15. Cómo conseguir que una fiesta improvisada resulte perfecta

Tengo ganas de acabar cuanto antes, de quitarme este vestido y el maquillaje y mostrarme tal como soy, sin afeites, engaños ni trampas. Me dejo llevar por la urgencia y me visto de cualquier forma para bajar a despedir a mis invitados, tomarme una copa con mi equipo y recibir como se merece a mi nueva presa.

Desciendo trotando por las escaleras con las manos en los bolsillos de mis vaqueros y me topo en el hall con Estrella y el realizador que, con sonrisas nada sinceras, felicitan por sus agudas intervenciones a los tres reputados directores de cine. Yo también les beso en ambas mejillas, nos ofrecemos las direcciones de correo electrónico más por educación que por verdadero interés y me tratan con amabilidad sin duda simulada después de los disparates que se me ocurrió improvisar en mitad de la entrevista. Finalmente, tras una espera que se me antoja larga y tensa, se presentan sus respectivos coches de producción y nos dejan.

Los tres suspiramos aliviados, intercambiamos sonrisas cómplices y después de tantas horas de trabajo exclamamos:

—Al fin solos.

Es un decir, es obvio que no lo estamos, y cuando traspasamos el umbral del salón donde hemos grabado el programa una veintena de voces nos reciben con un sonoro «¡Ya era hora!» ante el silencio atónito de Germán que, en una esquina, no puede más que observar cómo los de producción recogen cables, focos y cámaras y despejan de forma ordenada las pesadas cajas negras que invaden la estancia. Me gustaría poder saludarle como si nada, con toda naturalidad, igual que si fuéramos dos chavales que se encuentran en el patio del colegio y empiezan a hablar de cualquier cosa, de esa nueva peli de monstruos, del cromo que me falta o de por qué no compartimos un paquete de pipas con sal que nos dejará los labios inflamados hasta casi no poder reconocerlos como nuestros, hasta que no nos permitan sentir el beso que al final de la tarde, no delante de la puerta para que no nos vean nuestros padres pero sí en una esquina como esa donde se apoya ahora, acabarás por regalarme.

Ojalá consiguiera hacerlo todo tan fácil. En mi caso nunca lo fue, ni siquiera en esa adolescencia de vagares eternos de fin de semana que jamás llegué a conocer. Ofelia siempre estaba presente —como de hecho aún está, vigilándolo todo, vagando entre la luz y la sombra con sus aires de diva melindrosa y esos pasitos cortos que ya no pueden por suerte dar patadas a los gatos o evitar pisar las alfombras— y en su presencia era inconcebible vaguear, salir sin rumbo fijo a pasear, dejar que un chico te cogiera la mano sin más. Por eso me mezclo con el equipo en vez de acudir junto a Germán y charlo y sonrío y gasto bromas blancas sobre las meteduras de pata que al final el montador podrá subsanar, las tomas falsas que habría que archivar para esas noches en que estamos tristes y queremos reír, lo mal que encajaban los invitados mis ironías y cómo, según todos, me propasé con ellos sacándoles los colores, poniéndoles en algún aprieto y haciéndoles hablar, más que de sus películas, de sus manías.

Lo cierto es que tienen un poco de razón, no puedo negarlo, mi pasado como periodista cultural me traiciona y siempre voy un poco más allá de lo que le gustaría al entrevistado. Es fruto de mi profesión, que me enseñó a percibir que se puede saber mucho de un creador, casi todo, por el contenido de sus obras o el modo de enfocar su arte, por la manera de cantar o interpretar, por el especial estilo al pintar o los rastros que deja entre líneas un escritor. Y es que el artista siempre olvida borrar sus huellas, las pistas sobre sus complejos, los recuerdos velados sembrados al azar, los indicios perdidos involuntariamente sobre sus aspiraciones, su frustración, sus sueños y sus penas.

Yo, para su desdicha, sé interpretarlos y descifrarlos.

Y lo peor es que sigo haciéndolo. Soy una mujer oscura, muchos dirán que cruel y malsana, y como no puedo dormir cocino y leo en las madrugadas, también veo películas, y escucho música y en ocasiones me entretengo destripando seres vivos y obras de arte para, como los augures y las pitonisas, averiguar lo que se oculta en sus entrañas, agazapado entre las notas y los colores, al margen de las letras y las palabras, bajo lo que no se oye ni se dice, más allá de lo que se calla.

Los tres directores que acaban de marcharse con el rabo entre las piernas tienen éxito, cada uno a su manera, y curiosamente ninguno disfruta del estatus que quisiera. Sé que no debí haberlo dicho, que calladita estoy más guapa, que nunca han sido particularmente agradables las chicas que van de listas y terminan por preguntar más de la cuenta, pero a veces me pueden las ganas, me olvido de la prudencia y de parecer buena, me lleva el impulso de meter el dedo en el ojo y lastimar, tocar las narices, llevar a los entrevistados al límite de su paciencia.

Viendo que, pese a mis esfuerzos por hacer nuestra charla más amena, los tres se tomaban a sí mismos tan en serio, se me ocurrió sobre la marcha, en el contexto de la conversación sobre canibalismo y cocina en las fábulas infantiles, al hilo de si realmente creyeron de pequeños eso de que el lobo se comió a la abuela de Caperucita y luego la regurgitó intacta o si la bruja de la Casita de Chocolate iría de veras a zamparse a todos los niños que llegaran ante su puerta, que sería divertido hacer un llamamiento a la audiencia para instarla a inventar platos en los que los presentes adalides del cine nacional fueran el ingrediente principal. «Envíennos sus recetas basadas en los sabores que les inspira alguno de estos tres caballeros y premiaré a la mejor con un lote de películas del propio autor», propuse antes de despedir el programa y agradecer su presencia mientras ellos fingían reír la broma en tanto me maldecían para sus adentros.

—¿Cómo se te pudo ir así la cabeza? —me recrimina luego un guionista entre risas—. Creo que sospechaban que les estabas faltando al respeto.

—¿Y de dónde saco yo el presupuesto para un lote de películas? —se angustia la de producción.

—Eso sin contar el tiempo para leer las cartas que vayan llegando… —remata otro compañero—. Que mucho proponer sobre la marcha, jefa, pero somos los demás los que pagamos el pato de tus ideas repentinas.

—Y yo que creía que os había hecho gracia… —protesto divertida buscando de reojo a Germán, que sigue vigilándonos estratégicamente apostado en su esquina.

—Lo que es seguro, Teresa —interviene Estrella alzando los ojos—, es que ninguno de estos tres se va a pasar por Barbantesa en mucho tiempo —y todos reímos a carcajadas y ya despejado el centro de la sala de baile alguien pone un disco de pop y aparecen las del catering con refrescos y aperitivos y algunos vinos blancos de esos que con tanto celo mamá escondía en la bodega y unos y otros se reúnen con sus colegas mientras atacan las bandejas, salen al jardín a fumarse un canuto bajo la luz de la luna y el vuelo de las luciérnagas o flirtean y se buscan para comerse a lametones al amparo de un seto como universitarios en celo apoyados en el tronco de cualquier árbol, tumbados en la alfombra de la hierba.

Sé que éste es el momento, que no puedo dilatar por más tiempo la situación, que debo dar la cara y dirigirme hacia mi invitado pues no en vano por algo le he ofrecido venir. Es mi deber agasajarle y charlar con él de cualquier tema, de alguno tan simple como qué le ha parecido la grabación o si todavía piensa que soy tan diferente. Decídete, me reafirmo, hoy te toca comenzar a ti, ir a por el varón, tomar las riendas en vez de esperar y dejarte conquistar. Es tan sencillo que a casi todo el mundo le sale bien, tan simple como acercarse y procurar que la conversación fluya, que se inicie con cualquier banalidad para que luego, roto el hielo, él la pueda continuar.

Le contemplo. Aguarda sin que parezca importarle demasiado que nadie le dirija la palabra, buscándome con la vista y acto seguido consultando la hora en su reloj y es que tienes que ir ya, Teté, o se marchará como esta mañana y volverás a perderlo, se te acabará toda opción y no puedes permitírtelo, te quedan preguntas por hacer, demasiados asuntos pendientes que cerrar además de la molesta sensación de que un peligro te rodea como para consentir que se largue en cuanto se fume ese pitillo que acaba de encender.

Hay que echarle valor, tengo que actuar. Cruzo decidida la sala hasta la mesa de las bebidas, agarro sin fijarme una copa de vino y, no sé por qué, por intuición tal vez, una botella de cerveza bien fría para él. Con una en cada mano me dirijo decidida a la esquina, su esquina, mientras esbozo una picara sonrisa. Germán alza la vista, me mira entre el humo de su cigarro y comienzo a exasperarme porque tengo la impresión de que ríe por lo bajo, o eso creo al menos, como si por alguna extraña razón que no alcanzo a desentrañar supiera que ha triunfado y yo, que sigo avanzando hacia él, he perdido el round en esta extraña partida de seducción que ni siquiera sabía que acababa de comenzar.

Sin embargo el combate —si es que lo es este juego— se queda finalmente en tablas porque se me adelanta una de las guionistas que, dispuesta, atraviesa la estancia taconeando altanera, con un compás tanguero y sensual y, plena de gracia y salero, se acerca a él para pedirle fuego. Cuando se lo ofrece, agarra su mano para acercar su mechero abierto, ese mechero de acero que ya conozco, a su rostro desvergonzado y travieso. La llama prende, pero ella decide que no quiere irse, se apoya en la pared y comienzan a parlotear, y bromean, y echa la cabeza hacia atrás en una carcajada y se sacude con la mano la melena negra y deja que el ancho escote de su fino jersey resbale sin querer sobre su piel mostrando uno de sus hombros, y se lleva la mano a la boca como para quitarse una hebra de tabaco de la punta de la lengua y le incita coqueta, dispuesta a dejarse seducir, pidiéndole con los ojos que se atreva.

De modo que es así como se hace, me sorprendo, y me quedo paralizada en medio de la sala como una tonta admirando la impecable escena de atracción y flirteo que yo nunca aprenderé, para la que nunca me entrené y que jamás, por mucho que quisiera, llegará a salirme bien.

Quizá debido a que asumo mi inutilidad manifiesta para embarcarme en este duelo y porque odio competir, porque no tengo claro que sea esto lo que deseo y me da pereza y miedo enfrentarme a lo que necesito imperiosamente averiguar. Tal vez porque los interrogantes que buscan conocer por qué me sigue, qué quiere de mí, pueden esperar o quedarse sin respuesta, decido rendirme y esperar todo el tiempo que él quiera enredar haciéndome sufrir, todo el que pretenda fingir que me importan sus reglas.

Salgo al jardín a que me dé el aire, a respirar un poco de libertad, a reponer fuerzas. Deambulo entre los árboles y como pronto me canso de que se burlen de mí, de sus chascarrillos jocosos que se repiten de hoja en hoja, de rama en rama y saltan y rebotan de una a otra corteza criticando mi ilusión y mi inutilidad, su plantón y mi torpeza, me acerco hasta el estanque. Al pasar junto a uno de los setos oigo ruidos altamente sospechosos que me obligan a rodear con cuidado esa zona en que la pasión se desata mientras pienso que mañana ese lugar estará, como siempre que alguien se ama en mi jardín, plagado de mariposas durante el amanecer y de murciélagos que al anochecer volarán en círculos sobre ese claro recién encantado. En mi camino me topo con un garito blanco de los que han nacido hace un par de meses y me entretengo mojándole con gotas de vino tinto de la copa que aún sostengo. Cuando está tan rojo como si un camión lo hubiera atropellado me canso del juego y, retomando el sendero y el sentido de mis pasos, llego por fin a la orilla del estanque y me siento en mi sitio preferido.

Rodolfa no aparece, la muy traidora debe de estar durmiendo. La maldigo en silencio increpándole entre dientes el pago que me da después de haberle salvado la vida tantas veces cuando oigo pasos a mi espalda y detengo de golpe mis lamentos.

—Tenéis a vuestra disposición una mansión entera con decenas de dormitorios, rincones y cómodos salones —reprocho sin paciencia y sin volverme, no vaya a ser que descubra cuerpos desnudos o relaciones sexuales que laboralmente no serían procedentes— y se os ocurre venir precisamente aquí a tocarme los…

—¿… cojones? —sugiere una voz grave de hombre.

—No iba a decir eso, nunca digo tacos. ¿No hay nada relativo a eso en tus informes?

Se sienta a mi lado a pesar de que no le invito a hacerlo ni desvío mi atención del agua oscura ni me molesto en crear una corriente de afabilidad que le haga entender que es bien recibido.

No me gustan los hombres que se pasan de listos.

No me gusta que nadie se me arrime si no se lo he pedido.

No me hace ninguna gracia que aparezca de repente cuando mi intención es estar sola, cuando no me apetece charlar, cuando me voy lejos para poder reconcomerme o serenarme o defenderme levantando de nuevo mi coraza —lo cual me lleva un cierto tiempo y mucha concentración— en uno de mis lugares predilectos más íntimos y escondidos.

—No, señorita, nada de eso aparece en el dossier —responde al cabo—. Dice, en cambio, que la suerte no para en tu portal.

—Y qué más.

—Que has sido educada en los mejores colegios de pago pero que después decidiste estudiar en una universidad pública. Y que esa fue la primera vez que tu madre amenazó con desheredarte.

—No sabes de la misa la media. Y no me llames señorita —zanjo.

—¿Por qué te fuiste? —suelta de golpe. Desde luego no puede decirse que este hombre sea de los que se meten en problemas por no ir directos al grano, de esos que se enfangan en arenas movedizas cada vez más densas por no revelar lo que piensan hasta que les terminan ahogando.

—Los alumnos pertenecían a los círculos más selectos de la sociedad y mi madre estaba encantada de que me codease con ellos, pero yo no encajaba allí.

—No me refería al pasado. Hablaba de ahora mismo, ahí dentro, en el salón de los espejos.

—Es la antigua sala de baile de Ofelia. No le gustaría nada saber que la llamas así —y suspiro fastidiada porque sé que, por mucho que a ella le dé por vagar por la mansión y mover con su aliento de hielo las cortinas y soplar en los cristales de las arañas de techo para que me asuste su tintineo, nunca osa salir al jardín y no le habrá podido escuchar cometiendo semejante sacrilegio.

—Sigues sin responder.

—Quería tomar el aire, el ambiente estaba muy cargado.

—No entiendo para qué me invitas si luego me rehúyes —comenta sereno.

—Me pareció que estabas ocupado.

—Sólo he venido para saber más sobre ti, a descubrir lo que ocultas y si vale la pena —confiesa con sinceridad descarnada, apabullante en su ausencia de artimañas.

—¿Y cómo van hasta ahora las pesquisas? —y siento una extraña mezcla de sosiego y nerviosismo que me hace dudar entre quedarme o salir corriendo.

—Regular. Cuanto más te analizo más me confundes, a veces pareces encantadora y otras una manipuladora insensible. Toda una depredadora.

—Suelen decírmelo. No estás siendo muy original.

—Eres demasiado compleja como para conocerte en una noche —prosigue Germán como si no hubiera escuchado mi contestación o, en todo caso, no estuviera dispuesto a prestarle atención.

—¿Te rindes ya? Cuánto lo siento.

—No te subas tan pronto al podio del ganador. Esto acaba de empezar —y con exasperante tranquilidad coge de mi mano el botellín de cerveza ya caliente y echando la cabeza para atrás, de un trago largo, bebe la mitad.

Permanecemos callados, juntos pero sin tocarnos, hombro con hombro en uno de esos silencios en los que cada cual está a lo suyo y ni la situación ni la compañía molestan. Mientras dejamos pasar el tiempo sin más, sin sentirnos obligados a abrazarnos o a besarnos o a meternos mano y jadear, pienso que hacía muchos, muchos años que no me encontraba a gusto con alguien que supiera quedarse quieto y mudo, que no fastidiara y me dejase pensar en paz. Quizá con Estrella a la hora del desayuno, en esas mañanas en que parecemos una vieja pareja de lesbianas recién levantadas, ella con su té y su periódico de economía y yo con cualquier novela en la mano saboreando una taza de café ligeramente amargo; o con Tomás en la cocina de Barbantesa, él en sus fogones y yo en los míos, cocinando sin hablar pero moviéndonos igual de rápido, troceando, especiando, salpimentando a toda prisa y, sin embargo, sin tropezamos, igual que un matrimonio que llevara años bailando el mismo vals, que podría girar a ciegas en la misma sala llena de gente sin soltarse nunca, sin pisarse jamás.

Claro que no debo confiarme, me digo. Puede ser que sepa cerrar el pico, pero no deja de ser el enemigo.

—¡Dios santo! —grita entonces Germán dando un respingo, y rompiendo el encanto se pone en pie y señala al agua con la mano—. ¿Tú has visto ese bicho?

Es Rodolfa, al fin ha aparecido. Asoma su cabeza verde y amarilla entre las hojas de un nenúfar y nos observa con sus ojillos de criatura traviesa, feliz al comprobar la conmoción que provoca su presencia. Desde donde estamos no se distingue su concha, sumergida en el líquido negro y espeso, y parece una extraña serpiente de agua demasiado grande, demasiado lista y voraz, demasiado aviesa.

—Sólo es una tortuga —le informo con un fondo de escarnio bailoteando en los recovecos sin luz de mi garganta—. Lleva más de veinte años en este estanque y todavía no se ha comido a nadie, al menos que yo sepa.

—Qué cosa más enorme —se justifica sentándose de nuevo sin dejar de escudriñar la superficie del agua con recelo.

—No la juzgues. Es una superviviente. Tú no entiendes lo que es saber que eres única en tu especie, que no hay nadie tuyo cerca para apoyarte o comprenderte.

Se gira para estudiarme y afirma sin sutileza:

—Eres rara, y todo lo que te rodea también, pero es bonito tu jardín a pesar de las sorpresas. ¿No tiene piscina?

—No.

—Vaya desperdicio de terreno.

—Las piscinas son de nuevos ricos. Éste es un palacete serio.

—A mí me da escalofríos —admite.

—¿Y esas casas donde viven los famosos, los banqueros, los cantantes de moda y sus esposas a las que acosas, no te alteran?

—De ellos sé qué puedo esperar: tienen piscina.

Muy adentro pugna por abrirse camino mi risa, pero prefiero hacerme la arisca y de nuevo nos sumimos en el silencio, prudentes, tal vez temerosos, mohínos o simplemente cansados. En algún lugar abren una ventana y se oye la música que escapa por los balcones y habla de lo que tienen que contar las estaciones, de las terminales de aeropuerto y los bares donde nacieron nuestras canciones, de aquellas noches en que tu chica te decía nunca más. Me da por pensar en lo que queda de nosotros en esos lugares, en las butacas de cine, en una boca de metro, en todas las esquinas que solíamos doblar.

—¿Sabes que las casas viejas atraen a las brujas? —pregunta de pronto Germán.

—Yo vivo con una en esta.

—¿Lo dices por Estrella?

—No, por mi madre.

—Así que por eso este lugar se llama Je Reste.

—Exacto. A los espíritus de mi familia suele gustarles permanecer aquí, molestando a los que nos quedamos. Ofelia es la peor. Mira, ¿ves la luz que emana del torreón? Ahí la tienes, nos vigila.

Espero que se burle, que me mire con incredulidad y haga algún comentario sobre lo loca que estoy o el humor tétrico de mis bromas que en realidad no hacen gracia, pero calla. Al cabo, prosigue la conversación:

—Mi oficio no es tan horrible —confiesa, arrastrado por esa ola de imprudencia que he levantado y que me hace decir las verdades más increíbles enmascaradas tras bromas que terminan resultando macabras—. Soy fotógrafo porque me gusta retratar a las personas tal y como son, sin posar. Nunca pensé en convertirme en paparazzo, sólo en buscar la instantánea espontánea, inocente. Así se llamó en sus inicios el fotoperiodismo: «fotografía cándida».

—Pues permíteme que te señale cuánto ha cambiado —objeto con sarcasmo.

—Ahora da asco. La única salida para no resultarte vomitivo a ti mismo es conservar un código ético individual. Yo respeto al objetivo, le robo su imagen, pero sin traicionarlo —se detiene unos segundos, como sopesando cómo vertebrar su discurso—. Las llamadas que yo atiendo son las de camareros que te dan un soplo y te permiten colarte en una fiesta y deambular entre los posibles candidatos sin que sepan que van a ser abatidos por mi disparo pero nunca las de los propios protagonistas, las de los arribistas que buscan promoción. Sólo yo soy el cazador.

Habla entornando los ojos, encendiendo un pitillo y echándole el humo a la luna, tan loca y tan bruja. Lástima que no me conmueva, que no me llame la aventura ni el riesgo ni la épica de la foto robada que hará historia y cambiará su cuenta bancaria. Estoy demasiado ocupada temblando otra vez, recordando aquella noche en el balcón, sabiéndole al acecho tras el muro, observándome a través de algún agujero de la tapia perfumada por la madreselva con la pala a mi alcance y mis manos ensangrentadas y la boca abierta y roja y los dientes afilados templados por el sabor de la carne fresca, de la sangre salada.

—Estás tiritando —exclama sorprendido al volverse hacia mí—. Vamos adentro.

—No tengo frío.

—Sí lo tienes. Además, no quiero que tus amigos se pregunten por qué estamos tanto rato fuera.

—Que piensen lo que les dé la gana —protesto insolente y retadora—. No me importa nada.

—A mí sí.

—Entonces va a ser que eres un hipócrita que juega con la buena o mala fama de los demás pero se cuida de retar a su propio destino —le ataco entrecerrando los ojos e imprimiendo a mis palabras un tono mordiente y altivo.

—Qué puedo decir: la suerte es una ramera de primera calidad —y se levanta sacudiéndose la hierba de los vaqueros y emprende el camino hacia el palacete sin tenderme una mano que me ayude a levantarme.

De golpe reacciono, me pongo en pie con rapidez y me apresuro para alcanzarle e indicarle que no hace falta rodear la casa para entrar por la puerta principal, está más cerca la de servicio. Obediente y en cierto modo temeroso de mi perturbador vergel hechizado, me sigue con aparente docilidad, y no sé si por esta actitud suya de sumisión o por la brisa nocturna y el brillo de las estrellas, termino calmándome y me olvido de nuestro enfrentamiento.

—¿No quieres ver la cocina? Es donde nacen mis propuestas. Si buscas verdades inconfesables, ahí las guardo todas.

—No me engañes —añade con un punto de impaciencia—. ¿Qué es eso de que se te ocurren las recetas en la cocina? He leído la carta de tu restaurante y estoy seguro de que nacen en tu cama.

—Te equivocas. Me cuesta conciliar el sueño, apenas paso tiempo acostada.

—No me refería a eso, no te hagas la inocente conmigo —me afea.

No sé por qué insisto. Me molesta lo que insinúa, me siento sucia, de pronto me asalta el ansia de lavar mi imagen, de mostrarme ante él pura y blanca como una novia inmaculada:

—Es la verdad, siempre estoy entre dos cocinas, la del restaurante y la de mi casa. Pero esta es donde más cómoda me siento, donde planeo todos mis actos.

En vez del halago deseado, de la admiración que no llega, del mira qué mujer más responsable, qué profesional tan entregada, lanza una nueva burla disparada con flema y precisión.

—Siempre activa y ocupada. Vaya joya. Por la noche eres alguien con quien no dormir y por el día alguien con quien no vivir. ¿Por eso estás tan sola?

Callo, ensartada por el rayo de su crueldad, y con los ecos de su reproche calentándome las orejas nos internamos en el largo pasillo que comunica el área de servicio con el resto del edificio y, a pesar de que permanece encendido, sé que una sombra nos contempla. Y aguarda. Al acecho.

Nosotros, desavisados o al menos disimulando que la divisamos agazapada tras el cerco de la puerta, escondida en el quicio de una ventana, en el ojo de las cerraduras, caminamos sin prisa pero sin pausa y en nuestro paseo nos detenemos ante una pintura, debajo de una moldura, deslumbrados por el esplendor de alguna lámpara. Sin querer, creo que por costumbre, al pasar por cada una de las estancias nobles que atravesamos empiezo a explicarle el origen de los objetos, los años que hace que descansa en esta balda o a qué estilo pertenece cada jarrón, y le aviso para que repare en los sorollas, los anglada camarasas, los romero de torres y hasta en los muebles diseñados por Gaudí. Al percatarme, consciente de lo que implica y de la atención despreocupada, un tanto ausente, con que Germán escucha mis palabras, comienzo a deslizar incisos que insinúan como al desgaire en cuánto se valorarían muchas de estas piezas en una sala de subastas y detallan las ofertas de coleccionistas extranjeros que recibo con frecuencia y que siempre son rechazadas.

—¿Quieres dejar de hablar de dinero? —me dice tras un rato—. ¿Por qué lo haces?

—Eres periodista, supuse que te interesarían los datos.

—Lo soy, y estaba disfrutando con este discurso tuyo que seguro sueltas a todos tus amantes sobre el alma de tus obras de arte, pero lo que me emocionaba era lo que mostrabas, no cuánto vale. Creí que tenías más clase —acusa.

Nuestros ojos se cruzan en la semipenumbra del pasillo, junto al taquillón art nouveau que mi madre heredó de un pariente enfermo de locura fallecido tiempo ha en una residencia. Tras una breve pausa para calibrar la oportunidad de volver a enfrentarnos, continuamos caminando, él a mi espalda, de nuevo armado con la coraza de su aparente serenidad, y yo varios pasos por delante procurando que no vea la sonrisa en mi cara, que no sepa por qué estoy tan satisfecha ni que ha superado tal vez la más importante de las pruebas.

—Hace años habité otra casa —confieso a punto de llegar a la sala de baile—. Digamos que era más pequeña que Je Reste y también que el piso frente al Retiro en el que Ofelia instaló la escuela de cocina, el que ahora es mi restaurante. Fue la única vez que me atreví a decir que tenía un hogar, que lo sentí como mío. El resto de mi vida me he limitado a vagar de un sitio para otro hasta volver nuevamente aquí, donde comenzó todo.

—¿Qué pasó?

—Que me dejé ir y no vi llegar el final —desvelo melancólica. Él calla, con el rostro imperturbable, y como sé que en su oficio le han enseñado a sonsacar, a encontrar los puntos débiles de los incautos y arrancarles las entrañas a los entrevistados, salta, desde algún rincón escondido, una de mis numerosas alarmas—. No dices nada. ¿Ya conocías esta historia?

—Algo había oído —confiesa de mala gana y añade—: Lo leí en los informes. Te hablé de ellos, pero no quisiste creer que fueran tan veraces.

Me muerdo los labios rabiosa y reprimo un gesto de dolor involuntario: había olvidado que no pasan por su mejor momento, que a pesar del maquillaje que todo lo disimula aún están hinchados. Decido seguir adelante sin esperar a ver si viene detrás, indiferente a si se queda perdido en la maraña de pasillos a merced de la furia de mamá. Me siento traicionada y estoy enojada conmigo misma por bajar la guardia, por ser tan necia como para soslayar las normas del pasatiempo al que estoy jugando y dejar que me hagan trampas, que me pillen en mi propia celada revelando demasiado, contando mi vida al primero que se sienta a mi lado en la hierba y que no muestra deseos de seducirme bajo un árbol. Claro que no, estúpida, lo que quiere es llevarte al huerto, pero en un sentido menos figurado, pienso para mis adentros, sacarte los higadillos tanto como tú a él y venderlos a un buen postor en el mercado del corazón mejor pagado.

Tonta, tonta, más que tonta, que nunca aprenderás.

Repitiéndome el insulto como un mantra irrumpo como una tromba en la sala de los espejos sin preocuparme por si me escolta o no Germán. Me detengo en el centro de la estancia y busco con los ojos a alguien que me aprecie. Distingo a la guionista morena en una esquina fumando y reparo en que se le ilumina la cara y asumo que sí, debe de ser que Germán me ha seguido al fin. Pues todo para ella, que se lo coma con patatas, yo prefiero merendarme a otros que me saben más sabrosos y me dan menos trabajo. En tres zancadas me planto ante la mesa de las bebidas y agarro otra copa de vino y a punto estoy de tragarme su contenido sin respirar cuando Estrella se me acerca y me amonesta.

—¿Dónde has estado, nena? —se me ocurren mil barbaridades que recitarle, también alguna que otra maldad relativa a dejarme en paz y vivir su propia vida, pero tal es mi frustración que no acierto a articular palabra, pero entonces reparo en su sonrisa y concluyo que era una interpelación retórica, que le da exactamente igual dónde me haya metido, que sólo es una manera de acercárseme.

Se nos arriman dos o tres compañeros que pretenden explicarme una gracia que no pillo porque para eso tendría que haberla escuchado desde el principio, una técnico de sonido aparece como por arte de magia a mi lado y se parte de risa intentando enumerar las bromas que me he perdido, un script que se desternilla me coge de la cintura con cariño y familiaridad y se ofrece a soplarme la mitad al oído y, curiosamente, no me molestan sus manos sobre mi cuerpo y todos nos carcajeamos al unísono y brindamos hasta que alguien cambia la música y pone un rock y muchos empiezan a bailar, la mayoría haciendo el ganso, y de pronto, entre el asombro general, distinguimos a Germán en medio de la improvisada pista marcándose un baile con Estrella que, algo torpe pero animada, se agarra a su mano y le sigue el ritmo graciosamente coqueta, ligeramente sofocada.

De inmediato se convierten en los reyes de la fiesta, los presentes se avisan unos a otros y a su alrededor se forma un círculo que los aplaude y vitorea mientras ellos, con aire indiferente de tipos duros y ausentes, se desperezan y menean como bailarines de película que evolucionan al son de un twist descontrolado. Acaba la canción y el aplauso es atronador, tanto como mi asombro. Todos se les acercan para darles palmaditas en la espalda, tiernos achuchones e incluso hasta cachetitos risueños en las mejillas. Estrella, risueña igual que en las fiestas de empresa de aquellos tiempos lejanos, toda arrebol y vergüenza, se acerca a mí y me suelta espontánea un «¿De dónde has sacado a este hombre?» que no me da tiempo a aclarar porque antes de que pueda reaccionar añade un contundente y definitivo «¡Es genial!» del que, al parecer, no puedo discrepar. Con todo, lo intento:

—¿Te acuerdas de ese que vi varias veces en el restaurante y que parecía que me espiaba? ¿Y del artículo sobre mi accidente que salió en todas partes?: todo es responsabilidad suya —le soplo en la oreja porque no puedo resistirme, como siempre, a sorprenderla, a clavarle alguna puya.

—¡No me fastidies! —se vuelve hacia mí con ojos desorbitados.

—Y sé por qué lo hacía: es un paparazzo.

Se le abre la boca sin que pueda evitarlo. Las dos le observamos en el centro de la sala, departiendo con nuestros compañeros y amigos, bebiendo cerveza distendido, disfrutando de la compañía y dejándose envolver por su confianza y su cariño como un niño recién llegado que sólo busca ser aceptado en la pandilla.

—A ver ahora qué hacemos —comenta Estrella no sé si para sí o porque quiere planear una estrategia de actuación conjunta contundente y definitiva.

Tendría que explicarle a grandes rasgos nuestro pacto sobre esta noche, la apuesta que nos hemos cruzado, la serena charla de ahí afuera al borde del estanque y sus confesiones sobre cuánto le gusta entrar en las fiestas, alternar con sus víctimas, fotografiarlas sin que se den cuenta. Para ser justa, debería hablarle también de la corriente de simpatía que pareció —o tal vez era uno más de sus trucos— surgir entre nosotros y cómo yo, susceptible y maniática, rompí la baraja y malgasté una de mis últimas oportunidades de intimar realmente con alguien mandándola al traste. Sí, debería colmar de confidencias a mi amiga, pero me callo con una pérfida sonrisa porque sé que, hiperprotectora y si cabe más paranoica aún que yo, levantaría a Germán, pequeña como es, y se encargaría de ponerlo de patitas en la calle de una muy merecida patada en el trasero. Justo cuando nace este pensamiento, como si presintiera la intensidad de nuestras miradas clavadas en su espalda, Germán se gira, levanta su vaso y, radiante y descarado, nos guiña un ojo.

Me sonrojo y aguardo la reacción de Estrella.

—¿Sabes qué te digo? —me suelta ella—, que me da igual en lo que trabaje. Y aunque esta sea tu casa y tu fiesta por mí se queda.

Me muerdo los labios para reprimir una exclamación fruto de la estupefacción y vuelvo a recordar demasiado tarde por segunda vez en esta noche que están doloridos. Cobarde, incapaz de dar la cara, de hacer sola este trabajo sucio, de largar a este tipo atractivo y tan odiosamente seguro de sí mismo sin ayuda de nadie, sin un secuaz que me eche una mano para quitármelo de encima con sus ojos que me vigilan y su díscola apostura al saludarme y ese exasperante dominio de la situación que me frustra y me irrita, me asusta y me excita, claudico.

Y me rindo.