápido que yo, con un ademán experto de chico malo, de desflorador de monjas, de profanador de tumbas, de guerrero acorralado, sujeta con fuerza mis muñecas y con una sola mano las mantiene en alto sobre mi cabeza.
Ahora estoy indefensa. Mi vientre, mi propio cuello, mi pecho se muestra, se ofrece sin la protección de mis brazos, expuesto, dispuesto a ser profanado y descubierto. Se recrea con mi espanto, puedo verlo. Brillan sus pupilas anticipando su próxima acción y me mantengo en vilo nerviosa a la espera del golpe en el esternón, tal vez en las costillas.
Pasa un segundo, un minuto, una hora, no lo sé. Me revuelvo, me esfuerzo por liberarme, hago el intento de patalear, de golpearle y advierto que estoy sin aliento, rodeada de calor y aunque suplique sé que no me escuchará y tengo que respirar, y respirar, y respirar. Le oigo reír. Resopla, bufa cerca, sobre mí, y de repente noto cómo con sus rodillas aparta e inmoviliza mis piernas y su torso me oprime y su resuello me azota inclemente y su barba de tres días lija mi cuello y raspa mi mejilla y me deja un rastro de quemazón en el escote en tanto él, como un torturador que no conoce la piedad, como un dictador que sólo piensa en su deseo y su bienestar, se enzarza con mi blusa e intenta subírmela sin soltarme ni dejar de lamerme ni arañarme el corazón.
Claudico, no me queda otra salida. Asumo el cambio de normas y en silencio, a la expectativa, le cedo las riendas curiosa por ver adónde me llevará, cuándo podré asumir mi papel y abandonar este rol de dominada y vencida, cuándo bajará su guardia y pasará, por fin, a ser la próxima víctima.
Me dejo manejar y casi en volandas le permito que me guíe dando tumbos y que trastabillando me haga volver sobre mis pasos y me interne, siguiendo sin darse cuenta el itinerario que marcan las piedras que Estrella me acusa de mover por las noches, esas que como en un cuento de niños perdidos indican un camino errático y secreto, un rosario de recuerdos y agujeros que sólo yo entiendo, en lo más frondoso y umbrío del jardín para sin pedir permiso tumbarme en un rincón oscuro, y siento el roce húmedo de la hierba bajo mi espalda desnuda y le veo a contraluna inclinándose sobre mí y abro mis brazos para recibirle y oigo, sin que él llegue siquiera a entreverlo o sospecharlo, el escándalo que montan los árboles, el revuelo de hojas alborotadas que se esponjan y entrechocan unas con otras mientras las ramas se estiran como garras de alimañas y murmuran y se escandalizan y se las ingenian para informar incluso a las agujas incipientes de los recién llegados tejos y hasta para alertar a sus hermanas a lo lejos, mucho más allá de la primera línea de batalla, sin los privilegios de la platea de los que se encuentran cerca, y todos ellos me escrutan, y parlotean, y opinan, y sacan defectos de mi abdicación y, por supuesto, también se regodean.
Mecida por los besos, los arañazos, las embestidas y las caricias, sumida en los jadeos, soñadora y arrebolada, femenina y pasiva, hago lo imposible por olvidarme de ellos, por no atender a sus susurros, por no preocuparme de sus guiños y sus señales y esos golpecitos que oigo en los cristales y son, seguro, los que provocan con sus deditos de madera para avisar a Ofelia de lo que me estoy dejando hacer, de este sacrilegio que cometo contra mí y contra todo asomo de prudencia y del que, mal que les pese, no me arrepiento. Con toda probabilidad su fantasma, al borde del ataque de nervios, alborotado y en camisón, sin su mascarilla protectora ni su antifaz negro ni mucho menos su cardado, estará apagando y encendiendo los electrodomésticos, batiendo puertas, aporreando ventanas, subiendo y bajando persianas y moviendo sillas y mesas con el empuje de su furia, con la escasa fuerza incorpórea de sus patadas que no llegan a cambiar ni a alterar apenas nada, tan sólo un marco de fotos o las lágrimas de una lámpara que no van más allá de rebullir en un leve tintineo que se ríe con sus carcajadas de cristal de su nula entidad como ectoplasma. Recuerdo de pronto en un rapto fugaz de practicidad a los improbables invitados que todavía puedan permanecer dentro y los compadezco aunque, quién sabe, es posible que entre el alcohol y el humo lleguen a pensar que esos ruidos raros no son más que alucinaciones de borrachos o el jaleo de los duendes de la casa a los que a veces maldicen si se apaga una luz o un foco por sorpresa estalla.
Que hagan lo que quieran, decido, me da igual si se les antoja huir o quedarse y comenzar una sesión de espiritismo. Lo único que me importa es que nadie nos moleste, que no osen internarse en la espesura del bosque, cruzarse en nuestro camino. Y en cuanto a la vieja bruja, no estaría de más que se calmara un poco, que se olvidara de mí por un ratito, que me dejara el resto de la eternidad en paz.
Me río entre dientes y pienso con inusitado alivio, con un cierto regusto de dulzor intenso que me sabe a venganza inesperada, en el hecho de que no pueda divisarme, de que lo único que acierte a adivinar o intuir no sea más que aquello que sus enemigos de clorofila y savia le estarán contando. Sigo riendo y Germán me secunda pensando que lo hago porque su cabello de miel y espuma me provoca cosquillas, o tal vez porque sus colmillos de lobo hambriento que se ceban en mis hombros desnudos logran que los nervios o el gozo me sacudan. No le saco de su error. Para qué. No alcanzaría a entenderlo, no creo que sea tan ruin como yo, tan propenso a pensar mal y adivinar, al fin, la libertad que me da que Ofelia no pueda vernos, el alivio infinito de saber que estamos a salvo y tan lejos de su terreno como para que no se atreva a salir ni a vagar por aquí fuera ni a destrozar con sus críticas, con su sola presencia, cualquier hecho que me suceda. Y lo que más regocijo me causa es que todas las historias que le están llegando, las descripciones de su hija de piel blanca poseída sobre el musgo en medio de la oscuridad, sin oponer resistencia, sin remilgos ni alharacas ni ganas de parar ni el amago de rechistar serán, con toda certeza, mucho más crudas y descarnadas, más sucias y procaces y, en resumidas cuentas, peores de lo que haya acaecido en realidad.
Entorno los ojos repentinamente cegada por una potente luz que se cuela entre el velo espeso de las hojas y las ramas que sobre nuestras cabezas nos protegen y espían y vigilan y acorazan. Miro hacia el palacete y ahí está, en la última planta, el potente fulgor que emana desde las ventanas de la alcoba que Ofelia eligió para sí cuando decidió instalarse de nuevo en la mansión de su infancia, en el más privilegiado puesto de vigilancia. Ahora que Germán ha dejado libres mis manos, sin que lo advierta, levanto una de ellas y saludo como una niña orgullosa de su hazaña a quien desde allí me maldice enloquecida. No es ninguno de los compañeros que todavía alargan lo que pueden la fiesta, todos saben que el acceso al piso superior del torreón les está vetado y, además, desde que mamá murió y tomé posesión de sus dominios, ese cuarto ha estado siempre cerrado a cal y canto, clausurado con siete candados y ninguna llave que pueda hacerlos ceder porque me encargué de perderla en el fondo del estanque donde, con toda probabilidad, mi tortuga ya la ha devorado.
Me carcajeo más aún en silencio, satisfecha, radiante por el inesperado triunfo que sin haberlo previsto estoy anotando en mi casillero. Disfruto con su furor, casi me da más placer causar su irritación, asistir a esta demostración de impotencia, de ira contenida que sólo yo sé percibir, que el puro deseo que estoy concibiendo, que Germán me obliga a sentir.
Una vez agotada la risa, por si acaso me llevara al llanto, cuando todo termina y todo parece acabado, hasta el rencor y la estricta venganza familiar que Germán no acierta a vislumbrar, lo contemplo rotunda y plena y ahí está, vacío y abandonado. Suavemente le acaricio, casi parece dormido entre mis brazos.
Entonces me da por pensar.
Dónde iremos a parar, me digo, caminando en círculos, calculando el vértigo de los sueños que quedaron detenidos. Y qué pasará con los otros, con todos ellos.
No nos lo perdonarán.
Por eso he de hacer algo, romper este hechizo, conjurar el embrujo, bordear con éxito esta suerte de sortilegio que nada bueno augura para ninguno de los dos, él encadenado a mi cuerpo y a mi encanto, yo a mi apetito voraz y eterno.
Tengo que actuar, debo dar el paso y será definitivo. Si ha de ser, le susurro al oído, será para acabar contigo otra vez, y fijo mi atención en su palma lastimada que ya no sangra y me dejo llevar por la voz de la herida abierta que me llama con su boca sin labios ni dientes, profunda y grana como un agujero negro que canta cual sirena y grita mi nombre y me reclama porque, dice, quiere tenerme cerca.
De modo que me aferro a su mano inerte y la acerco a mi cara y me concentro en la llaga redonda que como un ojo sin párpado me hipnotiza y en cuanto mi lengua lame su superficie aún caliente me domina la pulsión y comprendo que ya estoy perdida, enganchada de nuevo porque está en mi garganta, me está cortando y sangra, me ahoga el deseo que jamás dominaré.
—No, por favor… —suplica una segunda vez—. Espera…
Pero yo sigo sin detenerme, porque esto es lo que debería pasar, lo que siempre termina por suceder aunque no quizá de esta misma manera, no con esta lujuria desbocada y esta falta de previsión y esta torpeza propia de una principiante que no sabe frenar, medir sus fuerzas, que pierde el control y se deja arrastrar.
Y sin embargo, como en un déjà-vu o en un bucle del tiempo del que por mucho que luche nunca conseguiré salir, al oír su voz y abrir los párpados que cayeron pesados como un telón sobre mis ojos y me hicieron verlo todo teñido por el rojo y me volvieron ciega a la precaución, perdida en las brumas escarlatas de la avaricia de su cuerpo, dispuesta y abandonada y desorientada en el limbo de la pasión, me sorprendo al comprender que el escenario ha cambiado.
—¿Qué haces, Teresa? Déjalo ya —los dos permanecemos de pie junto al camino de gravilla que conduce al portalón y Germán hace el ademán de retirar la mano y parece como si mi saliva le quemara o le asustara o le provocara dentera, pero no paro de sorber, de absorber el sabor metálico que se enrosca en la bóveda de mi paladar, que se me sube a la cabeza y no encuentro modo de serenar su efecto, de contener mi avidez, de detener mi hambre y mi soledad y mi tristeza—. Para, te lo ruego. Ya no somos niños pequeños, hay modos mejores de solucionar esta escabechina —implora, ordena, intenta convencerme, pero no dejo de hacerlo hasta que capto la excitación o el nerviosismo latiendo dentro de él y entonces, segura de que ya le he inoculado mi veneno, de que está en el torrente de su cuerpo, en el flujo del que no podrá liberarse, le suelto y me aparto perversa y provocativa para observarle sin consentir que se percate de mi confusión.
—De acuerdo —le concedo—. Ahora que ya no sangras, vamos a por esa tirita.
Pero no vamos a ninguna parte, o al menos no juntos.
—No, yo me marcho. Se ha hecho muy tarde y no me siento bien, quiero dormir tranquilo y, a poder ser, no soñar contigo —musita.
—¿A qué viene esto? Creí que… —objeto desconcertada.
—He de trabajar mañana, pero sobre todo debo pensar. En ti —confiesa, en un arrebato de sinceridad que me halaga y me desordena—. Eres muy extraña, no sé a qué atenerme contigo y me da la sensación de que si no me voy ahora ya nunca podré descubrir a qué juegas, qué me ocurre cuando te tengo cerca.
A medida que habla va retrocediendo, desandando sus pasos de espaldas sin quitarme la vista de encima. Soy consciente de que debería correr hacia él, detenerle, impedir que pueda huir, llevarle adentro arrastrándole si es preciso para evitar que medite sobre lo que ya sabe, que repita en su mente lo que le he confesado, que analice lo que ha visto, sentido e incluso olido. Pero yo también me siento rara, o triste o insensata, no acierto a definirlo, y me quedo parada, demudada, blanca como una estatua erguida al pie de la escalinata.
—Como quieras —accedo—. Pero luego no digas que no te abrí las puertas, que si no has encontrado más secretos ha sido porque yo te lo he impedido.
—Descuida, no lo haré —admite sin fuerza, silbándolo en un suspiro.
—También puedes venir alguna noche a cenar a Barbantesa —le ofrezco, interesada en sellar una tregua—. Con esta ya es la segunda vez que te invito.
—Soy vegetariano, pero lo tendré en cuenta —objeta más pálido todavía y, para no dejar de mirarme, continúa su camino reculando sin apartar sus ojos de mí a riesgo de toparse de frente con un árbol y acrecentar sus heridas. Extiende hacia atrás su mano, como un invidente que se interna en un sendero desconocido, que deambula sin rumbo por un páramo desolado y perdido cuajado de lobos. Cuando su espalda choca dolorosamente contra el viejo portalón se vuelve, abre la cancela y sale dando un traspié a la calle desierta. Le veo marcharse casi a la carrera, volver sólo una vez la vista atrás antes de llegar junto a su moto aparcada cuyos contornos, cuya sombra en la noche ya conozco, y arrancarla con un rugido no sin antes comprobar que elegante y sedienta, asombrada y abandonada, permanezco todavía en el dintel, a la estéril espera de que regrese y pongamos fin a nuestro combate bajo esta luna llena.
Es la primera vez que me rechazan y no sé cómo asumirlo, cómo obrar ahora entre las malditas risas de los árboles y los gatos sanguinarios que celebran esta noche uno de sus aquelarres mezcla de escaramuzas y bailes. Ahora tendré que salir a buscar comida, me digo, y alguien que me arranque de cuajo la pena. De alguna manera tendré que olvidarlo, tengo que olvidarlo de alguna manera.
* * *
Deambulo por el jardín ligeramente sonada pese a que, según mi particular ritmo vital, esta sería una de mis horas de máxima actividad. Me siento aliviada y contenta por mucho que los árboles —malvados, metomentodos, maledicientes— vuelvan a mofarse de mí y algunos, los más viejos del lugar, los más preocupados, hasta se permitan reprocharme, reñirme por mi imprudencia, por esta debilidad manifiesta que ha permitido que se me escapara este trofeo cuando estaban confabulados a mi favor todos los elementos, cuando estaban alineadas todas las estrellas. No se me pasa que aguardan que les plante cara pero, como diría el propio Germán: lo siento mucho, hoy no me da la gana. Entro en casa y descubro que ya no quedan más invitados cantando, amándose o dormitando. Estrella se los habrá llevado en su reluciente Mercedes para repartirlos por sus respectivos domicilios como una taxista de beodos que esconde su buen espíritu bajo esa fachada malencarada.
Me quedo sola y desguarnecida. En el recibidor desisto de visitar la cocina y los salones para no disgustarme con las botellas y los vasos por los rincones y, también, para no tener que toparme con Ofelia, que se hace fuerte en lo que fue su terreno y me esperará, seguro, agazapada tras la puerta de la nevera o escondida en una de las baldas de la despensa dispuesta a gritarme a la cara en cuanto pueda que voy a la deriva y soy una perdida, una descarada, una desclasada y, por descontado, una mala hija. No, no estoy para monsergas, la noche ha sido larga y llena de emoción, necesito descansar, dormir, aclarar mis ideas y dilucidar amparada por el roce de las sábanas de hielo contra mi cara tan blanca como ellas qué ha pasado en el jardín, si todo fue real o no más que un delirio o un ensueño.
Decido retirarme a mi aposento para intentar dormir acunada por el sabor de Germán en mis labios inflamados, arrullada por el sonido rítmico de su corazón que taladraba mis oídos cuando bebía de su mano. Pero mamá me persigue. Era previsible e inevitable, a qué negarlo. Va tras mis pasos alzando los brazos, profiriendo amenazas, echándome en cara con sus susurros siniestros haber mancillado el honor de las hembras de esta estirpe y, lo peor, haber profanado la sagrada tierra de su casa. Como la ignoro, se dedica a dar manotazos a los cuadros de los pasillos, a volcar el agua de los jarrones y dejar a su paso el suelo encharcado con una estela de pétalos pisados, tallos rotos y pistilos desparramados.
Que le prenda fuego a la casa si se empeña. A mí qué si tiene el desván repleto de armarios que el amor nunca ha saqueado. Ahora ya no puede tocarme ni tampoco alterarme. No es nadie que me importe por mucho que destroce.
Vestida con mi blanco camisón y el pelo cepillado y suelto, disfrazada de ángel vengador pero ángel al fin y al cabo, me altero al percibir el sonido de un motor que, en medio de esta noche hasta ahora recién instalada en el silencio, se detiene ante mi verja. Miro por el ventanal y distingo, a la luz del incierto resplandor de los faros, a un individuo vacilante en la acera desierta. Rauda, con el corazón palpitando atolondrado y antes de que el timbre estruendoso despierte a las musarañas que al fin duermen en la mansión ya muda y sosegada, bajo corriendo los escalones descalza, troto por el sendero del jardín y, sintiendo el cosquilleo de la gravilla bajo las plantas de mis pies de seda, me acerco hasta el portalón de la entrada. Protegida por la oscuridad, amparada tras mis muros, desazonada y coqueta pego mi rostro y mi ojo por una rendija abierta y, con su fría superficie arañando mi piel, sabiendo que del otro lado estará él, y aguarda, pregunto debatiéndome entre el triunfo y la decepción de volver a ganar:
—Germán, has cambiado de idea.
—No, te equivocas de persona. Debería haber llamado antes, lo siento, no ha sido buena idea presentarme a estas horas sin avisar. Creí entender que trabajabas hasta tarde y la luz encendida en el torreón me lo confirmó, pero ya me marcho.
—Pasa —ordeno secamente—, te abro.
El aire de la noche que antes, cuando salí atolondrada, no sentí, eriza ahora uno por uno cada vello de mi cuerpo y mientras oigo cómo mi visitante inesperado indica al taxista que está todo bien, no es necesario que espere más, ya ve que me esperan dentro, analizo la situación y sopeso mis opciones y hasta si volver o no corriendo a casa para ponerme una bata sobre la ligerísima y translúcida ropa de dormir. Finalmente decido que no, que es mejor así, y comienzo a descorrer los pesados cerrojos de hierro que aseguran el portón. Para qué esconder mi piel si es lo que ha venido a ver. Está claro qué pretende, nadie llama a la puerta de una dama en mitad de la madrugada si no es por eso y, ya que ha hecho el esfuerzo de trasladarse hasta aquí, no veo por qué he de escamotearle la visión de aquello que tanto desea, lo que ha salido a buscar y, por descontado, va a encontrar.
Cuando logro vencer la hostil resistencia de las fallebas y picaportes ya soy otra, no la candorosa adolescente cargada de frescas sonrisas e ilusiones nuevas. Sé con claridad lo que me espera y, permitiendo que mi figura se recorte a contraluz por obra y gracia de las linternas de jardín que flanquean el camino de gravilla y brillan débilmente a mi espalda, contemplo los ojos saltones y apagados, la sonrisa falsa y el rostro abotargado del mismísimo consejero delegado.
—Qué grata sorpresa —sonrío retadora—. Ven, sígueme —ordeno sin esperar su respuesta, y me dirijo al calor de mi hogar sin añadir una palabra más.
—Te reitero mis disculpas, sé que es muy tarde y le he dado muchas vueltas a si debía o no venir —balbucea tras de mí—, pero si no lo hacía ahora tenía que dejarlo para mucho más adelante: en cuatro horas cojo un avión con destino a la Feria del Libro de Frankfurt y antes quería mostrarte estos documentos preparados por nuestros abogados sobre la cesión de derechos de los libros de tu madre y…
—Me encantaba esa feria en esta época del año —evoco, y vienen a mi mente las noches calientes en coquetos hoteles junto a Agustín, que acudía como corresponsal de la revista a cubrir el evento, y los pies doloridos tras las caminatas por los pabellones, las copas con los colegas, las entrevistas con los autores, las bolsas llenas de catálogos, los desayunos opíparos del buffet y las cenas copiosas con chistes y besos y deseos de no regresar jamás—. ¿Todavía siguen instalando ese mercadillo de artesanía en el paseo principal?
—Creo que sí —contesta abiertamente confuso, sin poder enmascarar su asombro ante los derroteros que toma la conversación. Imagino que había calculado todas mis posibles reacciones ante esta intromisión pero precisamente esta no.
—Entra, tenemos poco tiempo para echar un vistazo a esos contratos. Pero te lo advierto —y endurezco el gesto y actúo como si le amonestase—, no te perdonaré esta visita intempestiva a menos que mañana, nada más bajarte del avión, me compres un bonito broche art déco en uno de los puestos —especifico con mi sangre fría de villana sin alma sabiendo que nunca lo obtendré, que ningún regalo que quiera hacerme más allá de él mismo en cuerpo y alma podrá terminar en mi poder.
—Dalo por hecho —promete, y sonríe para sus adentros sin percatarse de que le estoy estudiando, de que veo asomar sus dientes diminutos y viles como los de un pequeño roedor carroñero, de que desde aquí huelo el tufo de su carísimo perfume, de que le desprecio por llamar a mi puerta poco antes de iniciar un viaje asumiendo que soy loba de una sola noche dispuesta a amamantarlo sin más, con la cobardía implícita al hecho de no haber sido capaz de encontrar otro modo de dar esquinazo a su señora y madre de sus hijos.
Lo cierto es que no me apetece en absoluto recibirlo, ni siquiera saludarlo y menos invitarlo a pasar, pero ha venido a mí y cuando emprendí mi ardua penitencia me juré no rechazar a ningún varón que demostrara desearme.
Su mirada me habla, ven, manéjame, toma mis riendas, soy todo barro en tu piel. Ven y muéveme, insiste, tu marioneta te hace este guiño de ciega fe.
Asiento levemente y acepto. No puedo negarme, tendré que ocuparme de este patético hombre hasta que aprenda de una vez por todas la lección.
Nunca asumiré lo rematadamente estúpidos que son. Había pensado olvidarlo, dejarlo ir, permitir que se me pasaran las ganas de fustigarlo, pero regresa, llama a mi puerta con su sonrisa ostentosa y segura de sí misma y, como es lógico, termino invitándole a entrar disimulando como puedo mi desagrado y pensando en ocuparme de él rápido. Mis ganas de hacerle un favor al mundo son más fuertes que mi asco, pero no soy tan masoquista como para recrearme en el acto.
—¿No te importa acompañarme a la biblioteca? Quiero revisar estos legajos —consulto mientras comienzo a subir por la escalera—. Allí tengo mi escritorio y quiero detenerme a estudiarlos sólo un momento.
—En absoluto —se aviene, ya casi frotándose las manos en anticipación de sus deseos cumplidos, del sudor y los quejidos y la rendición de mis encantos—. Pero a cambio me gustaría hacerte una pregunta.
—¿Quieres saber de dónde viene el nombre de la mansión? —me anticipo—. Supongo que te habrá llamado la atención.
—No. Lo que me extraña es esa obsesión por arrebatarle los derechos de las obras de tu madre a su editorial de toda la vida —confiesa acompañando sus palabras con el repiqueteo de sus pasos siguiéndome en nuestro ascenso, serviles e incautos respecto a este juego.
Debo responderle, no hacerlo no sería educado por mucho que me venza el hastío de explicarle mi vida y mi pasado, mis deudas y mis desencantos que no quisiera desvelar. El hambre aplacada bien vale un pequeño sacrificio, todo sea por no irme esta noche a la cama sin cenar.
—La familia propietaria de ese grupo editorial posee también la revista donde di mis primeros pasos en el mundo laboral, y los dividendos que reporta la venta de los libros de cocina de mi madre son el principal aporte a sus cuentas. El director de esa publicación y yo fuimos pareja. Cuando nuestra relación terminó ni él ni sus familiares dudaron un instante en expulsarme sin piedad del apartamento en que vivía. Ahora soy yo quien quiere cerrarles el grifo, que dejen de ganar dinero a mi costa, que sepan lo que son las deudas y que nadie quiera hacerse cargo de ellas.
—Eres despiadada, serías un excelente directivo —reconoce admirado.
—Gracias, pero el mundo empresarial no se encuentra entre mis objetivos. Para el único departamento que valdría sería para el de Recursos Humanos —ironizo. Y él, irreflexivo, celebra mis maldades con una carcajada cuajada de optimismo.
Ahora que tengo su permiso, con toda tranquilidad y sin asomo de culpabilidad, encaro el último escalón morosa, sinuosa, sabiendo perfectamente lo que he de hacer, cómo darle su merecido.